Kitabı oku: «Los cerdos no pueden amar», sayfa 2

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—¿Y qué tal estuvo tu día?

Pauso de nuevo el vídeo, me río un poco porque la imagen quedó congelada con la cara del man esforzándose, se ve horrible.

—¿Qué es tan chistoso?

—Nada, solo que no hay mucho por contar de mi día.

—Bueno, algo habrá por contar.

—Pues a ver, volví a llegar tarde, me dieron una especie de ultimátum que sé no van a cumplir porque soy el mejor vendedor de la tienda, eso me da alguna especie de beneficios, ¿no? Bueno, luego el día transcurrió normal, cuando cumplí mi meta del día a las dos de la tarde me relajé un poco, dormí diez minutos en la bodega y oriné donde lavan el trapeador, para ir al baño tenía que salir de la tienda y recorrerme medio centro comercial y, pues, qué pereza.

—Me gustaría tener pipí para poder hacer eso.

—Bueno, lo malo es que mientras orinaba una compañera subió y me vio, me preguntó que qué hacía y le dije que lavándome las manos, me dijo que le diera permiso que necesitaba limpiar unos zapatos, ya voy le contesté. Obviamente, se dio cuenta que orinaba cuando escuchó el cierre de mi jean y cómo abrochaba mi correa, solo se rió. Es de las buenas.

—Yo hubiese salido corriendo, no es muy normal encontrar a tu compañero orinando en donde lavas el trapeador o limpias tus zapatos.

—Sí, supongo, luego vino la mejor parte.

—¿Cuál?

—Cuando terminó mi turno. Era lo suficiente temprano como para apreciar el atardecer, los resplandores naranja y amarillo en ese cielo tan lindo, sentir el viento en mi cara e ir tarareando canciones que escucho de mis auriculares. O puteando a la gente que gira sin poner direccional, odio esa gente.

—Martín, ¿qué no odias?

—A ti no te odio.

Puedo escuchar su sonrisa tras el altavoz.

—Eres muy lindo.

—No te acostumbres —le digo.

—Pues tú haces que me acostumbres, me dices esas cosas del cielo, del viento y de que no me odias, es muy lindo.

—¿Desde cuándo se volvió algo lindo decirle a alguien que no te odia? —Me río y ella también.

—Sí, es bastante inusual —lo dice con una sonrisa.

Luisa me glorifica, no me gusta. Bueno, sí, un poco. Pero luego no. O sea, cuando soy consciente de lo que eso significa y lo negativo que es para cada uno, me irrita, pero el «ello» egoísta e inconsciente que habita en mí disfruta cómo Luisa me idolatra, soy una especie de dios griego para ella, inteligente, capaz, sensato. ¡Ay, Luisita! Es solo una gran fachada para no mostrar lo roto que estoy por dentro.

Mientras hablamos, la rubia le da sentones bruscos al hermanastro, él no la abraza, ella lo abrasa sin quitarse del todo sus bragas, en breve ella brama como si un calambre abrupto la abrumara, no brindan, no hay brío, no bromean ni burbujas de amor brotan, solo follan embrujados por el febril deseo, ella siembra y recoge en mimbre unas lúgubres sobras. Ni siquiera se nombran, la lóbrega habitación a duras vibra, ¿habremos permitido que el sexo se abra en vacías palabras? Números que suman o restan, como si de álgebra se tratara, hombres hambrientos y mujeres sombrías, la brecha se amplía, nadie se embriaga, un simple enjambre de brasas insípidas encubre la ausencia de brillo.

—Te quiero mucho.

La rubia intensifica sus alaridos, sisea ingenua tras cada embestida. ¡Oh, hijastro de mierda!, cómo me gustaría enseñarte que se puede amar, que no todo es ir por ahí revolcándose por sexo y dinero, rubia, tú quizá ni opción hayas tenido. Si supieran lo bien que se siente un sentón con amor, respirar el aire que exhala la persona que amas, tocar sus costillas como si de un piano se tratara, soplarle la boca cual trompeta o acariciar su espalda imaginando las cuerdas de un arpa entre tus manos, ¡ser música, joder! De eso se trata el sexo, de componer una orquesta en la cama, en el baño, en el río o en un centro comercial, en las escaleras de un edificio o en sauna de una unidad residencial, bajo el techo de una carpa o sobre los muebles de tu casa mientras un vecino echa un ojo desde el edificio de en frente.

—¿Tú me quieres a mí?

Eyaculo sobre mi pecho, no pensando en los simples bastardos que copulan insulsos en RedTube, sino deseando hacer un poco de música con la chica que quiero, con la que me siento completo, deseando que fuera ella quien estuviera en la línea y no la pobre Luisa preguntándome si la quiero; emito un largo suspiro a causa de mi orgasmo.

—Vaya, ese suspiro me hace pensar que en serio me quieres.

—Sí —logro decir extasiado—. Claro que te quiero.

Me limpio y Luisa me dice que ya tiene mucho sueño, que quiere seguir hablando conmigo hasta el amanecer, pero que debe dormir, yo igual, le respondo y segundos después me duermo.

Mamaaaaaaaaaa.

Just killed a man.

Put a gun against his head.

«Qué has hecho, hijo», me dice mi madre, mi madrecita linda preciosa hermosa bonita fina airosa inalcanzable poderosa rígida decidida profunda generosa inexpresiva poco cariñosa insatisfecha perseverante congruente.

Está a tres pisos sobre mí, me grita desde allá, «te entrás ya», yo estoy corriendo, MAMAAAAAAAAAAAAAA, JUST KILLED A MAAAAAN. Un hombre con un sombrero enorme y un tridente me persigue. MAMAAAAAAAAAA. Necesito tu ayuda, por favor, el tercer piso en el que está mi madre comienza a crecer, «el edificio se está cosechando», me dice desde la altura y pronto el tercer piso se convierte en décimo. Busco dónde esconderme.

Corro.

Corro.

Corro.

Corro.

Tropiezo.

Grito.

Corro.

El hombre grande del sombrero me persigue entre las tinieblas, no menciona palabra alguna, pero sé que no tiene buenas intenciones, su tridente puede asegurarlo. Encuentro un establo detrás del edificio. Mi madre no puede ayudarme, no podrá hacerlo. Oye, mamita.

Miro al cielo.

Oye, mamita.

¿Por qué?

¿Por qué?

Por.

Qué.

Me.

Has.

Abandonado.

Entro al establo y me tiro entre la paja del mismo, hay unas escaleras que conducen a otro piso, arriba hay una pareja follando. Tiro un poco de paja sobre mí esperando que el hombre no pueda encontrarme. Las paredes de madera se derriten después que el hombre entra, la pareja perece y sus órganos se evaporan, eso logro ver aún con la paja cubriendo mi cuerpo, los esqueletos caen a los pies del hombre y, decidido a encontrarme, se propone picar la paja con el gran tridente que lo acompaña, cada pinchazo hace que la paja donde pica se vuelva burbujas de jabón que estallan después de elevarse un poco; estoy asustado, muy asustado. En medio de su arduo trabajo logro observar un poco su cara, inhalo una bocanada de aire y me contengo, parece que me escucha. El hombre se acerca a mí guiado por su furia incontenible, alza su tridente, puedo ver el filo de sus puntas dirigiéndose justo a mis ojos.

Es martes, esta vez me despierta la tercera alarma (y no la cuarta como ayer) cuya canción es Bohemian Rhapsody. Me despierto sudando con el corazón acelerado a tope, he tenido esa pesadilla desde hace mucho tiempo, el hombre con sombrero me persigue y cuando trato de ver su cara me clava su tridente en mis ojitos. Qué horrible es mi cerebro conmigo.

—Me odias, ¿por qué me haces tener esos sueños?

Evidentemente, no me responde, si no, ya estaría recetado con algo de haloperidol.

Y el bucle continúa: la cama, el desayuno, la toalla, la ducha, la toalla, la crema, los dientes, la ropa, el desodorante, los talcos, los zapatos, las llaves, «chao, mami», «chao, mijo, Dios lo bendiga», «gracias, mami»; quién soy yo para decirle que no me bendiga en nombre de Dios, por mucho que no crea en él. La bici, la música, el viento, el sol saliendo tímido en el horizonte.

—Hoy llegué temprano.

—Ese es su deber, Martín, no espere una medalla por eso.

Al parecer, alguien despertó de muy mal humor, voy a mi locker para ratas de laboratorio y dejo mis cosas. Pensando en lo muy aburrido que será hoy.

Las horas transcurren, como transcurre todo en este centro comercial que tanto odio, cumplo mi meta de ventas a las tres, lo que me da dos horas libres. A veces no descanso y acumulo más ventas para que al siguiente día tenga más presupuesto cumplido, y al siguiente día y así hasta acumular un par de días a final de mes, en los que me acuesto a dormir en la bodega, me escapo a comer un helado o subo a leer un libro. Mis compañeros me miran como a un bicho raro cuando leo, hay algunos que me caen bien y me preguntan qué leo, hay otros que detesto y me preguntan para qué leo; qué pregunta tan indiscreta, es como preguntarle a un estudiante para qué estudia.

Subo a la bodega, abro mi locker y reviso mi celular: treinta y ocho mensajes de veintiún chats sin leer. Obvio, hay uno de Luisa que me saca una minúscula sonrisa; solo respondo un par, el de Luisa y el del Gordo.

—Quiubo, perra, ¿me acompaña a fumarme alguito ahora o qué?

Odio su vicio por el cigarrillo.

—Sí, de una.

EL GORDO

Lo conocí en el colegio. Estuve en varios colegios en mi infancia; o me echaban, no encajaba o no soportaba su incongruente fervor religioso en un supuesto país laico. Me sacaron en un décimo grado y, maravillosamente, por un favor que le debían a mi mamá (no sexual, debo aclarar), pude entrar a terminar el último año escolar en un colegio medianamente decente, y con medianamente me refiero a que no sería acelerado ni vería clase con adultos mayores que querían superarse a sí mismos y terminar bachillerato.

—Parcero, ¿de dónde viene?

—De Cali —le respondo sarcásticamente.

—Ay, obvio yo sé, me refiero a por qué entró en once, mataste a alguien o qué.

—No, estupideces que uno hace.

Era el primer día de clase, si me sentía incómodo en mis anteriores colegios donde ya tenía cierta aceptación de las minorías impopulares del salón, pues ahora, siendo un total desconocido, sentía que estaba en un campo de batalla, donde todo el mundo era el enemigo. Quería salir corriendo de ahí, menos mal ese suplicio terminaría en diez meses.

—Vea, ¿tiene plata?

Este güevón cree que me va a robar en mi primer día de clase.

—¿Por qué?

—Para que hagamos una apuesta, usted se ve inteligente.

Mierda, soy competitivo, muchísimo.

—Como de qué o qué.

—Pille esta etiqueta de Póker.

Saca una etiqueta toda arrugada de una cerveza, la tenía en sus bolsillos y, cual perfecto estafador callejero, me propone algo. si lograba encontrar el número ochenta y cuatro en esa etiqueta en cuatro minutos, él me iba a pagar diez mil pesos; si no podía, yo le pagaría dos mil.

—Hágale, cómo no voy a poder.

Le arrebaté la etiqueta de las manos y comencé a buscar ese bendito número. Primero leí las letras grandes, luego las pequeñas y sabía muy bien que no habría ningún número ochenta y cuatro explícito en esa etiqueta, lógicamente había un truco. Entre las muchas arrugas que tenía la etiqueta, había unas líneas bastante marcadas en ella, ese era el truco, debía doblar la etiqueta para formar el número con las letras que ya estaban escritas.

—Creo que vas a perder la plata —le digo.

—Te quedan dos minutos.

Mierda.

Traté de darle forma sobre las líneas que estaban marcadas, pude ver en la cara de ese pelado estafador y vivaz, que estaba preocupado, porque sabía que estaba cerca. Pero también pude ver algo de tristeza, una tristeza crónica.

—Se acabó el tiempo.

Hijo de puta.

—Ahí no hay ningún ochenta y cuatro, no le voy a pagar ni mierda.

Hizo un par de dobleces y salió perfectamente el ochenta y cuatro, con la P y la R de la palabra «Póker» (la marca de la cerveza) se formaba el ocho y el cuatro con la K y la E si mal no recuerdo.

Le pasé los dos mil pesos sin vacilar, él se quedó algo sorprendido. Fue inesperado, supongo, que la gente fuera tan estúpida como para ir regalando su dinero a alguien que claramente te había estafado.

—Uy, este man es hombre de palabra, aprendan, vea, el nuevo me pagó.

—En eso consistía la apuesta —le dije.

—No te pregunté tu nombre —me dice.

—Martín Castro, ¿y vos? ¿Cómo te llamás?

—David Ruiz.

Con el tiempo, me di cuenta que el gordo tenía un segundo nombre que no le gustaba: Francisco. David Francisco Ruiz, un nombre largo y como que no rima casi. Yo le decía Ruiz en el colegio, típica costumbre de llamar a los compañeros por el apellido, como si fuéramos militares, pero una vez nos graduamos de esa pocilga, el gordo engordó, y le empezamos a decir el Gordo. Un canalla adicto a los juegos de azar y la nicotina, hábil para enredar y persuadir desde ingenuos nuevos estudiantes hasta gente con dinero que va a apostar a casinos.

Ruiz fue uno de los pioneros en la técnica de la billetera ebria: ir a bares, hacerse amigos de borrachos indefensos, simular que estamos igual de ebrios que ellos y finalmente identificar el momento preciso para sacarle la billetera, normalmente es una tarea fácil, pero nos hemos envuelto en más de un inconveniente por eso, nos han sacado con disparos de bares y hemos estado cerca de la muerte.

El Gordo y yo hemos cambiado bastante y, la verdad, eso me enorgullece, son hazañas estúpidas las que no nos enorgullecen y que tampoco pretenderemos ocultar, pero que definitivamente hacen un eco terrible en nuestra conciencia. Gracias al Gordo o, bueno, en consecuencia al Gordo, fui con una prostituta hace unos años, yo siempre tuve mis dudas y nunca me llamó la atención, pero había recaído en mi adicción y no pensaba correctamente, fue la única y será la última vez que me involucre en ese mundillo.

Estoy sentado en un bar con el Gordo, es una sucia noche de viernes. El Gordo va por su segunda cajetilla, es decir, chorrocientos mil cigarrillos.

—¿Por qué mejor no te matás de una vez, gordo hijueputa?

—No tengo los huevos para eso —me dice.

Venga, acompáñeme.

El Gordo me lleva a no sé dónde, vamos en un taxi viejo y el conductor tiene ese tapete de pepas que cubre el asiento, eso es una señal indicando que deberíamos bajarnos de ahí; no demora en pedirnos pago en especie. El Gordo le está hablando sobre lo entretenido que estuvo el partido del Deportivo Cali, yo solo escucho bla, bla, bla, los hombres también son puro bla, bla, bla, fútbol y bla, bla, bla, viejas y bla, bla, bla, demasiado básicos.

Nos bajamos y entramos a un lugar de mala muerte, afuera hay cuchos de sesenta años con pinta de camioneros fumando y coqueteándole a la señora que vende minutos y cigarros; la señora pesará unos cien kilos.

—Mano, esa señora es mucho voltaje para usted —le dice el Gordo al mismo tiempo que toma el encendedor de la señora (sin permiso de ella, claro está) para prender su cigarrillo. El señor lo mira mal y tras cuatro caladas de nicotina entramos al lugar.

Rojo.

Azul.

Verde.

Azul.

Verde.

Rojo.

Luces incandescentes. Nenas en bikini. Gordas y viejas, flacas y maltratadas. El Disneylandia para los degenerados. Todas las «niñas» tienen una pulsera en su mano derecha, algunas son rojas, azules, verdes, rojas, azules, verdes. Una naranja. Papi, esa es la más cara.

—¿Cómo así? ¿Qué es eso? —le pregunto inocentemente.

—Ese es el precio de la puta, vea, papi, esa de allá es la más cara —me dice mientras señala una blancota, un metro ochenta le calculo, pezones rosaditos y llamativos.

—Quiero esa —le digo.

Se ríe.

—Esa vale cien lucas —me dice, a lo que reviso en la billetera.

—Yo solo traje doce mil cuatrocientos.

Se ríe más fuerte.

La prostituta me pone el condón con la boca, parece ser que entre más brillante era el color de su pulsera, más costoso era el tiempo de sus servicios. Ella se quita su pulsera marrón, se amarra el cabello con unas pinzas y me da un sexo oral con tanta intensidad que quedo atónito ante sus habilidades. En realidad, no le veo mucho sentido al sexo oral con un condón puesto, le pregunto que si me puedo quitar el condón y me dice que no, mi amor.

—¿Ustedes le dicen amor a todo el mundo?

—No, mi amor, solo a los clientes más especiales —me dice con una amable sonrisa.

Me hizo sentir muy especial.

—Vaya, esto sí es un buen servicio —le digo y sonríe mientras acaricia sus labios con mi glande.

Creo que tengo uno de los mejores actos sexuales de mi corta vida, la prostituta me saca tres goles en una hora, no tengo idea cómo, normalmente después del primero quedo fuera de juego. Para el último, mientras estaba penetrándola en cuatro, me dice que le avise cuando me vaya a venir, un corto tiempo después le digo que ya, se pone de rodillas rápidamente, me quita el condón y me masturba con muchísima fuerza. Me vengo a chorros, litros de esperma salen de mi pene, ella se traga un poco y deja que las últimas gotas caigan en su cara mientras se golpea los cachetes con él. Ver ese acto de total libertinaje y lascivia hace que mi erección se mantenga lista para la acción.

—¿Qué tal si seguimos? —le digo mientras la ayudo a ponerse de pie.

—No, amor, no puedo, ya es la hora y tengo que atender más clientes.

Ella cobra veinticinco la hora, el Gordo me prestó quince, le digo que qué puedo hacer con dos mil cuatrocientos pesos.

Ella se ríe.

—Amor, usted me cayó muy bien, me hace reír mucho.

—Creo que ese es mi don y mi maldición, te apuesto que cuando te diga algo en serio no vas a creerme, como lo hacen todas.

Le digo que a veces soy chistoso y ella me pregunta por qué.

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué?

Vaya, qué pregunta más extraña.

—La verdad, no vine a pagarle a una prostituta para que me diera terapia —le digo con el ceño fruncido.

Ella se ríe. Lo sabía. No estoy bromeando, maldita.

—¿Y tienes alguna chica especial?

—Sí.

—No se enamore, amor. El amor es vacío, el amor es una basura.

Filosofando con una prostituta.

—¿Por qué?

—Enamorarse duele, entregarse no es adecuado.

—Pero míreme, estoy pagando por algo que alguien me haría gratis a cambio de amor —le digo.

—Entonces no sería gratis. —Hace una pausa—. Es mejor que me pague a mí. El amor es solo un engaño, es malagradecido, cada vez que amas te destruyes un poco y cuando aparece la persona correcta estarás lo suficientemente destruido y no podrás amarla como se debe.

—¿Y cómo voy a saber quién será la persona correcta?

—Cuando ya no la puedas amar.

Salgo del cuarto, las luces intermitentes alumbran todo el lugar, creo que esa prostituta fue un ángel enviado por Alá, Shivá, Yahvé, Osiris, Zeus, Itzamaná y Olodumare. Salgo del burdel y el Gordo está afuera fumándose un Lucky. Me pregunta que cómo me fue, le digo que muy bien.

—Yo le dije, esa negrita es querida.

—¿Y vos? ¿Con quién te fuiste al fin? —le pregunto.

—Nada del otro mundo, las prostitutas ya no me llenan, estoy vacío, perro, estoy solo. No quiero vivir más, pero no puedo matarme, no puedo, se lo juro, loco, que no puedo, un día me puse una nueve en la boca, el cartucho lleno y nada.

—Deberías ir al psicólogo.

—Siempre voy, tomo sesiones dos días a la semana con unas psicólogas muy buenas, conversamos unos cuantos minutos y, dependiendo del color de su pulsera, así me cobran la terapia.

Ese día, cuando llegué a la casa, me odié un poco, ¿sabes? Lo único que hice durante mi estancia allá fue pensar en Eliana, pensé que ella estaba en una esquina viéndome estar con esa prostituta, en todas las veces que hablamos sobre lo triste que era ese mundo y ahí estaba yo, contribuyendo en él. También odié un poco al Gordo, porque en el pasado le había repetido muchas veces que no quería ir, pues él y los demás insistían mucho en que fuéramos, sabían que nunca había estado con una prostituta y deseaban ansiosos por hacerlo suceder. Yo no entendía realmente eso que ellos sentían, ese deseo de corromper algo, de ensuciarlo.

Afortunadamente, el Gordo pasó por cosas difíciles en su vida también, lo hicieron recapacitar un poco; sigue aferrado a los pasatiempos que lo matan poco a poco, pues pienso que siente lástima por sí mismo, pero esa autodestrucción solo la dirige hacia su ser, dejó de hacerle tanto daño a los demás. Es una especie de Eliana masculino, Eliana también era una bomba de tiempo, destruía todo a su paso, incluyéndome.

Salgo de la tienda, enceguecido por mis recuerdos, puedo ver al Gordo al frente de la acera fumándose un cigarrillo, lleva una camiseta de Héctor Lavoe, unos jeans rotos, unas zapatillas blancas Lacoste y una cadena, probablemente de aluminio barato, por fuera de su camiseta. El Gordo es blanco, con manos gruesas, todo en él es grande, menos la verga (no, no me hace homosexual conocer el tamaño de la verga de mis amigos). Ha intentado robarme anillos, pero no le ha servido para nada, pues mis dedos son demasiado delgados para las salchichas rancheras que tiene en las manos.

—¿Llamamos a los otros o qué?

—No, pues yo no me pienso demorar mucho, mañana tengo que ir a trabajar y pues mis reservas trasnochadoras fueron gastadas en la juventud, precisamente con vos.

—Deje de ser tan marica.

El Gordo hace una llamada, creo que a Brillitos, puedo escuchar al Gordo insistiéndole y diciendo que solo serán un par de horas, que a las ocho estará en la casa. Son cerca de las seis y, la verdad, dudo mucho de las intenciones del Gordo, no sé, puede ser muy mi amigo y todo el cuento, pero él me siembra una desconfianza incierta, como que en cualquier momento nos vendería a Lucifer a cambio de una cajetilla de cigarrillos si tuviera la oportunidad, llámenme loco.

—¿Qué dijo Brillitos?

—¿Cómo sabías que era Brillitos?

—Porque te desesperaste un poco.

Brillitos a veces es desesperante, puede llegar a ser muy lunes para nosotros. Yo, la verdad, me turno el 50% del tiempo siendo un viernes o un sábado y el otro 50% siendo un tristísimo domingo. Brillitos se mueve entre los lunes y los martes, muy de vez en cuando llega a jueves y eso que empujado por nosotros.

—Me dijo que llegaba en quince minutos, en el parque de siempre.

Caminamos unas cuantas cuadras y el Gordo saca otra cajetilla y me ofrece, «no voy a fumar», le digo, odio el cigarrillo, me dice que no es cigarrillo y, al revisar bien la cajetilla, puedo ver que es marihuana.

—Llevo limpio seis meses, David.

—Sí, pero de perico y heroína, esto no tiene nada de malo.

Me niego, obviamente después de un esfuerzo gigantesco, el angelito y el diablito se me hace cada uno en un hombro.

—Es solo marihuana, Martín. ¿Qué malo puede pasar?

—Dijimos que cuando estuviésemos bien volveríamos a la marihuana, Eliana sigue siendo una constante y la chica 1 y 3 son intermitentes. No estás listo aún —replica el angelito.

—Tiene razón, hoy no será el día.

—¿Qué? —me pregunta el Gordo.

—Nada, hablaba solo.

—Entonces, me va a recibir o no —me presiona y lo odio por eso.

—Parce, ya le dije que no, en serio, debería de ayudarme en lugar de perjudicarme.

De nuevo el deseo de corromper.

—Ah, pero andá a que te den por el culo entonces.

Seguimos caminando, el ángel y el demonio se callan por un rato y luego tienen una discusión un poco más acalorada.

—Todo es por culpa de Eliana, de no ser por ella no habríamos recaído, no habríamos estado donde estuvimos, no habríamos ido donde esa prostituta.

—Por fin dices algo coherente —responde el ángel.

—Ya, hijueputas, cállense los dos.

El Gordo me mira, «qué tanto es que hablas, enfermo», me recrimina, y no digo nada.

Vagamos en medio de la obsolescencia programada, Brillitos está cerca del estado de coma. Sus músculos palpitan y emanan marihuana. Entramos a un burdel.

Brillitos vomita cantidades exorbitantes de vómito amarillo en la entrada del patio de juegos, gatos y perros salen de la oscuridad a comerse el vómito.

El Gordo busca algo en sus bolsillos para masticar, se acabaron sus cigarrillos y su absurda adicción lo está consumiendo, tan vacío, tan vano. En la entrada nos ofrecen degustaciones de licor, el Gordo toma un vaso, saca el agitador, bota el licor con vaso incluido y se mete el pitillo a la boca, lo mastica desesperadamente mientras gotas de sudor se asoman por su frente.

Brillitos grita, dice que lo persigue Buzz Lightyear, es una prostituta de cara pálida, no sé qué hacemos aquí.

—Vinimos a buscar algún estúpido ebrio seducido por la lujuria que deje su billetera de forma tentativa ante nuestras dulces manos.

El Gordo me lee la mente y responde mi pregunta, retiro lo dicho sobre lo vano.

Tras tener cuatro billeteras repletas de las palabras de Jorge Isaacs huimos del bastardo lugar.

«Los hombres aman mucho a las mujeres», dice Brillitos casi inconsciente.

El Gordo está a punto de escupirlo, si los ebrios siempre dicen la verdad, los marihuanos siempre dicen estupideces.

El hombre odia a la mujer, no es capaz de verla, no es capaz de acompañarla, solo quiere su cuerpo por encima de su alma.

—El amor no es meter torpemente tu verga en alguna vagina, de moverse como ballena fuera de agua con una mujer debajo esperando que ella grite por tus asquerosas embestidas. El hombre odia a la mujer, no puede verla, pues siente deseos sospechosamente incontrolables por dañarla, el hombre no ama, el hombre no admira la belleza, solo busca destruirla, pues sabe que él no es bello. La verdad es bella, por eso el hombre odia la verdad y las mujeres aman a los sinceros o eso dicen, o eso aparentan.

El discurso del Gordo nos entretiene, tan vacío, tan vano. «Pero cómo podés hablar de amor si no sabes amar», le grita Brillitos mientras sus ojos orbitan Saturno.

—Yo he amado, pero no podemos amar personas, en eso no hay diferencia entre hombre y mujer. Amamos la idea de encontrar a alguien a quien podamos amar, es por eso que una vez lo encontramos y nos damos cuenta que podemos amarlo, buscamos un nuevo amor, porque el sueño de encontrarlo se ha esfumado. Yo amaba la idea de encontrar una mujer que pudiera amar, pero nunca amaré a una mujer. Nunca podré amar a Nathalie, así que prefiero no tenerla, prefiero dejarla lejos y aferrarme a la idea de encontrarla para al menos estar cerca de ella.

Brillitos vomita.

Pienso en las palabras del Gordo y creo que tiene bastante sentido, preferimos el porno rudo, los látigos, las cachetadas, queremos que se arranquen los pelos de raíz de sus vaginas, que una aguja gigante succione grasa de sus vientres mientras les hacen la liposucción o que una masa amorfa de plástico sea inmersa en sus pechos para que se vean más grandes, queremos que abran las piernas de par en par para que una cabeza la atraviese antes de escuchar el grito de la vida y decirle «hijo».

—El hombre odia a la mujer —le digo al Gordo.

—Y la mujer se odia a sí misma —dice Brillitos segundos antes de quedar inconsciente.

CAPÍTULO 4

Amar a alguien más es sumamente doloroso, hacer esa transición de enamorarse nuevamente de otra persona desgasta y lastima a un nivel similar a la ruptura. Yo, por lo menos, cuando veo a Luisa, sigo viendo a Eliana rondar en las esquinas, haciendo muecas de desagrado cuando Luisa dice algo estúpido o peor, con una de total decepción y tristeza cuando espontáneamente hago algo que hacía con ella. Casi que me veo obligado a dejar de hacer algunas cosas que hacía en general, por el simple hecho que llegué a compartirlas muy íntimamente con Eliana.

—¿Me sacas las yucas de la espalda?

Soy fan de traquear cada articulación de mi cuerpo, como si fueran pequeños orgasmos, un placer que no sabría explicar, un día me dijeron que era porque me gustaba destruir cosas, entonces el sonido del crac era reparador para mí.

—La última vez no te salió ninguna. —Evado a Luisa, pues Eliana está en una esquina mirándonos fijamente.

Mi terapeuta una vez me dijo que no le pusiera nombres a las cosas que me hacían daño o con las que no debía intimar; yo suelo ponerle nombre a todo, al señor Wazowski, apodos en el colegio, a las personas que son lunes o incluso a los perros que acaricio en la calle y luego me persiguen. Seguí su consejo, pero a algunas personas no les gustó. A Luisa, por ejemplo, no le gusta que la llame la chica 4. Le pone los pelos de punta; se lo digo de vez en cuando si está de buen humor, pues me parece gracioso. Por cierto, tengo un humor de la puta madre, a veces el diablillo de mi hombro me dice que me pasé, que eso no fue gracioso.

—Fue una semana difícil, casi no hablamos —me dice—. Y ahora no quieres sacarme las yucas —termina.

—No es que no quiera, es que, pues, sería un esfuerzo en vano, no te van a salir.

—Y qué te cuesta intentar.

«Eres un lobo —me dice el diablillo—, el lobo de la estepa».

Herman Hesse comienza a hacer eco en mi cabeza: «Sucederá, lo sabes».

—Bueno, tienes razón, levántate.

Ella me da una pequeña sonrisa, detesto a la gente manipuladora.

«Eres un lobo estepario», el diablillo me susurra al oído una y otra vez.

—Cállate.

—¿Cómo me dijiste? —pregunta Luisa.

—No, no, estaba hablando solo.

Se queda seria, preocupada, Luisa no sabe mucho de mí y yo lo sé todo de ella. Ya no me queda la fe ni las ganas para abrirme otra vez con alguien, con la chica 3 lo hice y no salió nada bien.

—Puede sonar un poco atemorizante, pero tengo un par de amigos imaginarios y a veces hablo con ellos en voz alta.

Abre los ojos y se me queda viendo fijamente.

«Luisa no puede entenderte. Lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario, lobo estepario».

—¡No más!

Creo que está empezando a asustarse bastante. Mierda.

—En serio, no pasa nada, discúlpame. Ven, te saco las yucas.

Ella alza los brazos, pone una cara de niña malcriada y quiero aplastarla contra mi pecho, no en el buen sentido. La aprieto y un par de crujidos salen de su espalda, me relajan un poco.

—Si ves que sí salían, siempre toca rogarte.

—Luisa, creo que tengo que irme, no me siento bien.

De nuevo, la cara malcriada y manipuladora.

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