Kitabı oku: «Los cerdos no pueden amar», sayfa 3

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—Vamos, no te lo tomes personal, pero ya tengo que irme.

—Mañana no trabajas, es tu día libre.

—Bueno, pues podríamos vernos mañana.

—Está muy temprano —me insiste.

—Luisa, me voy, no te estoy preguntando.

Ella queda impactada.

Corro.

Corro por la calle cuarenta y cuatro. Me alejo de Luisa a toda velocidad, de su insensata manía por aferrarse a mí y querer que yo me aferre a ella, yo sé que debo escapar cuanto antes, entre más tiempo pasa más estoy involucrándome con algo que sé perfectamente que no tiene futuro. A veces pensaba que quizá funcionaría, pero era mi soledad enturbiando las aguas, vendándome los ojos para hacerme creer que todo estaba bien, pero no, sé que no lo está.

Escucho la voz de Nate Dogg, es el tono de llamada que tengo para Brillitos.

—Quiubo.

—Qué estás haciendo.

—Nada, acá en la casa, me vas a llegar o qué.

—Hágale, ya voy.

Mis llamadas con los hijos de puta de mis amigos no suelen durar más de veinte segundos, todos somos concisos y puntuales con lo que decimos, odio la gente que da vueltas para decir lo que piensa, los hace parecer inseguros.

Camino.

Camino hacia la casa de Brillitos y puedo sentir un poco de tranquilidad. Brillitos inspira confianza y lealtad, a pesar de ser un horroroso lunes, las pocas veces que habla con propiedad se hace evidente la gran persona que es, a veces influenciado fácilmente, al igual que yo, lo que nos hace vulnerables y nos aleja del estado rock. Él fue quien inventó el término, estábamos sentados con los otros, poseídos por los efectos del ácido en un apartamento de un desconocido que invitó a una fiesta a los amigos de un amigo del Gordo, y allá fuimos de entrometidos.

Noche de viernes, una y seis minutos de la mañana.

Estamos en un cuarto sentados sobre una alfombra bonita en alguna casa del norte de Cali, del norte bonito, atestado de vehículos lujosos, calles bien pavimentadas y con pocos mendigos rondando los barrios para sacarse algunos pesos y mantener sus vicios. La fiesta aburre y nosotros lo sabemos, no podemos aplicar el truco de las billeteras, pues el escape se ve complicado y podría armarse la algarabía si nos pillan. Brillitos me pregunta si traje algo para alegrar la rumba; sí, claro. De mi bolsillo saco una bolsita con pedazos de aluminio.

—¿Eso qué es?

—LSD —le digo.

—Uy, no, ¿Eso no es lo que lo hace escuchar voces a uno?

—Un cuento tergiversado.

Destapo el aluminio y saco los cuadritos de cartón, con mi navaja parto uno a la mitad y se lo paso a Brillitos, le digo que un medio está bien y que dependiendo de cómo se sienta después se puede comer el otro. «No, no se lo trague, másquelo». «Sí, lo tiene ahí en la boca un rato». «No, no sabe a nada». «Sí, se siente chévere». Brillitos me bombardea con preguntas.

Le paso uno entero al Gordo y yo me meto otro a la boca, quince minutos después Brillitos me dice que eso no tiene nada, que me robaron, «no, no, es que eso se demora un poquito en agarrar», «OK», me dice.

Nos sentamos en el piso y empezamos a hablar los tres, de la vida, de la música, de las películas, en el colegio nos solían criticar mucho, pues, como dije antes, no encajábamos perfectamente en esos círculos de enanos lambones o de vándalos sin sentido, lo nuestro tenía un móvil, tenía una razón de ser. Los Cerdos, nos decían.

Mis amigos los Cerdos me preguntan si presenciaríamos en vivo la escena de Mark Renton y sus amigos en Trainspotting; «no, esto no es tan fuerte ni tan dañino», les digo.

—¿Vos cómo te ves en el futuro? —me pregunta el Gordo.

—No jodas, ¿en serio te vas a poner en ese plan?

—Sí, normalmente hablamos de viejas o fútbol, si me preguntan qué quiere Brillitos o Martín en el futuro me gustaría poder responderlo.

Ese Gordo sí es raro.

—No pues, no sé, trabajando, con estudio, me gustaría estudiar, graduarme, salir de esta agonía.

—¿Hijos?

—No.

—¿Esposa?

—De pronto.

—¿Y vos, Brillos?

—A mí sí me gustaría tener chamacos —responde Brillitos.

—Sí, parce, yo también, mirá, mi sueño es ser un cucho, con el culo lleno de arrugas y cicatrices, sentado en una silla mecedora al lado de mi mujer, en una finca donde haya árboles y ver a mis nietos jugando en el pasto.

Mis amigos los Cerdos tienen sentimientos, al parecer.

—Una escena bastante emocional —le digo.

—Qué puedo decir, soy un romántico empedernido.

—Sobre todo cuando vas donde tus psicólogas amigas.

El Gordo se ríe.

—Callate, hijueputa, no me dañés el momento.

Brillos me dice que ponga una canción, que qué tengo ahí, «de todo», le digo, «¿de todo de todo?», «sí, de todo, y lo que no tenga lo puedo buscar en YouTube».

—Ponete un play de rap, pues.

Busco y reproduzco Music and Me, de Nate Dogg.

Unas ondas de colores son despedidas del celular, puedo ver flotando soles y sibemoles entre nosotros, Brillitos me mira y por sus ojos azules puedo ver el tamaño de sus pupilas. Los latidos de mi corazón se hacen presentes y puedo sentir como la sangre recorre mi cuerpo y con cada pulso mi cuerpo se calienta, siento calor en mis manos y una sensación plena de bienestar. La música suena en mi paladar y puedo saborear un gusto dulce en mi boca. Brillitos me queda viendo fijamente, con los ojos empijamados y una sonrisa amplia, me dice que me quiere.

—Cómo se llama esa canción, suena exquisita.

—Music and me.

Brillitos tiene un placer que no puede disimular, acaricia sus muslos y tiene una sonrisa estúpida que se muestra incauta, como si quisiera ocultarla, pero ella no lo permitiera, forzándolo a sonreír.

—En serio, suena muy bien.

Y me siento feliz, viendo a Brillitos tan contento.

—Yo creo que ya te hizo efecto.

Él me sonríe y me da una palmadita en una rodilla, como si me estuviera agradeciendo.

—Yo no sé si sería un buen padre —continúa el Gordo, inspirado, al parecer.

—Yo creo que sí, tenés pinta de cucho con esas cadenas y esas camisetas de cantantes de salsa. Definitivamente, alguien con una camiseta de Héctor Lavoe sería buen papá.

Supongo que la paternidad no es un tema muy común en hombres solteros y sin hijos. De hecho, no es un tema común en Colombia, diría yo, todo se centra en la madre.

—No te preocupés, siempre y cuando dejés el cigarrillo, serás un buen papá —dice Brillitos.

—No sé, es que tengo muchos defectos.

—Todos los tenemos.

Se acaba la canción y suena Smells Like Teen Spirit.

—Eso no quiere decir que haya que vivir con ellos, entre más los evitemos más nos podremos acercar a sonar como Kurt Cobain.

—¿Cómo así? —pregunta el Gordo en medio de risas.

—¿Acaso no suena perfecto el rock y todos sus derivados? Es como un estado de perfección sonar así, ser tan penetrante —continúa Brillitos, inspirado por los efectos del LSD.

—Supongo —respondo.

—Bueno, a eso es a lo que hay que llegar, a un estado de rock, de perfección, al nirvana tanto budista como rockero; y los vicios, las adicciones son un gigante defecto, el estado de rock no puede alcanzarse por alguien quien tiene adicciones, las adicciones nos hacen débiles, volátiles, nos quitan espontaneidad y trascendencia.

Estado de rock, pienso. Es una buena analogía, a mí me encantaría vibrar como Black Sabbath o Led Zeppelin.

Llego donde Brillitos, conmovido por el recuerdo. Él sale, baja las escaleras, pues vive en un segundo piso de una acogedora casa familiar, y me saluda efusivamente.

Me dice que qué me pasó, que tengo cara triste, me pregunta si tengo hambre.

—Sí a todo, sí, parce, estoy medio achantado y tengo culo de hambre.

—Bueno, perame, veo qué hay de comida, vení, subí.

Entro a la casa de Brillos y me siento en la sala, prende una boquilla de la estufa y pone una olla a calentar, mientras le voy contando por qué estoy angustiado.

—No sé, es que ella es demasiado, cómo decirlo, invasiva. Me pregunta todo, todo lo quiere saber, quiere estar en todo aspecto de mi vida y eso a mí no me gusta, hay muchas veces que quiero estar solo, sumido en mí mismo, hablando con mis amigos imaginarios y ella está ahí, preguntándome qué tengo o en qué pienso.

Brillos no dice nada, solo revuelve la olla, la prueba y busca un plato para servir.

—¿Qué es?

—Sopa, la hice yo mismo.

Se me hacen agua los ojos (y la boca también), hoy Brillos es todo un sábado, alegre, héroe, rescatista.

Me sirve el plato de sopa y me sabe a dioses, condimentada por la mismísima Hestía.

—Marica, ¿vos en serio preparaste esto?

—Sí, ¿por qué?

—Sabe delicioso.

—Mi mamá decía que el ingrediente secreto para que algo sepa rico es el amor.

—Callate, no empecés con güevonadas —lo interrumpo.

—Yo difiero de eso… —continúa explicando—. Yo no lo llamaría amor, yo lo llamaría las ganas de que quede bien hecho.

Lunes de nuevo. Ibas bien, Brillos.

—Está bien, algún día usaré tu ingrediente.

De hecho, ya he preparado comida antes, para Eliana, obviamente. Nunca había preparado nada, ni siquiera para mí, y un día la vi tan frágil, tan triste, que decidí prepararle algo, algo de verdad, con arroz y todas esas cosas.

Me devoro la sopa y hablamos por un rato más sobre en qué invertir dinero; en bienes raíces, congeniamos los dos.

—Es el único bien que no pierde valor, mis abuelos compraron esta casa rebarata y ahora vale un jurgo de plata.

—Sí, es como de los negocios más seguros.

En medio de la conversación me llega un mensaje de Luisa, sé que no es algo bueno.

Luisa Ramírez. 11:02 p. m.: Yo no sé si pueda seguir así, Martín, eres muy difícil.

Luisa Ramírez. 11:02 p. m.: Tenemos que hablar porque me voy a volver loca así.

Luisa Ramírez. 11:03 p. m.: Estoy llorando.

Brillitos me ve y sé que puede notar mi incomodidad y hastío, me pregunta si es Luisa y le digo que sí, es ella y su invasividad de nuevo.

Martín Castro. 11:08 p. m.: Estoy ocupado, cuando llegue a la casa hablamos.

Luisa Ramírez. 11:08 p. m.: ¿Dónde estás?

Martín Castro. 11:09 p. m.: No me gusta esa pregunta.

Luisa Ramírez. 11:09 p. m.: Te fuiste para irte con alguien más.

—Parce, ¿vino a hablar conmigo o a chatear en el celular?

—Sí, sí, tenés razón. Ya voy a guardar el celular.

Martín Castro. 11:11 p. m.: En serio, ahora hablamos.

Pongo el celular en modo avión y lo guardo, cruzo unas cuantas palabras más con Brillos, me cuenta qué hizo y cómo fue su día. Minutos después le digo que me tengo que ir, que ya es tarde. «Lárguese, pues». «Chao, amigo». Abrazos y un beso baboso en el cuello. Risas. «Maricón, me babeaste».

Llego con los pies machacados, austeros de lucir los kilómetros que recorrieron hoy, puedo ver que mi mamá me dejó comida sobre la mesa del comedor, meto eso al microondas y me alegro tanto que sea mi madre. Sé que en el fondo ella me quiere, aunque no lo demuestre, la verdad es que no he sido el hijo estrella, pero a comparación de otros podría llegar a ser el hijo que todo padre quisiera tener, excepto los míos.

Le quito el modo avión al celular y los mensajes comienzan a llegar: el Gordo, Brillos, Luisa, Valentina. En total son como cuarenta y un mensajes, pero veintidós son de Luisa. Realmente tengo sueño y estoy muy fatigado como para recorrer más kilómetros discutiendo.

Martín Castro. 12:04 a. m.: Hola, ya llegué, ¿te parece si hablamos mañana más calmados y descansados?

Luisa Ramírez. 12:06 a. m.: Como querás.

Mi mamá me dejó un sándwich con huevos revueltos, me sorprendo de cómo un plato tan sencillo me puede saber tan rico, antes diría que para un buen hambre no hay un mal pan, sin embargo, lo que me dijo Brillos me hace eco en la cabeza. «Las ganas de que quede bien hecho». Quizá es lo que ha usado mi mamá todos estos tiempos y por eso me gusta su comida, porque las demás personas dicen que ella cocina feo, mi papá era uno. A lo mejor y para ellos no se esmeraba o no quería que quedara bien hecho.

Luisa Ramírez. 12:18 a. m.: No sé cómo podés ser así.

Me conmueve toneladas, acres, Celcius, Jules pensar en eso, en que a mí me gusta la comida de mi mamá porque se esfuerza en que le quede bien, y que realmente no le importa cuando cocina para otros.

Mi mamá es fuerza, es pasión, es independencia. De ella aprendí a huir y a hacer frente, más a huir que a hacer frente. A ser un tipo duro, porque ella es una tipa dura, de las que los «te amo» no le salen fácilmente en palabras, pero los desborda en actos, en detalles, le emanan en servicio y atención, en apoyo y compañía, en lealtad, y para mí eso es mucho más que suficiente que unas palabras vacías y contradichas por actos. Como lo hacía mi papá.

Luisa Ramírez. 12:22 a. m.: Yo estoy segura que tienes a alguien más.

Luisa Ramírez. 12:22 a. m.: Por qué no me dices y ya, me ahorras tantas lágrimas.

Me levanto de la mesa, lavo los platos y aparece el ángel. Me dice que fue un buen día, que sea sincero con Luisa, que si es necesario la ponga en su lugar y la deje tranquila, pues sabemos que no estoy comprometido.

—Sí, lo estoy, pero no a ese nivel, vos sabés que voy a gateando en estos aspectos y ella va en un Bugatti Chiron a cuatrocientos kilómetros por hora en la recta Cali-Palmira, si supiera lo riesgoso que es eso, un hueco, un gato que se atraviese o un estúpido que vaya conduciendo ebrio.

Se queda callado.

—O sea, ella me cae bien y le he cogido algo de aprecio, pero simplemente hay barreras que no me dejan abrirme así como ella lo hace, no es mi culpa.

—¿Cuáles son esas barreras?

—Pues que sea tan efusiva, que demuestre todo muy rápido, que se entrometa y no sea cautelosa, la cautela es buena, no es muy precavida, cree que todo el mundo le va a hacer bien y no, las cosas no son así.

—Yo no le veo nada de malo a eso.

—No, pues es que la vida no es rosadita, con mariposas y dulces cayendo de los árboles, no me gusta ese optimismo y jovialidad que tiene, ella no es realista, no es…

—¿No es Eliana?

El ángel interpreta mi silencio tras su pregunta y se va; espero por los consejos del diablillo, que me diga que juegue con ella o que la mande a la mierda de una vez y deje de ser tan condescendiente, pero nunca llega. No hace presencia cuando necesito un poco de gallardía, así es él. Así que termino de lavar los platos, me cepillo los dientes, me quito la ropa y me echo en mi cama, desazonado por pensamientos que van como Luisa, en un Bugatti solo que mi cabeza no es ninguna recta Cali-Palmira, es la carrera doce o la calle cuarenta y cuatro, llena de huecos, de ciclistas imprudentes, de gente que parquea para comprar Vive100 con el semáforo en verde, que forman trancón, así que se chocan allá arriba; mi mente es un caos, llena de accidentes.

Finalmente, logro conciliar el sueño.

Es un domingo nostálgico, como todos, como todos los domingos. Tristes, vacíos, escasos, abrumadores, incipientes, ruidosos, famélicos, insulsos, infelices, vanos, inmóviles, nimios, estáticos (ya dije eso), tibios, grises, lentos (lo volviste a decir). Nada pasa los domingos, no tienes sexo los domingos, no descubres la cura del cáncer los domingos, la salsa suena lenta y falta de armonía los domingos. Solo el blues y el jazz suena bien un domingo, ¡vaya triste día!

La frontera ha sido cruzada, una peligrosa, la de las cero horas entre los felices sábados y los desconsoladores domingos, la hora en que los jinetes bajan tocando la trompeta anunciando el inicio del fin del mundo. Los domingos han servido para escribir, porque la gente que de verdad conoce bien los domingos sabe que es la única forma de hacerles duelo, a través del arte, forzándolo a irse, dándonos otro suspiro más de vida hasta encontrarnos nuevamente en siete días. No quiero morir en domingo y mucho menos quisiera vivir en domingo, ojalá mi vida fuera un viernes o un sábado, pero hasta ahora ha sido más domingo que martes, el martes es el día menos inaceptable, y aun así mi vida sigue siendo un sólido domingo, triste, vacía, escasa, abrumadora, incipiente, ruidosa, famélica, insulsa, infeliz, vana, inmóvil, nimia, estática (ya dije eso), tibia, gris, lenta (de nuevo lo dije).

Siete y cuarenta y uno de la mañana. Es tan abominable el domingo que lucha en contra de las buenas causas, de las nobles, de dormir hasta las once y despertarse por el beso de quien amas, nunca me han dado un beso de desayuno en domingo, ni sexo matutino un domingo, la chica número 3 se acercó a hacerlo y no funcionó, la mandé a la mierda porque buscaba viernes y sábados, porque se aburrió del domingo que llevo en mi espalda. Es lo que hay, chica.

Luisa Ramírez. 7:43 a. m.: Buenos días.

Y aparece el diablo, me susurra al oído, me encabrono.

Martín Castro. 7:44 a. m.: Luisa, ya no quiero más esto, dejemos así.

La bloqueo y el domingo continúa torturándome.

VALENTINA Y BRILLOS

Han pasado unas semanas desde que dejé de hablar con Luisa, desde entonces me ha buscado por cielo, tierra y mar; mensajes de texto, correos electrónicos, creó cuentas de Facebook e incluso ha ido un par de veces a mi casa, quizá la nena sí estaba realmente interesada en mí. Lamentablemente, yo no pude, no éramos compatibles; como dijo el angelillo, ella no era Eliana.

Mis días transcurren sin ton ni son, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, turno mis fines de semana entre los Cerdos y Valentina, últimamente inclinándome más por esta última. Sin embargo, Brillos se ha vuelto bastante especial; al parecer, entre más domingo soy, más me agrada Brillos, quizá por lo que somos vecinos de la semana y él me brinda esa compañía silenciosa, la que se sienta a tu lado cuando no quieres hablar. Los demás Cerdos se burlan la mayoría del tiempo y, aunque en principio era gracioso, cuando el objetivo de la burla es uno, y uno está bastante roto como para no soportar los remates de los chistes, pierde sentido juntarse con cerdos.

A Valentina la conocí hace muchos años, en un parque detrás del centro comercial Único, yo estaba fumando marihuana precisamente con los Cerdos y Magoo le echó un piropo, le dijo que quién fuera pedo para estar entre esas nalgas.

—Bobo hijueputa —le grita la muchacha.

Un diminuto ser, metro sesenta a lo mucho, pero con una boquita sucia, muy sucia. Magoo se asustó y los Cerdos nos reímos, le dijimos que eso le pasa por güevón, por sapo, por metido. La muchacha sigue de largo y en la distancia se ve como entra al centro comercial.

Magoo es un primate, a duras penas tiene pulgares y dudo mucho que haya desarrollado su lóbulo frontal correctamente, no es como Ágredo, la célula procariota, porque siempre fue víctima de bullying, aunque podría acompañarlo perfectamente en los síntomas de su arcaica enfermedad. Hace parte de los Cerdos porque es hilarante, tener un bufón que todo el tiempo esté dispuesto a ponerse en ridículo para hacerte reír es bastante útil, creo que es el don de Magoo, el bufón de los Cerdos. El Gordo lo bautizó como Magoo porque también mide como uno sesenta, es blanco nieve, tiene una joroba bastante pronunciada para tener su edad y no tiene buena vista, se parece a Mr. Magoo, la caricatura.

Entramos al centro comercial a comer un helado y matar la goma (que en vuestro lenguaje significa hacer algo entretenido mientras estás drogado), les digo que voy al baño a lavarme las manos y ellos me esperan en la mesa mientras esperan los helados que pedimos. Hay fila para entrar a los baños, pues el centro comercial está atestado y, para mi sorpresa, la nena de uno sesenta que hijueputeó a Magoo está esperando en la fila.

—Oye, lo siento bastante por lo de mi amigo hace un tiempo. El tipo es un imbécil.

—OK —me responde sin inmutarse.

—De pocas palabras, supongo.

—¿Y qué querés? ¿Que me arrodille porque te disculpaste por uno de tus amiguitos?

—Bueno, no, yo… Solo intentaba ser amable.

—No necesito tu amabilidad.

Desde que la conocí, me di cuenta que sería mi amiga.

—Me caes bien, qué tal si me das tu correo y nos hablamos por ahí.

Entonces no existía aún WhatsApp, y Facebook apenas estaba cogiendo impulso. Sorprendentemente, me lo dio.

—Valen.1993@hotmail.es. Solo espero que no seas igual de imbécil que tu amigo.

Es mi turno para entrar al baño, hago lo mío y estoy todo el tiempo repitiendo el correo para que no se me olvide, saco un pedazo de papel higiénico y busco a alguien con un lapicero, mi búsqueda no cosecha frutos y decidido a salir y, esperando que mi memoria no olvide el correo, veo que detrás de la puerta del baño hay un cuaderno y un lapicero, creo que para hacerle seguimiento a la limpieza del baño. Tomo el lapicero, anoto el correo en el papel higiénico, guardo el lapicero en mi bolsillo y salgo.

De no ser por ese conveniente cuaderno del seguimiento de limpieza, quizá y hoy solo tendría a los Cerdos, o sea, a nadie, para hacer mis duelos.

A Brillos sí lo conozco desde la primaria, cuando yo rebosaba inocencia. Estaba jugando fútbol con unos amigos y había un grupito de células procariotas cerca de nosotros, quienes en ocasiones se hacían los güevones y pateaban el balón en nuestra dirección, anhelando golpear a alguna célula eucariota. Finalmente, de balón en balón, uno de ellos me golpeó a mí justo en el estómago, me sacó el aire y comencé a llorar, no por el dolor, sino por la rabia, por la impotencia, porque era una tradición que las células eucariotas no se pelearan con las procariotas, quizá porque ellos tenían más experiencia en atormentar gente, mas yo estaba reventado de esa inútil tradición, así que ese día evolucioné, dejé de ser la simple célula eucariota que solo sobrevive sin hacer daño a nadie, a ser una célula eucariota depredadora, en ese momento escalé tres peldaños en la cadena alimenticia, un sagaz consumidor terciario. Divisé entre lágrimas a mi víctima; la que más se reía al verme en el piso, aceché unos cuantos metros y salí de cacería. Un solo puñetazo en la mandíbula y borbotones de sangre manaban de su boca. Las demás células procariotas se quedaron pasmadas, acababan de ver un cervatillo convertirse en un tigre dientes de sable y sintieron pánico, lo pude ver en sus rostros.

—Él no fue.

Brillos yacía en el suelo, con unos ojos grandes, una mirada de temor y confusión.

—Él no fue —seguían gritando.

—¿Quién fue? —pregunté iracundo y con lágrimas deslizándose entre mis mejillas

Señalan a una de las células procariotas que seguía congelada en la mitad del patio, yo era más alto, más capaz, no sé por qué nunca me había defendido hasta ese punto y para suerte mía, me comí la presa que no era. Caminé hacia el victimario y este no hacía más que disculparse.

—Fue sin culpa, en serio, no los habíamos visto.

Lo agarré de la camiseta y me acerqué lo suficiente.

—Como si no hubiese visto cómo nos tiraban el balón para cascarnos —le dije y la voz se me quebraba, seguía llorando.

—No, no, en serio, perdón, vamos a ir a jugar a otro lado.

Él y sus amigos procariotas se apartaron y entonces me sentí el rey de la selva, triunfante, las lágrimas tenían un sabor mucho más dulce, el sabor dulce de la victoria. Me acerqué a Juan Carlos y le pedí disculpas, aún llorando y convertido nuevamente en célula eucariota productora, le supliqué que no me acusara a los profesores, que yo pensé que había sido él por cómo se reía y que yo solo quería defenderme. Me dijo que tranquilo, que el otro grupito tampoco le agradaba y que se alegró mucho por cómo traté a Johan (la célula procariota que me había pegado con el balón), y nos hicimos grandes amigos. El apodo vendría después, no recuerdo por cuenta de quién ni el motivo, pero me acostumbré a decirle Brillitos o Brillos.

Estoy en casa de Valentina y hablamos de todo, de Luisa, de la chica 1, de la chica 2, del parque donde nos conocimos, de venus, de Urano, Saturno, Mintaka, Alnitak, Alnilam. Las conversaciones con Valentina no terminan, el tiempo se distorsiona, la energía no iguala la masa y la velocidad al cuadrado, es raro. Una hora con Valentina es un minuto, y un minuto con Magoo es una hora. Valentina me dice que me quiere, que la gente está loca. La gente está loca, nena, y no tenemos la culpa.

—¿Sí viste que tu mejor amiga quedó embarazada?

Mi mejor amiga es Valentina, pero a ella le gusta decirle así a la gente que odio, según ella todas son mis mejores amigas.

—No jodas, ¿Natalia?

—La misma que viste y canta.

Valentina se parece a mí en muchas cosas y nos entendemos con mirarnos, la gente a veces no comprende una amistad entre sexos opuestos y a mí por lo general me encantan, hay como más camaradería, entre cerdos, por ejemplo, siempre estamos compitiendo por ver quién está más musculoso, quién escupe más lejos, quién tiene la verga más grande, quién tiene la nena más bonita, es una competencia absurda y desgastante. Valentina no compite, no me ataca, me dice que su hombre está bueno y que le gusta cómo se lo hace y yo me alegro por ella, yo le digo que mi nena echa fuego y ella sonríe. Valentina me quiere y no tiene estándares estúpidos que le prohíben demostrarlo, me abraza y me pide fotos, me pregunta que por qué la gente no evoluciona mientras le da un sorbo a su café.

—Son células procariotas, las células procariotas no evolucionan.

Valen me cuenta su día a día y no me aburre, no odio a Valentina Zapata. Su día me interesa, le hago preguntas sobre lo que recién me cuenta y divago en sus movimientos, cómo mueve las manos cuando habla y cómo se come los cueritos de las uñas cuando me escucha. Ella habla con las manos, con la cara, con los riñones, ella es toda hablando, lo que no dice con palabras lo articula entre las cejas, con el iris, con los hombros, cuando está tensionada sus hombros están milímetros más arriba que cuando está calmada. Le digo que «tú no tienes la culpa mi amor, que el mundo sea tan feo».

—Eso es de una canción —me responde.

Porque ella sí tiene lágrimas de oro, me pregunta que al fin qué con Luisa, que si no le volví a hablar.

—No funcionó.

Valentina no me aconseja si yo no lo pido, no me juzga, Valentina tiene el don de la escucha sin prejuicio, ella sabe escuchar para comprender y no para responder, ella está bastante cerca del estado rock, no suena como Black Sabbath, pero definitivamente suena como Manu Chao, clandestina, alegre, desaparecida, por el suelo. Me cuenta sus penas y glorias, y ambas me gustan por igual, por las penas sé lo que valora y por sus glorias sé de lo que es capaz. Ha cruzado la calle del desengaño y sigue en pie de lucha, me dice que soy un roble, que nada me afecta. Pero los robles se rompen, los robles no soportan tempestades inesperadas, yo le digo que es como el bambú, que se dobla, pero jamás se rompe.

—¿Y entonces quién es la próxima víctima?

—Ya no hay, estoy solo.

—Bueno, mejor, así me pone más cuidado a mí.

Nos dan las once. «Chao, mañana trabajo». «Chao, me escribe cuando llegue».

Inicia la semana, recién sobrevivo al domingo gracias a Valentina y a Brillitos, la gente circula por el centro comercial como almas en pena, buscando en qué gastarse sus míseras vidas, desesperados por comprar el último bolso de invierno, aunque no tengamos invierno. De repente veo unos ojos miel, como los ojos de Eliana, en una mirada triste, una mirada penetrante, una mirada que me escaneó y me dejó desnudo, me vio las güevas y las inseguridades.

—Hola, estoy buscando un bolso.

—Hola, bienvenida, ¿el de invierno?

—No, para qué si ni invierno tenemos.

Es alta, casi uno setenta le pongo, piernas anchas y firmes, lleva una falda de colores, cabello castaño con rayos rubios que la hacen ver más blanca de lo que es, en realidad tiene la piel casi dorada, asoleada, ocre. Ojos claros, entre café, miel, mostaza, dulces, expresivos, viscerales. No lleva aretes, aunque puedo ver varios huecos en sus orejas, lunares no muy abundantes pero notorios que recorren sus brazos, pecas muy disimuladas debajo de los ojos y sobre su nariz, camina encorvada y torpe, mirando hacia abajo; baja autoestima, pienso. Lleva una mochila indígena, Converse blancas, o bueno, que deberían ser blancas, la mugre las opaca y las hace parecer amarillas, descuidada y olvidadiza, de fotografías panorámicas, de grandes planos generales, mas no de planos detalle…

—¿Este de pronto lo tenés en rojo?

—¿Disculpa?

—Rojo, este —monosilabiza para generar atención, entra fácilmente en confianza, extrovertida y de muchos conocidos, a su vez de pocas relaciones con mucha conexión, teorizo.

Busco en la bodega el bolso que me pidió en rojo, recuerdo haberlo visto en el penúltimo pasillo una vez que me grababa masturbándome para enviarle el vídeo a una nena con la que comparto material didáctico. Acabé sobre ese mismo bolso en rojo y lo limpié con el trapeador. Afortunadamente, toda la mercancía viene empacada en bolsas individuales, no se preocupen.

Busco desesperadamente, por un lado, porque con esa venta acabo el presupuesto de ventas del día y me puedo ir a rascar las bolas por el centro comercial; por otro, porque quiero impresionar a esta chica cinco, que crea que soy un tipo ágil, veloz, servicial, práctico, que resuelve fácilmente. Hallo el bolso, bajo a la tienda y busco a la nena, no la encuentro.

Mierda, mierda.

Le pregunto a mis compañeros si han visto a la clienta con la que estaba, me dicen que se fue, que me demoré mucho. La chimba, me eché entre 2 718 281 y 3 141 593 minutos. Ni un segundo más, ni uno menos. Siento tristeza, era mi chica número 5, lo sé, la que me sacaría a Eliana de encima, a los Cerdos, a las células procariotas, a los insufribles lunes y caóticos domingos, al síndrome de abstinencia en época de fracasos, la que me pondría los pies en la tierra o también me daría alas para largarme a Sirius y observar el universo desde el punto más brillante del mismo. Pero ni modo, toca seguir subsistiendo.

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