Kitabı oku: «Desde lo curatorial», sayfa 2

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Volviendo a casos como «Un disparo de advertencia», «Diálogos Improbables» o «Espazo Miramemira», creo que ahora los entiendo como un banco de pruebas, como un espacio propio desde el cual se ha ido dando forma a las premisas que han marcado mi manera de trabajar hasta hoy, y espero que haya marcado también el modo en que trabajan otras personas que han estado implicadas. He entendido la exposición como una excusa para reunirse y hablar, encontrando en la amistad con artistas, curadores o demás fichas del tablero un espacio desde el cual descubrir que es posible sacar adelante propuestas sugestivas, que aporten algo a todos los que participamos y que, más que dar respuestas, sean un ejercicio de preguntarse incesantemente. Para esto hay que intentar sentarse siempre a la mesa de ese tipo de personas a las que es importante escuchar e invitar también a quienes consideremos que pueden ser buenos oyentes. Eso me ha ido pasando con muchas de las personas que han participado de estos proyectos, cuyos trabajos sigo acompañando por lo sugestivo de sus propuestas y porque son interlocutores válidos para hablar y escuchar.

El contexto local es otro asunto, ya que no es lo mismo pensar en lo que a esos niveles se puede esperar de una gran ciudad, que cuenta ya con una escena muy definida de personas adscritas a esta práctica, y lo que uno puede esperar de la respuesta de un pueblo de veinte mil habitantes. Creo que al trabajar en casa uno se expone demasiado como ciudadano y corre el riesgo de pasar desapercibido como profesional del arte. En mi caso, sigo manteniendo como iniciáticos los proyectos que comentamos, pero en ocasiones cansa el tener que explicar ciertas cosas que suenan más a amarillismo que a interés real por una propuesta. A mi llegada a São Paulo descubrí que en muchos estudios se organizan semanalmente unos encuentros que reúnen a artistas con intereses comunes, con carreras consolidadas e incipientes, pero que durante unas horas ponen sobre la mesa proyectos, ideas y muchas dudas que se debaten de forma acalorada. Se sacan conclusiones y se evitan palmadas en la espalda. Es algo que muchos estudios han establecido como dinámica y es también un modo de apoyarse y crear redes. Creo que coincido bastante en algunas cuestiones que Pablo Lafuente apunta sobre el cambio de visión que Brasil le ha provocado. ¿No tienes la sensación de que todo se ha vuelto especialmente complaciente, y que apenas se suscita el debate no como forma de emitir juicio a posteriori, sino como herramienta que refuerce el proceso?

JC | Es interesante lo que apuntas sobre la exposición como espacio de encuentro y la necesidad de escucharnos y debatir con gente que aporte en ese sentido. Personalmente cada vez doy más importancia a las personas con las que trabajo, a la parte afectiva de todo esto. Con el tiempo uno se va dando cuenta de que en esta práctica trabajamos —al menos es como lo entiendo yo— muy cerca de los procesos de trabajo de los artistas, de procesos que son vitales, y por consiguiente de la vida de estas personas. Ya no decimos nada nuevo si afirmamos que lo emocional y los afectos son una parte esencial de nuestro trabajo, y ahí entran en juego cuestiones que tienen que ver con lo que apuntas: a quién invitamos a la mesa, con quién queremos tener una conversación, y cómo ponemos esa mesa, cómo queremos que sea esa conversación. Por eso ya no me preocupa solamente la obra de los artistas con los que trabajo, sino también las personas que son con esa obra. Quiero, como tú bien dices, poder tener buenas conversaciones con ellos, que mi vida se vea afectada, disfrutar del trabajo en común. Me comentaba el curador colombiano José Roca en una ocasión que para él la curaduría es la creación de una comunidad temporal, y la exposición una forma de traer un grupo de personas y hacer que juntas tengan una experiencia de vida significativa. Y es una afirmación con la que me identifico bastante a la hora de pensar lo expositivo. Si pensamos en la exposición, sin creer que sea un formato agotado, como se dice por ahí, sí pienso que existe una manera hegemónica de hacer exposiciones, un modelo que se repite constantemente, y una dificultad a la hora de ensanchar los límites de la misma. Muchas veces pienso que algunos de los proyectos que realizo no son exactamente exposiciones, sino otra cosa, y el hecho de llamarlas así hace que sea difícil explorar posibilidades diversas. Del mismo modo, creo que existen prácticas artísticas en la actualidad que no tienen ningún sentido en un formato expositivo, pero que aun así las forzamos a que aparezcan en el cubo blanco. Dice Martí Manen en su entrevista que existe una infinidad de modos y tonos para lo expositivo que no se ponen en práctica, y también una necesidad hacia lo sensual en la exposición. ¿Cómo entiendes tú la exposición?

ACU | Yo considero que la exposición no es indispensable, como tampoco considero indispensables muchas otras cuestiones que parecen intocables dentro del mundo del arte. La exposición puede ser un libro, un texto, una conversación, un pensamiento compartido o una visita a un estudio, que a menudo aporta más que ese formato a veces tan aséptico. La exposición puede desarrollarse en cualquier lugar y tomar cualquier forma. Martí Manen escribe que las obras no tienen problema para existir fuera de la exposición, como también la exposición puede existir sin obras. Por lo tanto, todo es susceptible de ser una exposición y coincido plenamente con Eva González-Sancho Bodero cuando afirma que «no existe una exposición imposible como tal, sino que aquello que se torna imposible es solo quizá aquello que no deseamos formular de forma tangible».

Quizás esto que voy a comentar te resulte familiar, ya que al leerte he comenzado a pensar en esas visitas a un estudio que se convierten en amistades profesionales duraderas que, instantes antes de cruzar esa puerta, jamás intuíamos. Otras veces ocurre lo contrario, y tras la inicial admiración llega el desencanto, que puede deberse a muchas cuestiones: a divergencias resultantes del propio proceso de trabajo, a la relación que establecemos fuera del estudio o al modo en que esa persona nos acepta o rechaza dentro de la exposición o de su proceso de trabajo. Yo nunca he pretendido ser un comisario invasivo, jamás he querido decidir nada por encima de la voluntad del o de la artista, siempre he considerado que debemos estar un paso por detrás, tanto para no compartir protagonismo —no creo que lo debamos tener— como para poder observar todo con un poco más de distancia. No obstante, no siempre sale todo bien y a veces uno termina siendo el objetivo de críticas debidas quizás a inseguridades no previstas ni dialogadas. Sinceramente, creo que ese foco que a veces se nos pone encima es tan inmerecido como innecesario. Se ha señalado la figura del comisario como una cúspide piramidal y creo que estamos muy lejos de administrar ese poder que muchas veces se nos atribuye.

Por otra parte, en las últimas semanas he pensado mucho acerca de todo esto, de exposiciones y relaciones, y en vista del rumbo que está tomando todo desde que estalló la crisis del COVID-19 no sé cómo interpretar lo que se nos viene encima. O, mejor dicho, sé cómo hacerlo pero me aterra la idea de un cambio, aunque este traiga consigo también cosas buenas. Leía no hace mucho un texto que Alfredo Aracil publicó bajo el título «La tierra es de quien la trabaja»1, y que pone sobre la mesa muchas de estas cuestiones.

JC | Sí, totalmente de acuerdo. Sin duda estamos viviendo algo que jamás creímos que nos tocaría vivir. En estos días estoy pensando mucho en lo que significa esta crisis en términos de control social e implicaciones geopolíticas, en cómo afecta en unas geografías y en otras, en unos estratos sociales y en otros. En la diferencia entre estar confinado en un chalet con terreno, en un piso de protección oficial, o en un barrio de chabolas. En la diferencia entre poder ir a los desbordados hospitales públicos en Europa, o enfrentar esto a pecho descubierto como va a pasar en otros territorios. En lo poco que nos va a importar que rastreen las localizaciones de nuestros teléfonos para controlar el virus.

La pandemia y el obligado encierro que trae asociado, su escala global y el parón económico ponen patas arriba cualquier estructura vital y laboral. Y desde luego el contexto artístico, altamente precarizado, donde el hecho social y la movilidad son protagonistas, no es una excepción. Leí también el texto de Alfredo hace unos días, y creo que toca acertadamente muchos de los puntos esenciales en relación con las prácticas artísticas y el incierto porvenir que tenemos por delante: las flaquezas de los contextos artísticos como estructuras profesionales, la dificultad de organizarnos asociativamente, la ineficacia de las instituciones públicas cuando toca reclamar el espacio de la cultura en la construcción social, o la importancia de encontrar formas en las que lo común supere dinámicas donde la individualidad y extrañeza son protagonistas. La inestabilidad asociada al virus hace que sea muy complicado imaginar el futuro más inmediato, pero vivimos un momento de cambio en el que las circunstancias van a obligar a repensar muchas de las formas y estructuras de trabajo establecidas. Se habla de la importancia de lo digital, de un retroceso de los movimientos globales, de acentuar lo regional, de realizar eventos más reducidos, de actuar con públicos más pequeños o de ser más sostenibles. Ahí es donde creo que lo curatorial tiene un papel muy importante, en la construcción de formas de trabajo y vida que nos puedan llevar a escenarios menos precarios, más amables y vitales. Pero ahí está el reto y, pese a la dificultad, el momento es ahora. ¿Cómo lo ves?

ACU | A muchas de esas cuestiones que comentas es a lo que me refería al decir que me aterra la idea de un cambio. Sin embargo, y aunque no me muestro especialmente optimista, confío en que sepamos estar a la altura y seamos capaces de aprovechar la gran oportunidad que todo esto parece traer consigo. Quizás el esfuerzo de reunir en estas páginas todos estos relatos pueda entenderse en el futuro como una tentativa de inventario de algunos modos de pensar y hacer en torno a lo curatorial. Dejémoslo aquí de momento.

1. Alfredo Aracil, «La tierra es de quien la trabaja», Buenos Aires: El gran otro, abril 2020. Disponible online: http://elgranotro.com/alfredo-aracil/

En conversación con
MARTÍ MANEN

Barcelona, 1976.

Vive y trabaja en Estocolmo.

JUAN CANELA | Martí, empezamos sin muchas vueltas: ¿qué significa para ti comisariar?

MARTÍ MANEN | Gran pregunta. Para mí comisariar es algo así como generar un contexto gramatical o paragramatical. No sería necesariamente escribir, sino dar posibilidad a la escritura. Suena muy rimbombante, pero pienso que en el comisariado necesitas realmente creer en una opción de cambio real y buena parte de esta opción de cambio real se encuentra en la superación de las formas, en pensar que hay otras posibilidades y en establecer marcos flexibles en los que el contenido se genere. Pienso mucho en términos de superación de lenguaje, en plantear la exposición y el trabajo curatorial como una ampliación de mundos. Si el comisariado se acerca a alguna disciplina, para mí esta sería la filosofía: tienes un marco de cuestionamiento y después un marasmo en el que perderte, en el que trazar posibles recorridos complejos a través de los que no necesariamente vas a llegar a una respuesta. Al mismo tiempo, tienes que ser muy consciente del contacto con lo real, con lo que esa posibilidad hacia las ideas necesita estar cerca, necesita ser algo casi sensorial.

Así que comisariar implicaría la superación de lo lingüístico y una idea de gramática flexible, pero también es crucial trabajar con otras capas de la exposición en las que irse hacia lo emocional, pensar en otros tipos de contenidos que encuentran en la exposición un contexto ideal. Para mí, el trabajo curatorial también está en este ámbito, en detectar modos de definición que sean de algún modo específicos de un mundo como es el arte contemporáneo y sus sistemas de producción y presentación. Y después saltar a toda posibilidad no reglada.

Comisariar es, para mí, un acto creativo. Es también un gesto vinculado con la autoría. Una autoría que necesita de otros gestos para existir, que necesita de un contexto para poder desarrollarse, que necesita de muchas otras personas. Como comisario puedes estar más o menos presente, ser más o menos invisible en una exposición; pero de algún modo estás allí, ya que también es una realidad innegable que se pueden hacer exposiciones sin comisarios, lo que significa que si estás presente tu capa de significado ha de tener un valor propio.

JC | Ahondando en esos otros gestos necesarios, ¿cómo es tu relación con los artistas a la hora de trabajar? ¿De qué modo funcionan esas relaciones profesionales, que en muchas ocasiones se vuelven personales? ¿Cuál es el papel de lo afectivo en nuestro contexto laboral?

MM | Para comisariar me marco el mínimo de reglas posibles, realmente tengo una única regla propia (y estúpida): nada de relaciones sexuales con los artistas. Nunca. Y a lo mejor suena algo bruto, pero implica ser muy consciente de que tienes que saber diferenciar qué está pasando en la relación con artistas. Evidentemente trabajamos en un campo emocional y estamos en recorridos paralelos que a veces son completamente coincidentes, buscas una sintonía absoluta y sacar lo mejor de cada artista. Estamos creciendo conjuntamente. Y puede ser fácil equivocarse y saltar hacia un tipo de amor que no es exactamente el que se está desarrollando. En el trabajo curatorial está también esta voluntad de implicación para que las obras de los artistas sean lo mejor posible y, de algún modo, tiene que existir cierta distancia para no perder el criterio. La valoración crítica siempre tiene que ser posible, tanto si se ejerce o como si no.

Trabajo de forma distinta con cada artista; de hecho, no tengo un método de trabajo formalizado más allá de una serie de herramientas de testeo. Es mucho observar y ver qué es lo que puede ser mejor en cada relación. Y hay algo entre camaleónico y simbiótico, algo que no está escrito pero que siempre tiene que partir de una idea de confianza. Confianza en que no hay utilización, confianza en que estamos en algo común, confianza en que estás allí, confianza en que vas a dejar el margen necesario, confianza en que nada se termina en este momento. A veces tienes relaciones con artistas que son de perfil continuo, a veces son explosiones, a veces son más distantes, a veces hay mucha poesía. Creo que es desde la posición de artista desde donde se define más la relación que desde mi posición. Como comisario tienes que estar muy atento y adaptarte.

Al mismo tiempo, tengo que reconocer que no soy particularmente bueno con lo afectivo o con una idea de lo afectivo como sistema. Una cosa es estar trabajando y la otra, ser comunidad; y no siempre tiene que estar todo relacionado. Y si hablamos de comunidad no nos tenemos que olvidar nunca de que debería tratarse de una comunidad crítica en la que la camaradería está, pero debería ser un elemento menor, no un posicionamiento ni un sistema de decisión. A veces, con lo afectivo se han escondido prácticas particularmente oscuras en las que los canales de información se convierten en algo vinculado a lo emocional o a lo grupal, con lo que hay cierta perversión sistémica y mucha distancia con lo primordial, que debería ser la generación de un contexto culturalmente complejo. Creo en un modo de trabajo basado en la generosidad, en compartir y en eliminar la posibilidad de control de la información. Cuando hay control de la información aparecen ideas de poder no basadas en las posibilidades sino en las imposibilidades. Necesitamos cuidarnos entre todos ya que nada es fácil, pero el cambio sistémico pide también de violencia y de no caer en según qué juegos.

JC | En relación con ese cambio sistémico, parece que en los últimos tiempos se está dando un natural relevo generacional en instituciones y proyectos importantes en nuestro país, como el pabellón de España en la Bienal de Venecia que comisariaste hace ya dos ediciones, función que después han desempeñado Manuel Segade y Peio Aguirre. ¿Crees que ese relevo trae un cambio respecto a los modos y las formas de trabajar?

MM | Con el pabellón en Venecia jugamos fuerte con la carta del relevo generacional, lo que implica buscarse bonitas enemistades entre aquellos que se consideran —o entonces se consideraron— atacados en su posición de estabilidad. Pero era importante hacerlo ya que existía la posibilidad de demostrar otros modos de hacer, era el momento para dar visibilidad a una opción de cambio y plantear la existencia de todo un sector a la sombra.

Si miramos los años durante los que las mismas personas llevan ocupando el contexto académico español tendremos un elemento bastante indicativo de uno de los motivos de la distancia entre academia y realidad. Si miramos los años que un grupo casi cerrado de personas llevan escribiendo de arte en los medios generalistas parece también lógico que exista distancia con un contexto en constante mutación, ya que sus miradas son simplemente «unas» y su escoramiento puede conllevar la invisibilidad de mucho campo, así como la de otros tipos de escritura. Hubo un momento histórico en el que toda una generación ocupó un vacío y empezó a trabajar intensamente, algo que es de agradecer. Pero generalmente no se pensó en una opción de relieve o de ampliación de posibilidades, con lo que de algún modo llegamos a un «agotamiento intelectual». Son contextos difíciles, es verdad, en los que cualquier posibilidad de modificación se recibe con miedo o parece inasumible, pero por lo menos dos generaciones no han tenido opción real de entrar en estos campos, los medios y la universidad, lo que ha implicado otro tipo de trabajo y muchas escapadas fuera de campo. Algo que no está nada mal, la verdad.

Existe un cambio que no sé si es necesariamente generacional. Existe un cambio de funcionamiento y las normas del juego son distintas y se están modificando constantemente. Ya no todo pasa por donde antes pasaba, ya no hay unos únicos caminos y el caudal de información es otro. Existen otras múltiples redes, aparecen otro tipo de organismos con otras temporalidades, existen otros tipos de contactos con otros contextos; es evidente que existen otras historias y modos de acercarse a ellas y nada es estable. Es un cambio global que conlleva que las posiciones sean también otras y que las máquinas institucionales tradicionales necesiten adaptarse si quieren tener sentido. Y el proceso de adaptación no es fácil; menos si no es deseado. Si pensamos en términos generacionales lo que vemos es a toda una serie de personas que viven de un modo «lógico» en este nuevo mapa, y a lo mejor es aquí donde aparece cierta dislocación. Y el mapa es distinto, ahora mismo soy director de Index Foundation, un centro de arte en Estocolmo.

De todos modos, me gustaría ver a generaciones más jóvenes que la mía en posiciones de toma de decisión, me gustaría ver a muchas personas testeando cosas sin necesidad de estar seguras y me gustaría que existiera el margen para que fuera posible.

JC | En el proceso de trabajo y exposición del proyecto en Venecia, titulado «Los sujetos», trabajaste con pequeños proyectos independientes de ciudades como Madrid o Barcelona, poniendo en relación un contexto tan marcadamente institucional e internacional como es Venecia con contextos pequeños y locales. ¿Por qué decides accionar así el proyecto? Y ¿cómo fue la experiencia?

MM | Para mí suponía algo que era importante hacer. Sin los lugares independientes la máxima representación no tiene sentido. Hay muchísima gente trabajando desde la invisibilidad para generar un contexto complejo y crítico. De hecho, también los artistas presentados (Cabello/Carceller, Francesc Ruiz y Pepo Salazar) viven en buena medida entre lo independiente y lo oficial, siendo muy conscientes de la «falta» de oficialidad o del silencio alrededor de sistemas de criticalidad no marcados como lo oficial. El proyecto tenía varias capas y una de ellas estaba en la reformulación de los modos de actuación, en cómo revisitar desde posiciones no automatizadas. Cómo acercarse a la figura de Dalí, por ejemplo, para asumirlo como un ente en una genealogía bastarda y oscura que es interesante asumir como tal y sin miedo.

Empezar en El Palomar en Barcelona o en Salón en Madrid implicaba cambiar algunos modos de actuación. De entrada, nos encontramos entonces en una situación en la que resulta que hay muchísima más información sobre el proyecto del pabellón en espacios independientes que en los canales tradicionales. Es allí donde se testean elementos del proyecto y donde se discute en público sobre algunos de sus principios. Y entonces tienes un problema y es que no hay control desde las posiciones tradicionales al no estar en su casa y puede parecer un desacato. Esta explicación es seguramente demasiado básica y desacertada ya que todo es mucho más complejo, pero estamos hablando de principios básicos, de empezar con algunos gestos que sean indicativos. También en la rueda de prensa en Madrid estoy solamente yo y no los artistas, lo que es un gesto también medido y que sabes que acarreará consecuencias a nivel nacional, no internacional. La vinculación con lo independiente sigue y El Palomar está en Venecia como parte de la performance de Francesc Ruiz en los Giardini de la Biennale. Una performance que, de algún modo, pone sobre el tapete también el concepto de lo secreto, así como lo invisible de algunas partes de la historia.

Por otro lado, con Venecia tienes que ser muy consciente de que una cosa es el país de origen y otra lo que va a pasar allí. Para el contexto internacional no es importante saber qué pasa durante el proceso de trabajo y producción del pabellón, sino que hay otras cosas que son más interesantes, como es la presencia de los artistas y un cambio en la definición de lo que puede ser un pabellón. Y aquí también me interesaba que apareciera un cambio de ritmo. Empezar con una figura histórica e histriónica pero que es comprensible en el exterior. Muchas lecturas internacionales entendieron desde el primer momento qué estaba pasando dentro del pabellón, qué significaba el Dalí que presentábamos y qué significaban Cabello/Carceller, Francesc Ruiz y Pepo Salazar.

Para mí era importante pensar en los momentos previos y en lo que viene después. En los momentos previos quería algo así como un empoderamiento de un sector con enorme capacidad de acción y que tiene que luchar constantemente, me interesaba establecer un diálogo muy directo con gente más joven que son los que van a reformular el futuro, me interesaba que algunas personas específicamente pudieran pensar que era posible hacer algo entre tanta depresión, tanta decepción y continuos comentarios de que no hay opción. Había algo de romper las normas del juego y de decir que a lo mejor no nos interesa «el juego» sino que hay otras formas, otros contenidos, otros modos y otra base conceptual que, precisamente, ofrece la capacidad crítica para reformular la predominante.

Y por último, en lo que viene después, hay varios ritmos. Para empezar el deseo de que los artistas tuvieran un tipo de contacto a través de su obra y de mucha proximidad, muy de directo, muy de qué está pasando ahora mismo y para ti. De algún modo el diálogo asincrónico con Dalí lo facilitaba, ya que había un tipo de organización de tiempos dentro de un pabellón que no es lo más habitual y, de golpe, aparecían otras preguntas en un primer momento de contacto a través de Dalí sobre qué es la representación, qué es la historia, qué es lo performativo o qué es lo político que permitían después entrar en Cabello/Carceller, Francesc Ruiz y Pepo Salazar de otro modo. En el momento en que se abre el pabellón el foco está en el público en Venecia, que no es España y su contexto del arte. Tenía también la sensación de que existía la posibilidad de que la propuesta en el pabellón podría volver como un boomerang lento a la península, pero a lo mejor pasados unos diez años de su presentación en Venecia. Ya veremos. Desde algunas posiciones disidentes el diálogo empezó antes de lo que pensaba.

JC | Recapitulando un poco, desde que comenzaste a hacer exposiciones en tu propia habitación en Barcelona allá por los años noventa, la búsqueda de los límites y posibilidades del formato expositivo es una de las constantes en tu práctica. ¿Dirías que hay un modo de hacer exposiciones que prevalece y se dejan de lado infinitas posibilidades en cuanto a forma, contenido y dinámicas de trabajo?

MM | Buscar los límites y las posibilidades del formato es algo así como una obsesión. Mi acercamiento inicial a la idea de exposición partía de un deseo de llevarla a su grado cero, intentar ver qué era lo que realmente definía algo como «exposición». Y después empezar a desmontar a partir de la comprensión de un funcionamiento. Fueron varios años de ir trabajando lentamente y sin necesidad de buscar una rentabilidad directa en lo contextual. Puede ser que entonces no hubiera opciones de nada ni una idea de contexto, con lo que tenía cierto sentido práctico el testear con riesgo y jugándosela constantemente. Recuerdo una vez, después de una exposición en Sala Hab en la que el material de exposición eran los vecinos de enfrente, cuando Manel Clot me dijo: «Aquí te has pasado», y me pareció muy bien. Me pareció muy bien ver que podía existir un diálogo o hasta simplemente poder decir las cosas directamente. El testear los límites también te permite saber dónde se encuentran las definiciones.

Creo que hay infinidad de modos de exposición que no se ponen en práctica. Y quien habla de modos puede hablar de tonos. Creo realmente en una necesidad hacia lo sensual en la exposición, en buscar un tipo de conexión que no es una mediación manida sino algo mucho más directo y sincero, entendiendo que directo y sincero es también algo que incorpore la construcción y la dificultad. Pienso mucho en términos de performatividad o en ejemplos de relación. Una exposición como un tango, una exposición como un club de techno a las cuatro y media de la noche, una exposición como un enamoramiento teenager, una exposición como rabia, una exposición como una caricia furtiva, una exposición como el ver a alguien que está intentando conectar con otra persona que no eres tú, una exposición como dejar de fumar, una exposición como un thriller, una exposición como tomar el sol durante el invierno, una exposición que se activará en tu cerebro dentro de diez años y que será entonces cuando tendrá sentido para ti, una exposición como esa desesperación patética que da vergüenza ajena… Posibilidades hay muchísimas, pero es necesario romper con algunos códigos adquiridos que se sustentan por conservadurismo, por precariedad y por desconfianza, seguramente. Y sigo creyendo en la exposición, también en su vertiente más clásica, que es una de ellas. Pienso que desde el comisariado hay muchísimo trabajo por hacer, y está en nuestras manos que se haga.

JC | En tu caso, esas exposiciones suelen tener una alta carga narrativa. Pienso en proyectos como «Contarlo todo sin saber cómo» en el CA2M, en el cual acompañabas la instalación en sala de una novela, o «El text: principis i sortides», un programa comisariado con David Armengol para Fabra i Coats que se desplegaba temporalmente con una estructura literaria. ¿De dónde viene este interés por trabajar las posibilidades de diálogo entre el arte y la narración literaria?

MM | Me interesa la literatura como campo de trabajo desde el arte. No estamos tan lejos como parece. Una vez, hablando con Chris Kraus, ella decía que una de las cosas que más le gustaba de L.A. era el hecho de que en las inauguraciones de exposiciones se encontraba con escritores y con cineastas también, que ese era un lugar válido para la gente profesional del arte pero también de la cultura en general.

Con «Contarlo todo sin saber cómo» quería investigar qué se podía hacer con estos dos campos —si lo son— desde una posición curatorial. Pensar si una novela podía ser un buen contexto expositivo, pensar si escribir una novela podía ser un trabajo curatorial. Así que básicamente fue meterse a escribir a partir de una serie de obras de arte que pasaron a definir y formar parte de la estructura de una ficción. Y partiendo siempre de la voluntad de ofrecer un buen contexto para las obras, lo que es algo particular en este caso ya que básicamente estás desvirtuando piezas y ofreciendo un tipo de lectura en concreto. Como si no se hiciera lo mismo en una exposición «normal». Me interesaba también plantear algunos elementos de la exposición temporal como formato, pensar si una exposición podría estar en una estantería y volver a aparecer al cabo de unos años y que siguiera funcionando.

Con David Armengol hablamos mucho del tema cuando programamos «El text: principis i sortides». La idea era generar un modo de contacto reconocible a priori para después pasar a una flexibilidad gramatical. Las exposiciones del programa no estaban «escritas», lo que tenías de formato libro era el pensar en capítulos y casi un diseño de libro aplicado al espacio: al entrar había una pared que era algo así como una página con el título del capítulo y un primer elemento indicativo (como cuando empiezas una novela y antes del primer capítulo hay una cita o un recuerdo a alguien). Y al final del espacio, unas notas a pie de página. La idea de «notas a pie de página» me interesa, es pensar en una tipología que utiliza el mismo lenguaje —en este caso obras de arte en la parte central de la exposición y en las notas— pero que se convierte en algo completamente distinto por el hecho de que algo pasa a ser «nota a pie». Que una obra sea una nota en una exposición o quizás de otra obra, evidenciar que hay elementos que son historia, pensar en términos de presente y no presente en la misma exposición.

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