Kitabı oku: «Desde lo curatorial», sayfa 4

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En conversación con
CHUS MARTÍNEZ

Ponteceso, A Coruña, 1972.

Vive y trabaja en Basilea.

JUAN CANELA | Chus, te formas en Filosofía e Historia del Arte en España para más tarde realizar un curso de comisariado en Nueva York. ¿Cómo te decantas por lo curatorial? ¿Y cómo influye esa formación académica en tu práctica?

CHUS MARTÍNEZ | Todo es resultado de mis profesores. Estudiaba con Gerard Vilar en la Universidad Autónoma, con Christoph Menke en la Freie Universitat en Berlín y con Arthur Danto en Nueva York y fueron ellos quienes de un modo casi unísono reconocieron en mí, y en ellos, una gran curiosidad por las transformaciones en la práctica artística, por el modo en que el arte contemporáneo estaba creando un interés en la opinión pública. No solo por el arte, sino por cuestiones de índole política y filosófica que parecían haber encontrado un modo nuevo de socializarse. Ellos me invitaron a ir y preguntar y estudiar comisariado. Me «enviaron» como prueba de su gran curiosidad. Fue otro profesor, Hamid Dabashi, quien me cedió un espacio en el campus de Columbia University, La Maison Française, para organizar mi primera exposición. En aquel momento parecía más sencilla esa aproximación al arte que escribir sobre arte. Es tan osada una cosa como la otra, pero al ser la mayoría de los artistas también de mi generación, tenía más lógica el comisariado que producir tonterías copiadas de los textos de otros. Trabajar con artistas ha sido y es lo que más me motiva a pensar y a escribir. No concibo una actividad sin la otra.

JC | En ese caminar junto a los artistas, has trabajado como curadora y directora en distintos tipos de instituciones artísticas y en distintas geografías: museos, centros de arte, bienales, documenta… Más allá de la escala, el contexto o las diferencias de trabajar en un programa institucional o en un proyecto concreto, ¿podrías identificar un elemento común siempre presente y esencial en tu trabajo como comisaria?

CM | La importancia que la inteligencia artística tiene, ver cómo el pensamiento artístico interactúa con otras formas de pensamiento. Me resulta muy difícil no ver arte y filosofía como substancias muy cercanas. Eso motiva mi interés por estructuras, las instituciones me interesan, no tanto por lo que son o representan hoy, sino por cómo salvaguardan nuestro espacio público, los ideales de libertad y de educación. Me interesa el futuro de esas estructuras y quienes pueden —los artistas— no solo comentarlas o analizarlas, sino hacer que muten a un estadio aún desconocido y orientado hacia una nueva imaginación política.

JC | Tras ese recorrido, en estos momentos diriges el Institut Kunst en Basel, precisamente una institución dedicada a la educación. ¿Cómo tomas la decisión de trabajar desde una escuela, y cómo se desarrolla tu práctica curatorial en un contexto pedagógico? ¿Qué significa para ti enseñar arte, y cómo sería una manera consecuente de hacerlo hoy —en un momento tan importante de cambio respecto a la transmisión de conocimiento y cómo esta se produce— y consecuentemente en la relación maestro-estudiante?

CM | Tras documenta me quedó muy claro que no podía separar mucho el hocico del suelo, que necesitaba pensar en compañía de artistas muy jóvenes y otros ya no tanto y que aquello sobre lo que quería pensar iba a ser difícilmente realizable dentro de programas financiados, con suerte, por el dinero público, y con menos suerte, por intereses privados. El Instituto parecía el contexto adecuado para investigar: ¿podemos situar en el núcleo de la reflexión sobre producción artística la naturaleza? ¿Podemos afirmar que decir «naturaleza» es decir género? ¿Podemos querer que la meta de la educación sea abordar los grandes e irresueltos conflictos sobre origen e identidad racial? Por todo ello, así como por el interés por expandir las nociones heredadas de experiencia, de tecnología, me parecía que una escuela de estas características podría ser el hábitat perfecto para, colectivamente, abordar estas preguntas. Producimos debates y discusiones, pero también producimos arte, nuevos trabajos, y queremos y cuidamos nuestra presencia en la opinión pública creando multitud de oportunidades para que la comunidad artística y el público general participen, si lo desean, de nuestras actividades. Por otro lado, el Instituto parece tener una estructura muy hábil a la hora de hacer amigos y cooperar con otras estructuras, fundaciones e instituciones interesadas por estos temas. De este modo hemos ido creando y cuidando una serie de alianzas que alimentan proyectos que se nutren de las ideas y obras de artistas que estudian y de otros desde los que poder abordar la importancia de la educación y la creación de oportunidades para el arte y los artistas. Aprendo mucho, eso me gusta.

JC | Tu práctica se caracteriza por aunar producción artística e investigación, y en los últimos años por investigar y ensayar modos de transmisión de conocimiento que se alejan de la línea recta y que buscan espacios fragmentados e imprevisibles. ¿Cómo ha evolucionado ese diálogo producción-teoría en tu experiencia curatorial?

CM | Mi forma de pensar y de actuar ha evolucionado mucho, me permito decir. Si hace diez o quince años estaba muy influenciada por los métodos de los estudios culturales y la teoría crítica, poco a poco he introducido otros parámetros y modos de entender las relaciones, no solo desde los modelos de las ciencias sociales, sino desde una comprensión de la naturaleza, la ciencia y la tecnología. Eso no significa que no le dé importancia a la influencia de los movimientos de izquierda en la creación de una identidad cultural, artística e institucional sensibilizada con los problemas que acarrea la ideología capitalista y liberal. Sin embargo, hoy me parece imposible limitar el punto de vista a las injusticias sociales sin hablar de las naturales, o abordar la economía sin abordar otras formas de relación con la tecnología y la experiencia. El arte no es solo un medio de transmisión de valores políticos, es mucho más. Es un órgano, un sentido de la inteligencia orientado.

JC | En ese órgano, la curaduría es una práctica que casi siempre sucede en diálogo con otros, especialmente con artistas. ¿Cómo sucede este diálogo en tu caso? ¿Cómo trabajas con las artistas?

CM | Desde el principio, en el ciclo en la Sala Montcada en Barcelona, en los años en la Sala Rekalde en Bilbao, en el Kunstverein en Frankfurt… el contacto con los artistas era constante, diario. No solo con aquellos con los que trabajaba directamente sino con muchos otros, de un modo informal, a través de amigos, o a través de visitas a estudio. Escuchar, atender a los artistas es fundamental para entender los procesos, los métodos, los resultados, las preocupaciones. El momento en el que ese proceso fue menos intenso fue durante mi paso por el MACBA. Resulta complejo conservar esa proximidad y esa cercanía desde el museo. Yo lo intenté, pero no con el mismo resultado, y eso afectó mi decisión de cambiar de contexto. El trabajo en documenta consistía en eso, en una total inmersión con el trabajo y la producción artística. Nunca he disfrutado tanto y esa es la base de mi decisión de dirigir una escuela, la posibilidad de estar siempre cerca, siempre en el centro de la comunidad artística. Es fundamental, no podría pensar ni encontrar la concentración para escribir desde ningún otro lugar.

JC | Esos diálogos se producen muchas veces también entre lo artístico y otras áreas del conocimiento. En tus últimos proyectos se pone de relieve especialmente la importancia de encontrar otras formas de relación con la naturaleza, entre lo humano y lo no humano, y ahí entran en juego a veces científicos, antropólogos o filósofos. ¿Cómo entiendes ese diálogo entre saberes?

CM | Desde la coexistencia, no desde la interdisciplinaridad. Para mí existe una diferencia fundamental entre uniones provocadas y uniones orgánicas, originadas por el interés y la motivación de aquellos que participan en ello. Es muy importante ver estas colaboraciones no como la búsqueda de legitimaciones externas o criterios de autoridad, sino como el gran descubrimiento de que en otras comunidades existen inquietudes que les acercan a nosotros, motivos que provocan un deseo de trabajar juntos y la energía de sostener esas colaboraciones más allá del evento o puestas en escena puntuales. En este sentido, en el contexto del Instituto, el trabajo en colaboración con TBA21 Academy2 está resultando muy agradecido, flexible e inclinado a entender que se trata de conversaciones a largo plazo sin metas claras pero fructíferas, capaces de aguantarse en el tiempo.

JC | ¿Y el público? Leía hace un tiempo en un texto que has escrito para la web de la Bienal de Berlín que abogas por un abandono de la clase media como receptor universal de nuestros actos. ¿A qué te refieres? Sin querer entrar en el tan manido término de «mediación», ¿qué tipo de relaciones en el hecho público se pueden establecer desde esas nuevas formas de trabajo, comunicación y presentación?

CM | Con eso no pretendía ni mucho menos restarle importancia a ningún grupo o audiencia. Mi mención se refiere más a una estructura que la clase política utiliza para medir y situar las metas de nuestro trabajo. Clase media o «barrio», son «ideas» de grupos a los que debe ir dirigida la producción cultural, fantasías que afectan las expectativas, destinadas a «saber» antes que los artistas y los profesionales lo que la ciudadanía quiere. A eso me refería, a la instrumentalización del «para quién» se trabaja, no a los individuos en sí. Es importante liberarnos y liberarlos de esas fantasías de «grupo», que resultan, como sabemos, no solo contraproducentes, sino peligrosas, perniciosas, una amenaza para una idea de existencia y libertad más amplia y compleja difícil de reducir a «un servicio social».

JC | Los acontecimientos ocurridos en los últimos años en relación con el auge de los feminismos en el mundo sin duda han contribuido a reforzar la necesidad de visibilizar las injusticias y desigualdades de la mujer inherentes al contexto artístico. Recuerdo un texto que escribiste para e-flux titulado «But Still, Like Air, I’ll Rise» en el que desgranabas algunas de estas dificultades que la mujer enfrenta al desarrollar una carrera en el mundo del arte, y la importancia de articular medidas políticas y estructuras de trabajo que permitan trabajar en términos de igualdad. Por otro lado, en el Institut Kunst habéis organizado recientemente una serie de simposios para evaluar, desarrollar y proponer nuevos lenguajes sociales y métodos para comprender el papel de la mujer en las artes, la cultura, la ciencia y la tecnología. ¿Podrías contarnos un poco acerca de tu posición ante el momento actual y cómo desde tu práctica curatorial incides en él?

CM | El Instituto me ha hecho darme aún más cuenta de algo obvio: el papel de la educación y de la educación artística a la hora de crear nuevas posibilidades, de introducir el conocimiento y los valores de trabajos realizados por mujeres y todas aquellas comunidades que abogan por un entendimiento fluido y abierto de la condición de género. Introducir género y naturaleza en el epicentro curricular de la escuela significa obligarnos a un ejercicio colectivo de interpretación e invención de nuevas condiciones. Un ejercicio que de ningún modo nos afecta a «nosotras», sino que afecta y debe implicar a todos por igual. Hay muchas formas de abordar esta cuestión, pero la igualdad es una condición sine qua non para comprender que toda transformación a nivel legislativo y práctico originará —una vez hecha efectiva— una dimensión epistemológica distinta. Es decir, no se trata de un mero cambio técnico, sino de una transformación que afecta a la percepción última de lo que significa e implica vivir en libertad. Esta transformación afecta a los sentidos y, por lo tanto, es legítimo pensar que afecta a la práctica artística y a su futuro. No es esta una cuestión añadida o correctora, sino toda una revolución posible en la forma en cómo el arte se entiende en sociedad. Descubrir una y otra vez formas de acercarse al problema, lenguajes y condiciones, formas de interacción, significa descubrir una y otra vez la posibilidad de un mundo democrático. Puede sonar exagerado, pero si creemos que el arte y la libertad están íntimamente unidos, no podemos dejar de pensar que el arte, en su vida pública, juega un papel fundamental a la hora de ofrecer una experiencia de una sociedad mejor.

2. TBA21: Academy invita a artistas, científicos y líderes de pensamiento en expediciones de descubrimiento colaborativo. Fundada por Francesca von Habsburg y dirigida por Markus Reymann, la Academia se dedica a fomentar una comprensión más profunda del océano a través de la lente del arte y a generar soluciones creativas para sus problemas más apremiantes.

BUSCANDO UNA VOZ
HABLAR DESDE LO CURATORIAL SIN MORIR EN EL INTENTO

Al principio, hay un impulso por querer hacer, una voluntad por encontrar lugares y momentos en los cuales poder situarte muy cerca de algunas artistas y acompañarlas. En mi caso, es siempre el trabajo de esas artistas lo que impulsa todo lo demás. Quizá en esa relación, en lo que implica ese diálogo, vive lo curatorial. Una de las mayores preocupaciones —si no la mayor— es poder generar esos espacios y momentos para que éstas puedan desarrollar sus proyectos de la mejor forma posible, tanto a nivel teórico y conceptual como a nivel formal y de producción. Y entonces hablamos de curaduría (o comisariado). Hablamos de condiciones materiales e intelectuales, de ideas y formas, de recursos y afectos, de poder trabajar juntas y que cada proyecto produzca una experiencia de vida significativa para toda persona que tenga relación con el proyecto. Si la curaduría tiene que ver con ciertas cuestiones técnicas y podríamos definirla como una actividad constelacional que combina distintos elementos —obras de arte, artefactos, información, lugares, personas, contextos, recursos, etc.— que no han sido conectados con anterioridad estética, económica, institucional y discursivamente, lo curatorial es el campo dinámico en el que nace esa condición constelacional. Está constituido por las técnicas de curaduría empleadas, así como por los participantes y los marcos discursivos y materiales3.

Las artistas a las que nos acercamos están irremediablemente ligadas a las cuestiones que nos interesan, a las inquietudes personales, a las experiencias vitales. Y son las prácticas de esas artistas las que van decantando los proyectos en los que me enredo. Comienzo siempre a pensar desde y con las artistas, y es el ir y venir entre sus prácticas y las distintas instancias esenciales a las que nos arrimamos como seres humanos donde se va construyendo una voz curatorial propia. Que esa voz quede delimitada por líneas demasiado estrechas no me interesa demasiado, ni tampoco que tenga una posición fija; más bien la idea es que fluctúe, que sea orgánica, que vaya mutando sinceramente en consecuencia con el pensamiento. Intento no redactar demasiados statements, pero cuando no queda más remedio, entiendo que estos responden única y exclusivamente al momento en el que fueron escritos. No puede ser de otro modo, mañana habrá cambiado porque yo habré cambiado.

Esa voz curatorial se va conformando entonces a partir de una práctica que vamos desarrollando en un diálogo abierto y honesto con las artistas con las que trabajamos. Es una voz común, que responde a unas preocupaciones conceptuales comunes y a unas condiciones materiales precisas, que definen irremediablemente cómo contamos lo que contamos. Y que están íntimamente ligadas a las formas de hacer, a las dinámicas de trabajo, a las estructuras en las que desarrollamos los proyectos, al funcionamiento del contexto artístico o a nuestra posición dentro de este. El contenido debe definir la forma, la ética debe ir de la mano de la estética. Dependiendo del proyecto, hay veces que se materializa en un formato expositivo, pero muchas otras las ideas toman forma de cualquier otro modo. Hay veces que suceden en espacios artísticos, pero otras que suceden en cualquier otro tipo de espacio. En todos los casos, tanto la formalización como el lugar y la forma de trabajo deben ser consecuentes con la naturaleza de las ideas en juego.

Todos estos aspectos que a menudo quedan fuera de las discusiones teóricas sobre «lo curatorial», y que están muchas veces íntimamente ligados a cómo desarrollamos nuestra práctica, en qué forma articulamos todas las técnicas necesarias para echar a andar un proyecto, y cómo enganchamos esa serie de técnicas en el engranaje del sistema artístico, son esenciales a la hora de conformar una voz propia. Lo curatorial va más allá de la curaduría, implicando una metodología que toma el arte como punto de partida, pero poniéndolo en relación con momentos, contextos y cuestiones específicas para poder desafiar el statu quo4. Lo curatorial lleva implícita una potencia de cambio, tiene la capacidad de llevar lo artístico a lugares vitales tan diversos como podamos imaginar, para ahí contaminarse y conformarse en algo más. El reto es que las técnicas de curaduría sean lo suficientemente consecuentes y flexibles para dejar brechas abiertas que conformen una voz curatorial que respire vida.

3. Beatrice von Bismark en «Curating/Curatorial: A Conversation Between Irit Rogoff and Beatrice von Bismark», en Cultures of the Curatorial, Berlín: Stenberg Press, 2012.

4. Maria Lind, «On the Curatorial», Artforum, octubre 2009.

En conversación con
AIMAR ARRIOLA

Markina-Xemein, Bizkaia, 1976.

Vive y trabaja en Bilbao.

JUAN CANELA | Aimar, tu experiencia como comisario arranca en el contexto vasco, trabajando primero en el área curatorial del Guggenheim de Bilbao y, desde hace diez años, por cuenta propia. Entre una etapa y otra, pasaste por espacios de formación como el Programa de Estudios Independientes (PEI) del MACBA en Barcelona y el Curatorlab de la Konstfack University de Estocolmo. ¿Qué papel han jugado estos lugares de formación en tu recorrido?

AIMAR ARRIOLA | Yo he aprendido haciendo, mi primer contacto con el comisariado fue en el ámbito laboral. Tras unas prácticas remuneradas en el departamento de educación del Guggenheim, al poco de licenciarme, en verano de 2000, me marché una temporada a los Estados Unidos. Tenía 24 años y ganas de ver mundo. Ese año había tocado la lotería en mi pueblo y en mi familia cayó un pellizco, en un momento en que las cosas en casa no iban bien económicamente. De aquel dinero, mis padres me dieron una pequeña parte para sacarme el carné de conducir y comprarme un coche. Yo, en cambio, decidí coger el dinero e irme a Nueva York. Hoy sigo sin carné de conducir. En Nueva York tenía (y aún tengo) familia, a raíz de un tío mío que emigró a los Estados Unidos como pastor en la década de los años sesenta. Allí hice prácticas en el New Museum, bajo la dirección de Anne Barlow, la entonces comisaria de educación y nuevos medios del museo. Me tocó hacer trabajos de asistencia en proyectos educativos vinculados a la programación, en la que se sucedieron exposiciones retrospectivas de Martha Rosler, Adrian Piper y Pierre et Gilles. Anteriormente, en 1999, había hecho un curso de «formación curatorial» —así se ofertaba en la Universidad de Deusto, impartido por Javier González de Durana, por entonces director de la Sala Rekalde—. En realidad, era un curso de gestión de exposiciones camuflado bajo la pátina del curating. Me sirvió para familiarizarme con lo que es una hoja de préstamo y poco más. Encadené las prácticas en el New Museum con otras en el área curatorial del Guggenheim de Nueva York, donde hice labores de investigación y apoyo editorial para varios catálogos. Hasta que surgió la oportunidad de ocupar una plaza temporal en el área curatorial del Guggenheim de Bilbao, que un año después solicité. Con 25 años tenía un trabajo fijo. Trabajé allí por otros seis años consecutivos hasta que tuve una experiencia cercana a la muerte y entré en crisis existencial: durante un viaje a Berlín, con 29 años, sufrí una peritonitis mal diagnosticada y a la vuelta al País Vasco tuve que ser intervenido de urgencia extrema. La experiencia de verme entre la vida y la muerte hizo que mis cimientos se tambalearan. Tras un tiempo de baja médica, me tocó llevar la coordinación curatorial de la retrospectiva de Pablo Palazuelo que el Guggenheim coproducía con el MACBA, bajo el comisariado de Manuel Borja-Villel y Teresa Grandas. Recuerdo que durante el montaje de la exposición Teresa me habló de lo que iba a ser la primera edición del Programa de Estudios Independientes del MACBA, el PEI, y me animó a participar. No lo he vuelto a hablar con Teresa, pero supongo que a sus ojos resultaba obvio que mi trabajo se había convertido en una jaula de oro de la que tenía que salir. Al mismo tiempo, estaba llevando la coordinación curatorial de los dos proyectos con los que el Guggenheim celebraba su décimo aniversario, y que pretendían marcar un antes y después en la relación de la institución con su contexto cercano: «Incógnitas. Cartografías del arte contemporáneo en Euskadi», comisariada por el artista Juan Luis Moraza, y «Cada uno a su gusto», comisariada por Rosa Martínez. En lo personal, ambas exposiciones me permitieron entablar una relación de interlocución con una generación de artistas vascos anterior a la mía, como Ibon Aranberri, Asier Mendizabal, Itziar Okariz, Juan Pérez Agirregoikoa o Sergio Prego, que, al margen de haber trabajado de nuevo con ellos o no, fue determinante. Digamos que mi contexto me interpeló. Yo no pertenecía a la llamada «comunidad Arteleku». Cuando Arteleku reinauguró en 2002 yo hacía menos de un año que había vuelto al País Vasco, y estaba, por así decirlo, ensimismado. Seguía con interés iniciativas vinculadas a Arteleku, como D.A.E. (Donostiako Arte Ekinbideak), la oficina curatorial —por utilizar una expresión actual— iniciada por Peio Aguirre y Leire Vergara, y que yo observaba desde la distancia con una mezcla de admiración y rareza. Por lo que mi relación con los nombres que habitualmente se asocian al contexto del arte vasco es tardía. Pero no lo digo con complejo, es lo que es. Tras estas dos experiencias, cogí una excedencia y me marché a Barcelona a participar en el PEI. Fue el inicio del cambio.

El PEI fue más que una experiencia formativa, fue un espacio de experimentación de mi propia subjetividad y de reajuste de prioridades vitales. Y es el lugar donde conocí a algunos de mis principales cómplices de trabajo y vida en la actualidad, como mis compañeras Nancy Garín y Linda Valdés de Equipo re, Tamara Díaz Bringas, Sol Henaro o Miguel López. No pretendo idealizar el PEI, es un espacio de constitución frágil, como se ha podido ver después. Solo me refiero a lo que supuso para mí.

Respecto al Curatorlab, no lo considero un espacio formativo, aunque tenga acreditación máster; fue más bien la oportunidad de establecer vínculos con el contexto escandinavo que, por otro lado, no ha tenido continuidad, porque el trabajo y la vida me han llevado a priorizar alianzas sur-sur. Volviendo al inicio de mi itinerario, no quiero que parezca que reniego de mis años en el Guggenheim; es una experiencia ambivalente, pero sin la cual hoy no sería el que soy. Y allí tengo amigas de por vida. En parte, el trabajo que vengo haciendo en los últimos diez años trata de problematizar los fundamentos de universalidad del arte que representan las instituciones del orden global. Digamos que aprendí la lección desde la «barriga del monstruo», que diría Donna Haraway. No obstante, no me sitúo en una posición de exterioridad respecto a la institución; el ámbito de las instituciones culturales me sigue pareciendo un espacio de experimentación al que creo que tengo cosas que aportar.

JC | Ese itinerario se articula a partir de, o en diálogo con una intensa labor de investigación. ¿Cómo entiendes ese diálogo y qué tipo de dinámicas estableces en relación con esta labor como curador o investigador?

AA | Para mí investigar es poner la atención en algo, ser curioso, comprometerse con lo que a uno le rodea. Hay, por supuesto, una creciente economía simbólica y monetaria en torno a la figura del investigador, en humanidades en general, y en arte y comisariado en particular. Desde 2014 curso un doctorado en una universidad inglesa donde a la educación superior se la denomina «industria educativa». Así que sé de lo que hablo. Pero para mí investigar es otra cosa, y los argumentos habitualmente utilizados en contra de la práctica de la investigación —el research— tampoco me valen, porque a menudo son críticas que se sustentan sobre posiciones muy reaccionarias. De un tiempo a esta parte, vengo pensando en el lenguaje que habitualmente utilizamos para referirnos a la práctica de la investigación: ahondar, excavar, penetrar, ampliar, profundizar… términos enraizados en la opresión y en la violencia patriarcal y colonial. Cuando en la EGB mis compañeros de clase heteros me decían que no fuese «superficial», ¿qué me estaban diciendo realmente? Desde la Antigüedad, el pensamiento occidental ensalza la profundidad y denuesta la superficie. Frente a esto, quiero proponer la posibilidad de «hacer con la superficie», como un modo de abrir una conversación sobre desde qué otros planos, límites y dimensiones podemos trabajar. No sé si he respondido a tu pregunta, pero es en lo que estoy pensando ahora.

JC | Algunas de esas investigaciones se caracterizan por establecer un largo recorrido, por extenderse temporal y geográficamente siendo un hilo conductor en tu práctica. Pienso ahora por ejemplo en tu investigación en torno a las respuestas culturales a la crisis del VIH/sida. ¿Cómo comenzaste esta investigación, cómo se ha ido desarrollando y en qué punto te encuentras?

AA | «Anarchivo sida» es un gran nudo en el que convergen muchos de mis intereses, un nudo que a veces también ahoga. Es un proyecto que llevo a cabo con Nancy Garín y Linda Valdés desde 2012-2013. Inicialmente el grupo de trabajo lo conformábamos seis personas de diferente seroestatus. Nos gusta decir que «Anarchivo sida» no es un proyecto «sobre» el sida; más bien, toma un evento clave en la historia de las últimas cuatro décadas como rejilla desde la que mirar cuestiones de representación, cuerpo, archivo, capitalismo financiero y afectos. Surge en continuidad a un trabajo anterior que desarrollamos en los años del PEI, mano a mano con Paul B. Preciado: «Peligrosidad social», un proyecto de investigación y producción de archivo sobre la producción cultural disidente de la llamada transición política. Entonces, y por diversas razones, no supimos entender el impacto que la irrupción del sida tuvo en la España postdictatorial, reproduciendo una inercia histórica: la desatención de la crisis del sida por parte de la izquierda tradicional y del primer movimiento homosexual. Tras esta experiencia decidimos iniciar un proceso de trabajo y vida compartido que pusiera el foco en las políticas del sida. En lo que a mí respecta, «Anarchivo sida» responde a la necesidad de aunar mi práctica curatorial con la construcción de una genealogía política propia, y una reacción, consciente o no, a mi formación temprana dentro de la institución «Museo», donde se priorizan los relatos universales frente a los situados. A nivel personal, «Anarchivo sida» es la solidificación de un lento proceso de despertar político en mi vida adulta. A los 20 años yo no estaba nada politizado, en parte quizás por compensar el entorno sobredeterminado en el que crecí —el País Vasco de los primeros años ochenta—, o por no tener, siendo adolescente de provincias en el armario, referentes con los que identificarme.

Actualmente, son muchos los proyectos a nivel internacional que están atendiendo a las respuestas culturales a la crisis del sida para entender la configuración del presente. No obstante, gran parte del trabajo (académico, editorial, museístico…) que se está haciendo sigue privilegiando a los Estados Unidos y a las experiencias llevadas a cabo por hombres cis gay blancos viviendo en núcleos urbanos. A nosotras nos parece urgente descentrar esas lecturas prestando atención a contextos que nos quedan más cerca, de los que provenimos o en los que hemos vivido, como Chile o el Estado español, así como a las experiencias de colectivos de mujeres, sujetos lesbianos, comunidades originarias, a menudo ausentes en las historias hegemónicas del sida. En la tarea de repensar la historia y el presente de la crisis del sida, también nos parece urgente atender a la centralidad que la distinción entre humanos y no-humanos, entre vivos y muertos, tienen en el conjunto de significados en torno al VIH en particular, y en la cultura visual occidental en general. Estas son cuestiones en las que estoy trabajando en mi actual mi proyecto de doctorado.

JC | Otro aspecto que me parece fundamental en tu práctica, y totalmente en relación con lo anterior, es la preocupación por encontrar unos ritmos propios, unas dinámicas de trabajo consecuentes que vayan más allá de la velocidad que nos impone muchas veces el contexto. ¿Cómo emerge esa necesidad y cómo intentas establecer esos ritmos propios?

AA | No quisiera dar la impresión de tener una concepción romántica, idealizada del tiempo. Y mucho menos del tiempo de trabajo. Cuando dejé el trabajo en la institución para priorizar el estudio y la práctica personal, era consciente de los sacrificios que supondría en relación con la distribución de mi tiempo. En ese sentido, no considero que mi vida sea mejor ahora que cuando se organizaba en torno a una división más normativa entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio. Hace años participé como invitado en una actividad organizada por la oficina de arte y pensamiento Bulegoa z/b de Bilbao que giraba en torno al concepto de «polifonía de tiempo». La actividad consistió en pasar 24 horas en una fortaleza defensiva en desuso, en la frontera entre Euskadi y Francia, junto a otras personas, en su mayoría artistas5. A menudo vuelvo a lo que allí pasó para tomar consciencia sobre la organización del tiempo en mi vida actual. Por ejemplo, mis tiempos de trabajo nada se parecen a los de mi abuelo Fabián, que era ebanista y cuya vida se organizaba en torno a una división clara entre tiempo de trabajo y tiempo de descanso. Yo al trabajo le dedico mucho tiempo, demasiado. Para justificarme, entre bromas, suelo comentar que en vasco «trabajo» y «obligación» son la misma palabra: biharra. Es una cuestión que me atraviesa y con la que trato de negociar a diario.

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