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Pero había algo muy importante que les diferenciaba del resto de la población. Y no era su lengua, su cultura, su ejército, sus propiedades o su Derecho. Era algo que para la mentalidad de la época tenía una importancia casi tan grande o incluso superior a todo lo anterior. Era la religión.

Desde el siglo IV, el mundo romano se había ido convirtiendo paulatinamente a una nueva religión, el cristianismo, y de esa forma se habían abandonado los cultos paganos. Los visigodos también abrazaron el cristianismo aún antes de penetrar en el Imperio romano. Un evangelizador llamado Ulfilas difundió entre el conjunto de los pueblos godos la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero lo hizo predicando una variante del mismo a la que se conoce como arrianismo. Arrio era un presbítero que aseguraba que Jesús no era Dios, sino solo un profeta, el más perfecto de todos los hombres, pero sin la cualidad divina que el catolicismo le atribuye.

La Iglesia durante el siglo IV se debatía entre un mar de herejías. Muchas comunidades hacían una interpretación particular del Evangelio, por lo que el emperador Constantino decidió unificar a todas ellas. En el Concilio de Nicea se llegó a un acuerdo de compromiso. La doctrina de Nicea se basaba en que en Dios existían tres naturalezas en una misma persona. Esa doctrina trinitaria es la que en la actualidad siguen cientos de millones de personas que profesan el cristianismo.

Mas los visigodos nunca aceptaron el catolicismo, y eso les creó una insalvable diferencia con sus súbditos que eran católicos. Algunos reyes como Eurico, ratificaron incluso esta separación dictando códigos de leyes diferentes para unos y otros.

A finales del siglo V y principios del VI, la mayor parte de los pueblos bárbaros fueron abandonando el arrianismo y se fueron convirtiendo al catolicismo. Los francos de Clodoveo en la Galia fueron los primeros en hacerlo, y eso les supuso una gran ventaja, pues el pueblo católico y su poderosa Iglesia comenzaban a sentirse identificados con quienes los gobernaban.

Los visigodos, sin embargo, seguían aferrados a su arrianismo, en especial la casta nobiliaria que era la que mandaba, y eso los separaba claramente del resto de la población.

En el año 507 tuvo lugar una importante batalla entre visigodos y francos en Vouillé. En ese lugar, las tropas de Clodoveo aniquilaron a los visigodos e incluso mataron a su rey en el enfrentamiento. Los visigodos se vieron forzados a abandonar la Galia y se refugiaron exclusivamente en la península Ibérica. Su territorio se vio considerablemente reducido, pero continuaron impertérritos practicando su credo arriano.

No solo se trataba de problemas religiosos, también los había, y de carácter muy importante, de tipo político. Los reyes visigodos nunca fueron capaces de establecer un sistema eficaz que regulase la herencia de la corona. Había ocasiones en que los reyes intentaban que sus hijos les sucedieran en el trono. Pero había otras en que, por los motivos que fueran, nobles descontentos intentaban hacerse con el poder, y de esa manera estallaba inevitablemente la guerra civil entre ellos.

En el transcurso de una de esas guerras a mediados del siglo VI, llegaron a la Península las tropas bizantinas del emperador Justiniano. Uno de los dos candidatos enfrentados al verse perdedor decidió solicitar la ayuda del personaje más poderoso de todo el mundo mediterráneo, y este se la otorgó.

Los bizantinos desembarcaron en el sur de la península Ibérica como aliados, pero una vez que observaron la situación decidieron que les resultaba mucho más rentable asentarse definitivamente en el territorio de la Bética, que no desgastarse en inútiles querellas entre los dos candidatos visigodos al trono.

De esa forma, a partir del año 554, los bizantinos permanecieron tres cuartos de siglo ocupando el sur de la Península, en particular la antigua región de la Bética, que seguía siendo con diferencia la más rica del conjunto de tierras peninsulares.

La debilidad de los visigodos era tal que los esfuerzos de sus reyes por expulsar a los bizantinos chocaban contra la obstinación de estos últimos por permanecer en estas tierras. Incluso desde la cercana Toledo, ciudad que habían elegido como capital tras su expulsión de Tolosa, eran incapaces de derrotar a las tropas bizantinas que se habían asentado en particular sobre las ciudades del litoral.

Y esto no solo puede achacarse a la ausencia de reyes fuertes, sino a causas más profundas. Así, entre los años 568 y 586 reinó el que quizás fue el más capacitado de todos los reyes visigodos, Leovigildo. En cuanto subió al trono se propuso reunificar todos los territorios de la Península bajo su poder, y a punto estuvo de conseguirlo.

Se lanzó contra los suevos, reducidos a la zona noroeste de la península en Galicia y el norte de Portugal, a los que sometió prácticamente por completo. Atacó a los vascones (de quienes descienden los vascos actuales) y a los pueblos de la zona Cantábrica, que tras las turbulencias que tuvieron lugar con la descomposición del Imperio romano habían vuelto a proclamarse prácticamente independientes. Finalmente se lanzó contra los bizantinos, y aunque no pudo someterlos totalmente, los dejó prácticamente reducidos a zonas marginales del sur de lo que hoy es el Algarve portugués y alguna ciudad portuaria más.

Pero Leovigildo, a pesar de sus impresionantes esfuerzos militares, volvió a topar en la misma piedra con la que se llevaban tropezando sus antepasados, la religión. Él era un arriano convencido en un mundo en el que el arrianismo iba cada vez más en decadencia. De hecho, ya no quedaba ningún pueblo salvo el de los visigodos que siguiera manteniendo esa creencia. La Iglesia católica se mostraba cada vez más remisa a colaborar con un soberano arriano y lo presionaba constantemente para que adoptara el credo católico.

Los obispos de la época no tuvieron demasiada suerte con la firmeza de Leovigildo, pero por el contrario sí que hallaron un éxito notable con su hijo Hermenegildo. Padre e hijo llegaron incluso a entrar en guerra uno contra el otro, y triunfó, cómo no, Leovigildo.

Pero fue un triunfo efímero. Leovigildo murió poco después, y su sucesor Recaredo no quiso continuar manteniendo una situación que cada vez era más insostenible. Y optó por lo inevitable. En el año 589 Recaredo convocó un concilio en Toledo y allí decidió aceptar públicamente la fe católica. La poderosa Iglesia conseguía su propósito, y la nobleza visigoda, aunque reacia en un principio, tuvo que acabar aceptando la realidad y se acabó convirtiendo al catolicismo.

Ahora la Iglesia se hallaba en una posición totalmente ventajosa ante los reyes. Habían conseguido por fin su conversión, y en adelante, cada vez que un monarca quisiera tomar una decisión importante tendría que contar con la aquiescencia de la Iglesia.

La jerarquía eclesiástica decidió aprovecharse de su poder para intentar poner orden en una cuestión fundamental como era la de la sucesión al trono. Hasta entonces, la herencia de la corona no había tenido una regla fija. En ocasiones los padres se la transmitían a los hijos, pero había veces en que estos no eran lo suficientemente enérgicos o simplemente no eran aceptados como candidatos por la nobleza visigoda. En ese caso, los nobles se reunían y proponían que la corona recayese sobre uno de ellos, supuestamente sobre el más capacitado.

Pero tampoco era una decisión muy eficaz. Muchos nobles poderosos y descontentos por no haber sido los elegidos podían sublevarse contra el soberano electo. De esta forma dieron comienzo muchas guerras civiles entre los propios visigodos y, como veremos, una de ellas fue la causa definitiva de su perdición.

La Iglesia decidió tomar cartas en el asunto, y dirigida por un obispo muy notable, Isidoro de Sevilla, decidió imponer unas reglas que evitasen en el futuro nuevos conflictos. Se decidió la creación de un Aula Regia. Esto es, una especie de comisión en la que estarían representadas las más altas jerarquías eclesiásticas y de la nobleza para que, en caso de fallecimiento del monarca, eligieran ellos uno nuevo que debería ser aceptado por todo el mundo.

Realmente el sistema nunca funcionó del todo bien. Siempre había nobles descontentos dispuestos a buscar aliados que les apoyasen en su intento de tomar el trono, pero al menos, se trató de una forma de racionalizar una cuestión que había creado, y seguiría creando, numerosos problemas.

San Isidoro no solo fue importante por esa aportación a la política visigoda. En un mundo en el que la cultura clásica languidecía hasta prácticamente su desaparición, él fue la única figura que dio cierta luz al saber y al conocimiento.

Hombre culto se propuso reunir el escaso saber que todavía se conservaba disperso por aquí y por allá, y lo resumió en una obra voluminosa a la que denominó las Etimologías. Se trataba de una compilación de las obras de autores clásicos pero eso sí, bajo el prisma del cristianismo que se había impuesto. Aunque plagadas de errores, las Etimologías sirvieron para preservar el saber y transmitirlo así a las generaciones siguientes, aunque en ellas se incluyesen numerosas equivocaciones y confusiones.

Y no solo era la cultura. La población, la economía, el comercio, las comunicaciones, las ciudades…. Casi todo estaba en decadencia. Los pueblos bárbaros en general, y los visigodos en particular, no tenían capacidad ni conocimientos para mantener la brillante civilización clásica así como los muchos y grandes logros que la acompañaron.

El panorama de estos tiempos, denominados por los historiadores la Alta Edad Media, no puede ser más desolador. Hasta qué punto fue así, que muchos historiadores los denominan los siglos oscuros, porque en ellos no brilló la luz del saber y por el contrario apenas si conservamos información que recuerde exactamente qué pasó en muchos de los acontecimientos que tuvieron lugar en aquel tiempo.

No obstante, durante el siglo VII, los visigodos vivieron su momento de apogeo en Hispania. Ellos no le cambiaron el nombre al territorio, ni realmente llevaron a cabo grandes transformaciones en relación a la administración y la organización que habían heredado de los romanos. Pero no supieron innovar apenas, y la civilización siguió decayendo progresivamente, mientras que las epidemias, las plagas y las querellas internas iban desgastando cada vez más la riqueza que antaño había tenido el país.

Y además, esta situación se vio todavía empeorada por el surgimiento de un nuevo tipo de actitud que hasta entonces, no había sido particularmente llamativa en Hispania, la intolerancia religiosa.

No está muy claro a qué fue debido esto, pero poco después de su conversión oficial al catolicismo, parece que a los monarcas visigodos les entró la obsesión de convertirse en los más católicos entre todos los católicos. Probablemente se trató de una especie de complejo de culpabilidad que había que purgar. Ellos habían sido los últimos en convertirse a la fe católica, pero ahora, por ese motivo, debían demostrar fehacientemente que eran los soberanos más católicos de toda la Cristiandad.

Y eso les llevó a intentar dar buenas pruebas de ello ante la Iglesia. Para conseguirlo, se encontraron con una minoría religiosa a la que era muy fácil atacar para demostrar que su conversión había sido sincera. Eran los judíos.

Los judíos llegaron a la Península en el siglo II después de que el emperador romano Adriano decretara su exilio de Judea (o Palestina) bajo pena de muerte tras una sangrienta sublevación. Emigraron por todo el Mediterráneo en la denominada Diáspora y muchos de ellos acabaron asentándose en Hispania. Era una minoría culta y por regla general con un elevado nivel de vida, ya que se dedicaban a actividades relacionadas con el comercio, la artesanía o las finanzas, pues conseguían ganar grandes cantidades de dinero a base de préstamos por los que cobraban un alto interés.

Los judíos eran además una minoría a la que todos los cristianos miraban de forma hostil. Ellos habían sido los que habían dado muerte a Jesucristo y se negaban a aceptar la figura de Jesús de Nazaret como la del Mesías. La Iglesia intentó en ocasiones su conversión al cristianismo por métodos pacíficos, pero estos por lo general fracasaron.

De ahí que los reyes visigodos tomaran la decisión de obligar a los judíos a la conversión o, de no hacerlo, estar sometidos a duras penas y a severas restricciones en su vida profesional y social. Fueron pocos los convertidos, y sí muchos los que sufrieron el celo perseguidor de los monarcas visigodos. Su situación empeoró considerablemente, e inevitablemente fue creciendo en ellos un sentimiento de animadversión contra los visigodos, que tuvo una gran importancia cuando décadas después aparecieron en la Península los musulmanes.

Hubo reyes como Wamba que, a finales del siglo VII, reunieron nuevos concilios en Toledo y dieron leyes severísimas con el objetivo de perseguirlos duramente, Pero ni aún así consiguieron su propósito, y los judíos continuaron practicando su religión a pesar de las fuertes trabas e impedimentos que se le oponían.

La persecución de una minoría religiosa no sirvió para solucionar los graves problemas que aquejaban al Estado visigodo, y a comienzos del siglo VIII este empezaba a notar claros síntomas de decadencia y de desunión.

La expansión del islam

Poco después de la muerte del emperador Justiniano en Constantinopla, y por la época en la que el rey visigodo Leovigildo estaba iniciando sus primeras campañas en la península Ibérica, nació un niño en la península Arábiga. Se le impuso el nombre de Muhammad (o Mahoma, para nosotros) y estaba destinado a llevar a cabo una de las más importantes transformaciones en la historia de la humanidad.

La península de Arabia es la mayor península que existe en el mundo. Es incluso mayor que todo el conjunto de Europa occidental. Pero es una península muy árida, por lo que en ella predominan los desiertos. Solo en sus partes periféricas existen zonas más húmedas en las que se han desarrollado diversas civilizaciones.

Mahoma nació en La Meca, una ciudad del interior que debía su existencia y su riqueza a ser un centro del comercio de caravanas y a la presencia en ella de numerosos ídolos a los que adoraban las diferentes tribus que en ella hacían escala en sus rutas comerciales.

Huérfano desde muy pequeño, Mahoma vivía con su tío, dueño de algunas de las grandes compañías de caravanas que realizaban el transporte de mercancías entre Oriente y Occidente. Mahoma se dedicó a trabajar como comerciante de estas caravanas, lo que le permitió entrar en contacto con otras culturas y civilizaciones más avanzadas que la árabe, de la que él procedía, y también conseguir una estabilidad económica con dicho comercio.

Su matrimonio con la viuda de un rico comerciante le permitió dedicarse a una vida más contemplativa y comenzó, anualmente, una serie de retiros a diversas cuevas que existían en los alrededores de La Meca.

Hacia el año 610, en uno de estos retiros, tuvo una visión según la cual el arcángel San Gabriel le transmitió que él sería el único profeta del único Dios, Allah (Alá), y que su mensaje (un único Dios, Muhammad su único profeta, todos los hombres son iguales ante Dios…) debería unir a todas las tribus politeístas de Arabia y, luego, de todo el mundo conocido. La nueva religión se llamó islam o lo que es lo mismo, ‘sumisión a Dios’ (‘sumisión a Alá’). Esta religión tomaba importantes cuestiones del judaísmo y el cristianismo, a los que Mahoma hizo originales aportaciones y adaptaciones al lugar y a la idiosincrasia de las gentes que poblaban Arabia.

Al principio le costó mucho encontrar adeptos, es decir, musulmanes, palabra que quiere decir ‘los que se someten a la voluntad de Dios’. Incluso encontró adversarios entre los miembros de su propia tribu, temerosos de perder el control de la ciudad. La situación se hizo tan difícil que en el año 622 Mahoma decidió emigrar a la ciudad próxima de Medina. Este hecho es muy importante, porque los musulmanes empezaron a datar su cronología a partir de este acontecimiento, al que se denomina la Hégira, que significa ‘la huida’.

Durante los diez años siguientes, Mahoma se dedicó a extender la nueva religión por las tribus de la península Arábiga. Finalmente consiguió su propósito y regresó a La Meca, donde mandó destruir todos los ídolos existentes salvo la Piedra Negra que se conserva en el santuario de la Kaaba.

Mientras expandía su religión, Mahoma y sus seguidores se dedicaron a compilarla en un libro, el Corán, que significa en árabe precisamente eso mismo, ‘El libro’. De esa manera quedaba fijada la doctrina oficial para todos aquellos que se convirtieran al islam.

En el año 632, y en plena expansión de la doctrina islámica, Mahoma murió. No dejó hijos varones, y por lo tanto no designó a ningún sucesor directo que dirigiera el expansionismo del nuevo credo. Por eso hubo que buscar un sucesor entre otros miembros de su familia. De esta forma fue elegido su suegro Abu Bakr como califa. En español, la palabra árabe califa equivale a ‘sucesor’.

Durante tres décadas, cuatro califas sucedieron a Mahoma. El más importante de todos fue el segundo de ellos, Omar, que dirigió a la Umma (‘la comunidad islámica’) durante diez años a partir del 634.

Lo que ocurrió en ese breve espacio de tiempo es uno de los acontecimientos más impactantes de la todos los tiempos. Los árabes siempre habían formado tribus belicosas pero desorganizadas. Nunca habían sido capaces de crear un reino unido, y mucho menos habían podido expandirse fuera del ámbito natural de la península Arábiga. Pero esto iba a cambiar bajo el férreo control de Omar.

Cuando murió Mahoma, existían dos grandes imperios que rodeaban por el norte y por el oeste a Arabia: el persa y el bizantino. Ambos eran algo así como las superpotencias de aquella época, y ambos se disputaban el control del Próximo Oriente. En el curso de esa disputa mantuvieron una guerra feroz durante más de dos décadas. Hay noticias de que Mahoma ordenó escribir una carta a cada uno de los emperadores en conflicto pidiéndoles que se sometiesen voluntariamente a la voluntad de Alá, al islam. Probablemente ninguno hizo el menor caso a los escritos procedentes de un comerciante de caravanas de la remota Arabia. Pero el tiempo demostró que ambos soberanos no valoraron adecuadamente aquellos mensajes.

En el 628 bizantinos y persas acordaron la paz. La guerra había supuesto un triunfo de los primeros, pero estaban tan agotados después de los extraordinarios esfuerzos desplegados en el combate que durante unos años quedaron postrados a la espera de poder recuperarse de los desastres de la guerra.

Y fue justo en aquel momento cuando apareció Mahoma proclamando su nueva fe. Es muy posible que si el islam hubiera aparecido unos años antes, cuando todavía bizantinos y persas eran poderosos, o si lo hubiera hecho unos años después, cuando a ambos les hubiera dado tiempo para recuperarse de las destrucciones y las pérdidas de la guerra, las tribus árabes no hubieran tenido nada que hacer ante el poder de los dos ejércitos más potentes de su tiempo. Pero apareció justo en el momento oportuno y en el lugar apropiado.

Entre los numerosos preceptos y obligaciones que Mahoma había transmitido a los musulmanes se encontraba el de la Yihad o ‘Guerra Santa’. Básicamente la idea consistía en la necesidad que tiene todo musulmán de expandir su religión y, además, en la creencia de que todos aquellos hombres que murieran luchando contra los infieles que se negaban a permitir la expansión de la doctrina islámica irían directamente al paraíso.

Sin duda esta idea ayudó enormemente al fanatismo y al sacrificio de los combatientes entre los ejércitos árabes y los dotó de una fuerza casi sobrehumana como hasta entonces no se había conocido. Hoy día algunas organizaciones terroristas han adoptado este mismo nombre, pero es conveniente recalcar que Mahoma no predicaba la guerra contra todo aquel que fuera infiel, sino solo contra aquellos que se negaban a permitir, mediante la violencia, la libre difusión del islam.

Montados en veloces y ligeros caballos, así como en camellos y dromedarios, los pueblos árabes aparecieron como un rayo en las regiones que conocemos como el Próximo Oriente y aniquilaron en una serie de batallas a todos los ejércitos que bizantinos y persas lanzaron contra ellos para detenerlos.

En solo una década los musulmanes habían ocupado Mesopotamia, Egipto, Siria, Palestina y habían penetrado incluso en el corazón del Imperio persa. La mayor parte de los enfrentamientos y de las batallas les habían resultado favorables y los desesperados persas y bizantinos veían cómo sus provincias orientales, o incluso la parte principal de sus imperios, caían rapidísimamente en manos de aquellas tribus a las que en un principio habían menospreciado tanto.

El sorprendente triunfo del islam no solo se debió al fanatismo de los árabes, a la debilidad de sus principales enemigos o simplemente a la suerte. Los musulmanes llevaban consigo una idea de la religión mucho más tolerante de la que hasta entonces existía. No obligaban a los pueblos sometidos a cambiar a la nueva fe. Los vencidos podían seguir practicando libremente la religión que quisieran siempre que pagaran un tributo a los nuevos gobernantes.

De esta forma, el islam podía expandirse sin grandes enfrentamientos con las poblaciones sometidas. En realidad, estas no apreciaban grandes cambios en la situación que vivían. Solo que ahora los gobernantes o los propietarios de las tierras eran distintos a los que antes había, pero en general se mostraban tolerantes e incluso más eficaces en lo que era el control y el gobierno de las mismas.

Solo así puede entenderse cómo fue posible que en un siglo el islam creara un imperio gigantesco que se extendía desde los confines de la India y China en Asia, al sector noroccidental del continente africano. Los musulmanes controlaron un gigantesco territorio que de extremo a extremo tenía una distancia de unos ocho mil kilómetros, lo cual supone la creación de uno de los mayores imperios que han existido en todos los tiempos.

Pero este imperio, a pesar de su aparente fortaleza, no dejaba de experimentar graves problemas internos. Tras la muerte en el año 661 de Alí, el último de los califas ortodoxos o perfectos, como se llamaron a los cuatro gobernantes que siguieron a Mahoma, estalló la crisis entre dos facciones de la élite gobernante. Los motivos fueron aparentemente de índole religiosa, pero en el fondo, lo que latía era el interés de las diferentes familias árabes que protagonizaron la expansión islámica durante estas primeras décadas para controlar el inmenso territorio bajo sus órdenes.

En el año 661 la familia de los Omeyas se hizo con el poder y, durante casi un siglo, todos los califas iban a pertenecer a la misma. Para diferenciarse de los califas anteriores tomaron la decisión de abandonar La Meca y Medina como capitales del mundo musulmán y decidieron instalarse en la ciudad siria de Damasco.

Desde allí siguieron dirigiendo la política expansiva de un imperio que se estaba haciendo demasiado extenso para la capacidad que poseían los califas de controlar adecuadamente las riendas del poder en las provincias y regiones más externas. Los medios de comunicación en aquella época eran muy inseguros y lentísimos, y las órdenes y noticias podían tardar varios meses en llegar desde Damasco hasta las zonas terminales del imperio.

Este ya no solo podía ser un imperio basado en el control exclusivo de los árabes. En el transcurso de su avance, los gobernantes habían ido asimilando a las élites de los territorios conquistados y aunque la dirección principal siempre correspondía a los invasores, muchos de los invadidos acabaron tomando también parte en el gobierno de sus propios territorios, lo cual hacia que se convirtieran con mayor rapidez al islam.

Por otra parte, la propia población dominada, una vez convertida a la nueva fe, se sumaba a la misma y llegaba a formar parte de los ejércitos que por todas partes se desparramaban buscando nuevas tierras y nuevos creyentes que convertir. De esta forma, la comunidad musulmana se fue haciendo cada vez más internacional y el elemento árabe, aun siendo dominante, pasó a tener una importancia cada vez más relativa en el conjunto del mundo islámico.

Los califas tuvieron que organizar una administración eficaz para el gobierno de los territorios más lejanos, en los que apenas sí se dejaba sentir su control directo. Aparecieron así los emiratos, es decir, territorios que quedaban bajo el mando de un emir o gobernador directamente nombrado por el califa de Damasco y al cual había de rendir cuentas de su gestión, además lógicamente de seguir sus órdenes en cuanto a las indicaciones que desde la capital del califato le llegaran.

Es en este contexto de expansión y de crecimiento cuando a comienzos del siglo VIII, los musulmanes acabaron por ocupar todos los territorios del Magreb en el noroeste de África y llegaron prácticamente hasta las puertas del estrecho, que muy poco después se conocería con el nombre de Gibraltar.

En esa época, hacia el año 710, el islam se encontraba en su momento culminante. Sus ejércitos triunfaban en todos aquellos lugares en los que se enfrentaban contra enemigos. Pero esa misma grandeza, esa misma extensión, estaba minando la fuerza y el ímpetu que en un principio los caracterizó.

Las nuevas provincias cada vez estaban más lejanas del poder central del califa de Damasco y, en consecuencia, el control que estos podían ejercer a miles de kilómetros de distancia no era ya el que hubiera sido deseable para una gestión adecuada del mundo musulmán.

Según parece, durante la época del rey visigodo Wamba los musulmanes ya habían llegado con una pequeña expedición a las islas Baleares e incluso a la península Ibérica, pero si fue así, tal experiencia no tuvo mayor trascendencia. Sin embargo, tres décadas después, en el año 710, un caudillo llamado Tarif desembarcó cerca de lo que hoy es la ciudad que lleva su nombre, Tarifa, y allí con unos cuatrocientos hombres se dedicó a analizar la situación y a preparar la llegada de lo que un año después se convertiría en una verdadera expedición de conquista. A partir del año 711, la historia de la península Ibérica entró en una nueva etapa cuando los musulmanes decidieron, no ya realizar meras expediciones de reconocimiento de ese territorio, sino una ocupación sistemática del mismo.

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