Kitabı oku: «La sociedad del riesgo: retos del siglo XXI», sayfa 3

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Según el sociólogo alemán, vivimos en la “sociedad del riesgo mundial”, lo que implica que las soluciones tienen que ser también globales. Debemos atender las amenazas medioambientales porque, de lo contario, nos alcanzarán algún día, sin distinguir clase social o inclinación ideológica.

La teoría de Beck ha sido criticada porque su propuesta, se dice, presupone la ontologización de los riesgos, es decir, la idea de que estos están a la espera de manifestarse; sin embargo, no ha sido así. Desde sus primeros escritos el sociólogo afirma que los riesgos son construcciones sociales: “los riesgos son riesgos en el conocimiento, los riesgos y su percepción no son dos cosas diferentes sino una y una misma cosa” (Beck, 1998: 62). El enfoque de Beck permite pensar, a partir del concepto de sociedad del riesgo, más allá de los límites de los países europeos industrializados; esta es la segunda respuesta tentativa a la pregunta que hicimos al inicio de este apartado, en relación con la pertinencia de tomar aspectos del desarrollo teórico del sociólogo. Podría argüirse, aquí, que este enfoque ha sido abordado desde hace años en América Latina, lo cual es cierto. No obstante, coincidimos con García Acosta en que se le han atribuido significados distintos, lo cual ha llevado a confusiones que es necesario esclarecer (García, 2005: 13). Las reflexiones de Beck pueden contribuir a ello.

El sociólogo, a propósito de las sociedades industrializadas, escribe: “allí donde la sobreabundancia en riesgos le hace, de largo, sombra a la sobreabundancia en riquezas, la distinción aparentemente inofensiva entre riesgos y percepción de riesgos gana en significación –y simultáneamente pierde su legitimación” (Beck, 1998: 64). La ciencia se arroga la autoridad para determinar los riesgos, dejando de lado lo que la población lega pueda percibir. Y hay más; aun cuando la ciencia conoce los riesgos, distingue entre su propia aproximación racional a la estipulación de lo que puede ser un riesgo para la población y la percepción que puedan tener los ciudadanos. De acuerdo con Beck, en la modernización reflexiva deben exponerse “la (i-)lógica al igual que la oposición y la cooperación entre las percepciones científicas y sociales y la valoración de los riesgos de la civilización” (Beck, 1998: 66). Es decir, hay que preguntarse por aquellas fuentes de errores que se aplican en el conocimiento científico del riesgo, los cuales serán visibles en el horizonte referencial de una percepción del riesgo; también hay que preguntarse hasta qué punto está integrada la percepción social del riesgo en la propia racionalidad científica. En suma, hay que indagar cómo se forma socialmente la racionalidad y, por consiguiente, cómo esta es creída, cuestionada, definida, adquirida, perdida (Beck, 1998: 66).

Muchos especialistas, sociólogos y antropólogos de diversas nacionalidades han abordado el tema de la percepción social del riesgo. Es imposible mencionarlos en este breve espacio.4 No obstante, con el fin de aclarar el asunto que se quiere destacar en relación con la propuesta de Beck, mencionaremos a quien, quizá, haya sido la primera y principal promotora del concepto,5 Mary Douglas. La antropóloga británica relaciona la construcción social del riesgo con la perspectiva etnológica, lo cual permite la identificación de la construcción social del riesgo y la percepción del riesgo (García, 2005: 14-15). Este enfoque implica, de acuerdo con la autora, que la idea de riesgo se deslinda de la presunta objetividad que le atribuyen los estudios sociales de corte clásico. La autora piensa el riesgo en relación con las formas en que es tematizado en una sociedad determinada. Cuando hablamos de riesgo, lo hacemos en un marco de valores, sostiene Douglas (1986). Así, se aceptan o evitan determinados riesgos a partir de la adhesión a una determinada forma de sociedad en la que prevalece una escala de valores. La fundamentación de la autora tiene una orientación cultural que ordena la forma de percibir los riesgos.

Este enfoque ha sido caro a la antropología latinoamericana y a las aproximaciones que rescatan la pluralidad como acercamiento al entendimiento de la situación no moderna o antimoderna de las sociedades de la región. Sin negar que todo esto sea extremadamente valioso, queremos abordar, en el siguiente apartado, un asunto adyacente que nos ha parecido del mayor interés.

La razón sana: lo razonable de las “otras” concepciones

A finales del siglo XX, Eisenstadt propuso el término multiple modernities para indicar cierta perspectiva sobre el mundo actual que difiere de las teorías clásicas de la modernidad, las cuales, hasta la década de 1950, asumían que el proyecto de la modernidad desarrollado en Europa y sus instituciones se extenderían en todas las sociedades modernas o en proceso de modernización (Eisenstadt, 2000: 1). El autor señala que las sociedades con procesos modernizadores han rechazado la visión única sostenida por el proyecto de modernidad occidental. Si bien es cierto que ha habido una tendencia general a la diferenciación estructural en una amplia gama de instituciones, en la mayoría de estas sociedades la manera en que los ámbitos –familia, estructuras económicas y políticas, urbanización, educación, medios de comunicación y procesos de individuación– se han definido y organizado varía mucho en los diferentes periodos de su desarrollo, lo cual ha dado lugar a múltiples patrones institucionales e ideológicos (Eisenstadt, 2000: 1-2).

A estas consideraciones, que también han sido realizadas por pensadores de otras latitudes –nos referimos al caso latinoamericano–, el pensador judío agrega la importancia de reflexionar a partir de la crítica a la modernidad, la cual se ha generalizado desde la década de los ochenta. Eisenstadt señala que la incertidumbre que experimentamos en el presente ofrece la oportunidad histórica para, sin puntos teóricos de apoyo fijos, buscar respuestas a las preguntas desde marcos culturales concretos. A partir de la propuesta de Jaspers sobre la Era Axial, que sostiene transcurre entre los siglos 800 y 200 a. C., Shmuel Eisenstadt analiza cómo los humanos desarrollan la conciencia, la autorreflexividad, de manera simultánea en distintas civilizaciones: Grecia antigua, cristianismo temprano, zoroastrismo iraní, Imperio chino temprano y civilizaciones hinduista y budista (Jaspers citado en Eisenstadt, 1982: 294), y los procesos de institucionalización originados por la tensión entre las perspectivas trascendental y mundana. Para este autor la riqueza de los procesos de estas civilizaciones tiene que considerarse cuando se piensa en la reflexividad, porque esta ocurre de manera concreta y contextual. El manejo de la reflexividad no es propiedad de una sola civilización, sino que se actualiza en los distintos entornos culturales para dar respuesta a problemáticas específicas. Por esto, hay que revisar la manera en que la reflexividad se conjuga con elementos simbólicos, rituales e institucionales. De este modo, puede pensarse en modernidades: budista, confucionista, islámica, etc.

Desde otro mirador, no muy lejano, aunque con perspectiva distinta, Hugo Mansilla (2019) ha señalado la importancia de aprovechar la condición posmoderna para intentar descubrir en los países de la periferia las claves para evitar el desastre ecológico provocado por la industrialización. El descontento que se experimenta con el proyecto modernizador, que no ha dado los resultados esperados y que, al contrario, en el campo del neoliberalismo, ha generado más desigualdad social y desequilibro en el ecosistema, puede ser observado con mayor claridad con el apoyo de los enfoques posmodernistas, porque estos arrojan luces sobre el “carácter precario y contingente de los fundamentos que subyacen al desarrollo modernizante” en la región (Mansilla, 2019: 97).

El cuestionamiento de la modernidad occidental tiene que orientarse a “entender lo razonable de muchas concepciones y cosmologías vinculadas a las tradiciones religiosas y a la magia y a las prácticas arcaicas que servirían para mitigar la furia destructiva que acompaña indefectiblemente a la razón instrumentalista” (Mansilla, 2019: 105). Brígida von Mentz ofrece evidencia de esto en el capítulo contenido en este mismo volumen, en el que recupera históricamente aproximaciones al riesgo en México. Del entendimiento que estas culturas ancestrales tienen sobre la relación entre el humano y la naturaleza, el individuo y la colectividad, sobre la agencia misma, se desprenden los conocimientos, los conceptos, que permiten trazar políticas y decidir sobre el futuro a largo plazo. Entre otras cosas, hay que rescatar las economías tradicionales –que no han desaparecido– porque, dice Mansilla:

Lo rescatable de ellas radica en su aguda percepción de la vulnerabilidad de su medio ambiente, en su sentido de responsabilidad con respecto al futuro de los recursos y ecosistemas naturales y en su visión ciertamente arcaica y simple, pero que ha tenido la inapreciable virtud de aprehender conjuntamente fragmentos de nuestra realidad, separados hoy en día por la alta especialización técnico-científica, y de comprender que ella es, después de todo, una sociedad del riesgo con porvenir inseguro (Mansilla, 2019: 104).

La modernización reflexiva se distingue porque critica a la modernidad misma, de acuerdo con Ulrich Beck (1998), a partir de la conciencia sobre los riesgos que ha provocado el desarrollo industrial. Las economías tradicionales son y han sido, como prácticas, críticas a un modelo impuesto que saben que es pernicioso, porque provoca el desequilibro en el ecosistema, porque daña a la vida. Toca ahora interpretar y abstraer este sentido de crítica. Las sociedades industrializadas tienen mucho que perder cuando las voces críticas proponen la revisión del proyecto de la modernidad, ya que son los impulsores y gestores, son los interesados en su funcionamiento y, ahora también, en la sociedad global.

La modernización reflexiva procura controlar los daños y, en el intento, abre interesantes oportunidades para lograr la autotrascendencia de la razón, como lo querían Adorno y Horkheimer (1998). Los países de la periferia tienen que aprovechar esta oportunidad porque cuentan con un saber en el que puede encontrarse el impulso hacia la autotrascendencia de la razón instrumental. Es posible que aquí yazga la clave para que la razón sane.

Cierre: narraciones del riesgo

En un estudio sobre los riesgos sociales en América Latina, Fiorella Mancini (2015) advierte sobre la dificultad de examinarlos desde la diferenciación provocada en los países de la región por el desmantelamiento de la protección social, en los últimos treinta años. Esta diferenciación ha provocado tal complejidad que las categorías con las que cuenta el análisis social son insuficientes para abarcar las especificidades. En particular, el riesgo de exclusión social en América Latina rompe con las categorizaciones históricas que han ayudado a explicar los procesos y, además, fragmenta nuevas categorizaciones generando nuevos procesos de clasificación de las desigualdades sociales. Estas dificultades vuelven más amorfo el mapa de la desigualdad social de la región, lo que “plantea nuevos desafíos para su lectura y sus posibilidades de transformación” (Mancini, 2015: 258). En este punto, la autora sugiere generar nuevas categorías y considerar “modelos optativos de interpretación”. Especialmente, se refiere al “análisis de trayectorias biográficas y transiciones vitales, [que] permite y admite reexaminar la complejidad de estas nuevas desigualdades” (2015: 258). En este análisis, observa que es posible comprender “la pluralidad –social y política– de experiencias en el mundo del trabajo observadas a través de trayectorias vitales” (Mancini, 2015: 258). Esta perspectiva “abre enormes posibilidades de aprehensión de otras pluralidades asociadas al mundo de la desigualdad: variedad de identidades –no solamente las que genera un determinado empleo–, multiplicidad de géneros, diversidad de fronteras –locales, nacionales, transnacionales– y, en general, una gran diversificación de subjetividades asociada a los nuevos procesos de individualización social” (Mancini, 2015: 258).

En las reflexiones de Mancini se advierte el hallazgo de los límites de una aproximación a la categorización que parece desplegarse sin fin, precisamente en consonancia con los tiempos que corren, de dispersión e individualización, en su caso, de la fuerza de trabajo. Su sugerencia se aproxima a las perspectivas culturales que intentan reconocer los significados asignados a las amenazas de riesgo que los sujetos construyen. Esta aproximación a la construcción cultural del riesgo puede apoyarse no solo por el reconocimiento sincrónico, sino también a partir del trabajo de recuperación histórica del sentido de riesgo.

A esta perspectiva queremos agregar una más: la importancia de examinar las narraciones del riesgo de las producciones semiotizadas de la cultura, las cuales entendemos como producciones que se realizan en el marco del tardocapitalismo, que se consumen mercantil y simbólicamente, y que, además, están configuradas semióticamente de manera compleja, a partir del uso interrelacionado de códigos otrora diferenciados, como la pintura, la literatura, el video, el cine, la fotografía. En esas producciones predominan las narraciones sobre riesgos ambientales, de salud, laborales, relacionados con la tecnología, entre muchos otros. Además de esta cualidad de significación, dichas producciones se configuran temporalmente, lo que implica que es posible no solo comprender una situación de riesgo en su singularidad, sino también de manera situacional, existencial, porque el tiempo que somos está ahí interconstruido. La interpretación de estas producciones –que nosotros mismos realizamos ahora, con los avances tecnológicos– nos conduce a comprendernos como agentes pensantes y sentientes, y promueve el discernimiento. Pero hay algo más, esta agencia no la construye un sujeto de conocimiento que se enfrenta a un objeto, sino un agente, un actuante que realiza cosas con otros con ciertos fines y resultados, lo que traza figuras de comprensión desde la puesta en común o la comunidad.

Para aprovechar la oportunidad histórica que tiene América Latina de entender lo razonable de las concepciones propias, como señala Mansilla (2019), el examen de la sociedad del riesgo tiene que realizarse más allá de los parámetros de entendimiento que promueven las organizaciones mundiales que operan en favor de un modelo de desarrollo depredador; más allá de lo absurdo que resulta medir las amenazas para diseñar políticas para intentar mitigarlas, medir los gases contaminantes, la cantidad de tóxicos que el cuerpo humano puede procesar, la cantidad de radiación soportable, el límite del calentamiento del planeta para que no desaparezcan algunas especies, entre ellas la humana. Este examen tiene que apelar a las situaciones vividas, a los relatos históricos, a las producciones semiotizadas de la cultura, en fin, de las narraciones de la sociedad y la cultura en las que, junto al anecdotario, yace el pensamiento, las ideas y, en otro sentido, los conceptos que mueven a la acción. Este examen tiene que radicar en la interpretación de las situaciones de riesgo concretas y su agencia en los países de la periferia. Así, la comprensión y las políticas de atención de los riesgos en la región tendrían que construirse tomando en cuenta los valores que –aun cuando están sometidos a un proceso de pulverización acelerado– todavía yacen en estas sociedades, expresados de manera práctica, por ejemplo, en acciones de solidaridad, cooperación y autocuidado.

Ulrich Beck ha señalado que para que un riesgo llegue a serlo, hay que entrar en la lucha por su definición. En los países desarrollados esta lucha se libra entre expertos y entre expertos y legos; en nuestros países se libra también así, porque estamos inmersos en la sociedad del riesgo global. Pero tenemos ventajas insuficientemente atesoradas, formas alternativas de trabajar y producir, de usar el tiempo libre, de relacionarse con la naturaleza, entre otras cosas, que juegan un papel relevante en la comprensión de “nuestro” mundo actual. Quizá entre estas prácticas descubramos formas de resistir al embate de la sociedad del riesgo.

En países como los nuestros tenemos que ensayar maneras de comprensión de nosotros mismos a partir de distintos enfoques, sobre todo, de aquellos que nos ofrezcan la oportunidad de encontrar, en las entrañas de las culturas, respuestas, soluciones y modos de vida gratificantes.

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La sociedad del riesgo y el pozo del que podemos beber agua pura: una visión desde la trayectoria histórica de la sociedad mexicana

Brígida von Mentz

Introducción

Los que nos dedicamos a estudiar el pasado de las sociedades somos vistos con frecuencia por los analistas del presente como bichos raros, enajenados, sumergidos en archivos y viejos papeles. Precisamente la visión externa de nuestro oficio de historiadores –metáfora que aprovecharé para el desarrollo de este capítulo– es la de ranas inmersas en los hondos pozos del pasado y sin vista a ese amplio panorama del presente, que con luz y brillantez percibe el sociólogo, el filósofo o el antropólogo. Estas notas parten de una realidad dramática actual, en la que miles de millones de habitantes del planeta viven la angustia de ser víctimas de una biomolécula, de ser contagiados por una epidemia globalizada, pero que, a la vez, gracias a las frescas humedades del pozo de la rana indagadora del pasado, intentan encontrar en la tradición de la sociedad mexicana puntos para asirse; se buscan aguas claras y refrescantes en un momento difícil, turbio.

Toda percepción del mundo, como dice la coordinadora del libro, Angélica Tornero, parte de la realidad concreta del contexto en el que vive quien percibe. Entonces, hay que preguntarnos: ¿quiénes somos los mexicanos que en el año 2021 percibimos de determinada manera nuestro entorno?, ¿quiénes somos como seres humanos, como individuos, como miembros de la sociedad mexicana con una larga tradición económica y política, como parte de una compleja y multifacética cultura?

Buscaremos, a partir de nuestro pasado, contenidos específicos que nos permitan analizar la sociedad del riesgo. Así, por el contexto concreto del que se parte, interesa la propuesta de Mancini (2015: 258) acerca de la actual individualización del riesgo y la desigualdad social. Su metodología de trayectorias vitales –que, al referirnos a la historia social de México, se tratan como trayectorias colectivas– es central, así como las producciones culturales que menciona Tornero en el primer capítulo de este volumen, “Sociedad del riesgo: racionalidad científica y construcciones sociales”. Aquí se retoman en relación con las decisiones individuales y colectivas sobre afrontar (o no) riesgos en casos específicos de nuestro devenir.

En primera instancia, es importante expresar cómo se definirá al ser humano, caracterizado en todos los grupos y comunidades del planeta por sentimientos cardinales como la amistad, el amor, la generosidad y la solidaridad, que, sin embargo, se enfrentan en numerosas ocasiones igualmente al odio, la mezquindad y la explotación del ser humano por el ser humano mismo. Dentro de este gran marco, considero correcta la visión antropológica de Mary Douglas (1986) acerca de que el riesgo no es privativo de las sociedades modernas. Precisamente se requiere, desde mi punto de vista, de una visión temporal muy amplia para comprender no solo el riesgo sino también al ser humano. Por un lado, hay que observar lo sustancial, mientras que, por otro, lo que se ha transformado según las circunstancias.

En este capítulo sigo al filósofo y antropólogo Lawrence Krader (2018), quien define al ser humano en relación con su visión amplia de la naturaleza, tema que será de importancia en este contexto centrado en los riesgos que enfrenta una sociedad. Dice el filósofo en un texto recién publicado:

El ser humano se genera en el orden [o sistema] material de la naturaleza, misma que es sinónimo de todo lo que ocurre en el espacio-tiempo. Pero si bien somos seres humanos que, por nuestro nacimiento, nuestra materia genética y la evolución de la vida en la tierra y del cosmos, formamos parte del sistema material [u orden, ámbito o espacio], al mismo tiempo hemos formado a través de nuestro trabajo, nuestras creaciones (poiesis), culturas, lenguas, normas sociales y demás un sistema humano [o un orden humano, un espacio o ámbito propio] (Krader, 2018: 241-242).6

Esa compleja característica de los seres humanos –formar parte del ámbito natural y a la vez crear un ámbito humano propio, tanto en términos positivos como negativos– es central para la temática sobre la sociedad del riesgo que abordaremos desde la perspectiva histórica mexicana.

Buscando el agua clara del pozo de la rana, nos sumergiremos primero en nuestra sociedad en la época prehispánica.

El riesgo de perecer ante la omnipotente naturaleza

Los temores que por lo general atormentan a los grupos humanos están relacionados con el riesgo de morir y se vinculan con su medioambiente específico. La actualidad de esos miedos, como ya se sugirió, se ha hecho evidente en nuestro planeta a raíz de la pandemia del coronavirus, desde 2020.

Los miedos que sufren los distintos pueblos parten siempre de lo local, los crudos inviernos, los animales feroces, las plagas que asolan los cultivos, los truenos y tormentas, los sismos y erupciones volcánicas, las inundaciones. Son angustias que influyen para la creación de mitos y la toma de conciencia del riesgo de morir, o sea, de enfrentar la finitud de la vida misma.

Quisiera dar dos ejemplos correspondientes a la época prehispánica, en el siglo XV, cuando privaban relaciones sociales muy desiguales en las complejas culturas indígenas. Desde el periodo brillante de los grandes estados y ciudades como Teotihuacan, hasta el posclásico, diversas sociedades clasistas dominaban el territorio mesoamericano. Mencionaremos un ejemplo de los miedos que experimentaban los pobladores del altiplano mexicano durante la era mexica. En los años 1453 a 1456, iniciando con el año Uno Conejo, la población padeció hambrunas y crisis terribles debidas a las sequías, un fenómeno natural que devastó a los mexicas. Familias enteras huyeron, pero otras fueron esclavizadas. Los padres vendían a sus hijos a poderosos señores de otros señoríos. Quedó así el año Conejo estigmatizado como uno de mal agüero, una fecha peligrosa para quien naciera en ese riesgoso año de temibles presagios.

El otro ejemplo es mucho más general y se refiere a la cosmovisión, la manera de concebir la creación del mundo y su historia. Es decir, el mito de los cinco soles, en el que observamos destrucción a la vez que creación de ciertas especies. Se narra el inicio del mundo, en la era del primer sol (Nahui ocelotl), cuando dominaba el dios Tezcatlipoca y los habitantes eran gigantes que terminaron siendo devorados por el jaguar. El segundo sol, dominado por el dios del viento Ehecatl, es destruido por fuertes huracanes y vientos, convirtiéndose los habitantes en monos. En el tercer sol, dominado por la deidad Tlaloc, el mundo sucumbe ante grandes tormentas, rayos y lluvia de fuego –aludiendo a erupciones volcánicas– y los seres vivos se transforman en mariposas, perros y pavos. Durante la cuarta era, o cuarto sol, domina la diosa Chalchihuitlicue, deidad femenina del agua; esta era termina con devastadoras inundaciones y los habitantes del mundo se transforman en peces.

El quinto sol, o sea, la era actual, se pensaba que existe gracias a las hazañas de ciertos dioses, que varían según las versiones regionales del relato. En el mundo maya y el mixteco son dos poderosos héroes divinos los que crean el mundo, luchando y venciendo a un gran monstruo de la tierra –representado frecuentemente como caimán o tortuga– para después transformarse en grandes árboles. Por ello, los señores de más antiguo linaje surgen del árbol mítico (Miller y Taube, 1993: 49, 71). En el mundo de otras culturas y épocas, es Quetzalcoatl, héroe cultural divinizado, quien crea el mundo y, al encontrar el maíz, a los seres humanos. Este quinto sol habrá de terminar y colapsar por terremotos (Nahui ollin).

Lo que quisiera subrayar es cómo el mito expresa el sentimiento de fragilidad y riesgo que implica la vida. Por consiguiente, evidencia el riesgo de la dialéctica de todo ser vivo, que está expuesto a la destrucción y, a la vez, a la creación. El mito subraya la unidad de toda la existencia: jaguares, monos, mariposas, perros, pavos, así como árboles, vegetación y seres humanos conforman una totalidad, la cual está a expensas, al mismo tiempo, de fuerzas mayores, como huracanes, erupciones volcánicas, sequías e inundaciones. El ser humano solo es una especie más que coexiste junto a otras, y con él aparece su alimento, el maíz, planta sagrada cuyo mantenimiento necesariamente está relacionado con la tierra y con el ser humano, que la sabe cultivar. Sin tierra no hay maíz, sin maíz no hay ser humano. Hay una unión entre lo profano y lo sagrado, entre sentir y pensar. En ese mito mesoamericano de la creación se representa una visión equilibrada y abarcadora –al mismo tiempo subjetiva y objetivo-científica– del origen y de la finitud. La experiencia de fieras que devoran al ser humano, de huracanes, erupciones volcánicas e inundaciones, forma un sustrato científico del mito. Asimismo, esas vivencias crean un arte inigualable, como lo constatamos en los vestigios que han llegado hasta nosotros. Religión y arte se conjugan. Se crea un complejísimo panteón: aparecen divinidades con miles de atributos, atuendos, insignias y joyas, exhibidos de distintas maneras en los rituales que, en el mundo mesoamericano daban sentido al tiempo y a la vida. En toda esta epopeya que crea religión, arte y ciencia simultáneamente se representa el sentimiento de riesgo, el miedo a perecer de estas sociedades.

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