Kitabı oku: «La consulta espiritual y física del pueblo kággaba», sayfa 3
Como se aprecia, las investigaciones mencionadas no centran su análisis concretamente desde el campo de las políticas públicas, pues la mayoría de los estudios abordan la reflexión desde la orilla del derecho, la sociología y la antropología. Sin embargo, sería un error pasar por alto contribuciones sobre la participación indígena y política en América Latina (Cárdenas et al., 2011; Guiñazú, 2017), pues este tipo de trabajos muestran una mirada multilateral de cómo se han venido organizando los movimientos indígenas en los diferentes países de Latinoamérica para el reconocimiento y garantía de sus derechos, pero, sobre todo, dan cuenta de cómo estas comunidades establecen unos marcos en los que los actores implicados construyen múltiples lecturas sobre el ejercicio de la participación en la práctica.
En el caso colombiano, Padilla (2011) presenta un recuento de la participación política indígena desde la Constitución Política colombiana de 1991 hasta la primera y segunda décadas de 2000. Este trabajo es interesante porque señala que el conflicto armado colombiano generó condiciones para que los grupos étnicos consolidaran el principio de autodeterminación y lograran sobreponerse ante la violencia. De igual modo, el autor se interesa por documentar los procesos de etnicidad como mecanismo para la reinvidicación de las demandas de los colectivos indígenas y afrodescendientes. Sin embargo, el texto no profundiza en una política pública dirigida a población étnica para salvaguardarse en el marco del conflicto, sino que ahonda en los procesos organizativos y de agenciamiento tanto de organizaciones indígenas como de poblaciones afrocolombianas (por ejemplo, el impacto de la Ley 70 de 2001 en los colectivos afros en el país). En todo caso, este artículo introduce y contextualiza el tema de la participación étnica en Colombia.
Así pues, los estudios citados arriba son fundamentales porque ilustran el abanico de perspectivas teóricas sobre conflictos armados y pueblos indígenas a escalas internacional, nacional y local. De hecho, los trabajos consultados permitieron ubicar, delimitar y problematizar el caso que acá concierne: el Plan Salvaguarda Kággaba.
Caja de herramientas: políticas públicas, reparación e identidad cultural
Políticas públicas
Para abordar el entramado teórico de la presente investigación, es menester aclarar cuál es la teoría general bajo la cual se enmarca la pesquisa. En primer lugar, se abordarán las políticas públicas, y para ello se toman herramientas de análisis desarrolladas por Oszlak y O’Donnell (1995), quienes plantean que la discusión de las políticas públicas debe partir de las siguientes inquietudes: ¿cuál es el papel del Estado con relación a las cuestiones? ¿Cuáles son los actores gubernamentales? ¿Qué relación van a tener con los actores de la sociedad civil? y ¿hasta dónde hay un interés que determina ciertos comportamientos?
De acuerdo con los investigadores, las cuestiones son los problemas que logran ser percibidos como tales por el Estado y, en consecuencia, llegan a ser socialmente problematizados, pero no siempre ocurre así. Algunos problemas son vistos como no problemas y relegados al olvido, como por ejemplo el hecho de que la reparación se define por el Estado, y lo que se debe reparar, por las comunidades locales. De esta suerte se da esa dinámica que se mencionó arriba de “cumplir incumpliendo”. Incluso, la postura del Estado puede llegar a legitimar cierto abanico de problemas o, todo lo contrario, se puede enfocar en resaltar algunos aspectos sobre otros.
Si miramos el caso colombiano y la relación del Estado con los colectivos étnicos, podemos apreciar que se da una vinculación simbólica de lo indígena en el país, generando una suerte de iconografía del indígena aceptado que, como se indicó en otras líneas, es el indígena que porta una ornamentación tradicional, conserva sus costumbres y está asentado en territorios bucólicos, una performatividad que se resalta en billetes, monumentos, literatura, etc. Por el contrario, el indígena que resiste, lidera causas sociales o reclama autonomía política es invisibilizado y problematizado.
Entonces, es posible apreciar que muchos de los instrumentos de protección a grupos étnicos se diseñan sin atender particularidades culturales que reclaman ciertas concesiones del Estado. De manera que el estudio de las políticas públicas se interesa en el surgimiento de la cuestión y su inclusión en la agenda pública. Esto es muy interesante porque desde una perspectiva desprevenida se pensaría que esto es una cuestión menor, pero no lo es. La definición del problema es sustancial en el proceso de configuración de procesos de reparación. En suma, las políticas públicas no son más que intentos de acciones u omisiones para resolver cuestiones, por lo cual la postura del Estado no necesariamente va a ser uniforme o constante; podrá cambiar por cuestiones de gobierno, y en este sentido los Gobiernos pueden dejar prácticas institucionalizadas. En ese sentido, es fundamental comprender el comportamiento de los diferentes actores que intervienen en el curso de las políticas, pues ninguno de ellos es absolutamente independiente del otro, sino que hay una influencia de unos hacia otros, claro, en un régimen de desigualdades establecidas; de allí la expresión “arenas de conflictos”, a través de la cual se gestarían los procesos de las políticas estatales (Oszlak y O’Donnell, 1995).
Frente a este contexto, los movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales (ONG) han devenido importantes actores que influencian los direccionamientos hegemónicos de las políticas públicas. Estos actores han intervenido con mayor o menor éxito en las agendas de los Estados e, igualmente, han abanderado la consolidación de lo étnico-cultural como hecho político para la reivindicación de derechos específicos en el marco de los Estados-nación.
En América Latina, lo étnico-cultural ha significado la reconfiguración de las nociones de ciudadanía y del proyecto de Estado para incorporar en los principios constitutivos de la nación la pluriculturalidad y la multietnicidad. Así, en las últimas décadas, diferentes países incluyeron en sus constituciones políticas el reconocimiento de derechos específicos para grupos étnicos, y de ahí la evidencia de un cambio en el paradigma de Estado-nación monocultural. En efecto, la etnicidad fue tomando fuerza de unos años para acá, siendo considerada una característica esencial que diferencia a determinadas poblaciones, lo que legitima intervenciones políticas en el entendido de un conjunto de derechos económicos y culturales como resultado de su condición étnica (Restrepo, 2004).
Para dimensionar este fenómeno, se puede mencionar, por ejemplo, la cuestión territorial en Colombia, donde una cuarta parte del territorio son resguardos indígenas. Así las cosas, no es extraño que el Estado necesite un actor étnico con el cual pueda negociar las intervenciones a través de políticas públicas. La pregunta que surge es: ¿cómo encontrar a dicho actor? La respuesta es bastante extensa pero, básicamente, se resuelve teniendo en cuenta la aplicación de políticas de discriminación positiva en materia de salud, educación y territorio. Además, es preciso contemplar el cúmulo de instituciones y profesionales indígenas que convergen y tienen injerencia en estos asuntos (Gros, 2012).
Es muy claro que los movimientos sociales han tenido un papel preponderante en servir de marcos de resistencia ante las definiciones hegemónicas de los problemas que deben solventar las políticas públicas. De esta manera, dichas organizaciones vienen a generar nuevas formas de ciudadanía que desbordan, incluso, las definiciones clásicas de ciudadanías (Zibechi, 2003).
Desde esta perspectiva, es pertinente señalar la conformación de la Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas (MPC) como un actor político, dado que no cualquiera logra ser reconocido como tal por el Estado. De acuerdo con Manuel Tamayo (1997), la experiencia muestra cómo diversos actores pueden percibir un problema de manera distinta atendiendo a sus intereses y cosmovisiones, por lo cual conviene preguntarse cómo lo interpretan todos los participantes. En todo caso, lo que se busca es incluir la perspectiva de los agentes políticos en la configuración del problema.
Efectivamente, es una cuestión política en la que hay que elegir a quién se tiene en cuenta y hasta qué grado. Para resolver el asunto, se procede al diálogo, la interlocución y la negociación. Dicen Oszlak y O´Donnell (1995) que, aparte del Estado, hay otros actores que asumen posiciones políticas frente a ciertas cuestiones, por lo que el buen término de una política pública no es necesariamente su consistencia o su lógica.
Teniendo en cuenta lo anterior, se explicará a grandes rasgos el origen de la MPC, para luego describir el proceso de diálogo entre el Ministerio del Interior y el actor étnico tal como lo ordena el Auto 004 de 2009, auto que, como bien se ha manifestado, es la génesis normativa de los planes salvaguardas.
Ahora bien, narrar el surgimiento de la MPC no es un tema sencillo, pues esta surge frente al quebrantamiento de los derechos de poblaciones étnicas; derechos que, si bien fueron ratificados en la Constitución Política colombiana de 1991, resultaron ser letra muerta porque los desmanes hacia la población étnica continuaron en toda la geografía nacional (MPC Indígena, 2020). Por esta razón, más de 50 organizaciones indígenas decidieron juntar esfuerzos y manifestar su desacuerdo ante las diferentes instituciones del Estado colombiano. Una de las acciones más representativas fue la toma en 1996 de la sede de la Conferencia Episcopal en Bogotá. Además, los indígenas de distintas regiones se vieron forzados a tomarse las vías de hecho para lograr ser escuchados por el Gobierno nacional. Así, diversas organizaciones indígenas presentaron al Estado un pliego de peticiones heterogéneas, donde solicitaban el cumplimiento de acuerdos y, en otros casos, el restablecimiento de sus derechos colectivos (MPC Indígena, 2020).
Bajo esa tesitura, el Gobierno colombiano decidió nombrar una comisión de expertos para que se reuniera con las organizaciones indígenas presentes en la toma de la sede episcopal y, así, acordar una salida ante las demandas de estos pueblos. Después de varias jornadas de largo aliento entre funcionarios públicos y líderes de las organizaciones indígenas, el Gobierno aceptó las peticiones de las comunidades y, como resultado de ese encuentro, surgieron varios decretos. De ahí que esos escenarios sean análogos al concepto de campo descrito por Bourdieu (1995), pues pone de manifiesto una relación de fuerzas y tomas de posiciones por agentes, ocupantes e instituciones con intereses, luchas e historias. Este caso deja en claro que, en el equilibrio de fuerzas, las vías de hecho son eventos disruptivos que generan las fisuras necesarias para que se dé algún tipo de cambio social.
Según Mariana Brilman (2013), entre esas normas surgidas a la luz del encuentro de los indígenas con el Estado aparece el Decreto 1397 de 1996, con el cual se ordena la creación de la Comisión Nacional de Territorios Indígenas y la MPC. Lo interesante de esta última es que gracias a ella se instaló el diálogo formal entre diversos actores (representantes estatales y delegados indígenas por pueblos). En palabras de dicha investigadora: “la Mesa está conformada por los funcionarios de nueve ministerios y representantes de diferentes agencias estatales, y representantes de distintas organizaciones indígenas” (p. 7).
Lo pertinente del asunto es que la agenda de la Mesa varía de acuerdo con las iniciativas legislativas que se pretendan desarrollar en el país y en donde se vea involucrada población étnica. A pesar de eso, la autora recalca que “la Mesa no puede ser confundida con un foro de consultas previas a los pueblos indígenas, más bien, se trata de un proceso de planificación, donde los diferentes actores llegan a un consenso para la construcción de una ruta metodológica” (Brilman, 2013, p. 11). Para la investigadora, la conformación de la organización es el episodio en la escena nacional que abrió la puerta para la interlocución de los pueblos indígenas y el Estado; sin embargo, aclara que, aunque se realizaron varios comités, ello no significó que el diálogo fuese productivo, ya que los indígenas manifestaron la ausencia de voluntad política por parte de los representantes del Estado o, en el peor de los casos, la respuesta más frecuente era la falta de presupuesto para el cumplimiento de ciertos acuerdos. Esto sin contar que en el gobierno de Álvaro Uribe fueron pocas las veces que el Estado convocó a la Mesa para dialogar. No bastando con eso, “en el 2007 Colombia se abstuvo de votar la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, expedida por la Asamblea General de Naciones Unidas, hecho por el cual los indígenas dejaron de asistir a la Mesa” (p. 7).
Bajo este panorama, se puede afirmar entonces que mientras Álvaro Uribe estuvo en el poder el tema indígena no fue una preocupación apremiante. No obstante, fue en el 2009, el penúltimo año de su mandato, que la Corte emitió el Auto 004, lo cual podría considerarse un punto de ruptura, en medio de un gobierno que tenía como prioridad la política de la seguridad democrática. De todas maneras, esto evidencia alguna autonomía de la rama judicial, en un momento en el que el Ejecutivo manifestaba preferencias para favorecer el desarrollo del mercado a costa de la sociedad.
Por lo que sigue, el tema indígena parece tomar fuerza con el ascenso de Juan Manuel Santos, quien desde su posesión presidencial asumió un compromiso con las comunidades indígenas, o por lo menos así lo simuló ante la prensa nacional. En todo caso, fue en ese gobierno y no en las otras administraciones donde se declaró la Ley de Víctimas para Pueblos Indígenas: Decreto 4633 de 2011. Esta fue una política pública en la que se logró reconocer al territorio como víctima (incluyendo daños ambientales y culturales). La concertación del decreto con la Mesa es señalada por diversos analistas como un modelo que se debe seguir en otros espacios de coordinación entre el Estado y los indígenas (Brilman, 2013).
Retomando con el Auto 004 de 2009, pasado unos meses de su emisión, el Ministerio del Interior convocó a la Mesa para dialogar sobre los planes salvaguardas en el país y construir una ruta metodológica por seguir. En ese encuentro los representantes del Ministerio hicieron una propuesta para avanzar en el cumplimiento de la orden, mientras que el actor étnico argumentó que necesitaba analizar dicho ofrecimiento, por lo cual se programó una próxima reunión para mayo de 2009. En el segundo encuentro, la MPC expuso la contrapropuesta al Gobierno. La idea era realizar reuniones locales, regionales y departamentales y conformar una comisión temática que acompañara el proceso. El resultado sería presentado en otra asamblea, y para tal fin se destinaron tres meses. Luego de eso, se realizó otra reunión en agosto de la misma anualidad. Allí se suscribió un acuerdo entre diversas organizaciones indígenas tales como ONIC y OPIAC, además de otras autoridades indígenas colombianas y el Ministerio (Ministerio del Interior Dirección de Asuntos Indígenas, ROM y Minorías, 2012).
Con relación a los pueblos serranos, el diálogo tomó otro derrotero debido a que la Confederación Indígena Tayrona (CIT) estimó que la participación de los pueblos asentados en la SNSM establecería otras rutas de acercamiento con el Gobierno (Ministerio del Interior Dirección de Asuntos Indígenas, Rom y Minorías, 2012). Finalmente, el CIT, por sugerencia de las autoridades de los pueblos serranos, decidió establecer acuerdos directos con el Estado, lo que originó que los planes salvaguardas de esas comunidades se ejecutaran pasado un tiempo considerable tras la promulgación del Auto 004. Prueba de esto es que la instalación del Plan Salvaguarda Kággaba tuvo lugar solo hasta a finales de septiembre de 2016, siete años posteriores al ordenamiento de la Corte Constitucional.
Apuntes sobre la reparación étnica
Continuando con el engranaje de las categorías de la investigación, es necesario elucidar la reparación durante la conflagración colombiana, en particular la reparación a población étnica, también conocida como etnorreparación. En ese sentido, el análisis de Rodríguez y Lam (2011) es importante porque establece una tipología de los despojos de tierras en Colombia y, sobre todo, invita a conocer la propuesta del enfoque de justicia étnica colectiva como un principio fundamental en el momento de reparar a población afrodescendiente e indígena.
Los autores plantean que en el país se han presentado tres tipos de despojo: ilegal, legal y mixto. El primero, como es sabido, ocurre a manos de paramilitares y guerrilla, quienes han establecido estrategias para controlar territorios indígenas y afrodescendientes. El segundo es ocasionado por el desarrollo de proyectos agroindustriales, mineros, hidroeléctricos o hidrocarburos. Evidentemente, este desplazamiento está propiciado por actividades económicas avaladas por el Estado. El tercero es un despojo que combina elementos de los dos primeros; por ejemplo, el caso de la represa Urrá (Rodríguez y Lam, 2011).
Lo relevante de la propuesta de los autores mencionados es que sostienen que, para la implementación de políticas de restitución, es un imperativo incorporar el principio de la justica étnica colectiva. Dicho criterio consiste en reconocer la identidad cultural como un elemento sustancial al otorgar tierras a poblaciones étnicas. Para los autores, la apuesta en este caso es que se busca reequilibrar relaciones asimétricas, y por eso el énfasis no está puesto en devolver a la víctima a la situación en la que se encontraba antes de que se le vulneraran sus derechos, sino en generar una transformación social hacia el futuro y así construir una sociedad incluyente. Dicen los investigadores que para que un proceso de etnorreparación sea exitoso son necesarios como mínimo los siguientes puntos: a) reconocer y respetar la identidad cultural de cada pueblo, b) consultar con cada etnia los mecanismos de participación real y oportuna, c) incluir el carácter colectivo e individual de la reparación, y d) integrar la cosmovisión de cada etnia en la implementación de estos procesos (Rodríguez y Lam, 2011).
Bajo este contexto, el trabajo citado ilustra múltiples aspectos del estudio que acá interesa, pues se aprecia que los kággaba han sido afectados por la tipología descrita por Lam y Rodríguez. Si bien no hay registro de presencia continua de actores armados en la cara norte de la SNSM, sí se debe hablar de despojo ilegal ya que entre 1990-2000 las guerrillas y las autodefensas establecieron diferentes formas de control dentro del territorio ancestral kággaba. Esta situación generó el desplazamiento de distintos pueblos serranos a los centros urbanos de Santa Marta, Ciénaga e incluso Barranquilla (Giraldo, 2008).
Así mismo, el despojo legal también es evidente con la construcción del Puerto Brisa S. A. Aun cuando la terminal no se edificó en la parte norte de la montaña, donde están asentados los kággaba, el puerto se construyó en Dibulla: en todo caso en una franja de territorios sagrados. En esta oportunidad sí se atentó contra la autonomía territorial indígena debido a que esa área hace parte del Resguardo Kogui Malayo Arhuaco y además, según la Ley de Origen, es un sitio sagrado o ezuama. Con respecto a este punto, los indígenas suelen referirse a este hecho como “un cerro partido en dos” o al sitio sagrado de Jukulwa dividido, lo cual afecta profundamente el principio de la integralidad de la etnia.
En resumen, es claro que los kággaba se relacionan de forma diferente con su entorno, dado su marco ontológico particular, que podría denominarse como oscilante entre el analogismo y el animismo (Descola, 2012). Según esta categorización, los kággaba consideran que cada cosa de la naturaleza o de la sociedad tiene un par simpático (analogismo). De esta suerte, ciertos lugares de la línea de costa son sitios para pagar por las cosechas, por los animales, por las plantas. Por consiguiente, si se desea una buena cosecha, se deberá pagar en los ezwama destinados para ello. De otro lado, los kággaba consideran que el territorio, en especial la SNSM, es una especie de namanto, un gorro de esta etnia, que es un principio organizador (animismo). Así pues, la naturaleza no es un recurso por explotar, sino un ente cargado de otorgar orientación a la sociedad. De hecho, según el pensamiento kággaba, los ríos, las montañas, las quebradas, los árboles, los nacederos de aguas y otras fuentes hídricas son seres cargados de humanidad; no en vano la mimesis de la tierra con la figura femenina de la madre, mientras la SNSM es el corazón de ese cuerpo (Londoño y Prado, 2018).
La anterior es la razón principal por la que la comunidad kággaba desarrolla prácticas de cuidado, conservación y protección hacia estos espacios naturales. De manera que estamos ante dos lógicas de pensamiento completamente distintas en el momento en que el Estado llama a configurar el problema, y en el momento en que propone una solución: en el caso de la obra portuaria, para el Estado colombiano la ejecución de este tipo de proyectos fortalece y dinamiza la economía nacional, mientras que para los kággaba esa clase de iniciativas son las que atentan contra el derecho a la autonomía territorial, y constituyen un atentado contra las estructuras claniles en la medida en que la privatización de la tierra separa a los clanes de lugares sagrados donde es casi obligatoria la tributación o pagamentos.
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