Kitabı oku: «Desaprender para transformar», sayfa 6

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Actualmente, acompaño cuatro proyectos con estudiantes de diferentes sedes de la institución educativa: por una parte está la conformación del Grupo de Teatro para la Paz, en la parroquia del sector, barrio las Palmas, por otra parte están los cursos de Teatro para la Reconciliación y de Educación para la Paz que se dictan una vez al mes de marzo a septiembre, en Santander de Quilichao, ­Cauca, y están proyectados hasta 2021. Además, está la Escuela de Baile y Danzas que fue una iniciativa de los mismos estudiantes en la que la institución educativa nos apoya con el espacio, pero para la cual no tenemos financiación; esta escuela funciona desde 2017.

El camino no ha sido fácil, ni lo es hoy en día, pero no desfallezco en el acompañamiento y en la entrega a mis estudiantes y a la comunidad educativa. Sé que solo no lo puedo lograr, así que siempre estoy dispuesto a trabajar en equipo para lograr los objetivos que la escuela se ha propuesto y seguir contribuyendo a la construcción de escenarios de paz, para que esta sea un espacio protector para todo el estudiantado, en especial para los más pobres, es decir, para los oprimidos.

El pensamiento del maestro Paulo Freire siempre me acompaña, y a diario trabajo para conocer a mis estudiantes y tenderles puentes. La escuela no necesita tener la infraestructura de una megaobra para que el maestro dinamice y promueva la sana convivencia, la defensa y el respeto a los derechos humanos y lograr que esta sea libre, liberadora, solidaria y territorio de paz. Debe procurar la cohesión de toda la comunidad en torno a su defensa y protección para que se desarrolle y consolide el trabajo del maestro en ella, logrando la transformación del estudiante en una persona empoderada, crítica, autónoma, capaz de tomar decisiones asertivas, un líder o una lideresa con valores, de buen vivir, que promueva en su comunidad cambios orientados al bienestar y la sana convivencia para todos y todas, y que incluya por supuesto la transformación de esos contextos difíciles en entornos agradables, sanos y protectores donde se pueda vivenciar una verdadera cultura de paz.

Ser maestra vagamunda en el Centro Penitenciario Femenino San Joaquín, en Santiago

Marcela Pino Arraño, Chile20

La pedagogía nace en mí de la necesidad de compartir el conocimiento del arte con quienes difícilmente accederían a él como algo más que la práctica del dibujo coloreado para alguna efeméride en la escuela. Enseñarlo me parecía un bien mayor que transformaría y ampliaría la visión restringida del mundo con la que se educa a los grupos de estudiantes vulnerables de nuestro país.

Tendrían que pasar muchos años antes de que comprendiera que cualquier disciplina es solo un pretexto para formar, y que las libertades y restricciones que se autoimponen las y los estudiantes dependen de la diversidad de herramientas que les entreguemos para enfrentar la vida.

Mi vocación y el quehacer como profesora se funda en el paso por la escuela pública y en la relación que establecí con quienes me enseñaron en distintos espacios educativos, formales e informales. Durante mucho tiempo busqué un lugar dónde nutrir y fortalecer mis ideas, un escenario que avalara mi convicción de que es posible educar de una forma más amigable, menos rígida y autoritaria, que fuera parte del día a día, necesaria y vital como la respiración, que permitiera a mis estudiantes derrumbar la desesperanza que les arrebata los ­sueños y que les brindara la posibilidad de creer que hay un mundo que también les pertenece. Una educación distinta a la tradicional con la que aprendimos y luego nos formamos como maestros y maestras, y en la que muchos nos hemos quedado enredados, pensando que el rol de la escuela es solo reproducir lo establecido socialmente.

Después de algunos años de trabajo como docente, compartiendo capacitaciones y perfeccionamientos, siempre en busca de ese espacio que presentía llegaría en algún momento, tuve la suerte de ­encontrarme con un grupo de colegas que hablaban el lenguaje marginal que yo buscaba. Eran “los profesores y profesoras vagamundas”21. Cuando los conocí, sentí que aquel era el lugar donde quería estar, el grupo al que quería pertenecer. Me mostraban que sí era posible dar vida a una educación distinta y de la cual quería formar parte.

Con la intención de enriquecer mis conocimientos y fortalecer mis prácticas educativas, asistí a todos los talleres que ofrecían; no recuerdo con exactitud cada uno de ellos, pero sí su espíritu liberador, el pensamiento de Freire se respiraba en cada encuentro. Me las arreglaba siempre para ir tras ese grupo. Fueron necesarios varios años de insistencia, para ser finalmente incorporada y recibir el honroso título de “profesora vagamunda”.

Cómo ser maestra vagamunda en una cárcel de mujeres

Una serie de conflictos gremiales me llevaron a moverme de la ­seguridad que me daba el ser maestra de una escuela municipal pública y la vida me dio la posibilidad de ejercer mi oficio en un contexto bastante diferente: el Centro Penitenciario Femenino San Joaquín, en Santiago.

Si bien mi experiencia profesional había sido siempre con estudiantes en situación de riesgo social y en condición de ­vulnerabilidad, lo que haría pensar que conocía de cerca las situaciones extremas de los seres humanos, este escenario me era desconocido y no me sentía preparada para ello. Luego de más de un lustro de enseñar arte a jóvenes de entre 14 y 18 años, estaba allí al frente de un grupo de mujeres adultas diversas, desde lo étnico hasta lo sexual, con variados roles −hijas, madres, abuelas−, pero todas ellas con un denominador común: infractoras de la ley. Y eso me producía miedo, lo reconozco. ¿Cómo no temerles si eran peligrosas? Estaban allí por robo con intimidación, asalto a mano armada, parricidio y otros crímenes en los que era mejor no pensar.

Todo era distinto, las estudiantes y sus vidas, el contexto, el aislamiento del mundo real, los horarios, los olores, el paisaje; lo único que se mantenía inamovible era la escuela con sus planes de estudio, contenidos y objetivos de aprendizaje que desconocían por completo quiénes eran las aprendices.

Hasta ese momento yo creía que Chile era un país donde el analfabetismo estaba erradicado, pero la realidad era tristemente otra y a partir de ese momento mi tarea consistió en alfabetizar –enseñar a leer y escribir– a este colectivo de mujeres. Entonces me di cuenta de que estábamos en condiciones similares, como especialista en arte lo único que sabía de alfabetización era lo aprendido en mis lecturas de Paulo Freire y una antigua y vaga experiencia con equipos docentes en el Perú en los años ochenta.

El primer contacto con ellas fue hacer una lista con sus nombres e identificaciones y registrarlas en un cuaderno donde debía consignar algunos datos de cada una, era una especie de ficha personal que incluía el delito por el cual habían sido condenadas. Al terminar la primera semana ya las conocía y tenía listas sus fichas. Ninguna me intimidaba. Mis temores profesionales y personales habían sido infundados por el prejuicio social; aquellas mujeres marginales que estaban en deuda con la sociedad, lucían ante mí frágiles, indefensas, débiles, casi invisibles. Muy pronto se transformaron en “mis estudiantes”, “mis viejas”, hermosas mujeres que me sensibilizaron con un mundo desconocido, me comprometieron y me convirtieron en su profe, su amiga, la confidente, su nexo con un mundo que poco a poco empezaron a colorear por sí mismas, para llevarlo de gris a color.

Aquel era mi lugar, ser maestra vagamunda en ese espacio era mi mejor herramienta para enfrentar la tarea; para mis estudiantes, el contacto diario, la convivencia, la intimidad pedagógica, el compartir experiencias y reconocerse era la ventana a un mundo desconocido que les permitía liberarse y posicionarse como mujeres con esperanzas de un mejor vivir.

Nos aprestamos para aprender de otra manera

Frente a mis inseguridades iniciales, quise agarrarme de lo hecho por quienes me habían antecedido, así que revisé planificaciones tras la búsqueda de tablas de salvación, pero todo era tan escueto, copia fiel de los manuales que envía el Ministerio de Educación, cuya práctica no contempla ni incluye la realidad carcelaria. Así entonces me dispuse a enfrentar el desafío del vacío teniendo como únicas herramientas mis apuntes de los encuentros con el grupo de maestros y maestras vagamundos y de largas noches de navegar por internet en las que iba tras la saga de experiencias que iluminaran mi camino.

Lo que más querían las estudiantes era asistir a una escuela tradicional, se preocupaban por los útiles escolares, necesitaban que pasara la lista para quedar presentes y demostrar a sus guardianas que asistían a clase. Más de una vez tuve que intervenir cuando discutían por el lugar donde sentarse.

Eran verdaderamente estudiantes del primer nivel básico, observarlas era como estar ante una obra de teatro en la que mujeres adultas representaban a niñas que asisten por primera vez a la escuela. Constatar estas reacciones que pueden parecer tragicómicas, es quizás lo más enternecedor que pude experimentar. Entendí que tenía que empezar por acompañar y querer a las niñas para que las adultas lograran aprender. Nada más ni nada menos.

La tarea inicial fue embellecer el espacio donde trabajábamos, que era bastante precario. El mobiliario ya traía consigo un notorio uso; las sillas habían sido heredadas de las escuelitas públicas de los años sesenta, eran de madera y habían sido diseñadas para niños y jóvenes, no para mujeres adultas. La iluminación era escasa, el mal estado de la mitad de los focos tampoco se condecía con las necesidades de las estudiantes, muchas con escasa visión. Como profesora de arte siempre utilicé la modalidad de disponernos en círculo, pues considero que es la mejor manera para que todos se sientan incluídos. Al principio juntábamos las mesas, pero luego conseguimos unos mesones y de esa forma organizamos los grupos de estudio que ayudarían a optimizar los aprendizajes. Quienes recién empezaban se sentaban en un grupo, las que contaban con saberes intermedios en un segundo y las que ya leían ocupaban mi mesón, que era el más pequeño.

A su vez, organizamos nuestra convivencia y acordamos algunas reglas que consistían primordialmente en poner a un lado en aquel espacio las historias que las habían llevado a estar en la cárcel y compartir como mujeres adultas. Ordenamos el día a día de manera tal que la alfabetización se transformara en un aprender a vivir de otra manera, rescatando saberes aprendidos e incorporando los nuevos, compartiendo alegrías y tristezas, dejando de lado los prejuicios para convertirse en compañeras de ruta.

La experiencia de aprender de otra manera había iniciado desde el momento mismo de conocernos, de compartir el espacio del aula, ellas de visita en la escuela y yo de visita en la prisión; y todas en todas las vidas. Como primerizas, todas llegaban nerviosas, con sus inseguridades y soledades a un espacio en el que prontamente se convertirían en compañeras.

El ser la profesora me otorgaba, me daba el “derecho obligado” a las primeras palabras, las de acogida, y esas son siempre muy medidas; como si pisara en un campo minado, intenté encontrar las frases precisas que animaran a cada una a seguir con entusiasmo la decisión que había tomado de transformar la “vergüenza” de ser analfabeta, en el orgullo de ser “estudiante”.

Para iniciar el acercamiento y generar confianza me pareció importante compartir las propias sensaciones respecto del espacio en el que estábamos y la convicción de que ese lugar no siempre es una opción personal, pues depende muchas veces de las oportunidades que hemos tenido. El ejercicio de confianza para hablar sin tapujos sobre lo que les ocurría, fue soltando poco a poco sueños íntimos de pequeños éxitos personales. La mayoría de ellas nunca había sentido que su existencia, y menos su opinión, eran importantes para alguien. Recién ahora, en prisión, ingresaban a “la escuela” y empezaban a reconocerse y a adquirir valor como mujeres.

El universo carcelario y todo lo que allí ocurre es un mundo del cual no nos podemos abstraer, ni siquiera cuando de educación se trata. Estamos ciertos de que la contextualización de la enseñanza es algo necesario si de optimizar los aprendizajes se trata. No podemos soslayar esa realidad por dura y cruel que sea, tenemos que conocerla para saber por qué queremos cambiarla. Si nuestro interés es convocar a quienes allí habitan, no podemos situarnos en contextos “ideales” y el objetivo mayor es la reflexión para un posible cambio o inserción. Para mostrar “lo mejor”, tenemos que reconocer “lo peor”.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de la enorme influencia de vagamundos en mi manera de abordar esta nueva experiencia, pero era indudable que con bastante recurrencia aparecían recuerdos de los espacios compartidos en los múltiples talleres, ­tertulias y conversaciones. Mis amigos y amigas del grupo vagamundos estaban presentes en mi actuar y lo siguen estando hoy.

Cómo nos aproximamos a la palabra escrita al estilo Paulo Freire

En una lluvia de ideas sobre el “cotidiano canero”22 aparecieron ­palabras que las confrontaban, algunas como hijos, familia, amor, soledad, encierro y libertad son comunes a casi todas, pero hay una en la que coinciden todas, la que hace que día a día el encierro se haga menos cruel, que las conecta con el afuera, con sus hijos e hijas, el amor, la familia: el teléfono. En la cárcel, este aparato es sinónimo de transgresión, de pérdida de beneficios, de castigo.

El teléfono móvil, de acuerdo con las disposiciones legales, está prohibido dentro del recinto penitenciario, pero al igual que la droga, está presente en la mayoría de las secciones y su ingreso obedece a prácticas ilegales, que en muchos casos vienen del mismo personal de la institución carcelaria.

Así, “teléfono” se constituyó en la palabra que dio inicio a este programa de alfabetización que poco a poco va tomando forma; “teléfono” es una palabra que cumple con todos los requisitos para ser la “palabra generadora” de la que nos habla Paulo Freire, la que más sentido tiene para ellas y para nuestro objetivo; y aunque larga, es de sílabas directas y permite abordar con más facilidad el aprendizaje.

A partir de este descubrimiento muchas experiencias son relatadas y el clima en el aula se relaja, los rostros que primero parecen desconfiados y expectantes, ahora empiezan a esbozar sonrisas y aún en las más retraídas surgen gestos de bienestar y complacencia.

Luego se dibuja el teléfono, la mayoría con mucha dificultad, pues nunca antes han tenido el desafío de hacerlo y se avergüenzan de su escasa experiencia. “Profesora, nunca tuve lápices de color para mí... cuando compré eran para mi hijo, pero nunca los tomé si no fue para marcarlos o sacarles punta, menos para usarlos”. Observar sus rostros que reflejan sensaciones nuevas, alejadas de la existencia gris del cotidiano y permitiéndose ser las niñas que no fueron, es un placer que la pedagogía me concede.

La educación en contextos de encierro no forma parte de la historia oficial de la educación chilena, y a pesar de que hoy los avances en este ámbito en el país son destacables, la delincuencia aún no se asume como una consecuencia de la “mala educación” de las últimas décadas. Es esperable entonces que tampoco exista conciencia clara, o revista poca importancia, el porcentaje de mujeres y ­hombres que no saben leer o escribir y que aún perviven en las cárceles chilenas y por ende que no se cuente con materiales adecuados para optimizar la enseñanza allí.

La tarea de construir material didáctico, que fue necesario asumir pues la escuela no contaba con ninguno que pudiera servir, ha sido una acción compartida: ellas sienten la importancia de ser estudiantes, entonces se afanan en recolectar material de desecho como cajas de cartón o similares, que usamos para construir las fichas de familias silábicas que darán inicio a la gran tarea de aprender a leer y escribir. Este proceso implica para muchas aprender a usar herramientas como las tijeras para recortar, la regla para medir, los lápices para colorear.

Cada una tiene su material didáctico, un set de fichas silábicas para estudiar solas o acompañadas. Las que aprenden más lento, son apoyadas por las más aventajadas, y cada una decide cuándo quiere ser evaluada, de esta manera no se exponen a la angustia ni a la burla de evidenciar las dificultades personales.

Casi sin darse cuenta se van apropiando del lenguaje oral y escrito, las familias silábicas que permiten hilvanar frases y textos, muestran sus existencias pasadas y las por venir. Pasan de lo que fui a lo que seré, de lo que desconocía al conocimiento.

Hoy en día, algunas de mis estudiantes pasean libres por la ciudad, vendiendo con un carrito, limpiando jardines, haciendo aseo en oficinas, caminando hacia el colegio donde finalizarán sus estudios; algunas terminan sus días con la familia, replicando lo que aprendieron y otras, como Daniela, intentando aún salir adelante esquivando la droga existente en el propio penal, mientras yo desde “la libertad” no dejo pasar las oportunidades para insistir en que Paulo Freire aún tiene una gran tarea allí.

Soy maestra vagamunda

Enseñar ha sido crear una intimidad educativa coexistencial, en el entender de Patricio Alarcón (2005) para quien esta es “un ­momento completo y suficiente en sí mismo; cuando se vive nada falta ni nada sobra. Es todo lo que es cuando es, es el mejor momento existencial (no se tiene otro, a no ser que se le otorgue el mismo valor a las realidades mentales o semánticas)” (p. 67). De mi parte, he buscado que el acto de compartir conocimiento se dé de la forma más natural y lúdica posible, tratando de lograr que cada estudiante se quede con ganas de más, con la necesidad de continuar aprendiendo. No siempre he obtenido los resultados esperados, pero me reconforta y llena de esperanza cuando luego de muchos años, me sorprenden con un abrazo cálido en lugares donde nunca imaginé encontrarlas.

La educación es un acto de amor hacia el otro y cuando se entiende y se practica de esa forma, el otro se siente reconocido y capaz de acceder positivamente al aprendizaje que tocará de una u otra manera su existencia. No obstante, también he aprendido que no basta con la pasión y el amor por enseñar. La tarea de educar en estos espacios tan privados de amor, de compasión, de justicia en muchos casos, requiere además una sociedad que se haga cargo de modelar un sistema equitativo, que prepare a todos los individuos y fiscalice el quehacer de sus instituciones para que podamos ver los frutos que esperamos.

Referencia bibliográfica

Alarcón, P. (diciembre de 2005). Hacia una pedagogía de la coexistencia. Revista de Pedagogía Crítica Paulo Freire, (4) 63-85.

La búsqueda de nuevos horizontes de convivencia

Hermer Guardo Serrano, Colombia23

En los Montes de María, tierra tradicionalmente pacífica, hemos tenido que enfrentar momentos de verdadera angustia y zozobra. No fue fácil ver cómo aquellos ambientes apacibles que caracterizaron durante años esta región, se fueron transformando en entornos de tensión, incertidumbre, miedo, desesperanza. Ante nuestra propia mirada, paulatinamente se fue desdibujando aquella realidad otrora atrayente, cautivante. Y lo peor es que nos sentíamos con las manos atadas sin poder hacer algo para detener ese torbellino de calamidades y desventuras. Indefensos, pusilánimes, así nos llegamos a sentir. No lo podíamos creer. Aquello de lo que nos enterábamos solo por los medios de comunicación y que creíamos solo le acontecía a poblaciones lejanas, ahora formaba parte de nuestra realidad. Ello nos causó pavor. La violencia tocaba las puertas de nuestras casas.

Entonces nos preguntamos qué podíamos hacer frente a todo este panorama. ¿Cuál era la actitud más recomendable? ¿Quedarnos callados, con los brazos cruzados, abandonar nuestras tierras, nuestras ilusiones, dejando a un lado nuestra historia construida durante muchos años en medio de alegrías y tristezas, solo para salvar nuestro pellejo? Estábamos frente a una verdadera encrucijada.

Pero la vida siempre será generosa con quienes la amamos. Nos aferramos a ella y luchamos con todas nuestras fuerzas para retenerla y conservarla. Así, aún en las más difíciles circunstancias, llega el día en el que vemos de nuevo la luz. Se nos educó no para retroceder en los momentos difíciles, sino para perseverar, para amar la vida. Eso nos lo enseñó nuestra familia, nuestra sociedad, nuestra historia. Y tiene sus ventajas. Ese fue el bastón que nos ayudó a levantarnos.

El camino fue la academia, donde decidimos intensificar los procesos de formación de seres humanos más resilientes, más tolerantes, más amantes de la vida y de la convivencia. Entendimos que nuestra meta era educar niñas, niños y jóvenes con expectativas y capacidades de asegurar un porvenir más promisorio para sí mismos, para sus familias, para su comunidad. No es fácil, lo sabíamos, pero caminamos en esa dirección. Se trataba de ser mejores cada día como profesionales de la educación; usar otras estrategias para que nuestros estudiantes aprendieran mejor, pero también se formaran en lo emocional, lo moral, lo volitivo, que se valoraran a sí mismos y a quienes vivían a su alrededor, que estuvieran en capacidad de convivir entre sí. Consideramos que en ese momento, más que nunca, era no solo loable sino necesario formar en convivencia convirtiendo la escuela en un escenario propicio para promover una transformación de la sociedad hacia mejores horizontes.

Como escuela normal teníamos la maravillosa oportunidad de formar docentes a través de una estructura curricular enriquecida con ejes temáticos centrados en la educación para la convivencia, de manera que, a su vez, se convirtieran en sujetos que multiplicaran ese accionar a donde llegaran a ejercer la docencia. Sabíamos que serían la mejor caja de resonancia en el contexto, de allí nuestra insistencia de estrechar vínculos entre la pedagogía y la democracia, tal como se puede apreciar hoy en los componentes ­conceptuales de los encuentros pedagógicos de Ciencias Políticas y Ética y Valores Humanos, Ciencias Sociales, y Socioantropología.

Motivados en parte por los trágicos sucesos de desaparición forzada de un rector y una rectora (en 1997 y 2001) por parte de grupos paramilitares, decidimos reorganizar el trabajo con miras a ­consolidar una labor de concientización y reflexión más continua y más estructurada, que no solo incluyera a estudiantes y docentes, sino también al personal directivo y a las familias, además de un buen sector de la comunidad.

Es así como hacia 2001 se optó por buscar, al lado del eje temático primario (la convivencia), mecanismos de solución de conflictos que giraran en torno a una estrategia de conciliación escolar. La mayoría de jóvenes estudiantes de nuestras escuelas asumen los desacuerdos, los problemas y el conflicto desde una perspectiva negativa; es de esperarse que así los vean y que los asocien con un desenfreno de emociones que al no ser controladas de manera adecuada, ­aumentan en tamaño ocasionando problemas graves entre las personas, entre las comunidades o incluso entre los países.

Nuestra labor es reorientar o educar esas visiones o perspectivas, indicándoles que no todo desacuerdo necesariamente debe engendrar o conducir a un conflicto, o que no todo problema debe entenderse como un conflicto. Además, les aclaramos que algunas situaciones, aunque pueden parecer un conflicto, en realidad solo requieren un tratamiento especial, razonable, y que es la interpretación equivocada de alguien lo que lleva a verlas como tal.

Es muy frecuente encontrar en el discurso de la pedagogía moderna y contemporánea, la tesis de que la verdadera inteligencia consiste en la capacidad que tiene cada persona para saber tomar decisiones acertadas en las situaciones más difíciles, y no en la cantidad de conocimientos que ella posee y maneja. Así, estamos más a favor de reflexiones como la siguiente: en los momentos en los cuales nos enfrentamos al conflicto, tenemos ante nosotros un gran desafío, podemos tomar la opción de hacerles daño a otras personas, en lo moral, emocional o aún en lo físico, desestimando el enorme valor que aquel ser humano, ahora objeto de mi desprecio, tiene para la sociedad, para su familia; y de paso exponerme a que hagan conmigo lo mismo.

Podemos tomar la opción de destruir muchos años de amistad o de compañerismo, construidos con lágrimas, con detalles, con risas, con alegrías, o, en cambio, podemos tomar la opción de relajarnos, meditar, reflexionar, asirnos de las más altas dosis de templanza, de dominio propio... esperar a que se disuelva la angustia abortada en lo acalorado del conflicto, y aprovechar el frío del reposo para dialogar con el otro o con la otra, para pensar en el mutuo perdón, y reparar lo que haya sido dañado. Si así obramos, de seguro no nos veremos frente a un enemigo, sino a un ser humano como yo, con virtudes y defectos, pero con un inmenso valor, capaz de darme la mano cuando lo necesite y de prestarme su hombro o su regazo cuando yo tenga que llorar. ¡En el diálogo hay poder! De esta manera guiamos a nuestro estudiantado en el reconocimiento de que una de las herramientas más efectivas para transformar conflictos es el diálogo sincero y espontáneo entre las partes.

Fue este espíritu el que nos llevó a crear el Comité de Resolución de Conflictos Escolares de la Escuela Normal (Crecen). Dos años más tarde, nuestra estrategia empezaría a verse alimentada con la implementación de metodologías en la resolución de conflictos y creación de una cultura de paz, apropiadas en el curso de capacitación “Creando una cultura de paz” adelantado en Berlín, Alemania, ofrecido por el Instituto Paulo Freire; desde entonces hemos hecho maravillosos intercambios virtuales y presenciales con equipos de colegas en Alemania y Centroamérica. En el libro titulado En la resolución de conflictos, las personas crecen, recientemente publicado, se recogen importantes aportes no solo de nuestras acciones, sino también de las actividades desarrolladas en el mencionado curso de capacitación y en los intercambios virtuales.

A continuación me propongo exponer las estrategias operativas que venimos implementando desde entonces en el marco del proyecto Crecen

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Dispositivo de conciliación y resolución de conflictos escolares

Incluye la formación de un grupo de conciliadores y conciliadoras que reciben una capacitación a través de talleres y seminarios programados periódicamente, o también en los espacios de desarrollo de los respectivos encuentros pedagógicos. Este grupo de conciliadores inicialmente era escogido mediante un concurso de méritos, programado por lo general a finales de año, pero ahora sus miembros se seleccionan entre aquellos y aquellas estudiantes de los ­comités de Armonía y Convivencia, o entre los que participan en el Encuentro Pedagógico de Ciencias Políticas, que muestren interés por vincularse con actividades relacionadas con la convivencia y la democracia, y que tengan ciertos conocimientos sobre manejo de grupos y disciplina escolar, entre otros. También se toman en cuenta los informes evaluativos de quienes aspiran a ser conciliadores en encuentros pedagógicos como Ciencias Políticas, Democracia, ­Ética, Fundamentación Pedagógica o Filosofía, al igual que se observan con cuidado los antecedentes disciplinarios. Una vez hecha la selección y la capacitación, se perfilan dos grupos:

i) Facilitadores, quienes establecen un primer contacto informal y por separado con las partes que han estado en conflicto o en desacuerdo (vale la pena señalar que en el proyecto se ha tratado de concientizar al grupo de docentes de la institución para que operen como facilitadores).

ii) Mediadores, quienes intervienen en segundo lugar, una vez las partes del conflicto lo acuerden, y que previamente hayan accedido de manera voluntaria a ese diálogo formal y conjunto; este papel lo cumplen estudiantes que desempeñan el papel de negociadores de acuerdos en la Oficina de Conciliación (denominada también Crecen).

Dispositivo de consejería y disciplina

En esta línea de intervención actúan miembros del equipo Crecen, identificados como consejeros y consejeras, que atienden casos de estudiantes reportados a la Oficina Crecen por dificultades de aprendizaje, bajo rendimiento académico o experiencias de indisciplina. También se remiten casos de estudiantes con dificultades comportamentales originadas por problemas familiares o experiencias de desplazamiento. Aquí se trabaja de manera conjunta con el Departamento de Psicoorientación de la Normal. Por un tiempo funcionaban dos subgrupos: Madrinitas de la Lectura, conformado en aquel momento (2003-2005) por estudiantes con fortalezas en español, que ayudaban a niñas y niños de primaria con dificultades en lectoescritura, y el Minicrecen, integrado por quienes cursan sexto grado y dirigido a estudiantes de Preescolar o Básica Primaria con dificultades académicas o de comportamiento. Hoy se mantiene el trabajo de Minicrecen, con diez jóvenes de sexto grado.

Dispositivo de proyección comunitaria

En él se incluye un trabajo con padres y madres de familia. En ocasiones se estudia una cartilla titulada Respetar los derechos del niño: un deber que cumplir, elaborada por un grupo de estudiantes del ciclo complementario de Formación Docente, III semestre, en el Encuentro Pedagogía para la Democracia, y publicada en 2002. Otras veces se coordina con la Escuela de Padres un ciclo de talleres sobre educación en valores.

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