Kitabı oku: «Un drama de caza», sayfa 2
Vodka
No iba yo en línea recta, ya que debía seguir un camino en círculo que rodeaba el lago. Sólo en barco se hubiese podido ir directamente. Quienes van por tierra tienen que hacer un enorme desvío de unas ocho verstas. Sin perder de vista el lago, veía todo mi camino: la blanca arena de la otra orilla, los huertos de cerezos en flor y, más allá aún, los techos del palomar del conde, lleno de palomas de múltiples colores, y, por encima de todo, el blanco campanario de la capilla condal.
Durante el viaje no hacía sino pensar en mis extrañas relaciones con el conde. Me hubiera gustado analizarlas y poner orden en mis ideas, pero, por desgracia, un análisis de esa naturaleza estaba por encima de mis posibilidades. Por más que pensaba en el asunto no lograba entender mi situación y al final llegué a la conclusión de que yo era un mal juez, no sólo de mí mismo, sino también de la humanidad en general. La gente que nos conocía al conde y a mí explicaba de diferentes maneras nuestras relaciones. Los espíritus estrechos afirmaban que el ilustre conde encontraba en el “pobre y poco distinguido” juez de instrucción un compañero ideal de borracheras. Según su corto entendimiento, yo, el autor de estas líneas, me arrastraba a los pies de la mesa del conde en busca de los huesos y migajas que cayeran al suelo. En su opinión, el ilustre millonario, blanco tanto del escándalo como de la envidia del distrito de S..., era muy inteligente y liberal; de otra manera no podían comprender su condescendencia, que llegaba hasta la amistad con un magistrado indigente, y el genuino liberalismo que hacía que el conde tolerara mi tuteo. Otras personas, más inteligentes, se explicaban nuestra intimidad por nuestros comunes “intereses intelectuales”. El conde y yo éramos de la misma edad. Habíamos cursado estudios en la misma universidad. Ambos estudiamos derecho, materia en la que nuestros conocimientos son más bien escasos. Los míos son parcos; el conde ahogó en alcohol lo poco que alguna vez supo. Ambos somos orgullosos y, por razones que sólo nosotros conocemos, despreciamos el mundo como auténticos misántropos. Nos es indiferente la opinión del mundo, es decir, la del distrito de S... Somos inmorales y seguramente terminaremos mal. Esos eran los “intereses espirituales” que nos unían. Eso era todo lo que las personas que nos conocían podían decir de nuestras relaciones.
Habrían hablado de otra manera si hubiesen sabido cuán débil, suave y sumisa es la naturaleza de mi amigo el conde, y cuán fuerte y dura la mía. Y habrían añadido más si hubieran estado enterados de lo mucho que ese hombre endeble me quería y lo mucho que a mí me disgustaba. Fue él quien primero me ofreció su amistad y yo fui el primero en hablarle de “tú”, ¡pero con qué diferencia de tono! En un momento de embriaguez amistosa me había abrazado y pedido tímidamente que aceptara ser su amigo. Yo, saturado de desprecio y repugnancia, le respondí:
—¿No puedes dejar de decir estupideces?
Y aceptó ese tuteo como una expresión de amistad y a partir de ese momento nunca dejó de tratarme con el más honesto y fraternal afecto.
Sí, hubiera sido mejor y más decente volver grupas y retornar junto a Polikarp e lván Demianich.
Más tarde lo pensé a menudo. ¡Cuántas desventuras podrían haberse evitado, cuántas desdichas no cargaría yo sobre mis hombros, cuánto bien se habría podido hacer a los vecinos si esa tarde hubiera tenido el valor de regresar, si mi Zorka, espantada, enloquecida, me hubiera alejado del lago! ¡Cuántos recuerdos dolorosos no me asaltarían ahora, forzándome en este momento a dejar la pluma y a oprimirme la frente! Pero no quiero anticiparme a los hechos. Más adelante, ya tendré ocasión de detenerme en cosas desgraciadas. Por ahora hablemos de cosas alegres.
Mi Zorka me condujo hasta la puerta cochera de la propiedad. Al llegar tropezó y yo, perdiendo los estribos, estuve a punto de caer.
—¡Mal presagio, señor! —me gritó un mujik que estaba parado junto a la puerta de las caballerizas.
Yo creo que si un hombre se cae de un caballo puede desnucarse, pero no creo en supersticiones. Le di las riendas al mujik, sacudí con la fusta el polvo de mis botas y me dirigí rápidamente hacia la casa. Nadie salió a mi encuentro. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y, sin embargo, el aire era pesado en el interior y flotaba un olor extraño. Era una mezcla de olor a cuartos largamente cerrados y el aroma agradable, pero fuerte y narcotizador, de las plantas que habían sido transportadas recientemente del invernadero a los salones... En el salón principal, sobre uno de los divanes, cubierto de seda azul muy pálido, había dos almohadones arrugados y, sobre una mesa redonda, un vaso contenía unas cuantas gotas de un líquido que exhalaba un aroma semejante al del bálsamo de Riga. Todo ello denotaba que la casa estaba habitada, pero no encontré a un solo ser viviente en las once habitaciones que atravesé. La misma soledad que encontré a orillas del lago reinaba en el interior de la casa...
Una puerta de cristal conducía al jardín desde el llamado “salón de los mosaicos”. La abrí con ruido y bajé por las escaleras de mármol al jardín. Había dado unos cuantos pasos cuando encontré en uno de los senderos a Nastasia, una anciana de cerca de noventa años, que había sido nodriza del conde. Esta vieja criatura pequeña y arrugada, olvidada por la muerte, calva y de ojos penetrantes, me hizo recordar que en la aldea la conocían con el nombre de “lechuza”. Cuando me vio se echó a temblar y casi derramó el vaso de leche que llevaba en las manos.
—Buenos días, Lechuza —le dije.
Me lanzó una mirada de reojo, y sin decir palabra siguió su camino. La tomé por un brazo.
—¿De qué te asustas, tonta? Dime, ¿dónde está el conde?
La anciana señaló su oído con un dedo.
—¿Estás sorda? ¿Desde cuándo no oyes?
A pesar de su provecta edad, la anciana oye y ve a la perfección, pero le resulta útil calumniar a sus sentidos. La amenacé con el índice y dejé que se marchara.
Caminé unos pasos más y oí voces masculinas. En el lugar donde el sendero se ensanchaba en un terraplén rodeado de bancos de hierro, bajo la sombra de altas y blancas acacias, había una mesa en la que resplandecía el samovar. Un grupo estaba sentado alrededor de la mesa y mantenía una viva conversación. Me acerqué despacio y, escondido tras un macizo de lilas, busqué con la vista al conde.
Mi amigo el conde Karnieiev tomaba el té sentado en una silla de caña de bambú llena de almohadones. Vestía una robe de chambre de ricos colores, la misma que le había visto dos años atrás, y estaba tocado con un sombrero de paja de Italia. Su rostro tenía una expresión concentrada y pesarosa, de manera que quien no lo conociera de antemano podría pensar que estaba aquejado por serias preocupaciones. El conde no había cambiado en absoluto desde la última vez que nos vimos, dos años atrás. Tenía el mismo cuerpo frágil y amojamado, los mismos hombros estrechos de tísico de los que sobresalía su pequeña cabeza pelirroja. Tenía la nariz roja como antes y las mejillas flácidas como harapos. En esa cara no había nada que denotara fuerza, carácter o virilidad... Todo era débil, apático y blandengue. La única cosa importante allí era su gran bigote caído. Alguien le había dicho que ese bigote le sentaba muy bien, lo había creído y todas las mañanas observaba cuánto había crecido sobre sus pálidos labios. Ese bigote le daba el aspecto de un gato bigotudo demasiado raquítico.
Cerca del conde estaba sentado un obeso personaje desconocido para mí, de gran cabeza rapada y cejas espesas y negras. La cara era ancha y reluciente como un melón maduro. Llevaba un bigote más largo que el del conde, la frente era estrecha, los labios enjutos y apretados. Miraba al cielo con indolencia... Toda su apariencia era áspera, con la aspereza de la piel reseca. Su aspecto no era ruso. Sin chaqueta ni chaleco, aquel obeso individuo estaba en mangas de camisa, empapado en sudor. En lugar de té bebía agua de Seltz.
A una distancia respetuosa de la mesa se mantenía un hombre encorvado, de orejas muy separadas y nuca enrojecida. Era Urbenin, el administrador del conde. Para honrar la llegada del conde se había puesto una nueva chaqueta negra, que lo atormentaba. El sudor corría en torrentes por su rostro curtido. Cerca de él se hallaba el mujik que me había llevado la carta. Sólo entonces advertí que era tuerto. Parecía una estatua; tieso, como si se hubiera tragado una estaca, esperaba ser interrogado.
—¡Kuzma, merecerías ser azotado con tu propio látigo! —decía el mayordomo con su aterciopelada y grave voz de reproche, desgranando entre pausas cada una de sus palabras—. No es posible que las órdenes del amo se cumplan con tanto descuido. Debiste haberle pedido que viniera en seguida o al menos haberle preguntado cuándo lo haría.
—Sí, sí, sí —exclamó el conde nerviosamente—. Debiste haberte informado de todo. Te ha dicho que vendrá, pero eso no basta. Lo necesito en seguida. ¡En este mismo instante! Le pediste que viniera, pero él no te ha entendido.
—¿Por qué esa prisa? —preguntó el hombre obeso. —¡Necesito verlo!
—¡Sólo por eso! Por lo que a mí respecta, Alexei, preferiría que ese juez se quedara hoy en su casa. No me siento con ánimo de recibir visitas.
Quedé atónito. ¿Qué significaba ese tono autoritario y patronal?
—Pero si no se trata de un huésped —dijo mi amigo con tono suplicante—, no te impedirá descansar de tu viaje. Te ruego que no le trates con demasiada ceremonia... Te va a gustar tan pronto como lo veas. Sé que os vais a hacer amigos en seguida.
Salí de mi escondite tras el macizo de lilas y me dirigí hacia la mesa. El conde me reconoció y su cara se iluminó con una sonrisa de alegría.
—¡Pero si está aquí!, ¡está aquí! —gritó, rojo de placer, y levantándose de la mesa—. ¡Qué bien que hayas venido!
Corrió hacia mí, me estrechó en sus brazos y sus largos bigotes rozaron varias veces mis mejillas. Sus besos fueron seguidos de prolongados apretones de manos y profundas miradas a los ojos.
—¡Serguei! ¡No has cambiado nada! ¡Sigues siendo el mismo! ¡El mismo muchacho fuerte y hermoso! ¡Gracias por aceptar mi invitación y venir de inmediato!
Cuando me libré de las efusiones del conde, saludé al administrador, a quien conocía de tiempo atrás, y me senté a la mesa.
—¡Ay, palomito mío! —continuó el conde en tono excitado y ansioso—, ¡si supieras cuánto me reconforta ver tu cara jovial otra vez! Pero no os conocéis, ¿verdad? Permíteme presentarte a mi buen amigo Gaetan Kazimirovich Pchejotski. Y éste —continuó, dirigiéndose a su obeso acompañante— es mi amigo, mi viejo amigo, Serguei Petrovich Zinoviev. Nuestro juez de instrucción.
El hombre gordo, de cejas negras, apenas se incorporó y me tendió su enorme mano bañada en sudor.
—Mucho gusto —masculló, observándome de pies a cabeza—. Mucho gusto.
Terminadas las presentaciones, el conde me sirvió un vaso de té frío, rojizo, y me tendió una lata de bizcochos. —¡Pruébalos!... Al pasar por Moscú entré en la tienda de
Einam a comprarlos. No sabes lo enojado que estoy contigo, Seriosha. Quería pelearme contigo... No sólo no me has escrito una sola línea durante estos dos últimos años, sino que tampoco te has dignado contestar ninguna de mis cartas. Eso no es propio de un amigo.
—No sé escribir cartas —dije—. Por otra parte, no tengo tiempo para escribirlas. Además, ¿de qué iba yo a escribirte?
—¿Han sucedido pocas cosas?
—La verdad, ninguna. Yo sólo admito tres clases de cartas: las de amor, las de felicitación y las de negocios. Las primeras no podía escribírtelas ya que no eres una mujer y yo no estoy enamorado de ti; las segundas no las necesitas, y las terceras son imposibles, ya que desde nuestro nacimiento no han existido posibilidades de negocios entre nosotros.
—En el fondo tienes razón —dijo el conde, que siempre compartía la opinión de los demás—, pero, de cualquier manera, podías haberme escrito, aunque fuera una línea. Además, Piotr Iegorich me ha dicho que en estos dos años nunca has venido por aquí, como si vivieras a mil verstas, o despreciaras mi finca. Podrías haber venido a cazar... Muchas cosas debieron pasar aquí durante mi ausencia.
El conde habló mucho y atropelladamente. Una vez que se lanzaba sobre un tema, era tan infatigable para emitir sonidos como mi loro Iván Demianich. Esa era una de las cosas que más insoportables me resultaban en él. En esa ocasión fue callado por su mayordomo, Ilya, alto y delgado, enfundado en una librea vieja y manchada, quien traía una bandeja de plata con una copa de vodka y un vaso de agua. El conde bebió el vodka de un trago, se enjuagó la boca con el agua y luego meneó la cabeza como si estuviera ardiendo.
—Por lo que veo, no has perdido la costumbre de llenarte de vodka —le dije.
—No, Seriosha, no la he perdido.
—Bueno, al menos deberías abandonar la costumbre de hacer gestos y menear la cabeza. Es muy desagradable.
—Todo eso lo dejaré, querido. Los médicos me han prohibido la bebida. Si bebí ahora es porque es perjudicial cortar un hábito de golpe. Hay que hacerlo progresivamente.
Miré el rostro ajado y enfermo del conde, la copa vacía, al mayordomo con sus zapatos amarillos, al polaco de cejas negras, quien desde el primer momento me pareció, sin que supiera bien por qué, un canalla y un estafador, y finalmente al mujik tuerto, duro y silencioso, y experimenté un profundo sentimiento de temor y ansiedad... Repentinamente deseé abandonar ese ambiente turbio, declararle al conde mi aversión sin límites. Estuve a punto de levantarme e irme. Pero no lo hice. Me lo impidió (me da vergüenza confesarlo) una oleada de pereza física.
—Dame también a mí un vaso de vodka —le dije a Ilya.
Largas sombras comenzaban a extenderse sobre el sendero y el terraplén en el que estábamos sentados.
El croar de las ranas, el graznido de los cuervos y el silbido de la oropéndola anunciaban la puesta del sol. Una alegre noche estaba empezando.
—Dile a Urbenin que se siente —le murmuré al conde—. Está de pie ante ti como si fuera un niño.
—Ah, no lo había advertido. ¡Piotr Iegorich, siéntate si quieres! ¿Por qué estás ahí parado?
Urbenin se sentó, dirigiéndome una mirada de gratitud. Siempre lo había visto sano y alegre, pero ese día me pareció enfermo y afligido. Sus rasgos parecían ajados y sus ojos dormidos miraban todo con una gran pereza.
—Bueno, Piotr Iegorich, ¿qué hay de nuevo por acá? Algunas muchachas bonitas, ¿eh? —le preguntó Karnieiev—. ¿Hay alguna especial..., alguna fuera de lo común?
—No hay ninguna novedad, Excelencia.
—¿Estás seguro de que no hay ninguna nueva muchacha atractiva, Piotr Iegorich?
El administrador enrojeció de vergüenza.
—No lo sé, Excelencia..., yo no me ocupo de esas cosas...
—Hay, Excelencia —irrumpió por vez primera la voz del mujik tuerto—, algunas que valen la pena.
—¿Hermosas?
—Las hay de todos los tipos, Excelencia, para todos los gustos, las hay morenas, rubias, de todas las pelambres.
—Oh, espera, espera..., ahora me acuerdo de ti, mi antiguo Leoporello, una especie de secretario para ciertos menesteres. Te llamas Kuzma, ¿verdad?
—Sí, Excelencia.
—Ya me acuerdo, ya me acuerdo... Bueno, ¿qué tienes en vista? Campesinas, ¿no es cierto?
—Sí, siervas sobre todo, pero también hay algo más fino.
—¿Dónde has encontrado esas finuras? —preguntó Ilya, volviendo los ojos hacia Kuzma.
—En Pascua llegó la cuñada del cartero a quedarse en su casa... Nastasia Ivanovna... Una muchacha muy bien formada. Me hubiera gustado acercarme a ella, pero para eso se necesita dinero. Tiene mejillas como duraznos, y todo lo demás es de primera. Pero hay algo todavía mucho mejor, Excelencia. Podría decirse que lo ha estado esperando. Es joven, aterciopelada, sana. Ni siquiera en Petersburgo encontraría su Excelencia una belleza igual.
—¿Quién es?
—Olenka, la hija del guardabosque Skvorotsov.
La silla de Urbenin crujió bajo su peso. Con las manos
apoyadas en la mesa y el rostro purpúreo, el administrador se levantó despacio y miró al tuerto. Su cólera aumentaba por momentos.
—¡Muérdete la lengua, siervo! –gritó—. ¡Gusano tuerto! Di lo que quieras, pero no te atrevas a tocar a la gente respetable.
—No estoy hablando de usted, Piotr Iegorich –dijo Kuzma, imperturbable.
—¡No se trata de mí, imbécil! —continuó Urbenin, y luego dijo, dirigiéndose al conde—: Suplico a su Excelencia que le prohíba a su Leoporello, como lo ha llamado, ejercer sus actividades entre personas dignas de todo respeto.
—Yo no entiendo... —dijo el conde con toda ingenuidad—. No ha dicho nada que sea ofensivo.
Insultado y ofendido en extremo, Urbenin se alejó de la mesa. Con los brazos cruzados y los ojos bajos, escondió detrás de unas ramas su cara enrojecida. ¿Sospecharía que en un futuro próximo su sentido moral iba a sufrir injurias mil veces más atroces?
—No comprendo qué ha podido ofenderlo —murmuró el conde—. ¡Qué hombre más raro! No se ha dicho nada ofensivo.
Después de dos años de vida sobria, el vaso de vodka me mareó ligeramente. Una sensación de bienestar y de placer se insinuó en mi cerebro y en mi cuerpo. A la vez, sentía la brisa fresca que, poco a poco, reemplazaba al calor del día. Propuse que diéramos un paseo. Trajeron de la casa las chaquetas del conde y de su nuevo amigo el polaco y comenzamos a caminar. Urbenin nos seguía.
Pecados
Los jardines del conde son tan hermosos que merecen una descripción particular. Desde todo punto de vista son los más ricos y de mayor colorido que haya visto jamás. Además de los senderos ya mencionados, con sus verdes cúpulas, es posible encontrar en ellos una serie de exquisiteces y caprichos que los hacen placenteros. Se encuentra en ellos toda clase de frutas nacionales o extranjeras, comenzando por las cerezas silvestres y las ciruelas para terminar con albaricoques del tamaño de un huevo de oca. Hay toda clase de árboles frutales, hasta olivos, a cada paso. Hay grutas semidestruidas y cubiertas de musgo, fuentes, pequeños lagos llenos de peces dorados y de carpas, colinas, bosquecillos y costosos invernaderos... Todo este raro mundo de lujos fue construido por los abuelos y padres del conde; toda esa riqueza de rosales enormes, de poéticas grutas e interminables senderos y avenidas fue poco a poco abandonada e invadida por la maleza, destruida por el hacha de los ladrones y por los cuervos que han hecho sus nidos en las ramas de árboles exóticos. El legítimo propietario de este jardín caminaba a mi lado sin que un solo músculo de su rostro se moviera ante la vista de ese lamentable abandono, como si él no tuviera ninguna relación con aquellos jardines. Sólo en una ocasión, por decir algo, le comentó a Urbenin que sería bueno echar arena en los caminos. Advertía la ausencia de arena que no le hacía falta a nadie y, sin embargo, no reparaba en los árboles desnudos que se habían congelado en los duros inviernos anteriores, ni en las vacas que ramoneaban en medio del jardín. En respuesta a su comentario, Urbenin dijo que se necesitarían diez hombres para poner el jardín en orden y que como el señor no habitaba el lugar, le parecía que ese gasto sería un lujo innecesario. El conde, como era su costumbre, estuvo de acuerdo.
—Además, debo confesar que no tengo tiempo para ello —dijo Urbenin haciendo un movimiento con la mano—. Paso el verano en los campos y el invierno en la ciudad vendiendo el grano. ¡Aquí no hay tiempo para jardines!
La avenida principal del jardín, bordeada de altos tilos y de macizos de magnolias, terminaba a lo lejos en una mancha amarilla. Era un pabellón de piedra amarilla donde antes había un comedor, un billar, un juego de bolos y otros entretenimientos. Caminamos sin objeto alguno hacia aquella edificación. A la entrada nos recibió algo vivo que estremeció enormemente a mi nada valiente amigo.
—¡Una serpiente! —gritó el conde, asiéndome la mano y palideciendo—. ¡Mira!
El polaco retrocedió unos pasos y luego se quedó petrificado, agitando tan sólo los brazos como si espantara fantasmas. En una de las semidestruidas gradas de piedra había una víbora de una especie muy extendida en Rusia. Al vernos, levantó la cabeza e hizo un movimiento. El conde lanzó otro grito y se escondió detrás de mí.
—No tema, Excelencia —dijo Urbenin y colocó un pie en el primer escalón.
—¿Y si nos ataca?
—No nos atacará. Además, se ha exagerado mucho el peligro de la mordedura de estos bichos. En una ocasión me mordió una serpiente muy grande y, como usted puede ver, no me mató. El aguijón humano es mucho peor que el de las serpientes —moralizó Urbenin, exhalando un profundo suspiro.
En efecto, apenas el administrador llegó al tercer escalón, la serpiente se estiró y desapareció en una grieta entre las piedras. Cuando entramos al pabellón vimos otra criatura viviente. Tendido sobre una vieja mesa de billar estaba un viejecito con chaqueta azul, pantalones a rayas y una gorra de jockey. Dormía dulce y apaciblemente. Alrededor de su nariz y de su boca desdentada revoloteaban las moscas. Flaco como un esqueleto, con la boca abierta, totalmente inmóvil, parecía un cadáver que hubiera sido transportado a esa mesa para efectuarle la autopsia.
—¡Franz! —dijo Urbenin, sacudiéndolo por el codo—. ¡Franz!
A la quinta o sexta llamada, Franz cerró la boca, se lvantó, nos miró y se volvió a acostar. Al momento, su boca se abrió nuevamente y las moscas comenzaron a rondar sobre él para ser espantadas, sólo de cuando en cuando, por sus ronquidos.
—¡Se ha vuelto a dormir! ¡Es un cerdo depravado! —comentó Urbenin.
—¿No es Trischer, nuestro jardinero? —preguntó el conde.
—El mismo. Todos los días es igual... Duerme como un muerto durante el día y se pasa la noche en blanco jugando a las cartas. Me han dicho que anoche estuvo jugando hasta las seis de la mañana.
—¿Así que estos señores suelen trabajar de esta manera? Se les paga para que no hagan nada.
—No lo dije por quejarme —se apresuró a aclarar Urbenin—. Me da pena este hombre, esclavo de una pasión. Sin embargo, cuando trabaja lo hace muy bien; no roba su salario.
Miramos nuevamente al jugador y salimos. Dimos la vuelta por un sendero y nos dirigimos hacia el campo.
Hay pocas novelas en que la puerta del jardín no juegue un papel importante. Si ustedes no lo han advertido, pueden preguntárselo a mi sirviente Polikarp, que en el transcurso de su vida ha engullido multitud de novelas terribles, y él, sin duda, confirmará este hecho insignificante pero característico.
Mi novela tampoco prescinde de la puerta del jardín. Pero mi portezuela entraña una diferencia, ya que mi pluma hará pasar por ella a mucha gente desgraciada y a muy poca dichosa. Y lo peor de todo es que tendré que describir esta puerta no como un novelista, sino como juez de instrucción. Esta puerta será franqueada, en mi novela, por más criminales que enamorados.
Apoyándonos en nuestros bastones, llegamos al cabo de un cuarto de hora a una colina llamada la “Tumba de piedra”. En los pueblos vecinos corre la leyenda de que bajo este montículo de piedra reposan los restos de un Kan tártaro, quien, temiendo que el enemigo profanara sus cenizas después de su muerte, ordenó que se construyera un monte rocoso sobre su cadáver.
Desde la cima del solitario montículo vimos el lago en toda su indescriptible belleza. El sol se había puesto, pero dejaba tras de sí una cinta purpúrea que teñía el cielo de un agradable color naranja. La propiedad del conde con su mansión, sus casas de servicio, iglesia y jardines yacía a nuestros pies y, en la otra parte del lago, la pequeña aldea donde el destino me había llevado a vivir adquiría a la distancia un color grisáceo. Como antes, la superficie del lago parecía no moverse. Las barcas del viejo Mijail regresaban a la orilla.
Sólo el conde y yo habíamos trepado a la colina. Urbenin y el polaco, más pesados, habían preferido esperarnos en el camino.
—¿Quién es ese aguafiestas? —le pregunté al conde, señalando al polaco—. ¿De dónde lo sacaste?
—Es una persona muy agradable, Seriosha, muy agradable —dijo el conde con voz agitada—. Pronto serán ustedes muy buenos amigos.
—No lo creo. ¿Por qué casi no habla?
—Es silencioso por naturaleza. Pero es un hombre muy inteligente.
—¿Qué clase de hombre es?
—Lo conocí en Moscú. Es muy agradable. Te lo contaré todo después, Seriosha; ahora no me hagas preguntas. Es hora de que bajemos.
Bajamos y caminamos hacia el bosque. Oscurecía. El grito de un cuclillo y el tembloroso canto de un ruiseñor extenuado llegaron del bosque.
—¡A ver, a ver si me alcanzas! —oímos que decía una voz infantil en el interior del bosque.
Una niña como de unos cinco años, con el pelo blanco como el lino y un vestido azul claro, salió del bosque.
Cuando nos vio, corrió hacia Urbenin y se abrazó a sus rodillas. Urbenin la levantó y la besó en las mejillas.
—Mi hija Sacha —dijo—. Os la presento.
Después de Sacha salió corriendo del bosque un chico de unos quince años, el hijo de Urbenin. Al vernos se quitó la gorra, vaciló, se la puso para nuevamente volver a quitársela. Detrás del colegial apareció, caminando con lentitud, una figura roja que en seguida atrajo nuestra atención.
—¡Qué maravillosa aparición! —exclamó el conde, apretándome la mano—. ¡Mira, qué encantadora! ¿Quién es? Ignoraba que mis bosques estuvieran poblados por tales náyades.
Miré a Urbenin para preguntarle quién era la muchacha y sólo entonces advertí que estaba totalmente ebrio. Rojo como un cangrejo, me tomó del brazo y me dijo al oído:
—Serguei Petrovich, se lo suplico —sentía yo cerca de mí el vaho de alcohol—, impida usted que el conde siga haciendo comentarios sobre esta muchacha. Él acostumbra a decir inconveniencias y ésta es una muchacha honorable.
La muchacha “honorable” era una chica de unos diecinueve años, con una deliciosa cabellera rubia peinada en rizos y unos ojos azules bondadosos. Llevaba un vestido color escarlata que no era ya el de una niña, pero tampoco el de una mujer. Sus piernas, espigadas como agujas, cubiertas con medias rojas, terminaban en unos pies calzados con zapatos casi infantiles. Miré sus hombros bien redondeados y ella los encogió con coquetería, como si tuviera frío o como si mi mirada se los mordiera.
—¡Tan joven de cara y tan desarrollada de curvas! —exclamó el conde, que había perdido desde joven la facultad de respetar a las mujeres y no podía verlas desde ningún otro punto de vista que no fuera el de una bestia sensual.
Recuerdo que un buen sentimiento se encendió en mi pecho. Yo era aún un poeta, y en medio de un bosque, en una tarde de primavera, bajo el tímido resplandor de las estrellas, no podía mirar a una mujer sino como un poeta. Miré a “la muchacha de rojo” con la misma veneración con que acostumbraba yo mirar las montañas, los bosques, el azul del cielo. Aún me quedaban vestigios del sentimentalismo que había heredado de mi madre alemana.
—¿Quién es? —preguntó el conde.
—Es la hija de nuestro guardabosques Skvorotsov, Excelencia —respondió Urbenin.
—¿Es la Olenka de quien hablaba el tuerto?
—Sí, la misma —respondió el administrador, mirándome con ojos implorantes.
La muchacha de rojo dejó que pasáramos a su lado sin concedernos la más mínima atención. Sus ojos miraban hacia otro lado, pero yo, que conozco a las mujeres, sentí que me observaba furtivamente.
—¿Cuál de ellos es el conde? —oí que murmuraba a nuestras espaldas.
—El del bigote largo —respondió el colegial.
Escuché una risa cantarina detrás de nosotros. Era una risa de desencanto. Sin duda la muchacha había creído que el conde, el propietario de esos inmensos bosques y del lago, era yo, y no el pigmeo de rasgos alcohólicos y bigote caído.
Un profundo suspiro salió del pecho de Urbenin. Aquel hombre de acero apenas podía moverse.
—Dile al administrador que se retire —aconsejé al conde—. Está enfermo o borracho.
—Piotr Iegorich, me parece que estás enfermo —le dijo el conde a Urbenin—. Puedes retirarte; no te necesito.
—Su Excelencia no necesita preocuparse por mí. Gracias por sus intenciones, pero no estoy enfermo.
Miré hacia atrás. La figura roja permanecía inmóvil, pero no nos quitaba la mirada de encima.
¡Pobre cabecita rubia! ¿Hubiera podido yo pensar esa tranquila noche de mayo que ella iba a ser la heroína de mi tempestuoso relato?
Escribo estas líneas mientras la lluvia de otoño golpea los cristales y el viento aúlla. Miro la negra ventana y, sobre un fondo de tinieblas, trato de evocar por medio de la imaginación la imagen encantadora de mi heroína. Veo su rostro ingenuo, infantil, bondadoso y sus ojos cuajados de amor, y siento entonces deseos de arrojar la pluma y quemar lo que hasta aquí llevo escrito.
Al lado del tintero tengo su fotografía. Veo su rostro menudo en toda la vana majestuosidad de una hermosa mujer que ha caído hasta lo más bajo. Sus ojos lánguidos, pero orgullosos de su corrupción, están inmóviles. Es la serpiente, a cuya ponzoña se había referido Urbenin en términos un tanto exagerados.