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La Residencia de Estudiantes

A espaldas de la sede oficial del CSIC, noble edificio con espectaculares columnas, se encontraba la inexpugnable Residencia de Estudiantes, otrora famosa por ser un faro cultural que alumbraba no solo a España, sino a muchos países cuyos intelectuales venían a este centro incomparable de intercambios culturales y científicos en la Europa de entreguerras. Sería interminable mencionar los grandes nombres que frecuentaban la residencia desde su fecha de fundación por la Junta de Ampliación de Estudios en 1910. Su emplazamiento definitivo en la Colina de los Chopos se estableció en 1915, tras un rápido paso por la calle Fortuny.

He utilizado la palabra inexpugnable refiriéndome a la época negra de esta ejemplar institución. Yo, becario de investigación que estaba el día y parte de la noche en mi laboratorio tan cercano, pasaba por ese edificio que me parecía inabordable. Contigua a la entrada principal existía una vivienda custodiada permanentemente por dos «grises». Se decía que era la vivienda del director, el profesor Lorenzo Vilas, catedrático de Microbiología y reputado personaje político en el régimen de Franco. Pretendía pedirle que algunas de las muchas habitaciones desocupadas en el edificio central de la residencia fueran asignadas a los doctorandos de los laboratorios cercanos del CSIC que lo solicitaran. Nunca pude realizar mi petición. Aquella residencia semivacía seguía siendo un bastión inexpugnable en los comienzos de aquel curso 1963-1964. Comprendí más tarde que los orígenes de la residencia, su estrecha relación con la Institución Libre de Enseñanza y sus principios básicos de «ser una casa abierta a la creación, el pensamiento y el diálogo pluridisciplinar» eran motivos más que suficientes para dejar sin oxígeno a esta institución en aquel mundo de pensamiento único en el que vivíamos. Cuando supe que por allí había pasado lo más granado de la intelectualidad me hacía cruces: Einstein, Marie Curie, Falla, García Lorca, Ramón y Cajal, Unamuno y muchos otros habían estado allí. ¡Algo había que hacer!

Era por entonces ministro de Educación el profesor Lora Tamayo, gran químico orgánico que supo enseñar y crear escuela de investigadores y profesores universitarios. Era don Manuel, como le llamábamos, director del instituto en el que yo trabajaba. Y bien, un día pasé a su despacho y le planteé mi petición: alojamiento de los doctorandos del edificio Rockefeller en la infrautilizada Residencia de Estudiantes. Tras una comprobación de mis informaciones, accedió a mi petición y los siete estudiantes de doctorado nos vimos instalados en cómodas habitaciones individuales. Pudimos comprobar que aquel inexpugnable edificio estaba casi vacío. Para mí fue un sueño. ¡Vivir en el mismo edificio en el que antaño se alojaba, convivía y daba brillo a España, a Europa y al mundo con su presencia, su altura intelectual y su creatividad lo más selecto de la vida científica y cultural de aquel período 1915-1936! ¿Cómo era posible que aquel esplendor hubiera desaparecido y aquel edificio, ahora vacío de ideas y contenido, vagara en silencio, consumiendo sus días como vetusto hotel-residencia de algunos altos funcionarios del Estado y de un reducido grupo de opositores que preparaban sus oposiciones para escalar a los puestos más altos de la Administración? Sí, aquel lugar de silencio mortecino se me antojaba triste, aunque lleno de ecos pasados de esplendor. Yo, gran lector de Unamuno, me imaginaba al gran don Miguel paseando por aquellos pasillos o recostado en uno de aquellos sillones del salón principal, pensando en las últimas esencias de la vida y de la muerte. Quizá por la noche, en su habitación, de pie frente a la pared, buscaba una y otra vez esas últimas esencias, como en su casa de Salamanca, según me explicó su hija Felisa un día que me aventuré a indagar su comportamiento en aquella, su casa rectoral de la universidad. Y la melancolía que me embargaba desaparecía cuando me instalaba en el salón principal, cerca del piano en el que acostumbraban a tocar Falla y García Lorca o dejaban libre su imaginación Buñuel y Dalí. No podía creerlo: ¡yo, viviendo en aquel lugar sagrado de la intelectualidad de otro tiempo! Y con mi llegada, acompañado de mi inseparable Antonio y otros cinco, a aquel templo de otros tiempos, hoy mustio, silencioso y ausente de todo; tranquilo, eso sí, pero también los cementerios son lugares muy tranquilos… Algo había que hacer.

El primer comentario «agradable» por parte de alguno de los privilegiados inquilinos instalados en la comodidad mortecina de aquel lugar surgió nítido al vernos pasar a los siete, que veníamos de jugar un partido de fútbol, y fue: «A este paso, esta residencia se va a convertir en West Side Story». Aquello fue un aldabonazo en mi amor propio. Y decidí, con el concurso de Antonio —siempre él—, llenar de vida la residencia. Primero, con nuestros coloquios internos en el salón principal. Luego, invitando a algún personaje del cual aprendiéramos algo y que no resultara sospechoso de ser «librepensador de izquierdas» —menos aún comunista— por parte de la “siempre vigilante en la oscuridad” dirección invisible de la residencia.

No había precedentes de esas actividades culturales. Según nos dijeron, el intento de algún residente de organizar alguna actividad cultural, antes de nuestra llegada, no tuvo mucho éxito: su invitado, el gran guitarrista Narciso Yepes, no fue muy bien recibido en aquel ambiente. No obstante, continué con mi idea e hice las primeras gestiones; logré traer de invitado a don Manuel Giménez Fernández, católico nada sospechoso, miembro que fue de la CEDA y antiguo ministro de Agricultura de la República Española. Don Manuel, con su quebrada y aguda vocecita, habló con su bondad de su experiencia de ministro de la República y de catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Sevilla. No fueron nada fáciles aquellos inicios, pero me sentí feliz. Había contribuido con mis acciones a empezar a devolver a aquella casa algo de su dignidad. Lástima que esa etapa de transición silenciosa haya quedado oculta en la historia de la residencia.

Todo lo que he leído sobre esta singular institución abarca el período que va desde su fundación en 1910 hasta 1936. Luego hay un período de silencio absoluto hasta que en 1986 se crea el Patronato de la Fundación Residencia de Estudiantes y se establece un amplio programa de actividades. El excelente trabajo de recopilación histórica de Álvaro Ribagorda La Residencia de Estudiantes. Pedagogía, cultura y proyecto social se refiere a dos grandes capítulos: «Los años míticos de la Colina de los Chopos, 1915-1926» y «Un horizonte ilustrado, 1926-1936». Ahí se acaba todo.

Siento que hayan quedado silenciados e ignorados cincuenta años en los que un embrión de cultura fue desarrollándose en silencio, sin apoyo alguno por parte de los estamentos oficiales, más atentos y preocupados por el fantasma de liberalismo cultural que pudiere resurgir en aquellos pasillos tras los intentos de aquel reducido grupo de estudiantes de doctorado que, quizá, «entramos por la puerta de servicio», menospreciados por la autoridad del momento, en lo que fue muchos años una fortaleza inabordable. Me siento orgulloso de haber contribuido a dar otro aire y haber abierto las puertas para la entrada de nuevo oxígeno y renovación de aquel viciado aire. Atrás quedan aquellas veladas algo furtivas, casi a media luz, en la entrada del salón principal de reuniones, desde la que contemplábamos el piano «de Falla y García Lorca». Allí, en la penumbra y en silencio, escuchaba el incomparable disco de 78 rpm Antología flamenca, de Hispavox, y me emocionaba a solas con los fandangos de Huelva de «Jarrito», los aires de Cádiz de «Pericón», la caña de Rafael Romero, el polo del Niño de Almadén o la soleá de Pepe el de la Matrona. Mi vida más independiente y sin la responsabilidad de aquellos jóvenes de mi antigua residencia de El Viso me permitía ir de vez en cuando a El Duende. Acabé convenciendo a algunos amigos que pasaban por Madrid de que ese era el lugar íntimo para escuchar flamenco.

El segundo tablao de mis emociones fue Los Canasteros, de Manolo Caracol, a quien saludé en más de una ocasión. No me cansaba de escuchar aquellos tanguillos de Cádiz, magistralmente cantados por un cantaor ya mayor, cuyo nombre no era jamás anunciado y que se limitaba a cantar con gran arte aquella letra de tanguillos que empezaba por:

Con el sombrero en la mano, como persona de diplomacia,

yo te saludo, Sevilla, tierra de sal y de gracia…

Grandes y emocionados recuerdos de esos dos tablaos. Erróneamente, consideraba El Corral de la Morería como un tablao internacional, frío y desprovisto de «duende». Pasaron muchos años —más de veinte— para conocer la esencia más pura del flamenco en este lugar.

Mi estancia en la residencia, bruscamente interrumpida por un error administrativo que me transportó como soldado de reemplazo al antiguo Sahara español, quedó grabada en mi vida de investigador. Volví y no olvidaré mis pequeños coloquios y mis conversaciones con ilustres profesores que se alojaban en la residencia, como aquel profesor de la Universidad de Chicago que en su juventud había frecuentado la residencia, había colaborado con Unamuno y me contaba, emocionado, cosas de don Miguel. ¡Y yo estaba viviendo mi época más unamuniana!

También frecuenté la residencia en mis visitas a Madrid desde mis diferentes lugares del extranjero, entre los años 1966 y 1975, y ya se vislumbraba una atmósfera más abierta. Siempre recomendaba a mis amigos investigadores y profesores universitarios en centros de otros países que se alojaran en la residencia. Seguían hospedados allí, ya en minoría, algunos de los personajes que conocí cuando, acompañado de mis amigos doctorandos, aparecimos en aquel «palacio prohibido». La prudencia me hace silenciar sus nombres. Simplemente diré que aquellos jóvenes investigadores que llegamos a la casa no éramos una emanación de West Side Story, sino un grupo inquieto por contribuir a impulsar un cambio en los estilos científico, cultural e intelectual que necesitaba nuestro país. Y así llegamos a 1986, con la creación del patronato que rige hoy las actividades de este gran centro. Nuestro paso por el mismo y nuestra humilde aportación quedaron silenciados en la «tierra de nadie» que cubre el período 1936-1986.

Algo más sobre mi vida de joven investigador en Madrid

Estudio y más estudio fue mi vida de doctorando en Madrid. No muy distinta de mi vida de estudiante universitario en Granada. Reconozco ahora que sobró algo de solemnidad y rigidez de principios en aquella vida y faltó algo de frivolidad. Aunque es cierto que el flamenco llenaba mis ratos libres, no solo con la belleza de sus sonidos, sino con el contenido de sus letras, el compás, la importancia de una guitarra, el ritmo de unas palmas bien dadas y el taconeo justo del bailaor o bailaora. En esos años empecé a aprender de forma autodidacta todos estos matices que completé con mis audiciones y seminarios de aprendizaje de flamenco en… París. En ellos, actuaba de profesor, junto con mi amigo Pepe López, físico nuclear y gran guitarrista. La vieja grabación de Hispavox me acompañó a todos los lugares.

Me interesé en esta época madrileña por los orígenes e historia del flamenco… y de la tauromaquia. ¡Quién me iba a decir que, pasados bastantes años, iba a ser invitado como conferenciante sobre estos dos temas en foros de postín! Mientras tanto, tomé estos dos temas, de gran contenido histórico y cultural y de gran belleza plástica, como objetos de estudio y como tales los incorporé a mi vida.

En aquel lúgubre rincón del salón principal de la Residencia de Estudiantes trataba yo de crear un clima de discusión cultural, quizá con la vehemencia «del que siempre está en posesión de la verdad». Una y otra vez explicaba que teníamos la obligación de «destacar como muy buenos» y servir de ejemplo, no solo en el laboratorio, sino en la residencia y en nuestra vida privada. Era inflexible en lo que yo consideraba postulados éticos, intransigente con los cantos de sirena de un sistema político que nos quería atraer y tener cerca con sus «golosinas». ¡No! Exhortaba a los que me oían a que tenían que hacer un brillante doctorado para salir al extranjero y continuar su formación en igualdad de condiciones con los investigadores del lugar. Y así lo hicimos los dos de siempre, los dos Antonios: Antonio Cortés a Escocia y yo a París. Así acabó nuestro deambular como doctorandos en el CSIC.

Con Antonio tenía algunas conversaciones más íntimas sobre «lo indefinible del atractivo femenino», expresión que he utilizado desde mi adolescencia. No me gustaba oír hablar de la mujer como un posible «objeto de deseo». Mantenía que el atractivo femenino era muy difícil de definir. Desde luego, no estribaba en la belleza física. Era eso, indefinible. Y era importante tener sumo cuidado con lo indefinible de la mujer atractiva: había que alejarse de ella para que no supusiera un obstáculo serio en nuestra carrera de investigador. Es el mismo principio que mantuve también en los años de licenciatura en Granada. Nunca llegué a convencer a mi amigo, por mucho que le explicara que, tanto en mi etapa universitaria como ya de joven investigador, había conocido a mujeres de «innegable e indefinible atractivo», lo suficientemente interesantes como para mantenerse lejos de ellas.

Resumamos, pues, aquí mi simple y solemne vida de estudioso estudiante en mi facultad granadina, completada con mi paso, también solemne, por el CSIC en mis años de doctorado. Vida llena de estudio y aprendizaje científico, creo que brillante; etapa unamuniana y de aproximación al flamenco y a la fiesta de los toros, fiesta nacional, término con una raíz histórica, analizado y estudiado precisamente por Unamuno. Y, ¡cómo no!, siempre enamorado en la lejanía de lo indefinible del atractivo femenino.

No olvidaré decir que el último año de mi trabajo de tesis doctoral, ya con cierta madurez científica y humana, empecé a comprender que en la vida hay golpes bajos y que el mundo de la investigación no era el paraíso que yo había imaginado. Pequeñas y grandes ambiciones, bajas y elevadas ambiciones; pero ambiciones, al fin y al cabo. Decidí hacer caso omiso a todo lo feo que me rodeaba y preferí seguir soñando.

…pero una vez que la primera planta se las arregló para abrirse paso hasta la tierra, bastaron unos pocos millones de años para que todos los continentes se volvieran verdes…

La memoria secreta de las hojas, Hope Jahren, 2017

Capítulo 2
Las plantas: un mundo de fantasía

Y de esta forma culminó sus estudios de doctorado y obtuvo el —ansiado para muchos— título de doctor aquel estudioso muchacho de pueblo que venía de una universidad de provincias y que, según sus profesores, tanto brilló en las asignaturas de doctorado y tan airoso salió de sus complicados proyectos de investigación. A decir verdad, me metí en aquellos berenjenales y pude salir de ellos con dignidad científica. Aquello no tenía nada que ver con el Escherichia Coli y nadie en el Instituto Alonso Barba tenía experiencia en el trabajo experimental con cloroplastos o Clostridium. Mis fracasos y mis éxitos fueron míos.

Y ¿qué hacer ahora? Tenía muy claro que ese doctorado que acababa de lograr era mi salvoconducto para ir a otros centros a seguir aprendiendo. Yo había hecho investigación bioquímica entrando por la «puerta de atrás». La Bioquímica no existía como tal disciplina. Todo lo que sonaba, olía o pretendía llevar incorporado el prefijo «bio» estaba condenado. Se decía que se trataba de un tic de índole ético-religiosa. Algo así como: «El término “bio” tiene que ver con vida y la vida solo puede ser estudiada bajo un prisma religioso católico. ¿Adonde nos llevarían estos científicos si empiezan a investigar y a hablar de la vida bajo un prisma materialista?». Ese razonamiento lo había oído a destacados miembros de la ciencia española en aquella época. No existían en mi época estudios de Biología como licenciatura independiente. Sí de Geología, quizá porque no era considerada «éticamente peligrosa»: estudiaba cosas inanimadas, sin vida. La Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense se escindió en 1974 y tomó cuerpo propio la Facultad de Biológicas, junto con las de Geológicas, Matemáticas, Física y Química.

Los grandes grupos de Química Orgánica pujaban, por otra parte, por mantener los estudios de Bioquímica dentro de la Química Orgánica. El presidente de mi tribunal de tesis doctoral fue el profesor Manuel Lora Tamayo, químico orgánico de prestigio, pero químico orgánico. De hecho, mi director de tesis doctoral, Dr. Martín Municio, quien optó en varias ocasiones a una cátedra universitaria, debió hacerlo con mil argucias; por ejemplo, con una memoria de cátedra de «Química Fisiológica». Todo para evitar la palabra «Bioquímica». Y todo esto tenía lugar en 1966, año en el que obtuve mi título de doctor en Ciencias.

Este ambiente enrarecido sirvió para apoyar mi decisión de salir de España y seguir formándome. No podía permitir convertirme en un joven e inexperto catedrático por dos razones. Una, de índole profesional: necesitaba continuar mi formación científica y humana para así poder enseñar un día con rigor y mucha más base científica. Otra, de índole ideológica: no estaba dispuesto a acatar los principios fundamentales del Movimiento, por la simple razón de que siempre pensé en una enseñanza de calidad, absolutamente independiente de cualquier ideología. Cuando se intenta supeditar la ciencia a una determinada ideología, el fracaso es estrepitoso y el retraso en el conocimiento, letal para la sociedad. Hace unos años, un profesor amigo de la Facultad de Medicina de Moscú se quejaba del retraso de la Bioquímica rusa porque al principio de los años 60 se declaró oficialmente a la moderna Biología Molecular de Jacob, Monod y Lwoff como una ciencia burguesa. De nuevo un condicionante ideológico; una vez más el miedo a todo lo «bio» y un retraso monumental en el desarrollo científico.

Estos eran mis pensamientos en aquellos últimos meses en España. Leí mi tesis doctoral a mediados de octubre de 1966 y recuerdo que, horas después de ese acto y de haber obtenido el grado de doctor en Ciencias con la calificación cum laude, tomé el avión hacia París. ¡Sí, hacia París! Una auténtica sorpresa en mi vida, ya que nunca pensé en ir a Francia a continuar mi formación. Pero…

Siempre soñé en mi vida de joven investigador con dar el salto a Canadá, una vez hubiera obtenido mi título de doctor PhD. Tenía muy claro que para continuar enriqueciéndome como investigador en el extranjero debía hacerlo con la cara bien alta, y esa «altura de cara» la daba siempre el título de doctor PhD, especialmente en los países anglosajones. Mientras que en Francia y en países francófonos el tratamiento monsieur englobaba a todo el mundo, en los anglófonos se hacía un tratamiento casi reverencial a alguien en posesión de un PhD. Doctor, Dr., marcaba la diferencia frente al tratamiento normal Mr. Doctor o mister.

Quería perderme lejos, muy lejos, en los fríos de Alberta, una de cuyas universidades, la de Edmonton, gozaba de gran prestigio. Allí llegaría con mi flamante PhD y me tratarían como Doctor. ¡Y seguiría aprendiendo y, además, pescaría truchas y salmones! Y la música y canciones de mis discos sonarían de forma muy especial y nítida en la inmensidad de aquellas soledades heladas. No habría nardos, pero soñaría con su aroma. Leía todo sobre Canadá y llegué a estar obsesionado con el organismo canadiense que englobaba todas las actividades de investigación en biología marina: The Fisheries Research Board. Estaba seguro de aparecer por allí como doctor Alcaide y ser respetado como tal, con mi buen inglés, que me había encargado de aprender bien en mis ratos libres. Pero mi secreto proyecto canadiense se quedó en un sueño. Se interpuso París y aquel instituto de investigación, paraíso del estudio con plantas. Sí, París fue llenando mi vida, tanto que en mis momentos de desánimo rememoro la película Casablanca y susurro, como Humphrey Bogart: «Siempre me quedará París».

Un día, cercano ya a la fecha de defensa de mi tesis doctoral, mi director de tesis, el doctor Ángel Martín Municio, me aconsejó buscar otros aires fuera de España y me recomendó ir al centro de élite científica francés, modélico y referencia mundial en aquel año 1966, el Institut de Chimie des Substances Naturelles, en Gif sur Yvette, departamento de Essone (Seine et Oise), en las afueras de París y perteneciente al CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). ¿Y por qué a este gran e inigualable centro? Porque la Chimie Biologique —tampoco se empleaba en Francia la terminología Biochimie— adquirió una nueva dimensión al incorporarse a los estudios de las transformaciones biológicas las técnicas modernas de estudios estructurales y mecanismos de reacción: cromatografía de gases, espectrometría de masas, resonancia nuclear magnética y difracción de rayos X. Me vi obligado a decir adiós a mis secretos sueños canadienses y a empezar a estudiar francés.

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