Kitabı oku: «Ciencia y vida. Mi verdad», sayfa 4
El Institut de Chimie des Substances Naturelles
Es uno de los centros de investigación pertenecientes al CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Construido en el valle de Chevreuse, en el dominio de 67 hectáreas que el CNRS adquirió en 1946. En este dominio se implantó el grupo de laboratorios de investigación de Gif sur Yvette, nombre del pequeño pueblo en el que se halla asentado este conjunto de centros de investigación. A él se llegaba en tren, la famosa ligne de Sceaux, rebautizada años más tarde como RER (Reseau Express Régional). ¡Nadie como los franceses para encontrar denominaciones imperiales para lo que sea!
El instituto comenzó a funcionar en diciembre de 1960. En 1965, el número de personas que trabajaban en el mismo era de 250, de las cuales 130 eran investigadores franceses y veinte de otros países. El resto estaba constituido por técnicos de laboratorio y personal auxiliar. El instituto fue creado con el objetivo de reunir en un mismo centro diferentes grupos de investigadores dedicados a la química de substancias naturales, dispersos en París en laboratorios de insuficiente capacidad hasta aquel momento. Un ala del edificio estaba dedicada al estudio de alcaloides de distintos tipos y orígenes. La otra ala estaba dedicada a las investigaciones en Química Biológica (Chimie Biologique): estructura y biogénesis de compuestos de origen microbiano, vegetal y animal. Esta ala, dirigida por el profesor Edgar Lederer, fue la que atrajo la atención del Dr. Municio. Era realmente una tentación y un honor ir a este gran centro de investigación. Lederer aceptó mi solicitud para proseguir mis trabajos de investigación en su centro. Aprendí todo el francés que pude, aprovechando las enseñanzas de Merche —más tarde mi mujer— y mi buen oído musical para los idiomas. Y salí para París con mi título de doctor en Ciencias; mi retrato de Unamuno pintado por el gran artista, gran amigo y mejor persona Ángel Calle; la confirmación de mi habitación reservada en la Casa de España, enclavada en la Cité Internationale Universitaire; una humilde beca francesa de investigación de seiscientos francos franceses y mi maleta llena de ilusiones científicas.
Todo iba a ser nuevo para mí: nuevo idioma y nuevas investigaciones en un centro de excelencia en el que iba a colaborar a desarrollar la nueva Bioquímica, muy apoyada en técnicas analíticas de vanguardia que iban a precisar un trabajo fino de aislamiento, purificación y determinación estructural con las técnicas más sofisticadas del momento. Adiós a la Bioquímica de las determinaciones espectrométricas indirectas —con y sin color— y bienvenida respetuosa y emocionada a la Bioquímica más directa, esa Bioquímica que obligaba a grandes esfuerzos de determinación estructural de cada intermedio postulado en cualquier proceso de biogénesis. Así pensaba en el vuelo a París, así pensé aquella primera noche en mi habitación del Colegio de España y así fui pensando todo el trayecto en el tren (metro) de París a Gif sur Yvette y en mi largo paseo desde la estación de Gif hasta el Institut de Chimie des Substances Naturelles para entrevistarme con el profesor Lederer.
¿Qué recuerdos tengo de aquel primer día en mi nuevo centro de investigación? Cuatro fundamentales: tres durante mi largo paseo desde la estación de Gif al instituto y uno de mi primera entrevista en el despacho del profesor Lederer. Era un primoroso día de octubre, típico del otoño de la región parisina, con la penetrante humedad de aquella neblina que se iba disipando bajo el influjo de los rayos de sol, bordeé la verja bien cerrada con doble candado que protegía unos bucólicos estanques, a mi izquierda. A mi derecha, unos caprichosos jardines franceses muy recortaditos que subían en leve pendiente hasta un imponente castillo, guardián del bosque, sobre una de cuyas laderas se asentaban los distintos centros de investigación ubicados en el parque. Mi instituto de investigación se encontraba al fondo de aquel terreno en forma de herradura. A mitad de camino, hacia la derecha, el phytotron. Estanques, castillo y phytotron me dejaron algo perplejo. ¡Qué bien sabían sacar provecho de la belleza de cualquier rincón estos franceses y qué arte para mostrar la belleza exterior de lugares y cosas! En aquel paseo dentro del recinto de los centros de investigación del CNRS había dejado ir mis sentidos paladeando los bucólicos estanques, el castillo y sus jardines y el phytotron. Me faltaba lo más importante: la reunión en el despacho del profesor Lederer para hablar de proyectos científicos. Aunque mi paso por las instalaciones del phytotron, con aquella exuberancia de luz y de plantas, me hizo pensar que aquello iba en serio, muy en serio, cuando supe qué era ese phytotron.
En aquel, mi primer paseo, quedé deslumbrado e intrigado por lo que veían mis ojos: un gran laboratorio compuesto por varios invernaderos en los que veía plantas cuyo crecimiento estaba en estudio. Mi visión quedó empequeñecida por la realidad, ya que se trataba de sofisticados invernaderos —superserres en francés— en los que el control de luz, temperatura, humedad, calidad del aire, intensidad del viento, pluviosidad y niebla eran estrictos. Esto era el phytotron, cuyo funcionamiento comenzó en 1961 con un primer superserre y llegó a convertirse en 1968-1969 en la instalación de más costoso funcionamiento del CNRS.
Aquella mañana luminosa de octubre, al pasar junto al phytotron[1] , me vi inmerso en ese mundo de fantasía que son las plantas. ¿Llegaría yo a usar aquellas instalaciones para crecer alguna planta en mis futuros trabajos de investigación? ¿Llegaría a conocer a los técnicos que, con todo escrúpulo y rigor, se ocupaban de los cuidados de esas plantas en crecimiento?
La respuesta a ambas preguntas es afirmativa, y por muy distintas razones, científicas y no científicas. Con estos pensamientos me fui acercando al Institut de Chimie des Substances Naturelles, en el que me esperaba el profesor Lederer.
Me recibió su secretaria, Nadine, mujer muy elegante, atractiva y con mucha personalidad, que me recordó a una de mis musas del cine francés, Michelle Morgan. Supe años más tarde que la bella Nadine puso fin a sus días. Triste final de una mujer tan inteligente y atractiva. Nadine me introdujo en el gran despacho de Lederer, lugar en el que tantas discusiones científicas tuve a lo largo de los años y en el que a tantos resultados discutí su sentido científico. ¡Cuánto aprendí del propio Lederer y de otros investigadores que sabían más que yo!
El profesor Lederer me explicó brevemente las líneas de investigación que se seguían en el instituto, suministrándome las publicaciones científicas más relevantes en varios dominios científicos: ácidos micólicos de paredes bacterianas (mycobacteria, por ejemplo), azúcares, ácidos de estructura próxima al ácido araquidónico, secuenciación de péptidos dirigida a la determinación estructural de proteínas, mecanismos de C-metilaciones por S-adenosilmetionina en serie esteroidea, estudios estructurales de intermedios en la biogénesis de esteroles en plantas, etc. Aprovechó el profesor Lederer para recalcarme que la Chimie Biologique tendría que apoyarse cada vez más en métodos físicos potentes que permitieran el aislamiento, purificación y determinación estructural de los productos intermedios de los procesos biogenéticos. Cromatografía de gases y en capa fina, espectrometría de masas, RMN y difracción de rayos X eran técnicas de uso común en el instituto. Cuando el material biológico de partida era una planta, podríamos contar con el phytotron, creado con el fin de «disponer de medios de cultivo experimental de plantas a cualquier dimensión y con previsión absoluta del control de factores físicos y químicos del medio». A medida que el profesor Lederer desgranaba los proyectos de investigación en los que podría incluirme como investigador, mi decisión estaba ya tomada: trabajaría en los mecanismos biogenéticos de fitoesteroles; es decir, esteroles de plantas, dentro del propio instituto, con todas las técnicas más avanzadas del momento.
Tendría acceso a las plantas provenientes de países africanos francófonos como Madagascar, Costa de Marfil y Camerún; podría contar con los servicios del phytotron, que llegó a superar en tecnología al del California Institute of Technology, y con las algas e invertebrados marinos de la estación marina de Roscoff, en Bretaña, lugar con un clima amable y aguas aún más amables para muchas especies por su proximidad con la corriente del Golfo. También estaban disponibles y dentro del propio instituto todas las técnicas más avanzadas del momento.
Partí con todas las publicaciones suministradas por Lederer a refugiarme en la biblioteca, las estudié y, a la mañana siguiente, le esbocé mi plan de trabajo, complejo y relacionado con el estudio de las vías de biosíntesis de fitoesteroles en plantas de muy diverso grado de evolución.
Me sería asignado un espacio amplio para mi trabajo experimental y un pequeño rincón para escribir mis notas de laboratorio y pensar en el laboratorio dirigido por Michel Barbier. Mi llegada a este laboratorio dio un impulso y un cambio de aire a todo. Venía con mi título de doctor en Chimie Biologique, con ganas de trabajar y de abrir una nueva línea de investigación original, briosa e ilusionante.
Y ¿por qué tanto entusiasmo? Quizá porque lo tenía todo para investigar, empezando por ese mundo de fantasía que constituyen las plantas. Pensaba que existían en aquel momento dos millones de especies vegetales —podíamos considerarnos viviendo en un mundo rodeados de plantas— e imaginaba las reacciones hacia ese mundo de muy diversas personas: el pintor se acercaría a él admirando la belleza plástica de lo que ve; el escritor inspirado podría dedicar unos párrafos poéticos; el cantante, esbozando una canción llena de ternura, resaltando la belleza que le rodea; el químico orgánico de productos naturales vería en ese mundo una fuente inagotable de estructuras químicas; el investigador que busca compuestos químicos con actividad farmacológica soñaría con aislar algún nuevo compuesto para ensayarlo en alguna enfermedad. En todos estos casos hay testimonios, ya sea de un cuadro con una planta o una flor (Monet con sus girasoles y amapolas); de un texto poético (Muñoz Rojas alabando la hoja fina y lujuriosa de la lila o resaltando los goterones de ternura de una encina floreciendo); de una canción como L’important c’est la rose, de Gilbert Becaud; de alguna estructura química como la de los alcaloides indólicos, sueño de Potier y sus colaboradores; o de un taxano como el docetaxel, gran aportación en quimioterapia para muchos enfermos de cáncer, también debida a Potier y su grupo.
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Imaginaba todo esto cuando yo, como bioquímico, también me acercaba a ese mundo. ¿En qué pensaba? Contemplaba las plantas como un universo de mecanismos bioquímicos inexplorados que había que estudiar. Y a ello me puse. Me atrajo desde el principio el mundo de los fitoesteroles por la complejidad de las rutas bioquímicas que imaginaba, y creo que llegué en el justo momento para contribuir a su esclarecimiento. Y me encontraba tan seguro de mí mismo y en un laboratorio de tan buen ambiente que proclamé al poco tiempo de mi llegada: «Desde hoy este será le laboratoire de la science et de l’amour».
Eran los años dorados de la investigación académica en torno al colesterol, molécula de 27 átomos de carbono con una estructura cíclica muy original, englobando diecinueve de esos átomos de C y una cadena lateral de ocho átomos de C. Un auténtico bello capricho de la naturaleza, convertido injustamente a lo largo de los años en «el malo de la película». La ruta completa de la biosíntesis del colesterol en mamíferos, partiendo de un fragmento de dos átomos de carbono (acetilCoA), había sido elucidada en aquellos años. Se trataba de una ruta biosintética limpia, sin sorpresas, sin recovecos, típica —al mismo tiempo— de la simplicidad y de la complejidad celular: un ejemplo de cómo la célula sana elabora sus moléculas poco a poco, con suavidad, siempre igual, sin equivocarse.
Poco se sabía del colesterol y otros esteroles en el mundo vegetal. Una vez más me encontré solo en ese mundo en el que los amantes del estudio de mecanismos bioquímicos preferían la comodidad de la utilización de otros materiales biológicos menos complicados que las plantas. Y en seguida comprendí la razón: las plantas contienen una fracción de esteroles de 27, 28 y 29 átomos de carbono con distintas insaturaciones y fragmentos de uno o dos carbonos en la posición 24 de la cadena lateral y cierta complejidad estructural en las etapas intermedias. Un arduo trabajo que obligaba a minuciosos experimentos de extracción, purificación, separación de cada componente, determinación de cada estructura química, previos a las etapas propias de demostración de las rutas de biosíntesis. Este ingente trabajo era posible gracias al apoyo combinado de la estación marina de Roscoff y los expertos científicos del phytotron, a la hora de suministrar las especies vegetales, y al arte que desplegábamos en el laboratoire de la science et de l’amour. Ciencia y arte combinados.
La estación marina de Roscoff me suministró bellas algas rojas que me permitieron demostrar la existencia de colesterol como esterol mayoritario en un vegetal. Recurrí al phytotron para los estudios que llevé a cabo con plantas de tabaco sobre las rutas de biosíntesis de fitoesteroles habituales y con los ramilletes de espinacas frescas —una vez más, espinacas— sobre los estudios de biosíntesis de un esterol de estructura caprichosa, el α-espinasterol. Mis pesquisas en mis solitarios paseos por el bosque de Gif (la fôret du chateua) y las búsquedas más organizadas en Fontainebleau me proporcionaron excelentes ejemplares del helecho común Polypodium vulgare, un filón para estudios de biosíntesis de nuevas estructuras. Igual que el polen del cactus gigante de Arizona. Un sinfín de vías metabólicas confirmando mis hipótesis.
De esta forma fue posible ir cercando ese pequeño y sorprendente mundo de los esteroles de plantas superiores e ir implicando en este proyecto de investigación a varios grupos franceses, ingleses y norteamericanos. El campo de estudio que había elegido era tan frondoso como el propio reino vegetal. A diferencia de la biosíntesis del colesterol animal —rectilínea, sin fisuras y sin regates desde sus inicios metabólicos—, las células vegetales tienen varios caminos para sintetizar sus esteroles en C27, C28 y C29: uno de ellos preferencial y los restantes posibles, en un sistema adaptable y adaptado a cada condición particular de la evolución. La filosofía del planteamiento de todas las hipótesis de trabajo resultó ser muy coherente y tan compleja como la propia naturaleza. El carbono número 24 de la cadena lateral fue objeto de uno de los brillantes capítulos de la Bioquímica: las metilaciones biológicas por el donador universal de metilos, la S-adenosilmetionina. Los estudios estructurales permitieron definir los requerimientos estructurales para que el proceso de la metilación en ese átomo de carbono tuviera lugar.
Fueron años de ilusión, de trabajar sin descanso, de dar rienda suelta a la imaginación y de disfrute con cada nuevo resultado. En más de una ocasión veía amanecer en el laboratorio, algo somnoliento pero siempre luchando por arañar la última posibilidad de una nueva purificación, la última interpretación de un nuevo pico en un registro de cromatografía de gases. Más de una madrugada se llenaba en sueños de música de mi tierra: alegres fandangos o tristes peteneras. Pero el avance de nuestro conocimiento era imparable y las posibles vías que conducían a esteroles con 27, 28 y 29 átomos de carbono iban siendo aclaradas paso a paso.
El curioso esterol con 26 átomos de carbono
Las rutas metabólicas que conducían a los esteroles habituales con 27, 28 y 29 átomos de carbono en plantas empezaban a estar bien asentadas. Nunca se había pensado en un esterol con 26 átomos de carbono, uno menos que el colesterol. Un día, analizando el perfil lipídico de una muestra de extracto de Halocynthia roretzi —invertebrado marino— recibida de la Universidad de Sendai (Japón), empezó a surgir la sorpresa. Al parecer, estos extractos poseían propiedades afrodisíacas y mis amigos de Sendai me pedían que les echara un vistazo por si identificaba algo a lo que atribuir esa propiedad. Vislumbré trazas de algo que podría contener menos de 27 átomos de carbono. Creí en la suerte de lo inesperado y me entregué a aislar aquello, convencido de que podría ser algo nuevo. Dediqué tres días con sus tres noches y madrugadas a aislar algunos cristalitos de aquel compuesto mediante repetidas inyecciones del extracto purificado en el cromatógrafo de gases, en cuya salida colocaba, a cada inyección, un pequeño tubo capilar para recoger las trazas de producto que era detectado antes del colesterol. En ese tiempo hice unas doscientas inyecciones. El lunes a primera hora, exhausto, obtuve la confirmación estructural de aquel extraño esterol con 26 átomos de carbono. Bastaron aquellos cristalitos que había guardado cuidadosamente en un pequeño tubo capilar. Aquel amanecer radiante en la verde ladera del bosque de Gif recordé a la Paquera de Jerez en su bravío fandango de Huelva de letra:
Colores.
Ya viene la luz del día
cubierta de mil colores.
¿Qué tendrá mi Andalucía
que se despiertan las flores
cantando por bulerías?
Aquella mañana, cansado y con sueño, esperaba impaciente el resultado de la espectrometría de masas. Tenía razón: el producto era, en efecto, un esterol con un átomo de carbono menos que el colesterol. Me imaginé los colores de mi Andalucía y las flores que se despertaron conmigo aquel lunes…
Nunca supe cómo se formaba aquel misterioso esterol con ٢٦ átomos de carbono, uno menos que el colesterol. Sabiendo que los invertebrados no tienen capacidad para sintetizar sus propios esteroles, mis esfuerzos se centraron en los estudios de biosíntesis llevados a cabo con fitoplancton, primer eslabón de la cadena alimenticia. Los esfuerzos y la profesionalidad de los técnicos del buque oceanográfico Pluteus, fondeado en las cercanías de la estación de biología marina de Roscoff, no nos permitieron avanzar en los estudios con muestras frescas de fitoplancton. Me queda el honor del aislamiento de una nueva entidad química cuyo origen biosintético no pude demostrar. Fue un Miércoles Santo cuando decidí abandonar mis estudios de biosíntesis del esterol en C26; recuerdo que era una tarde-noche fría, negra y triste cuando desembarqué del Pluteus en el pequeño puerto de Roscoff. Atrás quedaban unos ilusionantes días a la búsqueda de este esterol en algas unicelulares del lugar. Solo se me ocurría recordar la letra de la petenera que empieza:
Llorando y en penitencia…
Así terminé la aventura de aquel raro esterol. Era Semana Santa.
Mi segundo doctorado en Bioquímica —Chimie Biologique—
Desde mi llegada a Francia me fui familiarizando con la organización y estratificación de la enseñanza universitaria y la investigación. El Institut de Chimie des Substances Naturelles no era muy diferente en su funcionamiento de mi querido Alonso Barba español. Sí en dimensión y en medios técnicos: RMN, espectrometría de masas y difracción de rayos X eran técnicas de uso común en Gif. Cuando abandoné España se acababa de recibir el primer equipo de RMN y aún estaba sin desembalar. El número de investigadores y de estudiantes de doctorado era muy superior en Gif. Y estos estudiantes de doctorado hacían sus trabajos de investigación encaminados a la obtención de su doctorado de tercer ciclo, equivalente a nuestro doctorado español de siempre. Supe que había en Francia otros dos doctorados: uno, el «superdoctorado» de las élites, el famoso Doctorat d’État; otro, más «liviano», otorgaba el título de Docteur de l’Université. Estos tres tipos de doctorado coexistían. Nunca pensé en optar a ese superdoctorado, pero los acontecimientos me empujaron a obtenerlo para «no tener que envidiar nada a nadie». Tenía ya conseguido mi puesto de investigador en el CNRS, pero no admitiría comentario alguno displicente sobre mi doctorado español. Para los franceses era un doctorado de tercer ciclo, como el doctorado normal francés, pero… no dejaba de ser español.
Decidí, pues, confirmar mi brillantez —según los comentarios que oía a mi alrededor— con este nuevo «galardón» a mi carrera científica. Y obtuve el doctorado, tan envidiado y vanagloriado por muchos, Dr ès Sc., con la máxima calificación y honores. Me convertí sin desearlo en «bidoctor».
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