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La privatización de la ilegalidad

Natalia Mendoza

Las reformas neoliberales no sólo transformaron la estructura formal o normativa del régimen económico y político, sino también su ordenamiento real, que es tan legal como ilegal. Nada justifica que se estudien las economías formales e informales –o la política electoral, la clientelista y la coercitiva– como ámbitos distintos. El régimen es el conjunto, la totalidad de esas relaciones de creación de valor y dominación, y es el entramado en su conjunto el que produce estabilidad o violencia. Esta condición no es nueva ni exclusiva de México: no es posible entender cómo el azúcar se convirtió en un bien de consumo masivo en la Europa del siglo xix sin hablar del trabajo esclavo en las plantaciones del Caribe o el tráfico clandestino de personas desde África. Un recuento del surgimiento de las economías digitales que se centre en Silicon Valley y olvide mencionar la disponibilidad de mano de obra migrante en California o los conflictos generados en el Congo alrededor de la extracción de tántalo, no solo está incompleto sino que tiene una distorsión de origen. La ley no es una frontera que cree dos esferas autónomas; la ley es la superficie de contacto, el gozne que abre y cierra nichos para la creación de valor, es tan relevante para las economías legales como para las ilegales. El proceso de privatización masiva que se emprendió a finales de los ochenta en México transformó, pues, tanto la legalidad como la ilegalidad.

Entender la naturaleza de esa transformación requiere completar el relato de las rivalidades e intrigas entre los cárteles y el gobierno con un análisis de los cambios de larga duración y su efecto acumulado. Lo que estamos viendo es el surgimiento de un acomodo nuevo, con formas propias de producción de valor y ejercicio de la soberanía, que no pueden leerse de manera efectiva con las categorías y modelos que nos sirvieron antes. Lo que aquí propongo es tan solo una serie de preguntas e hipótesis para empezar a nombrar y entender el movimiento de placas tectónicas, por así decirlo, que está detrás de lo que a falta de mejor término llamamos “la crisis de seguridad”.

Parto de un argumento inicial: la historia reciente de violencia y guerra es también la historia de la expansión y privatización de dos grandes economías, una centrada en la extracción y la otra en la extorsión. Las dos abarcan mercados, actores y formas de acción legales e ilegales, estatales y empresariales. Con privatización me refiero a dos procesos distintos. En primer lugar está la apertura a la inversión privada de industrias previamente controladas por el Estado. Esto por supuesto sucedió en el caso de las industrias extractivas y de servicios públicos –minería, ferrocarriles, telecomunicaciones, etcétera. Mi argumento es que algo similar sucedió también, aunque de manera incompleta y desordenada, en las economías de la extorsión. Si antes las policías y autoridades estatales tenían la prerrogativa casi exclusiva de cobrar cuotas a cambio de no aplicar la ley o ejercer la fuerza, hoy comparten esa prerrogativa con una multitud de pequeñas empresas de la violencia que en algunos casos desplazaron a la policía en el cobro de cuotas, en otros casos reclutaron a esas policías como asalariados permanentes, y en otros más simplemente se añadieron a ellas como otra instancia de cobro. En segundo lugar, privatización se refiere al paso de una explotación común o colectiva a una individual, esto sucedió sobre todo con los caminos rurales, recursos naturales y espacios públicos. Se establecieron dueños de cada porción del territorio (plazas) y se crearon puertas o filtros privados para el control y usufructo del paso de personas y mercancías.

Tanto la extracción como la extorsión requieren formas específicas de control territorial –son de hecho la contraparte de la globalización como un proceso de desterritorialización. Ese control territorial supone el establecimiento de una serie de fronteras internas, espaciales y sociales, lo que acerca a estas economías al ejercicio de funciones propiamente soberanas. A su vez, la necesidad de vigilar y defender esas fronteras requirió la formación de una clase trabajadora de la violencia: hombres cada vez más jóvenes, con diferentes grados de entrenamiento militar, que con frecuencia han prestado sus servicios tanto a agencias de seguridad estatales como a organizaciones privadas, o a ambas de manera simultánea. Las viejas redes de contrabando fueron suplidas por milicias permanentes, lo que a su vez desató formas de violencia cada vez más cercanas a la limpieza y la purga.

Hay dos modalidades de violencia que en estos años se sumaron a los enfrentamientos y ejecuciones, y que pueden entenderse como las manifestaciones más emblemáticas de la violencia de las economías privadas de la extracción y la extorsión: la desaparición forzada y la erosión o devastación de la naturaleza. Estas a su vez han propiciado que la búsqueda de desaparecidos y la defensa de los recursos naturales se establecieran como formas de acción política cada vez más importantes. Estos dos tipos de movimientos sociales, animados mayoritariamente por mujeres, tienen cosas en común, empezando por un predominio de lo científico y jurídico en su retórica y en sus estrategias. Sus objetivos tienden a ser concretos –encontrar los restos de un familiar, recuperar el acceso al agua, obtener la renta justa por sus tierras, etc.–, y muchas veces no toman la forma de una ideología política que se extienda más allá de lo local. Su labor, sin embargo, las pone en contacto directo con el sistema de justicia, pues son las víctimas directas de sus deficiencias, y están por lo tanto entre los principales interesados en su buen funcionamiento. Este punto por sí solo hace que estos movimientos sean cruciales para un eventual desmantelamiento de las economías de la violencia.

Regímenes territoriales.

Tenemos un mapa mental de la distribución geográfica de los cárteles que vamos ajustando con las circunstancias, pero ese mapa dice muy poco sobre cómo se controla y administra el territorio en la práctica: cómo se define y delimita, qué modalidades de propiedad, uso y usufructo de los recursos existen y, sobre todo, cómo se articulan los regímenes territoriales estatales, privados y delincuenciales en un mismo espacio. La respuesta a estas preguntas necesariamente variará de una región a otra: no tienen el mismo tipo de relación con el territorio las varias facciones que se conocen como Cártel de Sinaloa y las organizaciones que controlan Tláhuac; no presentan el mismo tipo de recursos y limitaciones la ciudad, la sierra o la costa. Pero si aceptamos que gran parte de la violencia de los últimos años ha sido resultado de conflictos territoriales, entonces es fundamental entender cómo se establecen, vigilan y defienden esas fronteras y, sobre todo, cuál es su relación con la acumulación y extracción de valor.

Empecemos con un ejemplo. En 1997, Grupo Ferromex –compañía tenedora de Grupo México que tiene también la concesión de la mina Buenavista del Cobre en Cananea, Sonora– obtuvo la concesión para administrar una gran parte de la red ferroviaria del país, toda la red del Pacífico Norte, que incluye los puntos de cruce fronterizo de Ojinaga, Ciudad Juárez, Nacozari, Nogales, y Mexicali. La red de Grupo Ferromex incluye también Ferrosur en el sureste del país, que atiende Coatzacoalcos, Veracruz, Puebla y la Ciudad de México. Al adquirir la concesión, se eliminó el servicio de transporte a pasajeros. Pero, como es sabido, migrantes indocumentados en su mayoría provenientes de Centroamérica usan estos trenes de carga como medio de transporte hacia la frontera con Estados Unidos. Para poder subir al tren, los migrantes están obligados a pagar cuotas al grupo de sicarios a cargo de administrar el acceso, el cual varía de una región a otra del país. Se ha reportado que no sólo cada segmento de la red ferroviaria tiene un dueño –es decir un concesionario informal– sino que en algunos casos cada vagón está controlado por pandillas que administran el espacio sobre el techo mientras el tren se desplaza.

Lo primero que podemos notar es el traslape de formas de administración territorial establecidas por actores estatales, privados y delictivos operando de manera simultánea, a veces armónica, a veces conflictiva. Cada una de estas estructuras ha logrado hacerse del cobro de una renta. La modalidad de usufructo que permite a cada uno de estos agentes extraer un beneficio privado de un servicio público sigue siempre la lógica de la concesión, formal o informal. La concesión se define como el derecho que el Estado (o una autoridad similar) confiere a un particular para la explotación de un bien o servicio público por un tiempo determinado –se aplica a bienes o servicios definidos como públicos precisamente porque éstos, por su importancia estratégica, no deben en principio ser apropiados por particulares de forma permanente. Incluso si no la llamamos así, el derecho que se arroga una organización delictiva a cobrar cuotas por el acceso al tren es una suerte de concesión por la que seguramente paga a su vez una “renta” a otras instancias –policías, autoridades estatales, mandos de una organización delictiva regional, o una combinación de los anteriores.

Una característica importante –que el caso del tren comparte con otros que describo a continuación– es la organización escalonada o fractal de la concesión. Es decir, entre el concedente original y el concesionario último hay una serie de intermediarios, y cada uno logra beneficiarse de su posición mediante el cobro de una renta. La segunda característica importante tiene que ver con la naturaleza de los bienes concesionados, los cuales caben en dos grandes grupos: o se concede la explotación de un recurso natural no renovable (oro, agua, petróleo, etc.), o se concede el derecho a operar algún tipo de filtro en la circulación de personas y mercancías (puertas, rutas, trenes, etc.). Es decir, la concesión es la modalidad de ocupación y usufructo del territorio que sostiene tanto la extracción como la extorsión.

Propongo otro ejemplo. Hay un camino de terracería que sale de Altar, Sonora, pasa por una docena de ranchos y llega a Sásabe, un pequeño poblado en la frontera con Estados Unidos. En el año 2000, el entonces presidente municipal –quien es también el terrateniente más grande de la región– le otorgó la concesión de la brecha a un particular de la vecina ciudad de Caborca, quien construyó una pequeña caseta y comenzó a cobrar peaje. Por ese camino circulaban en ese entonces cientos de camionetas cargadas con migrantes que se dirigían a la frontera. El concesionario de la caseta tenía una renta constante y a cambio mandaba raspar el camino de vez en cuando. Ese fue el primero de una serie de cobros privados a la circulación que se establecerían en la siguiente década. Para 2010, un sistema de cuotas administrado por un grupo de sicarios locales funcionaba plenamente: cada migrante y cada traficante de drogas que usa Altar como punto de cruce tiene que pagar por el uso de la plaza y de las rutas. La caseta de peaje original hace ya varios años que está abandonada, pero el sistema de cuotas a la circulación persiste. Actualmente, no sólo cada ruta sino incluso cada segmento de la línea fronteriza misma tiene un dueño que cobra algún tipo de renta o cuota por la circulación de personas y mercancías a través de su respectivo segmento. Se cobra, en otras palabras, por el acceso a una puerta a través de una frontera, ya sea interna (salir del pueblo) o internacional (cruzar hacia Estados Unidos). Este sistema de propiedad o concesión informal de puertas es independiente de la propiedad de la tierra, pero ha llegado a un grado tal de formalización que incluso se “heredan” y “rentan” esas concesiones informales de frontera internacional: un narcotraficante regional era dueño de un segmento de frontera, cuando murió lo heredó su hijo, quien a su vez lo renta a la mafia local que lo administra.

Los sicarios que controlan el trasiego en Altar y cobran cuotas a migrantes y otros traficantes no operan de manera completamente autónoma, tampoco son asalariados directos de la cúpula del cartel de Sinaloa. La manera más precisa de llamarlos es, nuevamente, “concesionarios” de la plaza. Incluso si una de sus principales actividades es el tráfico de drogas, lo que los caracteriza como organización es el control y vigilancia permanente de territorio y el cobro de cuotas. Es decir, lo que actualmente se conoce localmente como “los sicarios” es una suerte de milicia que se acerca a la forma clásica de la mafia como organización centrada en la exacción de cuotas y la intermediación parasitaria. Esta estructura participa del tráfico de drogas, y seguramente no hubiera sido posible que se estableciera sin la acumulación original de capital que permitió el narcotráfico, pero aun así su origen y propósito son más amplios. Sería más preciso describirla como una empresa que se dedica al control violento de un territorio. En este sentido es significativo que en Altar los actuales mandos de esa empresa no hayan empezado como traficantes sino como choferes de las camionetas que llevaban migrantes a la frontera: lo que los distingue son la velocidad y las armas.

La existencia de estas empresas de la violencia supone el establecimiento de una frontera interna, un territorio relativamente bien definido en el que se ejerce un control monopólico de la exacción de cuotas. Es como si el fenómeno de la frontera México-Estados Unidos –con su enorme capacidad para potenciar el valor de las mercancías y capitalizar la circulación– se hubiese reproducido a todo lo largo y ancho del país. Al igual que sucede con las fronteras internacionales, estas delimitaciones internas son trazos espaciales que suponen también una serie de filtros sociales, en particular, la distinción entre personas internas y externas, o entre los propios y los contras. El territorio entero se fronterizó, se convirtió en una sucesión de puertas y filtros para cierto tipo de personas y mercancías.

Mantener esas fronteras requiere de un dispositivo de vigilancia permanente que provee el estrato más bajo y más numeroso de trabajadores de la violencia: los puntos (o halcones). El control territorial de las organizaciones delictivas en México no sería posible sin la combinación de flexibilidad, discreción y precisión que da este dispositivo de vigilancia. Cada punto es un filtro, una persona encargada de monitorear toda la circulación de personas y vehículos en un lugar y reportar no sólo la presencia de agentes de seguridad del Estado, sino también cualquier presencia sospechosa. Es decir, los puntos llevan a cabo un trabajo cotidiano de reconocimiento social. Así mismo, el mantenimiento de las fronteras internas requiere por supuesto de un capital militar considerable: armas de uso exclusivo del Ejército, casas de seguridad, vehículos blindados y entrenamiento. Aunque se les suele dar poca importancia, un recurso fundamental para estas organizaciones son los sistemas de comunicación portátil, en particular radios y celulares. La disponibilidad de señal y los rangos de cobertura dictan también, por tanto, sus movimientos y distribución espacial.

Una vez que estas organizaciones o empresas han logrado controlar un territorio, pueden obtener ganancias de casi cualquier cosa: tienden a adueñarse de todos los mercados ilegales (drogas, migración indocumentada, prostitución, juegos y apuestas, etc.); imponen tarifas a la circulación de casi cualquier mercancía, incursionan a veces en el secuestro y al robo, y en ciertos casos imponen cuotas incluso a actividades legales. Urgen un inventario y una tipología mucho más detallada de mercancías y actividades intervenidos por estas organizaciones, así como su distribución regional. En la historia global, esta formación de territorios internos controlados por pequeños “señores de la guerra” ha mostrado tener una afinidad particular con las economías extractivas. Precisamente porque en éstas el valor se produce o acumula en las puertas antes que en la manufactura: es en los puntos de contacto entre economías locales y globales que las materias primas extraídas duplican o triplican su valor. Quien controle la circulación tendrá una renta asegurada.

En México estas empresas de la violencia han incursionado en todo tipo de actividades extractivas, los ejemplos abundan: el robo de combustible, la pesca ilegal, la tala clandestina, la minería irregular. Hay, por ejemplo, en la costa norte de Sonora un grupo de sicarios conocido como los Ruma –que controlan los caminos de terracería que unen la costa del Golfo de California con la línea fronteriza–; originalmente se dedicaban al desembarco y trasiego de drogas, después se sumaron a la bonanza propiciada por el paso de migrantes indocumentados. Alrededor de 2014, empezaron a intervenir en la comercialización de pescado y marisco en la zona. Cada pescador está obligado a darles una porción de su pesca diaria, o a venderles la totalidad a un precio menor del que se consigue en los mercados regionales.

Actualmente algunos de estos sicarios, que reclaman derechos ejidales, aprovecharon el conflicto entre la mina La Herradura, de Peñoles, y el ejido El Bajío, en el municipio de Caborca, Sonora, para explotar clandestinamente los terreros con oro que la mina desalojó luego de que un tribunal agrario declara inválidos los convenios que la compañía firmó con los ejidatarios. Es significativo que al desalojar la compañía minera uno de los tajos, los que hayan quedado en su posesión fueran los sicarios que de por sí controlaban la circulación por esos caminos, pero que al explotar irregularmente esos recursos apelen todavía al régimen ejidal como sustento jurídico de su ocupación. En conflictos de este tipo –que involucran a sicarios, compañías mineras, intermediarios políticos, ejidatarios, jueces y policías municipales y estatales– se ve claramente cómo el traslape de regímenes territoriales estatales, privados y delictivos fue creando nichos para el beneficio económico privado legal e ilegal.

Esto sugiere otra pregunta: ¿hasta qué punto estas concesiones informales de servicios y bienes previamente administrados por el Estado se han convertido de facto en formas de gobierno indirecto? Las compañías extractivas y las organizaciones delictivas no sólo explotan recursos que solían considerarse estrictamente públicos (el territorio y la violencia), también desempeñan de manera privada funciones típicamente gubernamentales y tienen la capacidad de transformar de fondo regiones enteras. Comprar y explotar todos los derechos de agua de una región tiene más implicaciones públicas que muchas políticas gubernamentales y sin embargo se considera una decisión privada en manos de las compañías mineras. Anular el servicio a pasajeros en la red ferroviaria es una política pública lo mismo que cobrar peaje. La exacción de cuotas en algunas regiones ha tenido más efectos que el régimen fiscal, ha logrado sofocar y promover actividades económicas particulares, además requiere de censos y de un control minucioso de la producción o traslado de ciertas mercancías. Si las cuotas a migrantes, por ejemplo, se imponen según el país de origen, los cobra-cuotas no sólo llevarán un control estricto del número de personas que pasaba por un lugar, también implementarán, como se ha visto, sistemas para verificar la nacionalidad de cada migrante.

Asimismo, las milicias de sicarios cumplen a veces funciones que podríamos definir como policiacas. En los años previos a que se formaran estas estructuras de control territorial, era muy común escuchar en la zona fronteriza de Sonora quejas y acusaciones relacionadas con los bajadores. Se conocía con ese nombre tanto a los asaltantes que robaban cargamentos de droga en el trayecto hacia Estados Unidos como a las personas que se dedicaban a secuestrar migrantes y cobrar rescate por ellos. Se decía que los bajadores eran “gente de fuera”, que eran más violentos, que eran los que “andaban chueco en lo chueco”. En otras palabras, los bajadores eran algo así como la ilegalidad de la ilegalidad, figuras semejantes a los piratas. El sistema de vigilancia y cuotas establecido por los sicarios parece haber reducido considerablemente la presencia de asaltantes y secuestradores, y algunos lo legitiman como garante del buen funcionamiento de las economías ilegales, de las que muchos viven. En cierta forma es como si los sicarios cumplieran las funciones de policías de la ilegalidad. Al mismo tiempo, el costo de las cuotas subió tanto que terminó por sofocar casi por completo el negocio de la migración indocumentada. Los polleros buscaron otras rutas, y muchas casas de huéspedes y hoteles que daban servicio a migrantes quedaron abandonados. Es decir, las cuotas se convirtieron en una política fiscal excesiva que tenía que pagar el eslabón más vulnerable de la cadena, el migrante mismo.

Por su parte, las organizaciones michoacanas se caracterizaron por su particular énfasis en la función judicial. Impusieron normas estrictas y castigos a sus propios miembros, como la prohibición de consumir drogas, y promovieron una doctrina religiosa y moral, que incluso quedó sistematizada en los libros de Nazario Moreno. Esa función judicial desbordó los límites de la organización, intervinieron en conflictos de otra naturaleza: cobrando deudas ajenas, por ejemplo, o dirimiendo conflictos relacionados con tierras, o incluso golpeando a hombres acusados de haber maltratado o abusado de mujeres. También mostraron una vocación política más declarada: se expresaron por medio de mantas escritas en un tono distinto, dirigidas al público en general, y no sólo a sus contrincantes. La forma privilegiada de estos mensajes es la denuncia, su gesto predilecto, desenmascarar. La mayor parte de los mensajes se reduce a dos tipos. Hay los que acusan a las autoridades estatales de colaborar o encubrir a otros grupos, y denuncian la hipocresía y duplicidad del gobierno. Hay, por otro lado, los que buscan caracterizar la violencia propia como una forma de justicia o limpieza social; se habla de los grupos rivales –en particular de los Zetas– como los “perros” y “mugrosos” que llevan a cabo formas de violencia inaceptable, que matan inocentes, mujeres, niños, que roban y secuestran. En esos casos, la retórica de las organizaciones delictivas tiende a acercarse y confundirse con la de las autodefensas. Su control territorial y social busca legitimarse como violencia limpia que protege y mantiene a raya la violencia sucia, foránea y depredadora.

La organización social y simbólica de la violencia.

Hasta hace diez años, el tráfico de drogas se organizaba sin ejercer un control territorial permanente y sin necesidad de milicias profesionales. La consecuencia más nefasta de la militarización del combate al narcotráfico –además de la crisis de violaciones a los derechos humanos, que no es poca cosa– es que propició la militarización de las organizaciones delictivas mismas. El ejemplo más contundente de privatización de la violencia estatal son los Zetas, pues ellos mismos, en tanto que miembros entrenados del Ejército, pueden verse como un recurso estatal que fue apropiado y privatizado por el Cartel del Golfo. Seguramente no es coincidencia que, en tanto fuerzas públicas recién privatizadas, los Zetas hayan sido también en gran medida responsables de imponer el nuevo modelo de organización delictiva con rasgos estatales: una milicia permanente que a cambio de un salario controla todas las actividades ilegales de un territorio y extrae cuotas. Es sumamente significativo que si bien el resto de los cárteles terminaron adoptando muchas de esas prácticas, el propósito de limpiar el territorio de Zetas se convirtió en una de las principales justificaciones de la guerra entre los grupos y de la represión estatal, y parece incluso haber sobrevivido a los Zetas como organización.

El hecho de que la violencia se haya vuelto no sólo un componente necesario en la organización del contrabando sino un negocio en sí mismo desencadenó una serie de cambios organizativos y simbólicos. En la transición de redes de contrabando a milicias, por ejemplo, los mecanismos para el control de la sospecha y la creación de certidumbre pasaron de formas personales de creación de obligación y confianza (parentesco, amistad, colaboración previa) a otras que se basan en el reconocimiento de identidades grupales (los contras) y estereotipos (los sospechosos). Esta transición es precisamente la condición necesaria para que se desaten formas de violencia más cercanas a la limpieza y la purga, que se basan en el reconocimiento de un cierto perfil físico y social. La comprensión de la violencia mexicana, tanto estatal como criminal, requiere de un análisis mucho más profundo de este tipo de lógicas. Por otra parte, esta transición de red a milicia significó que estos grupos tuvieron que resolver organizativa y simbólicamente la muerte como hecho cotidiano; la organización debe poder reconstituirse fácilmente de las pérdidas constantes y los puestos deben de sobrevivir a sus ocupantes. Así mismo, la elaboración de significados sobre morir y matar se volvió mucho más importante de lo que fue en el mundo del contrabando que exaltaba la astucia y el ingenio por encima de la muerte.

Empiezo con el problema de la sospecha. Este es un tema clásico en el estudio de las economías ilegales. Dado que no se dispone de recursos legales para garantizar que los acuerdos y contratos se cumplan, estas organizaciones se ven siempre en la necesidad de utilizar otras formas para crear un sentido de obligación y de certidumbre sobre las acciones futuras de los demás. Esos mecanismos van desde la intimidación y la coerción –por medio de castigos espectaculares, por ejemplo– hasta los códigos de honor, las relaciones de parentesco que derivan en responsabilidades mutuas, y las formas de intercambio material y simbólico que fundan relaciones de obligación recíproca. En principio es posible afirmar que mientras más efectivos y personalizados sean estos mecanismos, habrá menos ocasiones en que la violencia llegue al homicidio o al enfrentamiento armado. Pero esta premisa depende mucho de la medida en que esos mecanismos sean compartidos y logren establecerse como una especie de “derecho internacional” capaz de regular las interacciones entre las partes. Para que los grupos consideren que el resto de los actores está sujeto a los mismos mecanismos de creación de obligación es necesario que estos mecanismos se vean como independientes de la identidad. Es decir, que el honor y la sospecha no se depositen, por ejemplo, en un perfil racial, regional o socioeconómico particular.

En las explicaciones sobre la violencia que se escuchan en las declaraciones de los acusados o que se elaboran localmente alrededor de sucesos particulares, abundan las referencias a los acuerdos no cumplidos, las traiciones, las envidias y las divisiones. Reflejan una verdadera crisis en los mecanismos para crear obligación y reducir la sospecha. Propongo simplemente como ejemplo la entrevista videograbada que hizo la Policía Federal a Edgar Valdez Villarreal, alias la Barbie, en agosto del 2010, y que da cuenta del inicio de la guerra entre los Zetas y Arturo Beltrán Leyva por un lado, y las otras facciones del Cartel de Sinaloa por el otro:

¿Cómo conoció al Chapo Guzmán?

En una junta. En la última que estuvo Arturo [Beltrán Leyva] quedaron de acuerdo que Los Zetas iban a hablar nomás con Arturo y que si había algo, Arturo lo iba a arreglar. Después comienzan la envidias y volvió otra vez la guerra.

¿Las envidias entre quién?

Entre Arturo y el Chapo, y el Mayo, Nacho Coronel, todos ellos.

¿Cuánto tiempo pasó desde que se reúnen la segunda vez a que se rompe el acuerdo?

Nosotros hasta ahorita no peleamos con ellos [los Zetas], no somos amigos pero hay un pacto que no peleamos, aunque a veces ellos hacen cosas, pero está parado todo ahorita con ellos. Ellos están peleando pa’ allá pa’ Culiacán por allá con el Chapo y con Vicente, con ellos.

¿Quién fue el primero en no respetar el acuerdo?

Comenzó todo por Juárez, que no querían al JL, el que le manejaba las cosas a Vicente Carrillo, pues nomás, supuestamente ellos [los Zetas] quedaron que ellos se iban a arreglar con Vicente para poder pasar por Juárez, pero comenzaron a pelearse, que se miraban feo, que… nomás comenzaron a pelear porque… porque así es esto…Yo lo que sé es que el Chapo les metió gente, o sea no respetó el pacto él. Les empezó a meter gente que mataba gente y era la gente de él pero él decía que no. Y hablaban, y hablaban, y hablan, eso sí muchas juntas, pero eso nunca se arregló. Porque no estaban de acuerdo que… pues la gente de abajo es la que me decía que no, y se peleaba la gente de abajo, la gente del Chapo con ellos y así comenzaron a pelear.

El tema central de este segmento de la entrevista es precisamente cómo se frustran los intentos de llegar a un acuerdo que podría ser económicamente benéfico para todos los involucrados y reducir los costos en armas y vidas. Las envidias, la falta de correspondencia entre palabras y acciones, y la tendencia natural a la rivalidad son temas recurrentes. Pero hay aquí otras explicaciones que importa resaltar. La Barbie explica que los que se peleaban y no estaban de acuerdo eran la gente de abajo. Esta explicación sugiere un grado importante de descentralización en el interior del Cartel de Sinaloa, que coincide con el modelo de concesión de plazas. La guerra que se suscita es en cierta medida una guerra subsidiaria o por proxy, en la que se traslapan varios campos de acción simultáneos; los conflictos locales se añaden a los conflictos regionales y viceversa. El grado de centralización varía de una organización a otra y se relaciona con el grado de cohesión identitaria de los grupos y con la distribución de la sospecha. La Barbie dice que el Chapo fue el primero en romper el acuerdo, pero insiste en que, aunque su acuerdo con ellos hasta la fecha se mantiene, los Zetas son siempre sospechosos:

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