Kitabı oku: «Si persisten las molestias», sayfa 3
¿Cuando muere Arturo Beltrán se complica más la situación?
No, ya estaba.
¿Son un peligro los Zetas para ustedes?
Pues sí porque no respetan ellos, pues la verdad son mugrosos, se me hace que ni su mamá los quiere.
Todos los grupos se reprochan entre sí no tener palabra y no respetar los acuerdos, pero con los Zetas se hace de una manera particular, es una modalidad distinta de sospecha. La Barbie no atribuye el hecho de que los Zetas no respeten o no cumplan los acuerdos a circunstancias particulares –una envidia, por ejemplo, como con el Chapo–, sino a su naturaleza, una característica permanente de su identidad. Los Zetas son así, por mugrosos. ¿Qué señala aquí el apelativo de mugrosos? ¿Por qué la palabra zeta como signo condensó todo lo repudiable, maligno y sanguinario, todo aquello que debía ser exterminado por otros grupos y por el gobierno mismo?
Los Zetas son el ejemplo más claro de la privatización de la violencia estatal. Los catorce miembros fundadores, la llamada ‘primera generación’, fueron en su mayoría desertores del Ejército, a los que se unieron después miembros reclutados sobre todo entre pandillas urbanas. Los miembros iniciales eran también en su mayoría originarios de estados del sur de México, con rasgos físicos más indígenas: hay una dimensión racial velada en el término mugrosos. Pero además ser del sur implicaba que no estaban en su tierra, tenían pocos vínculos con la población de los lugares que controlaban, que en un principio fue el noreste. A diferencia de, por ejemplo, la Familia Michoacana o el Cártel de Sinaloa, la identidad de los Zetas no se sostuvo en la exaltación de un regionalismo. Eran en ese sentido un grupo de desterrados, una organización estrictamente nacional, nómadas. Sustituir los nombres y apodos individuales con letras y números contribuyó a crear un efecto burocrático, pues estos remiten una estructura de puestos ocupados por individuos intercambiables. La figura del zeta como presencia desarraigada que podía estar en cualquier estado de la república, asociada a un perfil racial, y como encarnación de la violencia más siniestra, ha justificado también las formas más crueles de represión estatal. De acuerdo con lo que la fiscalía de Veracruz ha dejado saber, la policía estatal albergó una Fuerza Especial conocida como Los Fieles, también formada por ex militares, que entre 2013 y 2016 llevó a cabo la desaparición forzada de por lo menos 15 personas. El procedimiento es revelador: se detenía arbitrariamente a sospechosos de ser Zetas, se les torturaba para extraerles “información” sobre el grupo, se les amenazaba, violaba, asesinaba, y luego se desaparecían sus cuerpos. O sea, se exorcizaba en los sótanos de la policía al Zeta que todo joven moreno y humilde lleva dentro y se desaparecía su cuerpo para que no contaminase los panteones nacionales.
A pesar de que los Zetas se convirtieron en la encarnación de todo lo que debía ser eliminado, el modelo de organización delictiva militarizada que los caracterizó, lejos de ser una anomalía, se volvió común a prácticamente todos los grupos. Las milicias reclutadas entre ex militares, ex policías, pandilleros, migrantes o simplemente jóvenes con un gusto por las armas y las drogas se volvieron una verdadera clase trabajadora de la violencia de la que todos echaron mano. A medida que se fortalecieron las identidades grupales –con toda la parafernalia de nombres, insignias, uniformes y música que ahora vemos–, también se consolidaron las formas colectivas de sospecha y enemistad. Esto no desplazó las formas tradicionales de identidad regional, linaje y asociación por parentesco; al contrario, en algunos casos estas se han fortalecido, pero se volvieron la prerrogativa de una élite de capos y dueños de los medios de producción de la violencia, los señores, como se ha vuelto común llamarles. Menos de diez años bastaron para que nacieran linajes locales, alimentados en parte por el duelo de todos los que han muerto en estos años.
Vuelvo al ejemplo de Altar, Sonora. Entre 2010 y 2017, se sucedieron cuatro dueños de la plaza y jefes de sicarios: el Paletero, el kb, el 15 y el Cazador. En 2010, se dio un conflicto territorial contra los Gilos, un grupo rival atrincherado en Sáric que se decía había conseguido el apoyo de los Zetas para disputar un segmento de frontera entre Sáric y Nogales. Al mismo tiempo el Paletero, un narcotraficante de Caborca, impuso por primera vez el sistema de cuotas a migrantes, formó un grupo de sicarios locales y se convirtió en el primer dueño de la plaza de Altar. En enero de 2013, un día después de un enfrentamiento con el Ejército en Pitiquito, se encontró el cadáver del Paletero envuelto en cobijas a la orilla de la carretera. Lo sucedió el kb, que tampoco era originario de Altar, ni de Sonora: era de Jalisco, y él también operó por medio del jefe de sicarios local, que en ese tiempo era el 15. Pero en 2014 el 15 estrelló un carro de carreras contra un muro en pleno centro del pueblo, exactamente una semana después de haber enterrado a su hija, que había sido atropellada accidentalmente. Tenía 27 años. Al poco tiempo se supo que el kb había sido asesinado al salir de un bar en Guadalajara. Y fue así que se estableció el Cazador, hermano mayor de el 15, tanto como jefe de sicarios como dueño de la plaza.
A pesar de la cortedad de sus vidas y mandatos, y de las diferencias iniciales entre foráneos y locales, estos cuatro capos lograron constituirse como un linaje en parte gracias a que los unían lazos de compadrazgo. Esta institución social permite justamente establecer vínculos de obligación mutua en poco tiempo y sin necesidad de conexiones previas. La continuidad del puesto y la idea de linaje se consolidaron también por medio de narraciones locales y sobre todo de corridos, que se producen y consumen localmente y que dan cuenta de estas sucesiones. Esta nueva generación de capos y sicarios jóvenes se caracteriza por haber tenido una experiencia directa de la muerte: todos han matado y a todos les han matado personas cercanas, todos de alguna manera están en duelo. Es significativo que cada uno de los corridos de los cuatro jefes de Altar menciona la muerte de un ser entrañable, un hermano o un compadre que ya está muerto. Esto no era el caso en los corridos de contrabando tradicionales, pero se ha vuelto casi una regla del género.
De momentos tristes no me quiero ni acordar
pero a mi hermanito en mi mente lo he de llevar,
ahora me he quedado aquí en el mando en su lugar
y lo hice mi compadre como al kb que por cierto ya no está.
“Así corre el agua”, Los Minis de Caborca.
Importa porque aquí se ve ya cómo la figura del jefe y sus plebes, o sicarios, se sacraliza con la muerte de los que vinieron antes. Hay ya una incipiente elaboración de la muerte como sacrificio –como regalo, como ofrenda, como fuerza creadora–, y cada vez menos una idea puramente instrumental de la violencia –la muerte como el costo de obtener un objetivo secular–. Pocas cosas, quizá ninguna, tienen la capacidad de la muerte y la sangre derramada para gestar mitos y sellar emocionalmente el sentido de pertenencia a un grupo: un clan, un ejército, una nación. Como recuerda Sánchez Ferlosio: no es que los dioses estén en el cielo y que por eso les hagamos sacrificios, es que los hemos puesto en el cielo a base de sacrificios. Cada mes de enero para conmemorar la fecha en que su hermano el 15 se inmoló, el Cazador detona un arma calibre 50 que se oye en todo el pueblo.
Quizás el efecto más serio y profundo del desmantelamiento del nacionalismo posrevolucionario es que la Nación perdió, para bien o para mal, la capacidad de reclamar para sí la sangre derramada y redimirla como sacrificio, perdió así la capacidad de definir a sus sujetos y regresarles una imagen que los identifique y defina socialmente como miembros de un todo más amplio. El duelo colectivo se fragmentó entonces en una multitud de panteones locales, que se definen en oposición a la Nación, y que se volverán tanto más sagrados cuanto más sangrienta sea la violencia estatal. En el noreste de México hay todo un género de videos q.e.p.d. (que en paz descanse) que conmemoran con fotografías y canciones de rap las acciones de los sicarios del Cartel del Golfo o de los Zetas recientemente abatidos. Esta fue escrita para Pedro Fernando Pérez, apodado la Muñeka.
Te recuerdan tus amigos y toda la compañía
desde arriba sé que cuidarás a los de abajo
a los sicarios que con mucho orgullo honran su trabajo
a los que estuvieron contigo en las buenas y en las malas
sé que tú estarás con ellos esquivándoles las balas.
Se nos fue
el carnalito de la Letra
que nunca soltó su metra
pero esto así es
hoy te puedo ver
pero mañana no sé
Te recordaré
en las buenas y malas
por culpa de unas balas
tu cuerpo no es nada.
La Muñeka, q.e.p.d., Topon, 2014.
Avatares de un cronotopo: El ejido en el fin del orden posrevolucionario
Antonio Azuela
Introducción
El ejido es, sin lugar a dudas, la institución más emblemática del México posrevolucionario. No solamente fue el espacio donde se estabilizó la relación entre los campesinos y el Estado durante un largo periodo, sino que llegó a sintetizar una idea de futuro deseable para varias generaciones; una especie de versión nacional de la economía mixta y el estado de bienestar para el mundo rural. A principios de los años noventa, parecía que llegaba a su fin por una reforma en su régimen jurídico. Al menos para la izquierda universitaria, esa reforma liquidaría al ejido por la vía del mercado. El pronóstico estaba equivocado, pero expresaba una sensación de fin de época que vale la pena reconocer.
Es verdad que el ejido, junto con su hermana mayor, la comunidad1, está lejos de haber desaparecido. No solamente ocupa más de la mitad del territorio nacional, sino que se ha convertido en el objeto y el escenario de disputas cada vez más agudas. En el terreno simbólico está sujeto a un proceso de resignificación cuyos perfiles aún no acaban de aclararse; pero es en el terreno material en el que se libran las mayores batallas, sobre todo por los recursos naturales y culturales asociados a lo que hace cien años no era más que una condición para la producción agropecuaria y la justa distribución de la tierra.
En las páginas que siguen intento explicar en qué consiste este fin de época del ejido, como parte del “largo proceso de disolución del régimen de la Revolución Mexicana” al que este libro está dedicado. Se trata de observar tanto la dimensión simbólica como la dimensión material del ejido y, en particular, esa combinación de elementos viejos con rasgos emergentes que no cabe en la periodización de un solo antes y un solo después. Sobre todo, se trata de evitar esa mirada que cree ver en los cambios del ejido un simple despliegue, de lo nacional hacia lo local, de transformaciones surgidas en el seno del Estado, como si este fuese una entidad separada de la sociedad, cuando el ejido es un espacio de acción colectiva que, desde lo local, contribuye a la formación y a las transformaciones del propio Estado. Y no es que en esto el ejido tenga nada de particular. Es que, como toda forma de propiedad, es parte del arreglo territorial del Estado que hace posible su reproducción.
Para examinar al ejido resulta irresistible la tentación de utilizar la idea del cronotopo, que viene de los estudios literarios (Bakhtin, 1981) y que ha sido recuperada por la antropología para capturar, en el análisis de una institución o un hecho social cualquiera, las dimensiones temporal y espacial como una unidad indisoluble. Aquí resultan particularmente inspiradores los textos de Mariana Valverde, que no solamente ha hecho un uso muy sugerente de la idea de cronotopo para el análisis del espacio urbano, sino que ha argumentado de manera muy convincente sobre la necesidad de reconocer la dimensión espaciotemporal (y no solamente la espacial) en el campo de la geografía jurídica (Valverde, 2014).
Así, en la primera parte del texto abordo la dimensión temporal de la idea del ejido y para ello examino la forma en que la idea misma del ejido ha circulado en el espacio público mexicano desde su adopción en la legislación revolucionaria y en la Constitución de 1917 hasta nuestros días. Ese análisis está íntimamente relacionado con, pero debe distinguirse de, el análisis del ejido como institución jurídica. Mientras el análisis de los juristas toma como su objeto a los discursos que se reconocen como enunciados relevantes dentro del sistema jurídico, o sea el texto mismo de la ley, la jurisprudencia o cualquier otra “fuente”, lo que aquí interesa es el discurso que circula en contextos sociales más amplios y que, en principio, tendría una mayor productividad social. Esta distinción supone reconocer que los ciudadanos por regla general no acceden a las instituciones jurídicas a través de la lectura directa de las fuentes del derecho, sino por las versiones que encuentran en su entorno inmediato o en el espacio público gracias a los intelectuales y otros intermediarios.2
La distinción entre esos dos tipos de discursos es pertinente por una razón más: cuando uno trata de averiguar, por medio de la bibliografía derivada de la investigación empírica, lo que ocurre en la vida real de los ejidos, se ve confrontado al hecho de que existe una inmensa variedad en el modo en que ellos se organizan, en sus formas de resolución de conflictos y en sus relaciones con las autoridades, por citar solo algunos aspectos (Torres-Mazuera, 2014). La salida obligada ante esa diversidad suele ser afirmar que lo único que tienen en común los aproximadamente 30 mil ejidos mexicanos es su régimen legal. Así, sólo en el orden jurídico habría una definición y un conjunto de normas aplicables a todos, aunque existan grandes diferencias en el modo en que tales normas son interpretadas, adoptadas, o bien, ignoradas, en la vida real de los ejidos.
Sin embargo, no es verdad que la de la ley sea la única definición de carácter general del ejido. Existen ideas sobre el ejido que circulan en contextos sociales mucho más amplios que los de los operadores del derecho. Esas ideas, que se convierten en un sentido común ampliamente compartido, en este caso sobre “el campo mexicano”, no necesariamente son las de los juristas. La distinción es importante no sólo porque a veces el discurso público (que puede convertirse en sentido común) choca con la definición que circula en el interior del campo jurídico, sino sobre todo porque la fuerza social de la idea del ejido radica en el modo en que se define, se critica o se defiende en diversos espacios sociales, en particular los de los intelectuales públicos, en la medida en que ellos tienen la capacidad de poner en circulación la definición correcta de casi cualquier asunto de interés público.
La segunda parte del texto aborda la dimensión espacial del ejido, la cual nos conduce a reconocer las transformaciones ocurridas en la relación entre el ejido y el territorio y que incluye dos grandes cuestiones: el proceso de urbanización y la intensificación de la presión por los recursos naturales presentes en los ejidos, así como la consecuente generalización de los llamados conflictos socioambientales. Este conjunto de transformaciones constituye la base material de los nuevos significados que esta forma de propiedad ha ido adquiriendo en el contexto de la disolución del hoy antiguo régimen; significados que, como iré mostrando, estamos lejos de comprender.
Un cronos que fascina.
Cuando nos preguntamos sobre la dimensión temporal del ejido en el discurso público posrevolucionario, encontramos que uno de los rasgos que lo definieron como forma de propiedad a lo largo del siglo xx se refiere precisamente a su temporalidad: me refiero al carácter inalienable de los derechos de propiedad otorgados a los campesinos como parte de la reforma agraria. Como es sabido, antes de la reforma neoliberal del 1992, los campesinos que habían sido dotados con tierra en la reforma agraria estaban legalmente impedidos para poner en venta sus tierras y eso era el rasgo más notable de ese régimen de propiedad: era para toda la vida. De hecho, una periodización que puede considerarse plausible del régimen ejidal toma como referente precisamente ese rasgo (Azuela, 2015). Así, podemos hablar de tres etapas en la historia del ejido después de la revolución mexicana: la del ejido provisional, la del ejido perpetuo y la del ejido voluntario, que constituyen tres regímenes de temporalidad que expresan cambios profundos en el significado de la propiedad campesina y su lugar en el mundo social mexicano.
La era del ejido provisional va de 1915 a 1934. Como se sabe, fue con la célebre “Ley del 6 de enero”, expedida por Venustiano Carranza en Veracruz, que inició el uso contemporáneo de la palabra ejido para designar la tierra que se distribuye entre grupos campesinos que carecen de ella (Kourí, s/f). Y desde el principio quedó claro que la tierra repartida tendría el “carácter de inalienable”. Lo que suele pasar por alto la narrativa que nos presenta al ejido como una institución intemporal, es que los intelectuales que concibieron las fórmulas jurídicas del reparto agrario veían esa inalienabilidad como un régimen transitorio3 y que ese fue el discurso público dominante sobre el régimen agrario por casi dos décadas. Según las teorías evolucionistas que prevalecían en esa generación, verbalizadas sobre todo por Molina Enríquez (Kourí, s/f) quienes recibían la tierra (por dotación o por restitución) pronto aprenderían las ventajas de la propiedad individual, incluida la capacidad para disponer de la tierra. Mientras tanto, había que mantener un régimen tutelar para protegerlos de la voracidad de los terratenientes y, desde luego, de su propia incapacidad. Más allá de calificar esas miradas de “paternalistas”, lo notable es el optimismo positivista que ellas expresaban: los campesinos se convertirían en productores independientes y capaces de utilizar el mercado a su favor, en el mismo horizonte temporal que la educación laica los llevaría a abandonar la religión. Las revueltas cristeras demostraron que la cosa no sería tan fácil; y la inalienabilidad tampoco resultó cosa de unos años.
Es difícil saber cómo se pasó a la etapa del ejido perpetuo, o sea en la cual la inalienabilidad garantizaría que el ejido existiría por siempre, idea que regiría por casi seis décadas, e incluso más allá de las reformas de 1992. La historiografía agraria no da cuenta de textos de intelectuales que hayan defendido el carácter inalienable del ejido como un rasgo permanente y ya no sólo como una solución provisional. Tenemos, a lo sumo, expresiones como la de Jesús Silva-Herzog que años después, refiriéndose a cómo apareció el tema en el Código Agrario de 1934, diría acerca de esto que para entonces “parecía que no había marcha atrás” (Silva-Herzog, 1964). Lo cierto es que para mediados de esa década había desaparecido del espacio público la idea de que ese era un rasgo provisional de la propiedad ejidal. Las primeras defensas de la inalienabilidad aparecen más de una década después, como reacción a los intentos de suprimirla en la administración de Miguel Alemán.4
No está claro, aunque suele darse por sentado, que la inalienabilidad haya sido el elemento más importante para asegurar la adscripción (subordinada) del campesinado en el orden político mexicano. Es posible que la eterna promesa del reparto de la tierra haya sido aún más importante para mantener la (des)movilización social en el campo durante tanto tiempo. En todo caso, lo que está fuera de duda es que, en la discusión pública sobre el ejido, el carácter inalienable de la propiedad fue lo que más atrajo la atención. Y fue también lo que dividió las opiniones. Si para los intelectuales cercanos al régimen, era uno de los grandes logros de la revolución, para los críticos liberales, que fueron marginales hasta los años ochenta, esa era precisamente la debilidad de nuestro régimen agrario.
Para mediados de siglo, las connotaciones de las teorías evolucionistas que veían a los campesinos como menores de edad ya eran indefendibles, por lo que se necesitaba una nueva justificación de la inalienabilidad, ya como rasgo definitivo de esta forma de propiedad. Lo que los intelectuales mexicanos construyeron para tal fin es el hecho más notable en la historia de las ideas sobre el ejido, ya que se trata de una tesis que tiene un claro sentido jurídico pero que en realidad se aparta por completo de lo que entonces sostenían la ley, la jurisprudencia y los juristas, pero que cumplió una función simbólica, que no ha desaparecido del todo, sobre el lugar del campesino en la sociedad mexicana. Esa tesis afirmaba algo muy simple: que la propiedad ejidal no era una verdadera forma de propiedad, sino que los campesinos eran meros poseedores de una tierra que “en realidad” era de propiedad nacional.
Si bien hay indicios claros de esa tesis desde principios de los cincuenta,5 ella aparece de manera notable en un congreso agrario de 1964, en el que Vicente Lombardo Toledano proclama con énfasis que la tierra ejidal es propiedad de la nación, a pesar de que un especialista en derecho agrario (Víctor Manzanilla Schaffer), intervino para tratar de convencerlo de que la tierra ejidal era propiedad de los campesinos. En su réplica, Lombardo no abandona su razonamiento a la Locke: si no pueden vender su tierra eso significa que no son verdaderos propietarios de la misma. Hoy en día su tesis se repite como un mantra.
Vale la pena insistir en que se trata de una definición sobre el carácter jurídico del ejido, defendida por intelectuales no juristas en contra de lo que decían no solamente los juristas6 sino sobre todo la ley y la jurisprudencia. Y es que los Códigos Agrarios de 1934, 1940 y 1944 incluyeron, todos ellos, la fórmula según la cual los núcleos agrarios eran propietarios de la tierra “con las modalidades” establecidas por la ley. Esas modalidades eran las famosas “tres íes”, o sea el carácter inalienable, inembargable e imprescriptible de la propiedad ejidal. La jurisprudencia tampoco tuvo problema en aceptar esa tesis.
La pregunta entonces es ¿qué se les jugaba a los intelectuales con la creencia de que la tierra ejidal era de la nación y no de los campesinos, a pesar de que todo el campo jurídico definía al ejido precisamente como una forma de propiedad? La hipótesis que sugiero es que existía la necesidad simbólica de un sistema de intercambios entre el campesino y “la nación” (representada, obviamente, por los propios intelectuales7). En ese intercambio, al recibir la tierra los campesinos se convierten en detentadores de algo que nos pertenece a todos. No es la propiedad profana que se puede vender, es la que tiene un significado especial porque es de todos nosotros.
Así, la prohibición de vender la tierra es el dispositivo que une simbólicamente al campesino con la nación. El tiempo del campesino es el tiempo de la nación y la forma de mantener vivo el vínculo entre ellos es la inalienabilidad de la tierra. Antes, en la etapa del ejido provisional, no podía vender su tierra porque no era suficientemente maduro, pero eso era una condición temporal; para los años treinta esa prohibición había cambiado de sentido y se había convertido en el fundamento del vínculo que lo une con la nación para siempre: es esa la lógica de la era del ejido perpetuo. No en balde esa que es la definición, digamos, clásica del ejido mexicano se consolida a mediados del siglo xx, o sea en el punto más alto en la legitimidad del estado posrevolucionario.
Desde luego, estamos hablando de ideas sobre el ejido que circulaban entre los intelectuales, no forzosamente entre los ejidatarios. Se sabe que siempre existieron mercados (que hoy llamamos informales) de tierra ejidal, no sólo en las periferias urbanas sino en el mundo rural, entre campesinos. También se sabe que esas ventas fueron sistemáticamente toleradas por las propias comunidades y casi nunca fueron sancionadas por las autoridades. Los ejidatarios podían pensar que, como decían la ley y los jueces, la tierra era de su propiedad. Pero para los intelectuales el arreglo era otro y sólo tenía sentido si la tierra era vista como propiedad de la nación; una invención jurídica producto de una necesidad simbólica. Y es interesante también que la invención haya tenido un éxito tan grande8 a pesar de que contradecía lo que explícitamente proclamaban la ley, la jurisprudencia y los juristas. Ahora que el estado de derecho es una preocupación tan sentida, uno se pregunta si sería posible contradecir a los juristas en algún tema central de la vida pública.
Que la inalienabilidad de los derechos ejidales no es un mero tecnicismo y que tenía algo de sagrado se hizo evidente cuando llegó a su fin, como parte de las reformas neoliberales de 1992 y se inició lo que Martín Díaz y Díaz llamó “la era del ejido voluntario”, que es precisamente la última fase de nuestra periodización. La transformación del régimen agrario tuvo dos componentes principales: el fin del reparto agrario y la posibilidad de que, con autorización de las asambleas de los ejidos, sus miembros pudiesen “asumir el pleno dominio” de sus parcelas y disponer de ellas libremente. La propiedad no dejó de ser inembargable e imprescriptible pero ya no era inalienable y todavía hoy se puede ver en muchos comentarios que la reforma se vivía como una profanación. Lo que en los años siguientes a la revolución aparecía como algo provisional se había convertido en uno de los íconos del pacto social de la posrevolución. El tiempo perpetuo de la inalienabilidad era suplantado por el tiempo incierto del mercado.
Mucho puede decirse de esta nueva era. De entrada, a pesar de lo que muchos vaticinaron, dos décadas después de la reforma no se produjo nada parecido a la extinción del ejido. De hecho ahora hay más ejidos que hace veinte años y ellos cubren una superficie mayor.9 Pero acaso lo más relevante sea el poder territorial que, a contrapelo del municipio y otras instancias estatales, ejerce el ejido hoy en día y que han llevado a algunos a caracterizarlo como un cuarto nivel de gobierno (Melé, 2011). El asunto no es despreciable cuando se recuerda que entre los ejidos y las comunidades cubren casi 54 por ciento de la superficie del país, en ellos habita casi toda la población rural y gran parte de la biodiversidad terrestre. En ese contexto, adquiere un significado especial el objeto de este ensayo, o sea las ideas que circulan sobre el ejido. Son tres los rasgos más destacables en esta nueva era: primero, ya no existe una idea hegemónica sobre lo que es (o lo que debe ser) la propiedad campesina. Es verdad que siempre hubo críticas de corte liberal a las instituciones agrarias de la posrevolución, pero estas eran marginales en el contexto de la hegemonía priista.10 Por su parte, la izquierda (que en los años setenta denunciaba la subordinación política de los campesinos y no la forma ejidal como tal) terminó siendo el principal espacio de la defensa de la inalienabilidad. En cambio, para los años noventa el sentido común neoliberal ya ocupaba franjas importantes de la opinión pública y era el punto de vista desde el cual el ejido aparecía en una temporalidad opuesta a la del ejido perpetuo, como un “resabio del pasado”. Mientras unos piensan que hay que respetar el derecho de aquellos a disponer libremente de su tierra, otros sostienen que el vínculo perpetuo con la tierra es lo que da sentido a sus derechos de propiedad. En otras palabras, en esta nueva era el ejido está sujeto a discusión.
El segundo rasgo de la era del ejido voluntario consiste en que la inalienabilidad, a pesar de haber desaparecido del régimen legal del ejido, se sigue defendiendo como un valor positivo en amplios sectores de opinión. Acaso la muestra más clara de ello sea la popularidad del lema “la tierra no se vende, se quiere y se defiende”, que nació en 2001 al calor del movimiento en contra de la expropiación de terrenos para la construcción de un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México, y que sigue inspirando consignas de movimientos similares. El asunto no es trivial, en la medida en que crece la conflictividad social por recursos naturales. Como se verá enseguida más allá del mundo de las ideas, la lucha por la tierra ha dado paso a la lucha por un mucho más amplio de recursos.
En todo caso, no importa que el ejido ya no sea inalienable desde el punto de vista jurídico, el discurso de la inalienabilidad sigue apareciendo en su forma más clásica. Así, al calor del conflicto por el aeropuerto un columnista escribiría que los campesinos de Atenco
“…una y mil veces han repetido frente a las amenazas que no es cuestión de dinero y sí de la esencia misma de su vida, de su existencia no como economía o caridad sino como existencia de mexicanos. Es el México profundo que los poderosos jamás extinguirán”. (Horacio Labastida en La Jornada, 19 de agosto, 2002, cursivas nuestras).
Pero además de esos dos públicos, claramente enfrentados por su forma de definir al ejido, surge una tercera mirada que se deslinda tanto de la inalienabilidad como rasgo esencial, como del sesgo individualista de la postura liberal. Es la mirada de la sustentabilidad, que en su versión comunitarista ha encontrado en el ejido nada menos que la clave para el futuro de la humanidad. Gracias al neoinstitucionalismo (y en particular a Elinor Ostrom), ya no hace falta un “compromiso histórico” de los campesinos para no abandonar su tierra, o su lealtad a la nación. Con un buen arreglo institucional (reglas claras acordadas por individuos racionales) será posible asegurar un uso sustentable de los recursos naturales sin recurrir a la propiedad individual. De ese modo, el ejido adquiere una nueva justificación y, sobre todo, una nueva temporalidad. No son ya los tiempos de la nación sino los del planeta. Aunque siempre pueda venir un aguafiestas a recordarnos que son muy pocos los ejidos que cuentan con una riqueza biológica notable y que en esta nueva mirada se está dejando fuera al México “cerealero” de Molina Enríquez (así como al México ganadero del norte), lo cierto es que el discurso de la sustentabilidad representa un impulso nuevo e inesperado para la propiedad corporativa en el campo mexicano.
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