Kitabı oku: «Un trienio en la sombra», sayfa 6
5. La (alta) sociedad
Más de doce horas hacía que el inspector Castillo me había despertado, y aunque apenas estaba llegando al final del primer día en aquella ciudad, lo cierto es que me sentía como si hubiese vivido en ella durante años: sus caras, sus gentes... La condición humana siempre tiene un tufillo universal, acogedor a la par que repugnante. Mientras bajábamos por calle Lucena, un segmento de la ruta comercial que une Antequera con Córdoba, Antonio seguía hablándome de la historia del pueblo, impresa en cada uno de sus adoquines, si el paseante era lo suficientemente observador para darse por apercibido. Cansada de bajar y bajar, la calle llegaba a un pequeño remanso, una intersección en forma de cruz que los lugareños llamaban “los cuatro cantillos”, en alusión a los cantos de piedra que remataban cada una de las esquinas. Enfrente, la propia calle Lucena principiaba ahora a ascender hasta desembocar frente a la iglesia de San Agustín, mientras a la izquierda comenzaba la calle Diego Ponce, y a la derecha se extendía la calle de Cantareros, concurrida de gente a aquellas horas de la tarde.
Castillo decidió que mantuviésemos la tradición y siguiésemos ascendiendo por calle Lucena, ya que tenía la intención de enseñarme dos grandes mansiones, que flanqueaban el inicio de su azarosa subida:
–La casa de la izquierda pertenece a las marquesas de Cauche, que solo residen aquí temporalmente, y me parece lógico, teniendo en cuenta su situación tan cómoda en el villorrio del que vienen.
Aquellas marquesas eran las dueñas de un pueblito llamado Villanueva de Cauche, en la margen izquierda del puerto de las Pedrizas, según se va a Málaga. La aldea en cuestión era probablemente uno de los últimos bastiones del fuero medieval: todos sus habitantes eran colonos de las marquesas, propietarias del suelo donde ellos vivían. De modo que, a cambio de habitar sus casas, y de trabajar la tierra comunal, debían pagar un tributo anual en especie, consistente en una gallina y en la quinta parte del grano cosechado. Además, debían asistir obligatoriamente a la misa del domingo: de hecho, la capilla del pueblo estaba dentro de la casa de las marquesas, que gozaban de un palco reservado que comunicaba su dormitorio con el recinto sagrado. Desde él, veladas por la celosía de madera, vigilaban que sus colonos acudiesen sin falta a la misa dominical, lo que en cualquier caso era fácil de comprobar, ya que apenas residían en el pueblo unos doscientos habitantes.
Así pues, teniendo en cuenta la conciencia que poseían aquellas mujeres de controlar totalmente el espíritu de sus gentes, mi amigo el inspector juzgaba natural que las tres solteronas prefiriesen permanecer en aquel pueblucho perdido de la sierra, donde se movían como un pez grande en una pecera pequeña, en lugar de ir a Antequera, donde su casa no solo jamás se había contado entre las más reputadas, sino que además era despreciada por otros nobles aburguesados como el de Fuente de Piedra o el de la Camorra, que denostaban aquellas reminiscencias de servidumbre de la gleba.
Frente a la mansión de la casa de Cauche, a mano derecha en el sentido de nuestro camino, estaba la casa donde servía Lola: el palacio de los marqueses de Villadarias. En lugar de proceder a describirlo, Antonio me cogió del brazo, me indicó con un ademán que guardase silencio y me llevó hasta el umbral de la casa, amplio y oscuro como la boca del lobo. La vista era impresionante: ante nosotros, tras una verja de hierro colado fabricada por los navieros de San Fernando, se extendía un enorme patio porticado, sumido en la penumbra. El espacio cubierto por el pórtico estaba ligeramente sobre-elevado y recorrido por plantas de la más diversa naturaleza. En el centro, el suelo quedaba rematado por un mosaico en blanco y negro con el escudo nobiliario de la casa, y el ambiente mágico solo era dulcemente interrumpido por el trinar de los pajarillos que se retiraban a sus nidos, cumplidas las faenas de su arduo día.
Castillo y yo pasamos varios minutos extasiados en la contemplación de aquel espacio que parecía al margen del mundo real, hasta que el inspector consultó su reloj, tocó ligeramente mi hombro y me incitó a retomar nuestro camino. Al salir de nuevo a la calle, las luces de gas comenzaban a encenderse para alumbrar el camino de las criadas, quienes cargaban con sus cestas rebosantes de comida y se apresuraban a preparar la pitanza con cuya digestión sus señores se retirarían a dormir. Una de ellas, de apenas dieciséis años, se cruzó con nosotros a nuestra salida del palacio, miró a don Antonio, le dirigió un alegre “buenas tardes” y accionó la campana de la casa, llamando a cualquier otro criado que le franquease la entrada.
–Es Fátima –me informó el inspector–. Es una prima lejana de Lola, que entró en la casa recomendada por esta última. La condesa vino a pedirme un informe y resultó que la chica estaba limpia como una patena. Cumplí mi trabajo, pero en su conciencia ella cree que le hice un favor, y cada vez que se cruza conmigo me saluda con la misma efusividad.
Antes de alejarnos del palacio, me volví una vez más para gozar de una panorámica de aquel majestuoso edificio. Sus balcones, cual ojos de búho en noche de luna llena, traslucían luces tenues en las entrañas de aquella casa rebosante de actividad durante todo el día. En lugar de persianas al uso, de madera, las suyas eran de esparto trenzado, quizá para aislar mejor sus dependencias del ruido de la calle cuando la señora desease retirarse a descansar. Justo encima de la puerta principal, un balcón regio se alzaba poderoso y permitía a quienes estuviesen en él divisar ambos extremos de una de las calles más transitadas de la ciudad. Fue entonces cuando vi algo que al principio me había pasado desapercibido: a ambos lados de la puerta había sendos aparejos de cadenas, que debían usarse para cerrar el acceso al Palacio. Pero, ¿con qué finalidad? Antonio reparó en mi hallazgo y acudió raudo a despejar mis dudas:
–La casa de Villadarias es una de las más antiguas de la ciudad, Pedro. Tan antigua, que ya estaba aquí cuando los Borbón llegaron al trono español. Felipe V pasó por Antequera con su esposa Isabel de Farnesio, en 1730. El rey se alojó en esta misma casa, ahí donde la ves, y al parecer quedó tan maravillado de la hospitalidad antequerana y de las atenciones de la marquesa viuda, que premió a esta última concediéndole el privilegio de colocar esas cadenas a la entrada de su puerta.
–¿Qué significado tienen?
–Mucho más del que podrías imaginar –respondió él, aparentemente fastidiado–. Esas cadenas significan que los de Villadarias son amigos de la Corona, y que gozan de su protección. Lo cual quiere decir que si la justicia ordinaria, o sea yo, persigue a los marqueses por algún motivo, o a algún amigo de la casa, el perseguido puede acogerse al fuero del Palacio, refugiarse en su interior, y solo las órdenes del rey pueden disponer sobre él, sin que la Policía esté autorizada a traspasar las cadenas. ¿Qué te parece?
No pude reprimir la carcajada.
–¡Que te hace la misma gracia que un chascarrillo de Narváez!
Mi salida ayudó a que el inspector se relajase.
–Ciertamente, no me hace ninguna gracia. Digamos que el privilegio que les otorgó el rey hace que acogerse a este palacio sea igual que acogerse a sagrado. Por suerte, la casa de Villadarias siempre ha tenido muy buena reputación, y la condesa viva jamás ha hecho uso de ese fuero. De hecho, colaboró mucho conmigo en las semanas posteriores a la muerte de Antonio Robledo, cuando interrogué a sus criados, conocedores de algunos empleados del difunto. Y como te he dicho, la buena mujer recurre a mí cuando quiere emplear a alguien de quien no tiene referencias, para que indague por mi cuenta si la persona en cuestión es de fiar.
Hecha la aclaración, seguimos subiendo por aquella calle hasta su final. Arribados frente a San Agustín, giramos a la derecha para encaminarnos al Casino. Había otros caminos más cortos, pero el inspector, como yo, estaba cansado de las peripecias de nuestro largo día y quería relajarse un poco charlando y paseando tranquilamente. La calle Estepa, por la que ahora avanzábamos, bullía de actividad. Los matrimonios de posición paseaban junto a sus amistades, los mozos de almacén hacían sus últimos recados, las fondas encendían sus luces y aguardaban a sus primeros comensales de la noche... Y en los corrillos que se iban formando, pude notar cómo algunos dirigían la mirada hacia mí con disimulo y comentaban entre sí. Sin duda, la noticia de mi llegada ya había circulado por la ciudad y eran muchos los curiosos que querían ver a aquella especie de inspector venido de Granada para investigar la muerte del señorito Robledo. Sinceramente, aquel ambiente no me preocupaba...
De hecho, he de reconocer que hasta cierto punto me envanecía ser el centro de atención. Lo que me aterraba era la posibilidad de que la misma noticia de mi presencia en la ciudad hubiese llegado a mis dos tías. Las dos eran hermanas de mi madre, solteronas, cotillas, hipócritas... vamos, que ninguna de ellas le llegaba a la suela del zapato. No porque yo amase a mi madre apasionadamente, no porque su recuerdo perviviese en mí con la viveza de una llama perenne que ardía en mi corazón, alentándome ante cualquier adversidad, sino porque aquellas dos criaturas eran mezquinas en términos absolutos. Cuando su hermana murió, ellas, que llevaban una década viviendo en Antequera, donde habían ido no se sabía muy bien por qué, se limitaron a mandar una nota de condolencia. Con todos esos antecedentes para disuadirme de su afecto, temía el momento de llegar a mi fonda y encontrar una nota de su puño y letra para invitarme a tomar chocolate, que no podría rechazar. Por eso prefería prolongar mi día en compañía del inspector Castillo, aunque mis ojos comenzasen a acusar la falta de sueño.
Pasaban diez minutos de las ocho de la tarde, bueno, de la noche, cuando entramos en el Casino. Aún quedaba mucho por hacer, pero pese a ello Antonio no parecía dispuesto a cenar allí y dejarme ir después, sin más. De hecho, para la cena había sugerido que nos reuniésemos en un local que él conocía no lejos de allí, en la Alameda, en un reservado del que solía hacer uso frecuentemente. Estaríamos solos y podríamos intercambiar ideas con total libertad, lejos de miradas indiscretas y, sobre todo, del ambiente poco acogedor de su caótica oficina. Divertido, pensé en la suerte de mi posadero, que se iba a librar de mi ira por no haber impedido que me despertasen: estaba demasiado cansado para vengarme de nadie, la cabeza me hervía de preguntas sin respuesta y, al fin y al cabo, tampoco se podía decir que me hubiese ido tan mal como consecuencia del madrugón imprevisto.
El encargado de la sala del Casino, un hombre mayor, de pelo engominado y chaqueta blanca, que respondía al apellido de Cruz, había acudido a la puerta para recibirnos al inspector y a mí, conduciéndonos después a una mesa recóndita de una esquina de aquel lugar, junto a una ventana desde la que se contemplaba parte de la calle.
–No te hagas demasiadas ilusiones, Pedro –me decía mi amigo, cuando habíamos ya tomado asiento y pedido una copa de licor para desentumecer nuestras articulaciones, castigadas por la caminata de la jornada–. Aquí todos hablan también de ti, aunque no te señalen directamente ni con los ojos ni con el dedo. Son más discretos, eso sí, pero en el fondo participan de la misma medianía de las clases bajas de las que pretenden distanciarse.
Hablaba sin borrar una sonrisa de disimulo de su cara, mientras hacía un recorrido visual por los diferentes grupos que se habían formado en el salón, algunos de pie, debatiendo animadamente mientras fumaban, otros sentados en torno a una mesita común donde se apilaban El Eco del Comercio, La España y otros periódicos de la época.
–Tendría yo unos seis años –comenzó a narrar el inspector– cuando un día, jugando con otros niños de mi edad, pasé por la puerta de esta misma casa. Era verano, habíamos estado haciendo trastadas desde bien temprano por la mañana, habíamos llegado hasta el Paseo Real, nos moríamos de calor y estábamos cansados. Entonces, a eso de la una de la tarde, poco antes de subir al barrio de San Miguel, nuestro barrio, decidimos descansar. A veces, los camareros del Casino, que eran muy jóvenes, nos daban una jarra de agua helada cuando no estaba Cruz, el encargado. Aquella mañana no había agua, pero yo estaba exhausto y me dejé caer en una de las butacas que se disponían en la puerta para que los clientes de la institución leyesen en la calle. Entonces Cruz salió con cara de pocos amigos, me agarró del brazo, me levantó en el aire y me arrojó casi al suelo. “Niño”, me dijo, irradiando desprecio, “estas sillas no son para ti”.
Sonreía con sarcasmo.
–Lo que es la vida. Hace diez años, veinte después de aquella hazaña, regresé a mi Antequera natal como el inspector jefe más joven de la provincia. El mismo día que tomé posesión, una de las primeras cosas que hice fue venir al Casino. Cruz seguía siendo el mozo de sala, con más de sesenta años, el pelo igual de engominado, aunque más escaso que la última vez que nuestros caminos se cruzaron, lleno de canas mal disimuladas. Ni siquiera me reconoció. Cuando me vio entrar, me identifiqué y me dijo: “Acompáñeme, inspector, le facilitaré una mesa tranquila”.
La sonrisa de la venganza simbólica, servida en plato frío, se dibujaba cruelmente en el rostro de Antonio, ajado por años de servicio y de inmersión en las miserias de aquel pueblo, de su pueblo:
– “¿No recuerdas que estas sillas no son para mí, Cruz?”. ¡Tenías que haber visto su reacción! El tipo primero sonrío y enarcó las cejas, porque no entendía a qué me estaba refiriendo. Pero pronto su cerebro dio marcha atrás, buscó en su memoria mis facciones, tamizadas por los años, y se puso del color de la cal. También aquel día era verano, de modo que empezó a sudar, aunque intentó mantener la compostura irguiéndose mucho. “Señor, yo... yo...”.
Soltó una tremenda carcajada.
–Por mi profesión, nunca disfruto con el sufrimiento ajeno. De hecho, creo que mi función ha de ser ayudar a atenuarlo, pero en aquel momento gocé como un niño pequeño. Cruz no sabía qué hacer, qué decir, empezaba a temblar. Entonces yo, lejos de aliviarle de su pesar, le dije: “¿Dónde está esa mesa que me has prometido? Anda, gánate una buena propina”. Endureció el gesto, apretó los puños, bajó la cabeza y caminó con paso decidido hacia una mesita situada junto a la ventana, esta misma en la que estamos tú y yo ahora. Desde aquel día, siempre que me ve entrar deja lo que esté haciendo y se desvive por atenderme.
Volvió a reírse de aquel pobre hombre que permanecía de pie en medio del salón, oteando el horizonte de clientes para acudir raudo a la primera llamada. En general, la compañía de Antonio Castillo resultaba agradable, pero a ratos se percibía el rencor que le devoraba, aquel deseo de devolver los mil desaires que habría tenido que sufrir desde pequeño, cuando todos lo habían despreciado por la humildad de su familia. En el fondo, su proceso personal era el mismo que el de Vicente Robledo, aunque el mecanismo de ascenso en uno y otro caso había sido radicalmente distinto. No podía culparlo por su rencor, por su ansia de venganza, entre otras cosas porque yo mismo había dejado a un sujeto indeseable revolcándose sobre un charco de su propia sangre en los baños de la Audiencia de Granada, mientras me encaramaba al estribo de la diligencia que debía alejarme de aquella ciudad durante un tiempo. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, cada vez me sentía menos orgulloso de mi gesto y comenzaba a concienciarme de que tanto rencor solo puede servir para criar úlceras.
Mientras andaba perdido en estas cavilaciones, el inspector seguía mirando con disimulo a todos los presentes en la sala del Casino. Interrumpía su observación, perfeccionada durante años de oficio, con breves sorbos a la copa de brandy que permanecía en su mano derecha y que agitaba intermitentemente para mantener las moléculas del licor en circulación. Así, con aquel ademán despreocupado, evitaba despertar las suspicacias de quienes eran observados por él insistentemente. Cuando grabó todas las caras en su memoria depositó la copa sobre la mesa, me miró con un gesto felino y me dijo:
–Mantén la mirada fija en mí, pero retén cada detalle que te voy a dar a partir de ahora; muchos personajes que están aquí, entre nosotros, van a aparecer y a desaparecer de nuestra investigación conforme los días vayan pasando. Por todo eso te conviene identificarlos, en caso de emergencia o de necesidad, quién sabe. Cuando acabe de hablarte de ellos haz lo mismo que yo he hecho ahora: mira poco a poco a tu alrededor, despreocupado, para identificar los grupos y repetirme los nombres, a ver si se te ha escapado alguno.
Y dio comienzo a su catálogo de las naves particular:
–A mi espalda, a la derecha de la puerta, hay dos individuos que conversan animadamente. ¿Los ves?
Nos habíamos topado con ellos al entrar en el local, de modo que no me hizo falta dirigir mi mirada hacia ellos disimuladamente. Además, sus gestos y sus exclamaciones llegaban hasta donde nosotros estábamos. De modo que asentí para animar a Castillo a que prosiguiese:
–Curiosamente, te voy a comenzar presentando a la sociedad antequerana por dos personajes que no son ni siquiera españoles. El mayor, de pelo canoso y cejas pobladas, es Vicente Sarrailler, un francés tratante de paños que llegó a la ciudad en los años veinte. Su casa de comercio está en esta misma calle, en las cuatro esquinas.
Las cuatro esquinas, como los cuatro cantillos, era otra intersección cruciforme de tres calles: la calle Estepa, que quedaba dividida en dos segmentos de longitud más o menos similar, la calle Comedias y la calle de Carreteros.
–El más joven, de bigote retocado y mejillas artificialmente sonrosadas, es Juan Auroux, el principal socio de Sarrailler. Ha sido hasta regidor de los progresistas. Con bastante sentido común, rechazó el cargo alegando su condición de extranjero, pero el Ayuntamiento le respondió que era un vecino más de la ciudad por su dilatada residencia en ella y su total integración en la sociedad antequerana.
Hizo una pausa, como sopesando la conveniencia de confiarme un secreto:
–Igual que Vicente Robledo hijo es el brazo derecho de su padre en el cabildo, Auroux lo es de Sarrailler, que prefiere no mancharse las manos con la política y hacerlo con la tinta de sus libros de cuentas.
Le había costado reconocer que también entre los progresistas había tráfico de influencias, algo de lo que yo mismo ya estaba convencido desde hacía tiempo, por mi propia experiencia y por la investigación que ahora me ocupaba y que parecía salpicar al progresismo, desde Espartero hasta el último militante de provincias.
–Fíjate ahora en el centro del salón, donde hay un corrillo de cinco personas –su memoria fotográfica era admirable–. No se han mezclado con los franceses, aunque son de la misma facción. Desde la caída de Espartero siempre se ponen ahí, en ese espacio, frente a la puerta, para ver cuándo entran los miembros del Ayuntamiento. Entonces hacen una solemne reverencia, se agarran del brazo por parejas, menos uno, que siempre queda flotando en la nada, y se retiran discretamente para conspirar en otro sitio. Dos de esos hombres destacan por su estatura, sus ojos despiertos y sus bigotes rizados, que se atusan con insistencia. Se trata de las dos mayores fortunas de Antequera: los hermanos Diego y José Moreno Burgos. Los dos son dueños de fábricas de paño, como Robledo el Viejo. Fueron los grandes beneficiados de la subida de Espartero al poder: cuando Robledo empezó a perder clientes, ellos subieron como la espuma.
Ambos individuos vestían sin ostentación, pero con gusto. Solo el precio de sus levitas, corbatines y pantalones equivaldría a mi salario de tres meses, fácilmente.
–De hecho –proseguía el inspector–, se rumorea que la letra de pago que cobraron los sicarios del marqués de Fuente de Piedra en el 36 para vigilar de cerca a Robledo el Viejo llevaba el sello de los Moreno Burgos.
–¿Qué piensas tú? –contraataqué, provocador.
Su sonrisa fue de inteligencia, no de malicia.
–Pedro, pienso que en el amor y en la guerra todo vale. Y que esta política isabelina se arbitra así.
Recapacitó un momento para recobrar el hilo de su descripción:
–Con los Moreno Burgos hay otro personaje de fortuna no menos despreciable: Joaquín Machuca, otro burgués hecho a sí mismo y enriquecido con el comercio. Es el más bajito del grupo, calvo, de unos sesenta años, que mientras oye apunta a su interlocutor con su nariz ganchuda y arruga la frente, incapaz de disimular su miopía galopante.
El inspector Castillo repartía a todos por igual:
–De los otros dos, uno es un señor respetable y el otro es una de las voces cantantes de este pueblo, el marqués de...
–¿... Fuente de Piedra?
Volví a anticiparme a sus palabras, por enésima vez desde que nos habíamos conocido de madrugada, y estaba visto que aquella costumbre mía sacaba de quicio al inspector Castillo:
–Pedro, ¿de dónde te viene ese terrible defecto de no dejar acabar las frases? –su fastidio estaba a medio camino entre el afecto y la desesperación–. No, no es el de Fuente de Piedra, que se cuida bien de no mostrarse en público con ellos: una cosa es verlos en privado, y otra reconocer ante todos que los Moreno Burgos son asiduos de su casa. Tanto preocupan las apariencias al marqués.
Dejó la mirada perdida un momento, atesorando todo su desprecio por el que había sido líder de la revolución que había llevado a los progresistas al poder siete años atrás:
–El noble que está ahí, en aquel grupo, es el marqués de la Peña de los Enamorados, Joaquín de Rojas, cabeza de una de las casas de mayor solera de la sociedad antequerana. Es dueño de media vega, devoto de la Cofradía de Servitas, benefactor de la orden de los Carmelitas... Siempre está en el lugar adecuado en el momento justo.
Visto desde mi posición, este marqués sí aparentaba altanería, consciente del peso de su título y de su juventud, ya que apenas superaría los treinta años.
–El único que nos falta del grupo, el venerable caballero de barba blanca recortada con asombrosa regularidad y anteojos dorados, es el médico Joaquín de Rambla. Te diré con toda sinceridad que soy incapaz de comprender por qué el doctor Rambla frecuenta la compañía de aquella gente. No tiene nada que ver con ellos: es culto, curioso, observador, respetuoso, caballero, desinteresado de la riqueza material, político humilde y discreto... A veces pienso que simplemente se relaciona con ellos o para poner a prueba su propia tolerancia, o porque está haciendo un estudio de campo de la mezquindad humana.
No pude reprimir una sonora carcajada que me tuvo sin resuello un buen rato. El propio Castillo reconoció el ingenio de su comentario, cubriéndose la boca con su pañuelo para disimular su risa con una mal fingida tos, pero mi descaro ya lo había delatado. Pasado el trance, que hizo que todos los presentes se volviesen hacia donde nosotros estábamos sentados, y enjugando mis lágrimas, observé:
–Caray, Antonio, cualquiera hubiese dicho que sois del mismo partido, oyéndote hablar de ellos en tales términos.
Con la franqueza pintada en su cara, me dijo:
–Lo mejor es ser consciente de los fallos propios, amigo licenciado –había adoptado el apelativo académico de pronto, para conferir seriedad a su observación–. Solo cuando uno ve la viga en su ojo, puede atreverse a señalar la paja en el ojo ajeno. Creo que lo dijo alguien importante hace ya varios siglos, ¿no?
Dejó pasar unos segundos para que el peso de sus palabras se sintiese sobre mi conciencia. Entonces culminó:
–Podría seguir hablándote de todos los demás personajes que abarrotan este sitio, pero casi todos carecen de interés a excepción de uno, que desafortunadamente no puedes ver porque te da la espalda: Luis María Pareja, el conde de la Camorra. No te gires –me fue difícil reprimir el impulso–. Desde que entramos, está justo detrás tuya, conversando con alguien a quien no consigo identificar, de modo que aún no se ha percatado de nuestra presencia. Pero será inevitable que nos crucemos con él.
Continuamos dialogando animadamente. De cuando en cuando, yo hacía alguna pregunta sobre los concurrentes y anotaba los detalles en mi cuaderno, con todo el disimulo del que era capaz. El de la Camorra seguía absorto en su charla, igual que el resto de congregados en el Casino, y Antonio me había sugerido que comenzásemos a levantar el campamento, cuando un niño de apenas diez años se aproximó a nuestra mesa y dijo, tímidamente:
–Disculpen, caballeros, ¿el licenciado Pedro Carmona?
Castillo reaccionó con cierta sorpresa y yo quedé totalmente noqueado:
–Sss... sí, soy yo, joven. ¿Qué deseas?
El chaval titubeó un momento, antes de responder alargando su manita hacia mí:
–Me han pedido que le haga entrega de esta nota, señor.
La nota venía en un sobrecito pequeño, perfumado y lacrado con un sello de cera que representaba el tronco de un árbol desprovisto de hojas. Mi compañero miraba el sello insistentemente, con los ojos muy abiertos y el desconcierto reflejado en cada una de sus facciones. Creí percibir una tenue gota de sudor en su sien:
–Un roble... El sello de los Robledo, Pedro. La marca de Robledo el Viejo.
Lo miré a los ojos, volví a mirar el sobre, que no traía remitente, suspiré y lo abrí, rompiendo el sello. En la nota apenas había tres líneas trazadas con letra segura, ligeramente inclinada hacia la derecha:
Si tiene a bien aceptar mi invitación, le espero mañana a las once en mi domicilio. Es importante que venga solo y que deje de lado cualquier suspicacia.
Hasta mañana.
–Muchacho –inquirí al recadero–. ¿Quién te ha dado esta nota?
–Aquel señor que está junto a la puer... –señalaba a un rincón que había quedado vacío, mientras la cortina que separaba el umbral del salón se balanceaba, delatando a alguien que acababa de marcharse, quizá porque había seguido nuestro diálogo y, viendo que su mensaje había llegado al destinatario deseado, había decidido hacer mutis por el foro antes de que la cosa fuese a más–. ¡Anda! Pues se ha ido... Bueno, al menos ya me ha dado la propina.
Como por ensalmo, Sarrailler y Auroux se habían esfumado. También yo quise premiar el buen trabajo de aquel zagal, aunque me habría gustado ver la cara del mensajero secreto:
–Aquí tienes otra propina más –acompañé el gesto con un suave cachete en su cara.
–¡Gracias señor! –hizo una leve reverencia y huyó corriendo, probablemente ideando qué hacer aquella tarde con tanto dinero encima, una auténtica fortuna a su tierna edad.
Miré fijamente a Castillo:
–¿Antonio, te has dado cuenta de que los franceses ya no están? ¿De que han desaparecido justo cuando me han traído la nota?
Él pareció no oír mi pregunta, o quizá sí, porque su respuesta también correspondía a mi inquietud:
–Tres años, Pedro –dijo, más para sí–. Tres años pateando las calles, haciendo preguntas... y resulta que tiene que venir alguien de fuera para que las cosas empiecen a moverse de nuevo... Manda huevos.
Iba a decir algo, para consolarlo y para defenderme, si es que lo que acababa de oír constituía algún ataque en mi contra. Pero no pude llevar a cabo mi propósito, porque sentí una palmada en mi hombro derecho:
–Licenciado Pedro Carmona, tenía gana de conocerlo.
Giré sobre mis talones mientras me percataba de que las facciones de Castillo se habían contraído, como si la figura que teníamos delante fuese el único ser del mundo capaz de intimidarlo. Aquel hombre acababa de concluir la conversación que le había mantenido entusiasmado hasta entonces. Frisaba la cincuentena pero aparentaba apenas treinta años. Su rictus era serio, el mismo gesto con el que me tendió la mano mientras intercambiaba una mirada indescifrable con el inspector:
–Soy Luis Pareja, el conde de la Camorra. ¿Le importa si conversamos un momento?
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