Kitabı oku: «Un trienio en la sombra», sayfa 4

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Esta era la parte que atañía a nuestro caso... y habían pasado casi dos horas con los preliminares.

–Antonio decidió tomarse la justicia por su mano, reírse de Espartero en sus bigotes, y eso era demasiado. Sin hacer caso del boicot de los progresistas a sus negocios, e ignorando la vigilancia del Ayuntamiento por el testaferro del de Vergara, el conde de la Camorra, Antonio Robledo, redujo el jornal en su finca, sometió a los jornaleros incluso a maltrato físico, amenazó a los intermediarios que debían distribuir su grano por la comarca para que obligasen a todos los vecinos a comprarlo... Se creía que nadie podría hacerle frente. Y un día, cegado por la rabia de ver cómo se hundía su familia, no pudo más y fue a perder los papeles en plena calle Estepa, en el Casino, ante varias decenas de testigos.

Hizo una breve pausa para apurar el sorbo final del chocolate, más frío que un témpano a aquellas alturas.

–Estaba conversando en el local con algunos amigos cuando entró el conde de la Camorra. Era mediado el mes de noviembre, todos habían asistido a misa de doce en San Sebastián, y el azar había reunido a partidarios de uno y otro bando en el café del Casino. Fatal ocasión. El conde de la Camorra estaba deseoso de vengarse de los Robledo por la extorsión que habían ejercido sobre él en el 35, y ahora había llegado su momento. Al principio, todo fueron bravuconadas y amenazas verbales, pero de pronto el conde, que nunca se ha caracterizado por su talante diplomático, cometió el error de preguntar a Antonio por su padre: “¿Dónde se esconde el viejo? Mira que como lo sigáis guardando tanto, va a haber que venderlo a algún anticuario”. Cuatro hombres no fueron suficientes para sujetar a Antonio, que saltó por encima de una mesita, agarró al conde por las solapas del chaqué y lo abofeteó sonoramente. El pobre don Luis trastabilló y cayó al suelo. Cuando se levantó, su nariz sangraba como la de la Fuente del Toro****11. Pese a todo, consiguió rehacerse, se llevó un pañuelo a su apéndice nasal, y salió, seguido por sus íntimos, mientras Antonio se quedaba en el Casino a fanfarronear.

Durante el relato de estos últimos acontecimientos habíamos recogido nuestro gabán y habíamos salido a la calle, encaminándonos lentamente hacia el atrio del templo de San Pedro, con paso decidido. Yo habría preferido saborear los detalles más jugosos de aquel caso al calor de otro chocolate, pero la hora se nos había echado encima y no era conveniente olvidar el menester que nos había conducido hasta allí.

–Algo más de un mes pasó desde aquel incidente, Pedro –prosiguió el comisario–. Nadie en absoluto se atrevió a hablar al de la Camorra de aquello, pero los silencios y los cuchicheos a su paso durante semanas eran más elocuentes que el más afilado de los dedos acusadores. Antonio se creció, creía haber amedrentado a su rival... hasta aquella fatídica noche de diciembre. Estaba exultante: quería celebrar la Navidad con sus amigos por todo lo alto, una vez que todos ellos habían cumplido ya sus compromisos familiares de días pasados. Su propósito era emborracharse y alegrarse luego con las muchachas de San Pedro... pero alguien se alegró más que él, a su costa... y a costa de todos, joder.

Se paró en seco. A lo lejos se veía la multitud congregada en la plaza de San Pedro. No cabía ni un alfiler, aunque aún faltaba media hora para que diese comienzo el acto oficial. Estábamos en una esquina de la calle de Santa Clara, parados, embozando nuestro cuello en el gabán para combatir el frío cortante. El inspector me sujetaba por los hombros, para que le mirase fijamente mientras me abría parte de su conciencia:

–Mira, Pedro –dijo, en un súbito arrebato de sinceridad–. No puedo engañarte: mis lealtades están con los progresistas. Pero sobre todo soy inspector de Policía: sirvo a la ley y el orden. Eso quiere decir que bajo ningún pretexto puedo permitir que se solucionen las cosas así, a las bravas, cada cual tomándose la justicia por su mano. Y mucho menos a través de terceros, como los cobardes: si yo tengo un problema contigo, voy y te suelto una bofetada yo, pero no pago a otro para que lo haga, hostia. Riego no vistió el sambenito para esto.****12 Por eso, si tengo que meter en la cárcel a alguno de los míos, no me temblará el pulso, lo juro por Dios.

Dejé que mi silencio y mi mirada franca le sirviesen de apoyo.

–Maldito Narváez... Si quiere culpables, ¡que los busque él! Como si fuese tan sencillo. Y lo que me fastidia de esta historia es que los cabos más pequeños del ovillo están bien atados: por una parte, el conde de la Camorra nunca ha afirmado ni desmentido nada sobre el asesinato. Ni siquiera estuvo en el entierro de Antonio, aunque lo condenó en público en una de las reuniones del Ayuntamiento, como le correspondía en sus funciones de alcalde. No obstante, me consta que ante sus íntimos ha confesado alegrarse de la tragedia.

Dejó de hablar un poco mientras comprobaba que el discurso oficial no había comenzado todavía en la placita.

–Por ahí todo parece claro –prosiguió–. No será el primer asesinato político ni el último. Nadie le meterá mano por ello: el pueblo, porque tiene un motivo más para cotillear; y los de arriba, porque tienen mucho que perder en este asunto.

No dejó que replicase:

–Ahora bien: antes de suicidarse, Pepín el de Dolores, el supuesto autor del crimen, se confesó con el cura de la Trinidad y reconoció que le habían obligado a suicidarse para encubrir a otros... Ni siquiera se respeta el secreto de confesión en este país, diantre. Pero, ¿quién apuñaló entonces a Antonio Robledo? Y lo que es más importante, ¿quién dio la orden? Preciso pruebas, no suposiciones.

Me atreví a decir:

–Pues que las busque Narváez, ¿no?

Su sonrisa me conmovió, porque era la sonrisa de un perro apaleado por años de batalla y sinsabores. Hasta juraría que el lustre de su cicatriz aparecía más apagado.

–No, eso no puede ser. Si el Espadón asume mi jurisdicción, entrará en la ciudad como un elefante en una cacharrería, extorsionando, viendo sospechosos tras cada portal... en una palabra, purgando, para quitarse de la vista a enemigos políticos. Y créeme, los hombres de Narváez son mucho menos sutiles que yo, por muy expeditivo que uno pueda llegar a parecer. Esas costumbres que se las deje en su Loja natal, pero que no las traiga aquí, ni mucho menos.

Aún no había acabado:

–Además, prefiero ser yo el que lave los trapos sucios del progresismo en casa.

Las últimas palabras me las había susurrado mientras nos sumamos a la multitud de la plaza. Ya habían hablado las autoridades, ya se había descubierto en obelisco, y se recitaba en voz alta la elegía que Juan María Capitán había compuesto para la ocasión, y que el autor no podía pronunciar porque le había sido imposible acudir al evento:

Joven discreto, laborioso, humano,

apoyo firme de paternos lares,

huérfano los dejó, y entre pesares

a sus deudos, y suelo antequerano.

Cuando entre luz, y sombras aguardaba

a los umbrales del cercano templo

el sacrificio augusto, triste ejemplo

aún sin ver los aceros ya expiraba.

Víctima horrenda del puñal aleve,

crudo fin le guardó fortuna impía,

lozana era su edad, y a sangre fría

matole inerme despiadada plebe.

Eleva ¡oh pueblo! tu oración ferviente

al gran Jehová, que las alturas dora,

y su piedad sin límites implora,

en favor de esta víctima inocente.

Pero aún quedaba el colofón: la voz desgarrada de un pobre anciano, indefenso ahora, pero terrible unos años atrás. El lamento de don Vicente, Robledo el Viejo, traumatizado por la muerte de su ojito derecho, rompió el silencio, señalando a los miembros del Ayuntamiento que habían acudido al lugar:

–Hace tres años que la memoria de mi Antonio aguarda venganza. Por eso este acto es insuficiente, y además... además... –se tambaleaba, emocionado– ¡¡¡llega tarde!!!

****7 En agosto de 1836, los sargentos que comandaban la guarnición que había acompañado a la regente María Cristina y a las infantas a su retiro estival en la Granja de San Ildefonso, se sublevaron para protestar por la marcha atrás del régimen de manos de Javier Istúriz, tras las reformas progresistas de Mendizábal, que tan buena acogida habían tenido. Estos sargentos irrumpieron en los aposentos reales de madrugada, y obligaron a la regente a jurar lealtad a la Constitución de 1812. Según los estudiosos de la materia, esta revolución, que tuvo su eco en las principales ciudades del país, marcó un punto de inflexión en la monarquía de Isabel II: desde entonces era indispensable abrir el régimen, siempre dentro de unos límites, pero no se podía restaurar ya la monarquía absoluta. Juan Álvarez de Mendizábal, Salustiano Olózaga y José María Calatrava fueron cabezas del partido progresista.

****8 Breve resumen de la última década de historia antequerana: tras la caída del gabinete de Martínez de la Rosa, su sucesor, el conde de Toreno, mantuvo un régimen conservador hasta que, en el verano y el otoño de 1835, una sublevación popular le obligó a dejar el poder. Le sucedió Mendizábal, de la mano del cual se restauraron los Ayuntamientos del Trienio Constitucional (1820-1823), adeptos al liberalismo y a la Pepa (Constitución 1812).

****9 Archivo Histórico Municipal de Antequera (AHMA), Actas Capitulares (AA.CC.), legajo (l.) 1828, 285 recto (r.). 27 de septiembre de 1836.

****10 Baldomero Espartero, gracias a sus méritos de guerra contra las tropas carlistas, era conde de Luchana, príncipe de Vergara y duque de la Victoria.

****11 Fuente monumental en la calle del Rastro, con una cabeza de toro esculpida en la piedra, por cuyas narices mana agua. Hoy día, sobre ella, hay un panel de piedra con un sol tallado y la leyenda “Que nos salga el sol por Antequera”.

****12 El comandante Rafael del Riego, protagonista del pronunciamiento armado de 1820 que obligó a Fernando VII a acatar la Constitución de 1812, fue condenado a muerte en 1823 y obligado a ir al cadalso montado en burro, vistiendo el sambenito.

3. Ojos felinos

El balbuceo de aquel pobre viejo, emocionado por el póstumo homenaje a su hijo, había puesto fin a una ceremonia bastante concurrida. Los miembros del Ayuntamiento separaron sus caminos, contritos, recapacitando quizá sobre la imprecación que acababa de dirigirles Robledo el Viejo, con el fin de que vengasen de una vez por todas la memoria de su hijo Antonio. Los curiosos se dispersaban, agarrados del brazo la mayoría, cuchicheando sobre el desarrollo de los acontecimientos, mientras muchos de ellos se adentraban en la iglesia para asistir a misa. Y entonces, cuando la plaza comenzaba a despejarse de gente y solo quedaban los familiares y los allegados del difunto, pude verla. Es curioso: ella no se había movido de su puesto, siempre había ocupado el mismo lugar, a la siniestra de su madre, enlutada de pies a cabeza, enjugando el atisbo de una lágrima con la esquina de su pañuelo, de un blanco inmaculado.

Aquella mujer era Teresa Robledo, la dueña de los ojos felinos por los que media Audiencia de Granada había suspirado, tres años atrás, cuando toda la familia Robledo se había desplazado en masa a la capital para testificar en el juicio por el asesinato de Antonio. Más de una vez desatendí los papeles que se amontonaban sobre mi mesa en la oficina para colarme en la sala donde se celebraba la vista, y colocarme lo más cerca posible de ella. No siempre tenía la dicha de encontrar una asiento frente a Teresa, con un campo visual amplio para recrearme en la belleza de su rostro. De hecho, fueron pocas las veces en que disfruté de esa suerte, pero grabé al rojo vivo cada facción suya en mi memoria, trayéndola de nuevo a mi imaginación en cada momento en que la soledad me abrumaba, preguntándome entonces por qué Dios era tan injusto y no me permitía acariciar la mano de aquel ser celestial.

En aquella época, Teresa Robledo debía rondar los veintitrés años, aunque apenas aparentaba dieciséis. En su cara existía permanentemente una mueca semejante a una sonrisa, que irradiaba serenidad y parecía tranquilizar al observador, diciéndole “no pasa nada, todo está bien”. Era ella la que sufría por la muerte de su hermano, que había sido su compañero de juegos y su cómplice de fechorías durante una adolescencia que yo me imaginaba alegre y desenfadada. Pero aún ahora, cuando Antonio ya no estaba más con ellos, ella simulaba disfrutar de su compañía espiritual.

Nunca la vi dirigir una mirada fría a nadie: ni al juez, ni a la defensa, ni a los fisgones que se agolpaban en la sala para disfrutar morbosamente con el sufrimiento de los demás, y con los detalles de los devaneos de Antoñito Robledo. Su faz describía un óvalo perfecto, ligeramente achatado en las mejillas, sonrosadas por cierto rubor pueril, que ponían la guinda al más tierno de los dulces. Sus labios, de sangre esponjosa, brillaban como si ella misma, coqueta hasta la saciedad, los humedeciese cada tanto con la puntita de su lengua, para mantenerlos frescos al natural, sin necesidad de afeites. El mentón, más redondo que afilado, quedaba rematado por un hoyuelo donde el mejor jardinero habría ansiado plantar una rosa blanca para entregarla a la misma dueña de que aquella sonrisa, como muestra del amor puro que cualquier mortal debía profesarle. Su nariz era pequeñita, de punta algo roma, y le daba un aire de curiosidad que incitaba a ser saciada a la luz de una chimenea, acariciando suavemente la palma de sus manos, mientras se susurraba una historia de princesas y héroes junto a sus orejillas de duende. Su pelo, castaño claro, era fuerte, frondoso como la Selva Negra, y caía en tirabuzones a ambos lados de su cara, componiendo el marco perfecto para la más hermosa obra de arte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: dos piedras preciosas de suave miel, capaces de mirar a la vez con la astucia de un gato que ha descubierto una sardina, y con la ternura febril del enamorado.

Ya fuese ilusión de quien admira a la dama de sus fantasías, ya confusión por el perpetuo gesto candoroso colgado de la cara de aquella hija de Eva, ya realidad (la esperanza es lo último que se pierde)... El caso es que cuando Teresa oteaba el panorama de la plaza deshabitada, reparó en mi presencia. Entonces encogió levemente sus ojos, tratando de rememorar el último lugar en el que había divisado mi cara, que debía resultarle familiar, y cuando su cerebro ejecutó la asociación de imágenes pertinente, ella hizo algo que me llevó a sentir tal plenitud, que gustosamente habría firmado mi certificado de defunción en aquel momento, consciente de que nada mayor me cabía aguardar ya en la vida: con una sonrisa perfecta, limpia, me mostró sus dientes de marfil, regularmente alineados, de blancura superior a la de la más límpida luna.

Yo no podía, no quería, marcharme de aquel lugar sin besar su mano enguantada en un suave punto de cruz de motivos vegetales, por lo que respondí a su sonrisa con otra mucho menos estética, pero bastante más elocuente, y me dispuse a ir a su encuentro. Entonces una voz poderosa, que sonaba al otro extremo del mundo, o al menos al otro extremo de la plaza donde yo me encontraba, reclamó mi atención:

–¡Pedro, Pedro! Por favor, hay alguien a quien debes conocer.

Seguramente, al mismo tiempo que mi ser había quedado hipnotizado por primera vez por aquellos ojos felinos, el inspector Castillo había reparado en alguien importante para el cometido de nuestra investigación. Por tanto, había dejado mi compañía momentáneamente, sin que yo lo lamentase lo más mínimo, porque me había pasado totalmente desapercibida en aquella caverna platónica en la que acababa de adentrarme. Los escasos minutos que ocupé en la contemplación deleitada de la belleza de Teresa Robledo habían bastado a Castillo para intercambiar algunas palabras con el individuo en cuestión, reubicarme entre una multitud que comenzaba a desinflarse, y rescatarme de la más dulce ensoñación jamás experimentada por un mortal.

He de reconocer que me fastidió su interpelación, pero poco después de recobrar la conciencia me di cuenta de que no iba por buen camino: yo estaba en Antequera para trabajar, y mientras antes me pusiese a ello y mejores resultados cosechase, antes podría regresar a Granada y exponer mis méritos o mis desméritos ante mis superiores. Entonces, ¿quién sabe? A lo mejor mi ex compañera de romance granadino, que merecía un luto más sentido que el que yo le estaba brindando enamorándome de la Robledo, aún aguardaba mi llegada, y volvía a recibirme con la ternura de sus caricias.

Convenciéndome a mí mismo de que debía retirarme del campo del honor pronto, asentí a la llamada de Antonio Castillo y me dispuse a reunirme con él y con el señor que le acompañaba. Antes, con la terquedad del niño que reclama un caramelo, volví a dirigir mi mirada al lugar donde había dejado la figura de Teresa, para darle a entender, con un solo vistazo, que el trabajo me impedía rendirle pleitesía. Pero ella ya se había girado y asía el brazo de su madre, mientras, colgada de su brazo libre, se había materializado una figura masculina, indigna de más descripción que la que puede derivarse de una sola palabra: mezquindad. Un caballero de unos treinta y cinco o cuarenta años, patillas bigoteras, sombrero de copa, pelo ralo y canoso, allí donde aún quedaba algún atisbo del mismo, y una mirada desafiante que se había cruzado con la mía para reclamar su propiedad. Sin duda alguna, el interfecto era Matías Romero, el marido de Teresa: se confirmaba así que no hay tonto sin suerte.

Devorado por la contrariedad, llegué a la misma cuestecita de la calle de San Pedro que habíamos subido hacía una hora el inspector Castillo y yo, con objeto de asistir a aquel acto público. Allí, mi nuevo amigo me presentó a un sujeto de lo más curioso: espigado como él, de mejillas ligeramente carnosas, ojos achinados, pelo más rubio que castaño cortado a cepillo, y una simpática expresión de diversión en sus facciones. Álvaro Pedraza, que así se llamaba nuestro contertulio, era uno de los comerciantes más conocidos de la comarca. Desde hacía tres años era tratante de grano, oficio gracias al cual se había labrado una modesta fortuna que le permitía disfrutar de una pequeña servidumbre, una casa desahogada en la calle Calzada, carné de socio en el Casino, y el respeto de propios y extraños, impuesto por el papel moneda. Sin embargo, antes de cultivar el arte de Hermes, Pedraza había sido el administrador de la finca que Antonio Robledo había recibido de su padre en la Vega de Antequera, frente a la Peña de los Enamorados. Antes que a Antonio, había servido a Robledo el Viejo desde sus tiernos quince años, cuando su madre había muerto de fiebres tifoideas, dejando a un niño huérfano de padre que había despertado la ternura del patriarca de la familia Robledo. Todo aquello nos lo contó al fuego de la chimenea de su salón, mientras una lozana criada nos servía una copa de licor e intercambiaba con su señor miradas que me parecieron más íntimas de lo habitual.

–¿Cuánto tiempo transcurrió desde que dejó el servicio de Antonio Robledo y empezó su negocio de tratante? –el inspector Castillo conocía los pormenores de la historia, pero viciado por la familiaridad del lugareño, se había despreocupado de indagar determinadas cuestiones que a alguien venido de fuera, como yo, le parecían vitales. Así pues, emprendí mi interrogatorio con el tono más amistoso de que fui capaz, siempre con la venia de Castillo, que al mismo tiempo garantizaba a mi interlocutor que todo estaba en orden y que podía sincerarse sin problema.

–Aproximadamente medio año, licenciado Carmona –respondía con tranquilidad, prueba de que o no tenía nada que ocultar, o me encontraba ante un consumado especialista, con cuyo rostro volvería a cruzarme en el transcurso de aquella investigación.

–¿Por qué decidió dejar de trabajar para don Antonio? Tengo entendido –añadí, sin darle tiempo a respirar– que eran muy amigos, señor Pedraza.

El rictus de diversión no abandonaba su cara ni para ir al baño, lo cual me desconcertaba considerablemente.

–Me independicé de la familia porque había amasado un capital considerable gracias a la herencia de don Vicente, y manifesté mi deseo de establecerme por mi cuenta, que el patriarca siempre aprobó. Y es cierto, licenciado, éramos muy amigos. Antonio y yo éramos más o menos de la misma edad, y su padre nos crió casi como hermanos, para envidia de su hermano mayor Vicente. Sus padres siempre asumieron que este último podía valerse por sí mismo y que, por ello, apenas necesitaba de las atenciones que prestaban a Antonio y a Teresa.

Una hipótesis comenzó a formarse en mi cabeza, pero el propio Pedraza disipó el humo antes de que yo pudiese sugerirle nada:

–Intuyo por dónde caminan sus pensamientos, señor Carmona; y no, Vicente Robledo hijo está fuera de toda sospecha. Vale que tuviese envidia del cariño que sus padres volcaron en Antonio, vale que me envidiase a mí mismo, vale que siempre añorase un beso en la mejilla de doña Remedios, su madre... pero nunca ha pasado de ser un infeliz –sus ojos brillaban, mientras dibujaba las intimidades de la casa Robledo, de su casa, de su familia–, un infeliz que quería a su hermano con locura, como un padre más, y que cuidaba a su hermana Teresa como si fuese una vajilla de cristal de Bohemia. Asumió su rol de segundón, pese a ser el primogénito, y se convirtió en el instrumento de su padre, sin rechistar.

–Lo que dice es cierto, Pedro –medió el inspector Castillo–. Yo mismo tengo algún trato personal con Vicente, y es incapaz de hacer daño a nadie.

–Ya –repuse–, pero eso no le impide pagar a otros para que lo hagan por él –yo tenía que defender mi postura y exigir argumentos de mayor peso para desistir de ella.

–Hay un detalle... –prosiguió Castillo–, un detalle que no conoces, y que se ha ocultado desde aquella noche, para salvaguardar la honra del Ayuntamiento...

Buenos estábamos... Si aquella gente quería que desentrañase la verdad, no debía andarse con secretitos, o marcharíamos muy mal. Me caía bien el inspector, no tenía nada contra Pedraza ni contra nadie más, pero no estaba dispuesto a pasar tanto tiempo resolviendo el caso como para convertirme en hijo predilecto de Antequera. De modo que más les convenía comenzar a cantar pronto. Castillo y Pedraza debieron percibir mi desasosiego, porque después de intercambiar una mirada de inteligencia, el interrogado asintió, como autorizando al jefe de la Policía a hablar, y Castillo desembuchó:

Pedro –me interpeló, con rictus serio–, lo que te voy a contar no puede salir de estas cuatro paredes. Te advierto que mi puesto puede ir en ello.

Para descongestionar el ambiente, y con el fin de significar la confianza que podían depositar en mí, respondí con una broma:

–Vamos, inspector, tranquilo, que no me voy a tomar la revancha por el modo tan “suave” en que me despertaste la pasada madrugada.

Toda su cara pareció descansar, aliviada, y se animó a decir:

–Vicente Robledo, el hermano de Antonio, era uno de sus compañeros de parranda en la noche del asesinato. De hecho, era el último al que encontramos yaciendo sobre su propio vómito. Todos nos sorprendimos, porque Vicente no es nada aficionado a las prostitutas y porque jamás se supo que bebiese. Pero allí estaba, llorando como un niño pequeño, moqueando, babeando, apestando a varios metros de distancia... Sinceramente, inspiraba pena. Solo era capaz de repetir: “Antonio, Antoñito, Dios mío... No pude frenarlos”. Cuando levantamos el cadáver y llegamos a la cárcel, yo mismo redacté el informe, pero antes de archivarlo y enviar una copia a Granada, fui a ver al conde de la Camorra, al día siguiente. El propio alcalde me dijo que jamás debía mencionarse el nombre de Vicente, ejemplar empleado del cabildo “pese al apellido que mancha su buen hacer”, textualmente.

De momento, pasé por alto que el inspector de Policía postergase un día el envío del informe, para consultar sobre el mismo a quien todos señalaban como urdidor de la trama que había acabado con la muerte de Antonio Robledo. Más adelante volvería sobre ese “detalle”. Por lo demás, la cosa parecía clara por ese lado, de modo que levanté las dos manos levemente, para dar a entender que me satisfacía su explicación, y que no insistiría más en la cuestión.

–Volviendo sobre su propia relación con la familia, señor Pedraza –proseguí–, ¿por qué se marchó usted de la finca?

Aquel hombre habló con una franqueza más que llamativa:

–Mire, Carmona: que yo amase a Antonio como a mi propio hermano no impide que reconozca sus defectos, que eran muchos. Desde niño, siempre fue ansioso, impulsivo, desenfrenado e irresponsable. Afortunadamente, siempre estaba el Viejo para pararle los pies, antes de que causara problemas. Pero una cosa es ganarte la reprimenda paterna con quince años porque te han sorprendido metiendo mano a una criada, y otra muy distinta hacer un uso despótico de tu posición, cuando gozas de ella, para subyugar a los demás.

De pronto, sus facciones se habían endurecido. Aquel recuerdo era doloroso para él.

–Don Vicente, el padre, jamás trató mal a sus empleados, porque recordaba sus propios orígenes: había sido monaguillo antes que fraile. Además, sus años de penuria hasta ganarse el respeto de sus convecinos le habían dejando una profunda huella en la conciencia. Pero Antonio no era así: era un niño bien, nacido en la pomada y acostumbrado a tenerlo todo antes incluso de pedirlo.

La consternación se dibujaba en su rostro.

–Sinceramente, no sé en qué pensaba el Viejo cuando dejó las tierras de su propiedad en manos de Antonio. Tan consciente era de que aquello acabaría trayendo problemas, que semanas antes de hacer la partición de bienes me llamó a su despacho para pedirme consejo: “Si Teresa fuera un hombre”, me dijo, “prescindiría del irresponsable de mi hijo Antonio. No es que no lo quiera, pero sé que es incapaz de asumir esta labor”, reflexionaba el pobre hombre, medio hablando para sí mismo. Y no se equivocaba: Antonio carecía de lógica mercantil. Si la tierra no producía, él no se paraba a preguntarse por qué: aumentaba las horas de jornal, bajaba los salarios, y listo. Y eso puede funcionar en Cuba, inspector, donde los negros permanecen impasibles ante los abusos de los hacendados, pero aquí en la Península... es otro cantar.

Me habría gustado verle pronunciar aquel discurso delante de algunos señoritos granadinos, a quienes más de una vez debí reprimir las ganas de golpear.

–Al principio, días después del triunfo de los Ayacuchos,****13 cuando los negocios de la firma Robledo empezaron a torcerse, todo estuvo relativamente pacífico –relataba con calma y claridad–. Yo siempre había gozado de cierto ascendente junto a Antonio, de modo que cuando tenía noticia de que se estaba desquiciando un poco, me pasaba por El Romeral, con el pretexto de saludar. Él siempre me recibía con los brazos abiertos, me invitaba a comer o a cenar, dependiendo de la hora a la que llegase, y en este último caso incluso me ofrecía una cama para la noche. A mí me bastaba con mirarlo con ojos francos, negar con la cabeza y decirle: “Antoñito, esto no puede seguir así”. Entonces todavía atendía a razones, se portaba un poco mejor con los jornaleros... –Pedraza sentía dolor ante los recuerdos que tenía que recuperar de su mente–. Pero la impaciencia, siempre la maldita impaciencia, no le dejaba ni a sol ni a sombra. A Antonio le habría gustado que Espartero durase en el poder quince días, pero no se paró a pensar que una guerra civil ganada, y la defensa de los derechos de Isabel II, eran méritos demasiado pesados en el haber curricular del de Luchana para arrojarlo del Consejo de Ministros a las primeras de cambio. Por eso, a mediados de noviembre, estaba totalmente desquiciado. Que la gente no compraba su grano: los extorsionaba; que la tierra no producía: obligaba a los jornaleros a destajos; que los jornaleros se quejaban: latigazos... –sonrió, divertido, ante mi cara de asombro–. Lo que oye, licenciado, latigazos.

Conforme enumeraba los desmanes de su hermano de leche, continuaba reprobándolos, sacudiendo vivamente la cabeza.

–Y uno tiene su conciencia, don Pedro. Para mí, Antonio era mi hermano, y todos seguían creyéndome vinculado a su fortuna. De hecho, las malditas malas lenguas siempre han rumoreado que mis primeros éxitos siempre estaban motivados por el aura protectora de Antoñito... En principio, usted pensará que las habladurías carecen de relevancia, ya que no tienen ni más ni menos que la importancia que se les quiere dar. Pero lo cierto es que la gente de la calle se apartaba de mi lado cada vez que me veía obligado a subir a la ciudad a despachar algún negocio.

Estaba llegando al clímax de su relato.

–Hasta que una noche, cenando con una señorita en un salón de la Alameda de Andalucía, me di cuenta de en quién me había convertido a ojos de los demás. Al servir el primer plato, mientras mi compañera y yo conversábamos animadamente, uno de los mozos golpeó sin querer mi copa y la derramó sobre mi regazo. El chico era nuevo, muy joven, y estaba nervioso. Entonces me miró, desencajado, y ¿qué dirá usted que hizo? ¿Limpiarme? No. Se arrodilló, Carmona. Se arrodilló, juntando las manos, y empezó a gritar, fuera de sí: “¡Lo siento, lo siento mucho, señorito Pedraza! ¡No me haga daño, por favor! ¡Mi padre está en la cama, mi madre cuida de mis hermanos menores... Soy el único soporte de mi familia!”.

Pedraza calló durante un largo minuto, sobrecogido aún por aquel recuerdo:

–¿Se da cuenta, licenciado? ¡Creía que le iba a pegar, o mucho peor, que lo iba a matar allí mismo! Carmen, la mujer que me acompañaba, se quedó petrificada, sin decir nada, pero en los días siguientes, cada vez que iba a visitarla a su casa, me recibía un sirviente diciéndome que se encontraba ausente. En una ocasión, al salir de su portal, miré hacia su balcón, distraído, y divisé fugazmente su cara, aterrada, que se retiró bruscamente del cristal cuando mis ojos se encontraron con los suyos.

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