Kitabı oku: «En el principio... la palabra»

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Índice

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Créditos

Introducción al Prólogo del evangelio de san Juan

1. Dios y su Palabra

2. Vosotros estáis conmigo

3. El hacer de Dios

4. Superabundancia de Dios

5. La luz dentro de ti

6. Él te aplastará la cabeza

7. Un hombre de Dios

8. El amigo del esposo

9. Fragilidad y testimonio

10. La Palabra y la luz interior

11. El cosmos habla de Dios

12. Los suyos no lo necesitaron

13. Bienaventurados los hambrientos

14. Yo soy el que os hace ser

15. Una nueva creación

16. Dios con nosotros

17. Padre, glorifica a tu Hijo

18. Nuestra plenitud en Jesucristo

19. El eterno viviente

20. La gracia derramada

21. La ley y la gracia

22. El Hijo nos revela al Padre

Biografía autor


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ISBN: 978-84-2856-183-9

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Porque os hago saber, hermanos,

que el Evangelio anunciado por mí

no es de orden humano, pues yo no lo

recibí ni aprendí de hombre alguno,

sino por revelación de Jesucristo

(Gál 1,11-12).

Gracias sean dadas a Dios,

Padre de nuestro Señor Jesucristo,

único autor y creador de este libro,

y gracias también a la comunidad bíblica

María Madre de los Apóstoles,

en cuyas entrañas Él depositó

con amor estas palabras.

Introducción al Prólogo del
evangelio de san Juan
El crédito de la Palabra

Isaías nos presenta a lo largo del capítulo 53 de su libro la figura del Mesías como siervo sufriente de Yavé. El texto nos es bastante familiar ya que se proclama como primera lectura en los oficios del Viernes Santo. A través de su exposición, Isaías va describiendo con asombrosa precisión lo que siglos más tarde sobrellevará Jesús a lo largo de su pasión. Tomemos nota, por ejemplo, de Is 53,7.11:

Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado [...]. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días [...].

Vistos algunos de los rasgos esenciales de esta profecía, quiero llamar la atención sobre algo que posiblemente y, a pesar de ser más o menos conocida, no hemos reparado; me refiero al introito que hace Isaías a la profecía mesiánica. Introduce su predicción con este interrogante: «¿Quién dio crédito a nuestra noticia?» (Is 53,1).

En realidad Isaías abre la puerta a una dificultad, lo que siempre hemos llamado el interrogante acerca de Dios. Recordemos la pregunta del profeta: «¿Quién dio crédito a nuestra noticia?». Sí, quién puede dar crédito a un anuncio que presenta a Dios expectante ante el mal, como si lo dejara campar a sus anchas hasta someter a su enviado, al Mesías. Es cierto que la profecía culmina en la victoria final del Mesías, pero ¿es creíble esta dimensión del amor de Dios dando, al menos así lo parece, una cierta autonomía al mal? ¿Podía esto ser creíble para Israel y por extensión para cualquier hombre?

La cuestión es que, como bien sabemos, esta profecía se cumplió punto por punto en Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios. Se encarnó, se hizo Emmanuel, fue despreciado, rechazado y llevado a juicio, ejecutado y, como bien sabemos, resucitó de entre los muertos. Repito, se cumplió al pie de la letra, y, sin embargo, Pablo en su misión apostólica es tal el rechazo y escepticismo que siente ante su predicación del Evangelio, que se ve impulsado a lanzar el mismo interrogante de Isaías:

¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian la Buena Noticia! Pero no todos han prestado oídos al Evangelio. Pues Isaías afirma: ¡Señor!, ¿quién ha creído nuestra noticia? (Rom 10,15b-16).

Abordo el núcleo del título que hemos dado a la introducción de este libro: el crédito de la Palabra. Sí, quiero lanzar una pregunta a los lectores, que me parece esencial para el crecimiento de la fe, ¿qué crédito nos merece la palabra de Dios? En realidad nos estamos interrogando acerca del crédito que nos merece el mismo Dios, pues es inseparable de su Palabra, basta fijarnos en cómo empieza Juan su prólogo:

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios ( Jn 1,1).

Quizá nos parezca extraño, nos cueste creer que Dios quiera hacer tanto por nosotros, por todos los hombres. Israel no es inmune a este escepticismo; como a cualquier mortal, a los israelitas les cuesta enormemente ver más allá de lo que abarcan sus sentidos y sus sentimientos. Recordemos cuando, agobiados por el yugo de Babilonia, se mostraban reacios a dar crédito a sus profetas cuando les anunciaban su pronta liberación; e, incluso cuando esta se lleva a cabo, se dejan llevar por el desánimo cuando les dicen que Jerusalén llegará a recuperar todo su esplendor y superará al que tenía anteriormente. Repito, les cuesta creer estas buenas noticias que Dios pone en la boca de sus profetas. Ante tanta cerrazón, Dios termina anunciándoles por medio de Zacarías que aunque estas buenas noticias les parezcan imposibles, no lo son para Él:

Así dice el Señor nuestro Dios: «Si ello parece imposible a los ojos del Resto de este pueblo, en aquellos días, ¿también a mis ojos va a ser imposible?» (Zac 8,6).

Hay que entrar en la nube

Entramos de lleno en el problema de dar o no crédito a Dios, a su Palabra, a lo que Él hace por todo aquel que en Él espera, al margen de que sea más o menos creíble. Nuestro escepticismo nace de la escasa perspectiva que tenemos de las entrañas compasivas de Dios. Todos sabemos que Juan nos dice que Dios es amor (1Jn 4,8), pero, al igual que Israel, cuando estamos bajo el yugo de la prueba nos es bien difícil creérnoslo. Isaías nos anuncia que lo que Dios hace por los suyos sorprende por completo incluso a los que han aprendido a esperar en Él:

Nunca se oyó, no se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio a un Dios, sino a ti, que tal hiciese para el que espera en Él (Is 64,3).

En este espacio inmenso entre lo que Dios quiere hacer por el hombre y lo que este cree que puede esperar de Él, emerge la grandeza sobrecogedora de la fe. Si nos adentramos en este espacio misterioso del creer, nos daremos cuenta que lo que nosotros consideramos imposible deviene en posible. No estoy hablando de milagrerías ni nada que se le parezca; por otra parte, ¿de qué nos serviría Dios si fuese tan incapaz de afrontar lo imposible como cualquiera de nosotros?

A la luz de todo lo expuesto abordamos con temblor sagrado, que no es el del miedo sino el de la adoración, aspectos del Prólogo del evangelio de san Juan, texto que algunos consideran la puerta de entrada a la contemplación de la gloria del Hijo de Dios. Gloria reflejada a lo largo de su santo evangelio. Recordemos la feliz intuición al unir la gloria de Dios con el Evangelio de su Hijo «[...] según el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado» (1Tim 1,11).

Nos acercamos, pues, al Prólogo de Juan como nuevos Moisés en su ascensión al Sinaí. Digo como nuevos Moisés. Como bien sabemos, Jesucristo es la plenitud de Moisés, y nosotros, sus discípulos que participamos de la plenitud de nuestro Señor, también tenemos nuestro Sinaí al que ascender y en el que nos es dado contemplar la gloria de Dios; contemplación que es fruto de la encarnación, como testifica Juan: «La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» ( Jn 1,14).

Subimos, pues, a nuestro Sinaí: el Evangelio de la gracia de Dios. Ascendemos hacia él sintiendo la cercanía de Moisés, uno de nuestros padres en la fe, y nos damos cuenta de que así como se encontró con una nube tenebrosa que se interponía entre él y Dios, lo mismo sucede con nosotros. Oigamos el relato catequético que nos brinda el autor del libro del Éxodo:

Dijo Yavé a Moisés: Sube hasta mí, al monte [...] y subió Moisés al monte. La nube cubrió el monte. La gloria de Yavé descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yavé a Moisés de en medio de la nube [...]. Moisés entró dentro de la nube y subió al monte (Éx 24,1218).

Es cierto, tenemos que mirarnos en Moisés porque no hay encuentro con Dios sin nube tenebrosa que se interponga. Al igual que a Moisés, Dios nos invita a subir hacia Él por medio del Evangelio. Hasta ahí nos podría parecer normal, sí, hasta que nos percatamos de la nube que no es que nos corte realmente el paso, pero sí se interpone con la intención de hacernos desistir de nuestra ascensión hacia Dios.

Estas nubes no son otra cosa que la tentación, todo tipo de pruebas; a veces se nos presentan como algo tan irracional que tenemos que adherirnos con amor a la Palabra y hacer nuestra la pregunta que oímos a Isaías y a Pablo: «¿Quién dio crédito a nuestro anuncio?». Hoy recorremos el Prólogo de Juan con todos nuestros sentidos, con toda nuestra razón y mente, y es cierto que nos parece oír a Juan repitiendo ¿quién da crédito a este anuncio, a este Prólogo del evangelio que el Espíritu Santo susurra a mis oídos?

Porque el que busca, encuentra

Si nos detenemos a pensar con calma nos damos cuenta de que en general, unos más otros no tanto, somos dados a creer en los milagros. Quizá experiencias muy personales de cosas extraordinarias que nos han sucedido y en las que hemos visto el aliento de Dios, facilitan la aceptación de hechos extraordinarios y portentosos. Podemos también creer más o menos en las apariciones, aunque la excesiva proliferación de estas en las últimas décadas les puede haber restado credibilidad.

Ciertamente todo esto entra en el ámbito de lo creíble; pero creer que Dios, el que ha hecho el cosmos con sus millones de galaxias, se haya encarnado en una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, eso es una gran nube que cubre y rodea la cima del Sinaí, el lugar de nuestro encuentro con Dios, el Dios vivo. Esa es –repito– la nube y también la madre de otras nubes subsidiarias. La encarnación de Dios da pie al grito por excelencia de la predicación evangélica «¿quién creyó, quién se aviene a creer esta Buena Noticia?».

A partir de este primer escollo que dificulta que demos crédito a la Palabra, nos encontramos con otros no menores como, por ejemplo, el testimonio de Juan quien, en nombre de los demás apóstoles, proclama que ha contemplado la gloria de Dios, expresión bíblica que indica que es partícipe de ella. Por su parte, el apóstol Pedro escribe que le es dado al hombre participar de la naturaleza del mismo Dios:

Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y poder, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,3-4b).

En la misma línea nos dice Juan en su Prólogo que a todos aquellos que reciben la Palabra –hablamos de un recibir que implica acoger, abrazarse a ella– esta les da poder para hacerse hijos de Dios, poder para engendrarlos como hijos suyos.

A estas alturas nos preguntamos si esto que nos dice Juan no traspasa los límites de lo que se puede creer razonablemente; si podemos –repito, razonablemente– dar crédito a la Palabra, no ya a la que nos trasmite Juan, sino, y por extensión, a todo el Evangelio del Hijo de Dios.

La respuesta no es fácil, pero aun así puedo afirmar que un hombre llega a creer en todo esto que aparentemente supera los límites de lo razonable cuando desata su razón de los límites que le impone su mundo sensorial, al tiempo que deja entrar en su mente y en su corazón –han de ir juntas– aquello que, como dijo el ángel Gabriel a María, es imposible. Esto fue lo que le respondió al proponerle la encarnación del Hijo de Dios: «[...] porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,37).

El mundo sensorial nos hace no pocas veces audaces, casi rayamos en lo imposible; de hecho no son pocos los que pierden su vida en el intento. En el mundo de la fe temblamos ante el imposible tanto que no nos sirven ni la audacia ni el arrojo, tan solo la confianza de que la Palabra nos adentra en una realidad intuida por el corazón, al tiempo que ajena –al menos en parte– al mundo sensorial.

Con esta intuición grabada a fuego en lo más profundo de su ser, el buscador de Dios toma la decisión de ir al encuentro de la nube que se interpone entre él y Dios a quien busca, sin dejar de preguntarse si la Palabra que le mueve y hasta le quema tiene o no su crédito. Aun así se adentra porque quiere saber si hay Alguien más allá de la nube. No, nunca jamás podrán adentrarse en ella los escépticos, los autosuficientes, los bien pagados de su pedantería intelectual, los que se conforman con ser los reyes de la fiesta sensorial.

El hombre buscador se adentra en la nube aunque no las tenga todas consigo; sin embargo está haciendo gala de una sabiduría excepcional, pues ha llegado a la conclusión de que no tiene nada que perder y sí mucho, más bien todo, que ganar. Se introduce en la densa nube, y lo primero que descubre es que sí, que es verdad, «que aunque camine por valle de tinieblas, tú vas conmigo» (Sal 23,4). Es entonces cuando ante la pregunta de Isaías y Pablo, «¿quién dio crédito a nuestra noticia?», responde: ¡Yo doy crédito al anuncio, al Buen Anuncio, a la Palabra!

1
Dios y su Palabra

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios ( Jn 1,1).

Antes de iniciar el comentario al Prólogo del evangelio de san Juan es conveniente aclarar el significado bíblico catequético de la expresión «en el principio» tal y como la encontramos en este contexto. Apunta a una pretemporalidad. Nos podremos hacer una idea de esto fijándonos en que una de las antífonas de los salmos de vísperas de la fiesta de la Navidad comienza así: «En el principio, antes de los siglos, la Palabra era Dios». Con esta clarificación pasamos a comentar este primer versículo.

Entre las innumerables interpretaciones que se desglosan de estas palabras, nos aventuramos a exponer esta que nos parece haber descubierto a la luz del profeta Jeremías:

Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él se llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí?, dice Yavé ( Jer 30,21).

Leída esta profecía abordamos el núcleo catequético del versículo joánico: «y la Palabra estaba con Dios». No hay duda de que los ojos de águila del evangelista –expresión de los santos Padres de la Iglesia– han distinguido a su Maestro y Señor permanentemente unido al Padre a causa de su radical obediencia. De Él es de quien recibe el Evangelio que anuncia a lo largo de su vida-misión. Es una obediencia al Padre que va infinitamente más allá de unas consideraciones más o menos pías; Juan es consciente de ello, de ahí que nos haga saber que Jesús habla-anuncia lo que ve al estar junto al Padre: «Yo hablo lo que he visto junto a mi Padre» ( Jn 8,38).

Juan utiliza el verbo «ver» en su más amplia riqueza del hontanar de la espiritualidad bíblica, que apunta a «experimentar», «poseer» e, incluso, puede entenderse en correlación al hecho de acoger la fe. Hablamos de un ver que acompaña al creer en Jesús, como lo podemos observar en el siguiente pasaje:

[...] porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite en el último día ( Jn 6,40).

Damos un paso más y vemos asombrados que es el mismo Jesucristo quien hace constar a sus discípulos que no habla por su cuenta sino por cuenta del Padre, Él es quien le dice lo que tiene que anunciar:

Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí ( Jn 12,49-50).

Desde la Palabra, que es la que mantiene viva y eficaz la misión confiada, el Hijo tiene autoridad para proclamar: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» ( Jn 14,11). Desde su unión indisoluble el Señor Jesús hace saltar en pedazos el muro divisorio levantado por Satanás aprovechándose de nuestros miedos y debilidades.

Nos sobrecoge ver al Hijo de Dios cargando con el miedo propio de su debilidad humana y librando su combate contra Satanás en el huerto de los Olivos. Preso de la tristeza y la angustia dio con su cuerpo en tierra, y desde el polvo elevó esta súplica:

Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero que no sea como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39).

No se haga mi voluntad, grita, porque entonces el muro, aparentemente inexpugnable, levantado por el Adversario del hombre permanece en pie y, desde su atalaya, proclamará su victoria sobre él. De ahí su oblación: no se haga mi voluntad sino la tuya; solo así el muro será desmoronado y aparecerá de entre sus ruinas el camino abierto hacia Dios. Queda abolida la separación y se da paso a la integración en ti. No, Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya que siempre juega a favor del hombre.

En tus manos, en tu voluntad

En su estar con el Padre, con su voluntad que es lo mismo, el Hijo lleva a cumplimiento su misión. Quizá entendamos mejor ahora la intuición espiritual de Juan: «La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Por supuesto que siempre lo estuvo, pero fue en el Calvario donde todos fueron testigos de la integración existencial entre el Hijo y el Padre cuando oyeron decir al Crucificado:

¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

En tus manos, en tu fuerza, en ti que eres la vida. En realidad toda muerte del creyente es una integración con Dios, su Padre. En la gloriosa madrugada de su resurrección, los que lo vieron aquel día, los que lo siguieron viendo de generación en generación y los que lo vemos hoy no nos extrañamos en absoluto cuando oímos a nuestro Señor proclamar «el Padre y yo somos uno» ( Jn 10,30).

Volvemos al texto de Jeremías. En el cumplimiento de esta profecía Dios acercó hacia sí a su Hijo por medio de la Palabra que le susurraba y, con su acogida, el Hijo se hizo uno con Él. Nunca la carne fue tan elevada, nunca el Espíritu y Vida propios de la Palabra ( Jn 6,63) se entrelazaron con tanta plenitud en la carne. Así pues, el Padre hizo al Hijo acercarse, llegarse hasta Él, haciendo caer estrepitosamente el miedo irracional del hombre a la muerte. El Hijo creó –podemos, sí, utilizar este verbo– la libertad; sí, la libertad para jugarse la vida a fin de que esta alcanzase el apelativo de Vida.

Agonizante en la cruz llenó de luz los túneles oscuros que discurrían por las mentes y corazones presentes ante lo que Lucas llamó «ese espectáculo». En su proclamación victoriosa de la que ya hemos hecho mención («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»), la muerte dio un paso atrás, también los miedos y las debilidades del hombre. Los hasta entonces aliados con los sumos sacerdotes y Pilatos dieron rienda suelta a su libertad confesándose tan pecadores y asesinos como ellos:

Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: Ciertamente este hombre era justo.Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc 23,47-48).

Creo que lo que hasta ahora hemos leído acerca de Jesús y su estar en el Padre hasta llegar a ser uno con Él nos podría impresionar, maravillar y hasta dejar asombrados; pero poco provecho sacaríamos de ello si no revertiera a nuestro favor, es decir, si no se cumpliese también en nosotros. A alguno o a muchos esto les parecerá una locura; pero el caso es que la obra por excelencia de Dios con el hombre es justamente que llegue, por medio de su Hijo, a ser partícipe de su divinidad. Seguramente que a los apóstoles también les pareció una locura, pero tuvieron que rendirse a la evidencia, y nos lo dieron a conocer como confesión y testimonio de fe.