Kitabı oku: «A merced de las mareas»
A merced de las mareas
(Cuentos incompletos, 1985-2018)
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico
Dirección editorial: Ángel Jiménez
Primera edición: julio, 2018
A merced de las mareas
© Antonio Quirós
© Éride ediciones, 2018
Espronceda, 5
28003 Madrid
éride ediciones
ISBN: 978-84-18848-21-6
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ANTONIO QUIRÓS
A merced de las mareas
(Cuentos incompletos, 1985-2018)
Prólogo del autor
Estamos a merced de las mareas. Las mareas que mueven las circunstancias de nuestra vida y nos acercan y alejan del punto donde nos gustaría estar. Es lo que tiene ser personas conscientes. En ese conocimiento radica nuestra gran capacidad de crear, pero también nuestra penosa tendencia a ser infelices.
Ulises fue movido por las mareas durante muchos años, desde que con su doblez los aqueos conquistaron la bien murada Ilion, hasta que los dioses decidieron acercarlo a las costas de Ítaca.
Lo del artero griego es una metáfora de nuestra vida. La atravesamos decidiendo cosas y siendo arrastrados por un continuo vendaval de circunstancias que a veces nos acercan y a veces nos alejan del destino que buscamos. En ocasiones, incluso, son esas mareas las que determinan cuál es nuestro destino por más que creamos haberlo elegido nosotros.
Pero hay algunas cosas que contribuyen a limitar la ansiedad existencial en que se mueven las personas. La literatura es una de ellas. Leer nos tranquiliza, pero crear nos tranquiliza aún más.
Y solo alejados de la angustia, podemos pretender atisbar un mínimo esbozo de felicidad.
Los cuentos de esta pequeña colección están escritos a lo largo de toda una vida (desde los 26 a los 59 años). Cuando escribía cada uno de ellos pretendía liberarme del viento que me azotaba.
Ahora los pongo a la disposición de mis amigos lectores por si con ello también puedo contribuir a su serenidad. Úsalos, querido lector, como si de una tableta de Valium se tratara.
Tersiteida
Las cárdenas llamas crepitaron sonoras; la poderosa luz de las hogueras se irguió hacia lo alto. El aire se llenó del olor de la hecatombe; el viento esparcía el vigoroso aroma de la carne ritual.
Como ingrávidas plumas volaban las cenizas formando remolinos alrededor del halo luminoso de la luna.
Los jefes aqueos, los amos de la muerte y de la guerra, celebraban consejo. Pasados diez años desde la partida de la fértil Argos, el ejército griego descansa tras la postrera batalla. No ha más de dos noches que la artera astucia del sagaz Ulises puso fin a la guerra. Aún sonaban en el ambiente los gritos de los niños y las mujeres corriendo despavoridos tras las puertas Esceas, el frío rumor de las innobles armas cerrando locamente el singular combate, el clamor de los hombres defendiendo su tierra; Hécuba y Príamo, llorando amargamente por el cruel destino de su casa y sus hijos.
La voz del rey de hombres, Agamenón, se impuso en el tumulto del concilio.
—¿No es verdad, queridos amigos, que tras largos y duros años de cruenta guerra, de feroz discordia, la razón de los dánaos se yergue ya como puntal al cielo? ¿No es bien cierto que tomamos al fin la bien murada Ilión, que robamos las doncellas troyanas y saqueamos la mansión del poderoso Príamo? ¿No es más cierto aun que la sin par Helena, arrancada ya de los brazos del perro Alejandro, duerme hoy en el lecho del rubio Menelao, su legítimo esposo? Pues que todo lo anterior es cierto, llegada es la hora que, tomando las negras naves, atravesemos el Ponto y alcancemos los muros de la patria para volver a gozar de la joven esposa que diez años atrás quedó al cuidado de esclavos, campos y heredades; para volver a las tareas del gobierno de nuestras casas, ciudades o reinos, para sentir de nuevo el frescor familiar de las tardes micénicas, el aroma marcial de la valiente Esparta, el olor de las algas de la tierra cretense, la grandeza de Orcómeno, la riqueza de Ítaca, la luz solar de Atenas, el vino de Corinto.
Un murmullo de agrado se levantó entre los próceres aquivos. El rey de Ítaca, el laertíada Ulises, tomó entonces la palabra.
—Aqueos de larga y rubia cabellera —exclamó el astuto itacense—, el caudillo Agamenón, grande entre los grandes aqueos, ha pronunciado palabras verdaderas y mesuradas. No es de razón que cumplidos aquellos objetivos que un día nos sacaron de nuestros hogares para luchar en lejanas tierras, permanezcamos por más tiempo acampados en la ribera del Escamandro contemplando las cenizas del glorioso pasado de la ciudad troyana. Más aún cuando siento en mis huesos el frío glacial de los gritos dardanios, la presencia fantasmagórica y errabunda de los hijos de Príamo que me tientan la mesura de la mente, el uso normal de los sentidos. Hay momentos en los que quisiera no haber salido nunca del lecho de Penélope, tener las manos limpias de la sangre troyana. Añoro ya sobremanera el calor de Telémaco, mi hijo, a cuyo lado sanaré las heridas; su joven alegría acercará el olvido, su ingenua distracción limpiará de fantasmas el receptáculo del alma. Sí, aqueos, llegada es ya la hora de navegar con rumbo hacia la patria.
El discurso de Ulises abrió amargas llagas entre los príncipes griegos. Las caras se tornaron adustas a la luz del fuego y de la luna. Un trágico silencio de asentimiento hizo comprender al rey Ulises que sus fantasmas anidaban ya las cabezas de todo el pueblo dánao. Fue entonces cuando la voz del atrida Menelao irrumpió en el consejo.
—Yo, amigos, descubrí la existencia del alma aquel amargo día en que apoyado en la traición y el dolo, el cruel Alejandro se me llevó a la esposa. Una voz interior entonces me decía, «¡sufre, perro!, ¡siente el dolor, prueba el amargo llanto!» Supe en aquel momento de la presencia del alma. ¿De qué, si no, aquel seco dolor, aquel nudo terrible, aquel acerbo aguijón que me horadaba las entrañas? Fue entonces, cuando llevado por la ciega locura os reuní a vosotros.
Pensaba en aquel momento que podría acallar ese penoso grito, aquella reseca y angustiosa desazón que me anudaba el alma. Partimos, pues, aquel aciago día, de los puertos de Ténedos, pensando en la masacre y la venganza; las velas de las naves, algo menos hinchadas que nuestros corazones, sembraban de optimismo y de locura el ánimo enardecido del ejército y los príncipes.
¡Ojalá el dios del mar, el terrible Poseidón, conjuntando tormentas y borrascas, hubiese sepultado tras de las verdes aguas la encrespada, y sedienta de venganza, voluntad belicosa de la armada micénica!, ¡Ojalá el padre Zeus, con su amoroso e implacable rayo, redujese a cenizas en aquel negro día, los enhiestos y orgullosos mástiles de las naves argivas! Si así hubiera sido, hoy, en que todos vagaríamos como un sueño infernal entre las lúgubres tinieblas del Erebo, no sentiríamos este fuego interior que amenaza con desencajarnos el ánimo y arrasar con los últimos puntos de nuestra humana o ¿quien lo sabe? infernal condición. Fue una tarde serena de aquellas en que los dioses de la guerra vacaban de su oficio, que me invadió la duda. Mi hermano Agamenón robó al pelida Aquiles su querida Briseida. El de los pies ligeros se negó a combatir en venganza del hecho. Pensé en aquel momento si es que no serían sueño los afanes aqueos, si es que mi esposa Helena, disfrutando de los placeres del amor en los brazos de Paris, no habría olvidado ya el lecho conyugal, el amor al esposo. Dudé y perdí la calma. No hubo desde ese instante la muerte de un troyano que no se contabilizara en mi conciencia como un insulto a la virtud y a aquello que hay de noble en la condición humana. Dudé, asimismo, de la necesidad de arrancar a la infiel Helena del lecho de su amante. ¿Para qué?, me decía. ¿Es que acaso sin su deseo valdrá la pena traerla de nuevo junto a mí?
No pudo Menelao acabar su discurso. El prepotente Jove, portador del poder infinito de la égida, cruzó los densos aires de los llanos dardanios. Su lacerante rayo cortó en el aire las últimas palabras del atrida. Las hogueras perecieron difusas ante la atávica luz de Zeus altitonante. La voz del cronida cruzó las filas del ejército aqueo sembrando el pánico.
—¡Calla para siempre, nefando Menelao! Dudando de ti mismo, dudaste de la fuerza de los dioses. Me dais risa, pensadores humanos, ¿de qué dudáis ahora?, ¿es que acaso creéis que fue de vuestra voluntad de donde nació la perdición de Troya? Escrito estaba en los libros antiguos que un ejército dánao arrasaría la grácil urbe del jinete Príamo. Vosotros, engreídos argivos, no sois más que juguetes en manos de los dioses. Os trajimos a Troya; aquí os retuvimos durante estos diez años. Luchasteis, moristeis, matasteis, todo guiado por nuestra caprichosa mano. ¿De qué dudáis ahora, Ulises, Menelao? Volved a vuestras casas y creed para siempre que todo lo ocurrido fue una grandiosa hazaña. No dudéis más, ya que si tal hacéis, rompiendo la alianza con los númenes, pagaréis alto precio. Si tal hacéis os pondré por conciencia un fino y transparente tejido inmaterial que, sensible a cualquier cosa, convierta vuestra angustia actual en el estado natural del ser humano.
El cielo crujió enardecido y la oscuridad volvió a aparecer solo menoscabada por la cada vez más mortecina y pálida luz de las hogueras. El silencio, un silencio denso y sólido, se enseñoreó de la asamblea. Los dioses habían hablado. La noche se había cerrado inusitadamente y las tinieblas penetraron los cuerpos de las mesnadas griegas.
Fue entonces cuando el parlero Tersites, feo, bizco, cojo y corcovado, pronunció sus proféticas palabras:
—Dejad de soñar, héroes troyanos. Hoy es el día de vuestro ocaso y la aurora de mi principalía.
Dejad que algún rapsoda cuente vuestras historias, ya que a partir de hoy contaréis solo con la difusa presencia de los sueños. Nadie sabrá jamás si en la memoria perdida de la historia existió la bien murada Ilión y el ejército aqueo. Nadie sabrá jamás, más allá de las líneas de un poema, si Helena engañó en lo más profundo de su corazón al rubio Menelao, si Agamenón dudó, si Ulises, realmente, vagó pesaroso, durante otros diez años, hasta llegar a Ítaca. Perdeos, orgullosos aqueos, en el piélago tenebroso del olvido. Solo persistiréis como mi sueño, como el sueño del hombre. Solo yo, que dudé, puedo salvarme ahora. Morid enhorabuena.
La opaca niebla, auxiliando a la noche, diluyó los perfiles ruinosos de Ilión. Las hogueras aqueas perdieron su crepitar alegre, la blanca luna de las costas asiáticas brilló acariciando el frío rostro de Tersites. He ahí el hombre.
Madrid,
otoño 1985
Quintín y los sueños
Las cosas daban vueltas día y noche a su alrededor. La misma playa, el mismo sol, las mismas nubes, el mismo quiosco de bebidas. Solo las risas de los niños eran diferentes. Las había tímidas y ligeras como la brisa del atardecer; las había fuertes y espontáneas como el agua que baja del arroyo; las había con un atisbo de pequeño miedo cuando la plataforma comenzaba a girar; las había bravuconas en quienes, siendo más mayores, despreciaban el escaso riesgo de la infantil aventura del tiovivo.
Y esa era toda la vida de Quintín, las vueltas, el sol, la playa y las risas de los niños. Pero no; había algo más. Estaban los sueños. Sí, mucha gente piensa que un caballo de madera, sujeto de por vida al giro mecánico de un tiovivo, no tiene ni vida ni sueños propios. Un gran error.
Al principio, cuando el tiovivo es nuevo y los caballos aún huelen a madera recién pintada, apenas si pueden ver lo que pasa. Su vida es un continuo giro sin sentido. Pero con el tiempo, cuando ya muchos niños han montado en su silla, cuando muchos de ellos han soltado sus risas junto a las inmóviles orejas y acariciado lentamente sus rizadas crines, entonces las cosas comienzan a ordenarse. Los caballos comienzan a ver a través de los ojos de los niños y a soñar con sus sueños.
Quintín no era distinto a los demás. Era un caballo negro, de estampa árabe, con las crines al viento y las patas delanteras levantadas en un intento de salto que la barra del tiovivo se encargaba de impedir. Su nombre se lo debía al artesano que, con dedos minuciosos, había cubierto la noble madera con lacas y pinturas. En un borde de la silla lo había pintado claramente para que a nadie le quedaran dudas: Quintín.
El tiovivo al que pertenecía estaba en el paseo marítimo del balneario, frente a una larga y hermosa playa de arena dorada y aguas limpias y azules. En los largos atardeceres del verano, cuando tras el baño en la playa las familias paseaban aprovechando los últimos rayos del sol, los niños se detenían junto al tiovivo y tiraban de las faldas de sus madres y de los pantalones de sus padres para que se gastaran unas monedas y los dejaran subir a los alegres caballitos, cuyas luces y brillantes colores alegraban el tono oscuro que el paseo comenzaba a tener cuando caía el sol y las primeras luces de la noche lo invadían todo.
Entonces Quintín comenzaba a disfrutar. Cada atardecer varios niños subían a sus grupas y todos y cada uno de ellos le traspasaban sus alegrías y sus deseos, sus inquietudes y sus sueños.
Sí, porque Quintín soñaba. Al principio fue solo un murmullo disperso y sin sentido, pero con el paso del tiempo cuando ya muchos niños le habían transmitido sus alegrías y sus penas, las cosas comenzaron a ordenarse y los sueños triunfaron sobre la inmóvil madera y la dormida pintura.
Y Quintín soñó, soñó, soñó… Soñó que era un caballo como otro cualquiera y que nadaba en dirección al sol. Las largas crines ondeando al viento y el potente relincho de los de su raza compitiendo con el continuo batir de las olas. La piel negra brillante por el contacto con el agua y el reflejo del sol.
Quintín soñaba cada tarde su sueño de libertad. Pero luego, cuando transcurridas las primeras horas de la noche los niños iban, poco a poco, abandonando el paseo y el tiovivo quedaba apagado y solitario, todo desaparecía. El sueño del caballo nadando hacia el sol se tornaba primero difuso y luego desaparecía. Entonces el silencio más absoluto se adueñaba de todo, un silencio similar al sueño de los humanos.
Así era, pues, la vida del pobre caballo soñador. Sus sueños eran la única realidad para él. Lo que para los demás era real, para Quintín era solo sueño y silencio. Su tiempo transcurría monótono entre el continuo girar del tiovivo y las escapadas que los sueños le proporcionaban.
Quintín sabía lo incompleto de sus sueños. Aunque alcanzaba momentos fugaces de felicidad, siempre el silencio terminaba por vencer y la dicha nunca era completa. La rudeza de la madera terminaba venciendo a la sensibilidad de la carne. Y ese era su gran sufrimiento. Quintín sabía que por más días que pasaran siempre tornaría a ser una pobre pieza de madera y pintura controlada por el engranaje de un tiovivo.
Pero un día llegó aquel niño moreno de pelo ensortijado y mirada soñadora. Nunca le había pasado antes, pero esta vez Quintín soñó, como siempre mientras el tiovivo giraba, que chapoteaba por la playa nadando en dirección al sol. La novedad estaba en que el niño se encontraba dentro de su sueño. Esta vez no nadaba solo; el niño del pelo negro y ensortijado lo montaba, jugaba y nadaba con él. El sueño fue más bonito que nunca, pero Quintín temía, más que en otras ocasiones, el decepcionante final. El niño le dijo que no tuviera miedo, que pronto volvería y lo llevaría con él para siempre a su casa llena de praderas verdes y muchos árboles, que desde allí el mar estaba cerca y podían galopar cuantas veces quisieran para rozar con su piel el agua cálida. Quintín no sabía que pensar. Temía que todo terminara desapareciendo, como siempre lo hacía, cuando el giro del tiovivo y las risas de los niños se apagaran. Y así fue. La sombra y el silencio terminaron esa noche con el sueño, como siempre lo habían hecho.
Pasaron los días y el niño del pelo negro y ensortijado no volvió. Los sueños continuaron en su estado habitual y Quintín pensó que aquello habría sido una ilusión más; extraña, pero ilusión al fin y al cabo.
Fue un día casi otoñal ya, cuando el verano comienza a tocar a su fin y los veraneantes van abandonando las playas para volver a su trabajo en las ciudades. Aquella tarde el niño del pelo negro y ensortijado volvió a montar sobre Quintín y ambos volvieron a soñar juntos. Y soñaron que Quintín salía del tiovivo convertido en el bello alazán negro de su imagen soñada. Soñaron que nadaban y jugaban en la playa, que cabalgaban sobre las aguas en dirección al sol y que, tras hartarse de todo ello, Quintín acompañaba al niño a su casa, donde se instalaba en un fresco prado con hierba y agua abundantes.
El sueño se alargaba más de lo habitual y el caballo fue poco a poco, perdiendo el miedo a despertar aunque, en el fondo de su ser, esperaba con temor el momento de la desaparición de todo aquello.
Al día siguiente, un fenómeno inusitado sorprendió a todos en el paseo marítimo. Una pieza del viejo tiovivo había desaparecido. Cuando el propietario del mismo retiró, como hacía todos los días, la capota con que lo cubría, descubrió que el lugar de Quintín estaba vacío.
Chiclana (Cádiz),
junio 1997
El "Tratado de los astros"
1. Granada
15 de septiembre de 2003 9 de la mañana
Esta mañana me cuesta más que nunca comenzar con la rutina de cada curso. Entrar a clase con apariencia despistada, mirar sin que parezca que miras a cada uno de los alumnos, presentarte, notar las caras de espanto cuando perciben mis rasgos árabes, leer su pensamiento cuando se dicen a sí mismos que cómo podrá un moro como yo saber de informática. En fin, en cualquier caso, hoy el asunto no se está dando mal. Pocos alumnos, solo 5, y ordenadores que funcionan a la primera. Todas las instalaciones en orden. Casi una situación ideal. El único problema es la materia, XML y Servicios Web. Solo hacía 15 días que había comenzado a estudiar sobre ello, hice los labs del curso oficial de Microsoft y en eso estaba toda mi experiencia al respecto. Ojalá los alumnos sean los típicos programadores de batalla, aquellos que pasaron de Cobol o Clipper a Visual Basic y que no han visto nada mejor en su vida. De ese modo pasaría inadvertida mi inexperiencia; bueno, de ese modo y supliendo las carencias técnicas con los más de cinco años de dar clase a programadores y los más de tres siendo Trainer de Microsoft. Al fin y a la postre se trata de contar casi las mismas cosas a gente bastante parecida.
Además este curso es el típico marrón. Era Ricardo quien debía haberlo dado, pero aquel puñetero compromiso, hizo que Julián me lo asignara a mí. Y encima pensaba que me hacía un favor por mandarme a Granada, la tierra de mis antepasados. Menos mal que, por lo menos, pude salir esta madrugada y venir al aula directamente. No me hacía ni pizca de gracia venirme el domingo por la noche y dejar sola a Amina.
Ahora solo había que armarse de paciencia, desgranar poco a poco el contenido del curso, confraternizar con los alumnos para que no me pusieran a parir en las encuestas y luego volver el viernes a Madrid en el primer tren disponible. Con suerte Julián me dejaría en paz una semana y podría dedicarla a dormir y pasear por las mañanas. Qué personaje, Julián. Jefe de estudios y antiguo militar; lo más adecuado para coordinar el trabajo de quince o veinte formadores.
—Me llamo Khalil y en este curso voy a hablaros de XML y Servicios Web. Como sabéis, para poder aprovechar bien el conocimiento que se transmitirá es necesario que estéis familiarizados con asuntos como la programación web, la orientación a objetos y Visual Basic como lenguaje de desarrollo. Estaría bien que os fuerais presentando cada uno y me contaseis vuestra experiencia a este respecto así como las expectativas que mantenéis con el curso.
Silencio, miradas cómplices y al fin, alguien que se arranca a hablar. Lo normal. Siempre cuesta, pero los años de profesión se notan y tras las primeras dos horas la situación estaba controlada.
Los muchos años en España, unos rasgos más andaluces que marroquíes y el castellano culto y sin acento hacían milagros. Cualquier tinte xenófobo desaparecía y casi se olvidaban de que mi apellido no era precisamente Pérez o García. Era un buen grupo, gente con los conocimientos necesarios pero no tan avezados como para que pusieran en una mala situación mi poco bagaje de conocimientos en la materia.
2. Granada
15 de septiembre de 2003 8 de la noche
Era tarde y estaba cansado. Había llegado por la mañana en el Talgo y me había ido a clase directamente. Los alumnos, funcionarios de una oficina pública de la Junta de Andalucía, estaban ávidos de conocimientos y me absorbieron durante todo el día. Al cansancio del viaje se unía ahora el cansancio de las ocho horas de clase. Decidí tomar una cena rápida y subir a la habitación. Lo mejor sería conectarme un momento a Internet, leer el correo, tomar una copa del minibar y quedarme dormido viendo alguno de los bodrios de la televisión nocturna. El físico no me iba a dar para seguir una buena película a través de los canales vía satélite que el hotel tendría.
Era agradable aquel hotel. Un antiguo palacete de la granada musulmana, reconstruido y preparado para ofrecer las ventajas funcionales que el viajero espera obtener en un hotel moderno. Sin embargo, la integración con el pasado era perfecta. Había muros que incorporaban yeserías llenas de azoras coránicas, incluso algunos arcos habían sido conservados y restaurados para integrarse en la nueva edificación que se había realizado. El patio conservaba el aljibe original del que se nutría el hamman, ¡tenía hasta hamman! Me iba a sentir como en casa. Mi punto de vista sobre el marrón que me había caído con el curso cambiaba al ritmo de encontrar nuevas perspectivas al hotel. Dos o tres fuentes esparcidas entre el patio principal y algún que otro secundario daban el necesario sonido del agua brotando y cayendo sobre sí misma, que tanto necesita el intelecto para relajarse y descansar. En los suelos se alternaban algunos mosaicos originales, con azulejos granadinos de la época, y otros de factura reciente pero que encajaban con sumo gusto en el resultado final.
Pero lo más espectacular venía en la propia habitación. El hotel debía estar bastante lleno y optaron por darme una suite, ya que no debían tener otras habitaciones libres. ¡Era la mejor habitación en la que había estado en mi vida! En la reconstrucción de la misma habían optado por conservar al completo un muro del original, encastrándolo en la nueva estructura y conjugándolo con las otras tres paredes construidas en el momento. El muro original, además de las yeserías, tenía un arco de herradura completo que habían encajado sobre una caja de madera que le servía de marco y sostén. Además, en una de las paredes había una preciosa hornacina con un pequeño arco de herradura y un texto coránico como fondo del mismo. Todo ello daba a la habitación un aspecto auténtico. Parece que lo hubieran hecho a propósito para premiarme; un antiguo hotel moro para el profe moro, como muchos me llamaban —espero que más afectuosamente que con mala intención.
Me tumbé sobre la amplia cama para disfrutar del espectáculo y relajarme un rato. Al poco tiempo el relax era demasiado. Estaba a punto de quedarme dormido y no podía permitírmelo, había que preparar la clase de mañana. ¡Qué remedio! Me espabilé y encendí el portátil. Para comenzar apliqué la técnica que suelo usar cuando tengo que hacer trabajo de concentración durante un largo rato; merodeo, doy algunas vueltas y al final me lanzo. Esta vez el merodeo iba a consistir en leer el correo y consultar mi cuenta bancaria por Internet, quería confirmar que me había llegado el dinero de las dietas; aprovechar Granada suponía también comer bien mientras estuviera en ella.
3. Granada
30 de marzo de 1482 1 de la tarde
Muley Hacén, emir de Granada, rodeado de un ejército abatido y silencioso, entró en la ciudad que permanecía expectante y temblorosa, aguardando noticias sobre la incierta batalla que alrededor de la villa de Alhama se había producido. Los múltiples heridos se distribuyeron por los hospitales de la ciudad y el grueso del ejército quedó instalado en los campamentos militares que se esparcían vigilantes entre las últimas huertas de la vega y las puertas de entrada a la ciudad. El rey, rodeado de los soldados de su guardia, entró por la puerta de Elvira y picó espuelas hacia las rojizas murallas de la Alhambra que el tenue sol de marzo teñía de un premonitorio tono sanguinolento.
La multitud se agolpaba en las calles para ver cómo el séquito atravesaba la cuesta del Zacatín para llegar al palacio. El otrora orgulloso emir nazarí presentaba un aspecto agotado y sombrío.
La gente le contemplaba con mezcla de miedo y placer. Muchos le odiaban; desde hace años la continua subida de los impuestos había sumido en la pobreza a muchas familias. Autoritario y prepotente, había tratado a una buena parte de la aristocracia granadina como a meros lacayos, haciendo correr la sangre de algunos miembros de las más nobles familias. ¡Cuántos no podían reprimir la sonrisa mirando el sombrío paso del ejército derrotado! Los hombros caídos del rey y el desordenado armamento de su guardia eran síntomas claros para muchos del desastre que había acaecido; por ello la sonrisa duraba poco en los rostros. A la alegría por ver la postración del tirano se unía la percepción de un mundo que se acababa. Los cristianos se habían asentado definitivamente en Alhama. El emir y su ejército no habían logrado recuperar la villa que el fiero e indómito Rodrigo Ponce de León, Marqués de Cádiz, tomara semanas atrás, a sangre y fuego, echando a los perros los restos de los soldados musulmanes que la guarnecían. Ahora un gran ejército dirigido por el propio Medina Sidonia, otrora aliado de los granadinos, se dirigía hacía Alhama y se rumoreaba que el propio Rey Fernando estaba a punto de llegar con sus huestes. El enemigo estaba a las puertas de Granada.
Muchos antiguos soldados del emir estaban entre la gente agolpada en las calles. Pronto sus gritos y protestas se dejaron oír con claridad. Años atrás, Muley Hacén había purgado sin contemplaciones su ejército. Menospreciando a lo más granado de su tropa llegó incluso a retirarles la soldada así como a separar del mando a los más naturales oficiales de la misma.
Muchas cabezas rodaron entonces y la sangre tiñó el agua de las fuentes de la Alhambra. El emir pensó que unos reinos cristianos desunidos y guerreando entre sí nunca se atreverían a atacar el territorio musulmán, pero Fernando e Isabel, esos nuevos y ambiciosos monarcas, parecían no tener fin en su afán unificador. No les bastaba con unir sus respectivos reinos bajo una única corona, no les bastaba con aplacar a los nobles guerreando contra ellos. Ahora querían más, querían arrojar de la bendita tierra de al-Ándalus a los musulmanes que la habitaban desde hace más de setecientos años. El error del emir le había costado caro. Ahora los propios reyes estaban en Alhama y un curtido ejército de lo mejor de la Andalucía cristiana guardaba sus puertas.
Muley sabía que nunca más vería las enhiestas torres de la blanca ciudad y aquello le abatía.
Cuando percibió los gritos, que le increpaban, de sus antiguos soldados aceleró la marcha y recuperó la energía que le faltaba para volar hacía sus rojos palacios.
Los caballos desaparecieron entre la muchedumbre mientras el rítmico ruido de los cascos golpeando entre el empedrado se sobreponía a los gritos de la multitud. El emir y sus soldados desaparecieron tras la puerta de la alcazaba, pero la agitación continuaba. A los gritos de los viejos soldados se unían ahora los lamentos de muchos alfaquíes que inculpaban a los pecados del rey de ser la causa de la derrota sufrida ante los cristianos. ¿Por qué mantenía los privilegios de Zoraya, la amante cristiana con la que compartía cama cada noche, mientras que Fátima, la honesta sultana de los granadinos sufría el menosprecio y el olvido?
Los religiosos y los soldados incitaban a la revuelta mientras la población lloraba amargamente la pérdida de Alhama y se entregaba al miedo por su incierto futuro. El que más y el que menos tenía ya en su cabeza el ruido de las trompetas cristianas atronando la vega granadina. Un mundo que se acaba, la tierra que se mueve debajo de los pies, qué hacer, qué pasaría ahora, vendrían los osados cristianos a tomar la santa ciudad de Granada, tras atreverse con la querida Alhama. La incertidumbre llevaba el temor a los corazones. Nada odia el hombre más que la presunción de la pérdida de un bien presente. ¡Tantos años de paz! ¡Aquellos fértiles campos de la vega! ¡Aquellas fuertes torres de la fortaleza roja! ¡Aquellas blancas casas del tranquilo al-Bayyazin! ¡Todo estaba perdido!
Y de repente un grito surgió entre la multitud, ¡Boabdil!, ¡Boabdil es nuestro rey! Como si de un solo hombre se tratara, la masa comenzó a rugir y a moverse en dirección a la Alhambra. Parecía que la tristeza por la pérdida de Alhama había cedido al recordar la figura del rey chico, el desventurado hijo del emir Muley, atrapado entre su indolencia y la fiera influencia de Fátima, su batalladora madre.