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El reino de lo secular y el derecho de la guerra La autonomía de la política

El Renacimiento supondrá un paso adelante en la constitución de un derecho de gentes. La decadencia del orden feudal –no solo del poder del Sacro Imperio Romano-Germánico, sino de la idea misma de un imperio universal–; el advenimiento de la Reforma, que supuso la división de la cristiandad y la afirmación del individualismo; el descubrimiento de América y su significado en la construcción de un derecho internacional; y el surgimiento del Estado nacional en su versión germinal –las monarquías absolutas–, todo eso constituyó una revolución sin precedentes en la historia.

Para lo que interesa en este trabajo, vale decir, el desarrollo de un derecho de la guerra, el período fue sumamente fértil. Los cambios enunciados anteriormente implicaron un desplazamiento de los fundamentos medioevales del jus ad bellum. El Estado naciente se construyó a partir de la centralización del poder y, por lo tanto, del traspaso del jus ad bellum de la jurisdicción de los señores feudales a la de los monarcas absolutos de los nacientes Estados europeos. De manera simétrica se desplazaron también los fundamentos del derecho bélico. En el texto ya citado de Bellamy se lee:

Este período ha sido caracterizado algunas veces como la época en que la tradición de la guerra justa fue secularizada mediante el desplazamiento de los fundamentos de la tradición del derecho canónico y el escolasticismo hacia los derechos natural y positivo, basados respectivamente en la razón humana y el acuerdo voluntario de los soberanos. (2009, p. 91)

Pero el mismo Bellamy reconoce que no fue un proceso acabado. La secularización plena no se dio, en su concepto, hasta el siglo XIX:

Esta caracterización oculta la complejidad de la transformación sufrida por la tradición. Más aun, no toma en cuenta el grado en que los preceptos teológicos continuaron dando forma al pensamiento sobre la guerra justa. La tradición de la guerra justa no fue “secularizada” plenamente hasta el siglo XIX. Con anterioridad, las ideas seculares coexisten con las doctrinas teológicas dentro de la tradición de la guerra justa. El común denominador era que tanto unas como otras se apoyaban en el derecho natural y una de las principales controversias de este período fue la pregunta sobre el origen del derecho natural: ¿era la razón humana o la inspiración divina? La mayoría de los escritores […] parecen indicar que era una combinación de ambas. (2009, p. 91)

Por encima de puntos de vista menos equilibrados que el citado, lo cierto es que el fundamento puramente teológico estaba en cuestión. Se puede ver el comienzo de la transición al comparar los fundamentos del derecho internacional en Francisco de Vitoria, por una parte, y en Hugo Grocio y Emer de Vattel, por otra. Como en tantas otras materias, el siglo XVII fue un parteaguas. El pensamiento secular se abría paso con vigor.

Francisco de Vitoria es sin duda el padre del derecho internacional moderno. Las discusiones sobre si se trata de un título adecuado o no son estériles. Es innegable que, por lo menos desde el iusnaturalismo, Vitoria permanece entero en sus formulaciones.

No es el propósito de este trabajo ir más allá de una reseña de los antecedentes del punto central, es decir, el derecho de la guerra en crisis por la transformación del objeto que pretendía regular. Sin embargo, tiene sentido darle perspectiva histórica al derecho que hoy está en decadencia, porque sus orígenes muestran clara-mente su relación con la naturaleza de lo político. El derecho de la guerra que se conoce hoy nació con el Estado nacional moderno y se consolidó cuando este llegó a su forma más acabada. Una vez en crisis ese Estado, el derecho de la guerra entró en simetría con su referente más sólido.

El jus ad bellum fue monopolizado por el Estado nacional en detrimento de los poderes feudales. En el siglo XV, un acontecimiento notable le añadió dinámica al pensamiento sobre el problema. Se trata del descubrimiento de América y la consiguiente empresa de conquista. ¿Cuáles fueron los fundamentos de derecho para que los soberanos europeos se apoderaran de unos territorios que no estaban bajo una soberanía conocida (ni reconocida)? Un Estado en proceso de formación, como el español, se encontró con este problema cuando todavía no había consolidado su unificación. Y un español, Francisco de Vitoria, abordó el desarrollo de los fundamentos de un derecho nuevo.

Bellamy (2009) afirma que el interés de Vitoria por la guerra fue un subproducto de su preocupación por la legitimidad de la conquista española de América. El Emperador y el Papa reclamaban una jurisdicción universal. Ante esto, Vitoria afirmó que sus dominios no se extendían a toda Europa. Sostuvo que los indios americanos gobernaban en su tierra, puso en tela de juicio el “derecho de descubrimiento” como título válido y negó el uso de la fuerza para obligar a los indios a la conversión cristiana. Todas estas posturas nacían de su idea de la “guerra justa”.

Vitoria negaba como causas justas las diferencias religiosas, las pretensiones de una “jurisdicción universal” y las ambiciones personales de los monarcas. La defensa propia, la protección de los inocentes y la inexistencia de instancias para resolver pacíficamente las disputas podían ser causas justas, siempre y cuando las ofensas motivadoras fueran de importancia.

¿Cómo nació la preocupación americana de Vitoria (y de Suárez)? Carl Schmitt afirma que fue por el surgimiento de una necesidad nueva en el campo de los ordenamientos de la tierra. El descubrimiento de América trastocó las cosas: en Europa las tierras tenían soberanos que se reconocían mutuamente como legítimos. Ahora, América ponía al europeo frente a un espacio nuevo y frente al problema de los títulos jurídicos para apropiárselo.

Fue una ordenación del espacio totalmente distinta la que puso fin al derecho de gentes medieval en Europa. Esta ordenación surgió con el Estado europeo centralizado, territorialmente cerrado, que era soberano frente al emperador y al papa, pero también frente a cualquier vecino, y que tenía abierto un espacio libre ilimitado para adquisiciones de tierra en ultramar. Los nuevos títulos jurídicos, característicos de este nuevo derecho de gentes, pero totalmente desconocidos a la Edad Media Cristiana, son el descubrimiento y la ocupación. La nueva ordenación del espacio ya no está basada en un asentamiento seguro, sino en un equilibrio. (2001, p. 484)

Es necesario advertir que el reparto de las tierras americanas mediante bulas papales inscritas en una tradición medioeval no pretendió entregar la mitad del mundo a España y Portugal. Inicialmente se desconocía la existencia de un continente americano y se pensaba que lo descubierto era un conjunto de islas al oeste de Europa. Pero lo que importa para el desarrollo del pensamiento sobre la guerra es la novedad de enfrentarse ya no a otros príncipes cristianos o a infieles netos desde la perspectiva cristiana, como los turcos otomanos –lo que implicaba diferenciaciones precisas para el derecho–, sino a pueblos sin unidad clara en materia religiosa o política. Solo los Imperios inca y azteca plantearon la posibilidad de enfrentar una unidad en algún sentido, pero su fragilidad frente al invasor no permitió desmentir la sensación de vacío político y religioso que produjo América, amén del vacío social de muchas áreas.

El derecho se encontró con una realidad distinta de la guerra: ¿se justificaba hacer la guerra contra pueblos que no habían conocido, ni tenido la posibilidad, de recibir el anuncio evangélico? Francisco de Vitoria halló la respuesta en la licitud de la guerra si los indígenas americanos se resistían “a la predicación del Evangelio y al libre comercio”. La predicación fue el “medio” para adscribir territorios. La realidad fue, empero, la violencia de la conquista. La consideración de los indios como personas libres e iguales en materia de derechos a los conquistadores no alcanzó, en los efectos prácticos, a impedir la conquista violenta porque, a su vez, esos hombres libres justificaron la guerra con la oposición de los otros a la predicación y al libre comercio.

Lo importante es observar cómo, a partir de Vitoria y Suárez, todavía arraigados en el orden medioeval, se abrió paso un derecho secular basado en el derecho natural. En la Edad Media era claro lo afirmado atrás sobre la identidad cristiana entre los combatientes, por encima de su obediencia a los príncipes respectivos. Ahora, la guerra que se discutía en Salamanca y en Lisboa era la guerra contra los indios americanos, pueblos por cristianizar. Pero ya existía una tradición fuerte en el jus ad bellum que impidió una decisión tajante en lo relativo al derecho de hacerles la guerra. Los tiempos cambiaban velozmente. Felipe II visitó a Vitoria en su monasterio para ventilar diferencias. El dominico no cedió. El Rey se marchó en desacuerdo, pero respetaba a Vitoria y no insistió. Estaba entrando otra era.

La realidad política europea se impuso, y el signo de los tiempos condujo a un orden nuevo en lo territorial. No era algo de poca monta el descubrimiento de América por una potencia europea que iniciaba su proceso de unificación nacional. La ordenación territorial, la distinción entre “el suelo de soberanos y pueblos cristianos y el de países no cristianos, la consiguiente acotación de las guerras, o sea la distinción entre varias clases de guerras, y con ello el orden concreto entre los pueblos, aún seguían conteniendo una porción de realidad histórica” (2001, p.484). El ordenamiento medioeval surgido bajo el Emperador y el Papa, que en el decir de Schmitt todavía contenía una porción de realidad histórica, estaba por transformarse: a fines del siglo XVI y en el XVII, la culminación del cambio con el orden de Westfalia (1648) despertaba ya la era de las monarquías absolutas y los Estados nacionales modernos.

States make war, but war also makes states (Porter, 1994, p. 1). Esta afirmación de Porter se encuentra en un contexto más amplio: en la línea de Heráclito, quien consideraba la guerra como la madre y reina de todo; en la de Maquiavelo; y contemporáneamente, en la de Charles Tilly. La aparición del Estado como lo conocemos en la Modernidad está ligada por muchos caminos al conflicto armado y al poder militar. Y el orden de la guerra mutó. Más secular, este orden se aprestaba a saltar a un nuevo continente y a la pluralidad religiosa. Desde Westfalia hasta el Congreso de Viena (1815), la historia marcó un camino nuevo para lo que sería la concreción de un derecho universal de la guerra.

De la teología a la ciencia y al pensamiento secular

Los siglos XVI y XVII fueron una bisagra entre el Renacimiento y la Modernidad establecida plenamente. Según algunos autores se revivió la guerra santa, sobre todo en la Guerra de los Treinta Años, porque fue entre católicos y protestantes. Todo indica, más bien, que se estaba en la ola de la mutación de la guerra, una ola que seguía la dirección de la racionalización de la política. La senda de Maquiavelo la transitó Richelieu. En apariencia, las potencias católicas romanas se enfrentaban a las protestantes. Pero detrás del escenario estaba una utilería llena de intereses bien terrenales. Así, el cardenal de Richelieu fue menos cardenal que hombre de Estado: cuando le convino a Francia, cabeza de las potencias católicas, no tuvo escrúpulo alguno para aliarse con Suecia, potencia protestante. En realidad fue una lucha enconada y larga entre reinos y principados europeos por adquirir o defender territorios y reivindicar derechos de sucesión dinásticos. La religión fue elemento movilizador y causa de brutalidades.

La idea de una guerra santa entre la cristiandad romana y la reformada sirvió para justificar todo tipo de medios. Pero detrás de las apariencias estaban los intereses más prosaicos, si se quiere, los mismos de tantas y tantas guerras en la historia de la humanidad. En la Europa cristiana apareció la noción de “defensa de la religión correcta”. Antes se había perseguido a los herejes, pero más en el marco de operaciones internas (en términos políticos) que de guerra internacional. De acuerdo con Bellamy:

La devastación causada por las guerras santas en Europa produjo una profunda reacción intelectual que dio nueva forma a la tradición de la guerra justa. Leviatán, la obra de Thomas Hobbes (1651), fue una reacción autoconsciente a la anarquía que acompañó la guerra civil inglesa, mientras que De Jure Belli et Pacis, de Grotius, trató de construir un sistema legal que evitara futuros cataclismos. En el aspecto diplomático, los tratados de Westfalia intentaron reestructurar la sociedad europea, reconfigurando sus fronteras y restableciendo el principio de soberanía enunciado en Augsburgo. (2009, pp. 117-118)

Aparecen en el párrafo anterior los nombres de Hobbes y de Hugo Grotius, o Grotio; vale decir, aparecen el realismo y el legalismo como fundamentos del derecho internacional. Para el realismo hobbesiano, el jus ad bellum se reduce al concepto de autoridad correcta, en el cual se justifica la guerra si la inicia un soberano por la salud del Estado. El jus in bello es ignorado totalmente en esta mirada.

Para Grotius, la guerra no es de manera intrínseca correcta o incorrecta, sino un instrumento racional para preservar la sociedad. El derecho internacional da el marco que permite evaluar el modo y el tiempo para recurrir a la guerra de manera legítima, y ese derecho se encuentra en la costumbre establecida y en los conceptos de quienes lo manejan con conocimiento. El derecho internacional abarca una ley natural y una ley humana. La primera define lo justo; la segunda, lo legal.

Las obras de Hobbes y de Grotio pusieron el derecho de la guerra en el campo secular (aunque no dejaron de definir el derecho natural en términos referidos a la voluntad de Dios). En la práctica, lo legal quedó en el terreno de lo humano, así la ley humana fuese un reflejo de la natural. La guerra quedó, en todo caso, en las manos de los soberanos absolutos, y lo que era un soberano absoluto ya lo había definido Bodino (Los seis libros de la República) en los años finales del siglo XVI. La secularización de la política avanzaba y la guerra salía, cada vez más, del ámbito de la religión.

Los siglos XVI y XVII fueron trascendentales en todos los campos del pensamiento. La revolución de la ciencia que significó la constitución de la física como ciencia experimental (Galileo, Newton) trasladó, de la teología a la ciencia, la comprensión del mundo y de la naturaleza. La tierra fue destituida del universo como, simultáneamente, era destituida del centro de la economía y del centro del centro del poder político. Una burguesía naciente, necesitada de pensamiento racional, saltó sobre los condicionamientos feudales y comenzó a demandar la centralización del poder para controlar los espacios de sus negocios. La razón llegó también a la política con Maquiavelo. Hombre de su tiempo, plasmó en su obra la superación de la fortuna y de la voluntad divina como factores del buen suceso de los príncipes. El éxito fue trasladado a la acción racional.

En materia de normas de la guerra, el Estado surgió como la primera referencia. El derecho de la guerra se alejó de la religión y se inscribió en las razones del Estado secular. Lo justo se separó de lo legal. Más adelante, las obras de Pufendorf y Wolff sirvieron de transición a las de Vattel y Bynkershoek. Llegando la historia al siglo XVIII, el de las Luces, en la obra de Vattel se afirmó la preeminencia del derecho positivo, basado en el consentimiento del soberano. El jus ad bellum perdió importancia porque bastaba la voluntad del soberano para hacer legal la guerra. El jus in bello ganó en protagonismo, por cuanto el centro de interés se desplazó a la conducta en la guerra. La monarquía absoluta se consolidaba y las guerras del siglo XVIII en Europa tuvieron un sesgo interesante: fueron frecuentes pero limitadas, y con impacto reducido sobre las poblaciones. Pocos pudieron haber advertido lo que venía: las guerras nacionales tras la Revolución Francesa.

Kant dio una campanada de advertencia en los comienzos de la nueva era. En La paz perpetua (1795) señaló que la obra de Grotio, Pufendorf y Vattel es apenas un intento tranquilizador que solamente sirve para justificar las agresiones. Las normas de estos autores no revisten fuerza legal porque los Estados no tienen una limitación externa común. De nuevo Hobbes: se podría hacer el símil de los Estados como entidades que viven en “estado de naturaleza” sin un poder universal que los sujete. Kant remató el derecho natural como fuente de normas para la guerra. Su enfoque realista, discutido y discutible, por supuesto, vive en los intentos de la comunidad internacional actual (la Carta de las Naciones Unidas, el principal) por limitar el derecho soberano de los Estados a la guerra.

El siglo XIX sería el siglo de la soberanía excluyente de los Estados, los nacionalismos exacerbados y la militarización de las sociedades europeas. Fue el siglo del realismo, de la “razón de Estado” y, también, tras la tragedia de las guerras de la Revolución y del Imperio napoleónico, un siglo relativamente pacífico que, sin embargo, preparaba las grandes tragedias del siglo XX.

El enfoque de este trabajo, como ya se ha planteado, no permite entrar en los desarrollos del derecho de manera detallada. El punto de partida es la naturaleza cambiante de la guerra, y ese será el tema del próximo capítulo. Antes de entrar en materia vale, eso sí, hacer una breve descripción del derecho internacional de los conflictos armados como se lo entiende en la actualidad y dar una visión de los conflictos armados contemporáneos.

El derecho internacional humanitario

El derecho internacional humanitario (en adelante DIH) contiene dos ramas, cada una de las cuales corresponde a un objetivo particular. Estas dos ramas son:

 El Derecho de La Haya, que versa sobre los medios y métodos de combate, y

 El Derecho de Ginebra, cuyo objetivo es proteger a los no combatientes (incluye a los combatientes puestos en estado de indefensión).

Estos derechos están interrelacionados puesto que la limitación o la prohibición de determinados medios y métodos importan para la protección de combatientes y no combatientes. Es común que al Derecho de La Haya se le considere sinónimo del “Derecho de la Guerra” en un sentido amplio, y al de Ginebra sinónimo del “Derecho Humanitario”, en un sentido estricto.

Ahora bien, la práctica actual de la aplicación de estos dos derechos subraya la complementariedad y la unidad de fines que tienen uno y otro. La crisis o el desplazamiento del jus ad bellum en las guerras contemporáneas aleja estos conflictos de la concepción clásica de la guerra legal. Por otra parte, la tecnología moderna ha conmovido la noción de combatiente y ha extendido la afectación producida por las armas a grupos humanos muy grandes.

El Derecho de La Haya es básicamente convencional, en tanto que el Derecho de Ginebra es en su mayor parte consuetudinario. Por lo general, se considera el año 1864 como el del nacimiento del DIH. El 22 agosto de ese año, las principales potencias europeas firmaron el Convenio de Ginebra.

[…d]esde luego, es obvio que las normas de aquel derecho existieron con mucha anterioridad. Aun fuera del marco de las reglas consuetudinarias ya existía desde la más remota antigüedad gran cantidad de tratados internacionales bilaterales que contenían reglas de naturaleza humanitaria. (Swinarsky, 1991, p. 16)

El avance estriba en que el derecho humanitario adquirió un carácter general (un régimen general de derecho) que uniformaba la acción de los Estados en situación de guerra. Una vez establecidos los mecanismos positivos para codificar lo que antes fue parte de costumbres, del código de caballería, de prescripciones religiosas, etc., los Estados, mediante tratados multilaterales, cuentan con referencias claras de comportamiento.

Sin embargo, los avances en estos campos se han visto contrastados por los cambios, tanto políticos como científico-tecnológicos, que ha sufrido la guerra. El tema será objeto de discusión más adelante, pero en este punto vale mencionar que muchas de las disposiciones y costumbres establecidas se hacen imposibles de cumplir en los tiempos actuales. Un ejemplo es el ritual de la “declaración de guerra”. El “tempo” de las acciones bélicas posibles hoy hace casi instantáneas las respuestas de los contendores. Antes, una declaración daba tiempo para preparar una respuesta bélica. Ahora, las armas de largo alcance y las velocidades de los vectores hacen de la sorpresa un elemento vital. Una guerra se puede perder o ganar en minutos y segundos. Un ataque sorpresivo puede destruir las capacidades de respuesta de un enemigo. Una declaración formal puede ser un suicidio.

Tampoco es posible cumplir cabalmente con principios como los de portar uniformes distintivos (las técnicas de camuflaje los equiparan, y se los diseña para pasar inadvertidos, no para discriminar) y llevar las armas a la vista. Las armas de hoy incluyen ingenios autónomos (relativamente, por supuesto) y la robotización continúa su avance.

Desde la Segunda Guerra Mundial, es claro que el arma aérea convierte a poblaciones enteras en objetivos como si estuvieran en primera línea. Entre otras consideraciones, las tácticas de combate de hoy tienden a romper los conceptos de linealidad en los enfrentamientos. Más todavía, el arma atómica no permite cumplir un mínimo en materia de discriminación entre combatiente y no combatiente.

La diferenciación entre una violencia para vencer militarmente a un enemigo y una violencia para hacer daño con fines extorsivos (así sean políticos), como el terrorismo, es cada vez más difusa. El terror se usa como táctica auxiliar de los combatientes o como estrategia prevalente, cuando un grupo se expresa solamente por medio del terrorismo. En los conflictos del mundo de hoy se marcha de manera peligrosa al “todo vale”. Recientemente apareció otro medio de “desregularización” de los conflictos, con las formas privatizadas de hacer la guerra. El crimen organizado internacional alcanza dimensiones que lo llevan a constituir grupos armados de entidad mayor y a actuar en forma paramilitar. Todo esto conforma el cuadro de lo que se quiere tratar en los capítulos siguientes. La guerra ha muerto es el título del libro de un general francés (Le Borgne, 1988), y no se puede menos que temer esa muerte. Lo que parece ser el sucesor de la guerra es más ominoso todavía y en las oscuridades que se entrevén para el futuro, el derecho no parece encontrar un sustento firme para la regulación de los conflictos armados. Lo que el Estado nacional hizo posible no será reconstituido hasta cuando cuaje una organización supranacional con poderes efectivos.

Los embates sucesivos que ha sufrido el derecho internacional de los conflictos armados son patentes en los conflictos de la segunda posguerra mundial. Sucesivamente, las guerras de liberación nacional, las guerras revolucionarias, las guerras de las bonanzas económicas no reguladas, el terrorismo, la privatización de los ejércitos y el traslado reciente del campo de batalla, desde el escenario abierto al de las áreas urbanas, minan la posibilidad de su aplicación.

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