Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 11
X.
de la gloriosa aparición de «el faro de sarrió» en el estadio de la prensa.– primeros fuegos de la batalla del pensamiento.
Uonvendríana nueva y clara luz amanecía sobre Sarrió, después de tantas tinieblas. Por la merced y gracia singular de Dios, hallóse la hermosa villa provista, cuando menos lo pensaba, de un órgano en la prensa, siquiera fuese semanal o «hebdomadario», según decía su ilustre fundador. Graves obstáculos, escollos peligrosos se oponían a la realización de la empresa. Todos supo vencerlos y evitarlos la perseverancia y el genio del hombre extraordinario que la tomara a su cargo. La primer dificultad vencida fué la del dinero. Se crearon cincuenta acciones de mil reales cada una, para el sostenimiento del periódico, de las cuales los amigos de don Rosendo sólo tomaron nueve; don Rudesindo cinco, don Feliciano dos y don Pedro Miranda, a pesar de su cuantiosa renta, otras dos nada más. En cuanto a los otros, Alvaro Peña, don Rufo, Navarro, etc., se disculparon con su falta de recursos, y no les faltaba razón. Además, ponían en el negocio su inteligencia, que es lo principal. Quedóse con las cuarenta y una restantes, don Rosendo. Grandeza singular de ánimo que causó excelente impresión en todos.
Despacháronse emisarios a Lancia en busca de imprenta. No habiendo dado resultado sus gestiones, el mismo fundador se trasladó a la ciudad. Al cabo de algunos días tuvo la fortuna de descubrir a un impresor arruinado hacía algunos años, cuyos tórculos rotos y enmohecidos no había querido comprar nadie y yacían cubiertos de polvo en un obscuro sótano. Cuando don Rosendo fué a examinarlos en compañía de su dueño, no pudo menos de sentir respetuosa emoción. Un raudal de graves y profundas reflexiones se desprendió acto continuo de su mente al contemplarlos:– «He aquí— se dijo— los instrumentos más poderosos del progreso humano en vergonzosa holganza, no por culpa suya, sino por el abandono de los hombres. ¡Cuánta ilustración, cuánto pan espiritual pudieron esparcir en los años que llevan arrinconados y silenciosos! Mientras la barbarie y la ignorancia imperan en la mayor parte de nuestras comarcas, ellos, que son los únicos que tienen fuerza para desterrarlas, permanecían aquí inmóviles, faltos de una mano que los empuje y arranque de sus entrañas los secretos de la ciencia y la política.»
Poco faltó para que los besara y abrazara tiernamente. El impresor, hallándole en tan benévola disposición de ánimo respecto de ellos, no quiso ser menos, y se declaró enamorado hasta los huesos de sus instrumentos. Por ningún dinero consentiría en desprenderse de aquellos antiguos compañeros que le habían ayudado a ganarse el pan (y el vino también, según lo que se decía por el pueblo). Cantó sus excelencias con tal fuego y entusiasmo, como si fueran sus padres y sus hermanos y a ellos debiera el soplo de vida que le animaba, e hizo además la importante declaración de que imprimían, si no tan pronto, mejor y mas limpio que todas las prensas conocidas hasta el día. De acuerdo con estos extremos, don Rosendo se esforzó, no obstante, en convencerle de que debía enajenarlos siquiera por que no se perdiesen sus notabilísimas cualidades. Pero cuanto más elocuente se mostraba el negociante, más tierno y encariñado aparecía el impresor. Por último, se convino en que éste no se desprendiese de aquellas prendas, tan caras a su corazón, ya que no tenía valor para llevarlo a cabo, y se trasladase con ellas a Sarrió, donde se establecerían definitivamente. Llevaría consigo algunos cajistas que pudiesen enseñar a otros jóvenes de la villa, y todos los enseres necesarios para montar la imprenta. Folgueras, que así se llamaba el impresor arruinado, quedaba como dueño y regente de ella. Cobraría por la tirada del nuevo periódico un tanto, mayor dos veces, según nuestros cálculos, a lo que cobran en las mejores imprentas de Madrid. No era mucho si se tiene en cuenta el mérito de los tórculos y el acendrado amor que les profesaba.
El título fué uno de los puntos en que mejor se mostró el gallardo ingenio e invención de don Rosendo. Intitulólo El Faro de Sarrió, nombre altamente expresivo y sonoro, y de alcance singular, por cuanto no otra cosa se proponía su fundador que esclarecer a su pueblo y darle esplendor. Secretamente encargó a Madrid un grabado para la cabeza del periódico. Al llegar pocos días después, causó espasmos de alegría, tanto entre los accionistas como entre todos los que tuvieron la fortuna de verle. Representaba un puerto de mar, Sarrió al parecer, en las altas horas de la noche, a juzgar por las negras tintas del cielo y el mar. A la izquierda se elevaba una altísima montaña ideal que lo dominaba enteramente, y sobre ella se veía un caballero que guardaba cierto parecido lejano con don Rosendo, dirigiendo los fuegos de una inmensa linterna sobre la villa. Cerca de él percibíanse las cabezas de otros cuantos personajes. Los accionistas creyeron de buena fe que eran sus efigies, y quedaron vivamente agradecidos al dibujante.
Fué designado como local para la imprenta un almacén de don Rudesindo, pagándole la renta, por supuesto. A la redacción se destinó en el mismo local un compartimiento, para lo cual hubo que ejecutar algunas obras. Montóse al fin la imprenta, no sin muchos e impensados gastos. Folgueras, que decía estar provisto de todo lo necesario, no tenía nada, y fué preciso encargar a Madrid fundiciones y piezas que faltaban a la prensa, construir galerines, comprar mesas, etc., etc. Al fin todo quedó arreglado. Don Rosendo trabajaba, como un negro, ocupándose hasta en los más ínfimos pormenores. Su talento organizador se reveló en esta ocasión mejor que nunca. Se nombró redactor en jefe a Sinforoso Suárez, con un sueldo de veinticinco duros mensuales, y administrador al hijo primero de don Rufo.
Faltaba el papel. Se había telegrafiado a Madrid pidiendo una remesa, y no acababa de llegar. La impaciencia de Belinchón era grande. Telegramas iban y venían por los alambres eléctricos. Unas, veces se decía que estaba detenido en Lancia: telegrama a Lancia reclamándolo. Otras, que no había pasado de Valladolid: telegrama a Valladolid. Otras, que no había salido de Madrid: telegrama a Madrid. Don Rosendo juró en esta ocasión que no encargaría más papel a Madrid, y sí lo haría traer de Bélgica. Mas lo que fué motivo de disgusto trocóse en placer intenso, como sucede siempre, cuando al cabo se les participó que unos cuantos fardos habían llegado a Lancia, y que allí esperaban el carro que había de traerlos a su destino. Como el periódico estaba ya compuesto hacía días, procedióse inmediatamente a la tirada, que había de ser cuantiosa. Don Rosendo pretendía esparcirlo profusamente por la provincia, enviarlo a todas las de España, y hasta darlo a conocer en las naciones extranjeras. Tanto aquél como sus socios asistieron con interés al acto de funcionar la máquina. No se cansaron de admirar su complicado rodaje, la singular precisión de sus movimientos, y la pasmosa velocidad con que imprimía el periódico, pues no bajaban de doscientos los ejemplares que dejaba enteramente concluídos en una hora. Su ilustre fundador, no pudiendo reprimir el fuego periodístico que le devoraba, se despojó a presencia de todos de la levita, y se puso a dar con energía al manubrio de la rueda-volante, hasta que el sudor brotó en abundancia de su despejada frente. Ejemplo señalado de entusiasmo y amor a la civilización que nos complacemos en referir para enseñanza de las nuevas generaciones.
Salió al fin El Faro de Sarrió en gran tamaño, porque su fundador no quería que se escatimase papel, y bastante bien impreso. La único que apareció borroso fué el grabado de la cabecera, hasta el punto de que la mayoría del público quedó convencido de que en el individuo que tenía la linterna en la mano, se quería representar un negro en vez de la respetable persona que ya hemos indicado. Contenía un artículo de fondo impreso en letra grande del doce, titulado Nuestros propósitos. Aunque estaba firmado por La Redacción, era debido únicamente a la pluma de don Rosendo. Los propósitos del Faro «al aparecer en el estadio de la prensa», eran principalmente defender, «alta la adarga y calada la visera», los intereses morales y materiales de Sarrió, combatir la ignorancia «en todas sus manifestaciones» y en las batallas ardientes de la prensa, luchar sin descanso por el triunfo de las reformas que el progreso de los tiempos exigía. La redacción del Faro creía que «había sonado la hora de romper definitivamente con las doctrinas del pasado». Sarrió deseaba con afán emanciparse de la rutina y de las ideas mezquinas, «romper los moldes estrechos en que yacía aprisionado» y «entrar de lleno en el dominio de su propia conciencia y de sus derechos». «Hacemos votos— decía el articulista— por que la aparición de nuestro periódico coincida con un período de actividad moral y material, y podamos asistir a una de esas transformaciones sociales que forman época en los anales de los pueblos. Si nuestra voz consiguiese despertar a la villa de Sarrió de su largo sueño y estancamiento, y lográsemos ver lucir pronto la alborada de una era de labor y de estudio propia del movimiento reformista que aspiramos a iniciar, ése será el mejor galardón que recibirán nuestros esfuerzos y sacrificios.»
El lenguaje no podía ser más noble y patriótico. Y, como siempre, la modestia corría a las parejas con la autoridad y la elocuencia.
«No abrigamos la pretensión— decía— de ser los caudillos en esta gran batalla del pensamiento que no tardará en iniciarse dentro del recinto de Sarrió. Sólo aspiramos a luchar como obscuros soldados, y que se nos conceda un puesto en la vanguardia. Allí pelearemos como buenos; y si al fin caemos vencidos, lo haremos envueltos en la sagrada bandera del progreso.»
Esta alegoría militar, causó excelente impresión entre los vecinos, y contribuyó no poco a la entusiasta acogida que el periódico obtuvo. Finalmente, el artículo era tan elegante en las palabras, tan lleno de graves sentencias, el estilo tan concertado, que el público no tuvo a quién atribuírselo dignamente, sino a su glorioso director.
Y así era la verdad.
Insertaba después el periódico un largo artículo de Sinforoso, sobre la mujer. Eran dos columnas cerradas de prosa poética, engalanada con todas las flores de la retórica, en que se cantaba la dulce influencia de esta mitad del género humano. Aseguraba en términos calurosos, que la civilización no existe sino en el matrimonio. El amor conyugal es su única base. Todo es santo, todo es hermoso, todo es feliz en el lazo íntimo que une a dos jóvenes esposos. Esta invitación al matrimonio, aunque dirigida al bello sexo en general, iba en particular, según la opinión pública, a cierta bella estanquera de la calle de Caborana, cuya amor pretendía Sinforoso hacía algunos años sin resultado. El público creía también que la joven concluiría por aceptarla, tanto por los términos poéticos en que iba expuesta, como por los quinientos reales mensuales que había comenzado a devengar el invitador.
Venía después otro del maestro de la villa, don Jerónimo de la Fuente, que era una seria y violenta impugnación de las tres famosas leyes de Kepler sobre la mecánica celeste.
Gracias al anteojo que tenía en el balcón de su casa, don Jerónimo había hecho una serie de prodigiosos descubrimientos, que daban al traste con todos los conocimientos existentes en astronomía. No es maravilla que el dignísimo profesor de primeras letras, poseído de legítimo orgullo, exclamase al final de su artículo: «¡Bajen, pues, del pedestal en que la ignorancia de los hombres los ha colocado esos colosos, portaestandartes de una falsa ciencia: Kepler, Newton, Laplace, Galileo. Todos sus cálculos se han deshecho como el humo, y sus magníficos sistemas son hojas secas que, desprendidas del árbol de la ciencia, no tardarán en pudrirse!»
Insertábanse también unos versos de Periquito, el hijo de don Pedro Miranda, en que le decía a cierta misteriosa G., que «él era un gusano; ella una estrella»; «él una rama; el árbol ella»; «ella una rosa; la oruga él»; «ella una luz; él una sombra»; «ella la nieve; el fango él, etc., etc.»
Había motivos para sospechar que aquella G… era cierta Gumersinda, esposa de un comerciante de harinas, mujer notable por la abundancia de carnes, que la hacían caminar con dificultad. Periquito amaba a las casadas y a las gordas. Cuando estas dos preciosas cualidades se reunían dichosamente en un ser, su pasión no tenía límites. Y tal era el caso presente. No hay que pensar, sin embargo, que nuestro joven era un animal dañino. Los maridos podían dormir tranquilos en Sarrió. Periquito pasaba la vida enamorado, cuándo de una, cuándo de otra señora, pero sin acercarse jamás ni osar siquiera enviarle un billete amoroso. Tales procedimientos no entraban en su método, el cual consistía principalmente en fascinarlas por la mirada. Para esto, dondequiera que topaba con ellas, fuese en la iglesia o en el teatro, procuraba, lo primero, colocarse a conveniente distancia. Una voz tomada la posición, dirigía en línea recta los efluvios magnéticos de sus ojos hacia el sujeto pasivo del experimento, que de vez en cuando levantaba hacia él los suyos con expresión de asombro. Muchas veces las honradas esposas, no considerándose dignas de tan singular adoración, se miraban a todas partes, y preguntaban a los que estaban a su lado si por casualidad tenían algún tizne en la cara, o llevaban enredado en el pelo cualquier hilacho. Periquito era incansable, y tomaba estos asuntos con la seriedad que merecían. A veces acaecía pasarse una hora y más sin apartar un punto la vista del sitio. Y a veces acaecía también que, transcurrida esta hora, cuando ya pensaba el enamorado mancebo que su alma se había filtrado por los poros de la obesa dama, y se apoderaba de todas sus facultades y sentidos, decía ésta por lo bajo a sus compañeras:
– ¡Jesús, este mico de don Pedro, qué mirón es!
¡Cuán ajeno estaba el poeta de que la estrella de sus sueños le hacía descender de un modo tan odioso en la escala zoológica!
El Faro de Sarrió fué para nuestro amartelado joven un medio admirable de dar forma a las vagas fantasías, inquietudes, ardores y tristezas que a la continua lo agitaban, y declararse sucesivamente con acrósticos misteriosos e iniciales a todas las beldades más o menos macizas que ostentaban sus amables curvas por las calles de la floreciente villa.
Venían por fin las gacetillas con su correspondiente título cada una, donde brillaba el ingenio, tanto de Sinforoso, como de todos los que colaboraban en El Faro. Una se titulaba: A pasear, sarrienses. El gacetillero afirmaba en ella, con estilo sencillo y elegante, que el tiempo estaba delicioso, y que nada mejor podían hacer los habitantes de Sarrió en las horas de la tarde, que dar un paseo por las amenas y frondosas cercanías de la población. Otra: ¡Señor Alcalde, por Dios! Se excitaba a don Roque para que obligase a poner canalones en algunas casas.
Posteriormente, esta sección dejó el título de Gacetilla que llevaba por el de Novelas a la mano, que le puso don Rosendo a imitación de las célebres Nouvelles a la main del Fígaro.
Cerraba el periódico una charada en verso, que, si no recordarnos mal, era la palabra avellana.
El folletín estaba a cargo de don Rufo, que hacía año y medio que estudiaba el francés sin maestro, por el método Ollendorf. Se resolvió a traducir, para el periódico, Los misterios de París, obra en seis tomos. Excusado es decir que El Faro de Sarrió, a pesar de vivir algunos años, nunca pudo llegar al tomo tercero. Don Rufo era un traductor notable. Si algún defecto podía ponérsele, era el de ajustarse demasiadamente al original. Un día se aventuró a decir que «la condesa había echado mano al botón de su secretario». Esta declaración levantó tan gran polvareda entre la gente ignorante, que don Rufo, justamente irritado, dejó la traducción del folletín. Se le encomendó a un piloto que había hecho muchos años la carrera de Bayona.
El éxito del número primero, como era de esperar, fué prodigioso. El artículo de Sinforoso, la sabia disertación de don Jerónimo de la Fuente, las gacetillas y hasta los versos de Periquito, todo fué leído y justamente celebrado. Pero lo que preferentemente llamó la atención de las personas serias y causó en ellas honda impresión, fué el artículo de don Rosendo Nuestros propósitos. Aquel lenguaje periodístico tan animado y fogoso, aquellos tan nobles pensamientos, el entusiasmo por los intereses de Sarrió, la franqueza y la modestia que en él resplandecían, llenó de júbilo los corazones y les hizo presentir una era de prosperidad y bienandanza. Por la noche, la orquesta, dirigida por el señor Anselmo con su gran llave lustrosa, dió serenata a la redacción. Iluminóse la fachada de la imprenta con farolillos venecianos. Las bellas y regocijadas artesanas de Sarrió, cogieron, como siempre, la ocasión por los pelos para bailar habaneras y mazurcas sobre los duros guijarros de la calle. Los dignos individuos que con la lengua de metal rendían tributo de admiración y entusiasmo a los redactores del Faro, fueron obsequiados por éstos con vino de Rueda y cigarros. La alegría rebosaba de todos los pechos y se desbordaba en abrazos tan fuertes como espontáneos. Don Rosendo abrazaba a Navarro, Alvaro Peña a don Rudesindo, don Rufo a Sinforoso, y don Pedro Miranda al impresor Folgueras. Los músicos se abrazaban entre sí, y todos y cada uno a su peritísimo director el señor Anselmo. Fuera de la imprenta, y para conmemorar también aquel día glorioso, Pablito abrazaba a la blonda Nieves, aprovechando la obscuridad de un portal; y varios otros mancebos, siguiendo su ejemplo, distribuían igualmente abrazos conmemorativos entre las alegres mozas aborígenes.
Lo único que turbó por un instante aquel general contento, fué la singular tristeza que se apoderó de Folgueras en cuanto tuvo algunos litros de vino en el cuerpo. El recuerdo de Lancia, su pueblo natal, se le ofreció súbito al espíritu, dejándole en un estado de tribulación difícil de explicar. En el momento en que la algazara y contento alcanzaban su grado máximo, llamó aparte a don Rosendo y con lágrimas en los ojos, le manifestó que la vida fuera de su patria adorada era para él un fardo insoportable. La muerte, antes que perder de vista la humilde casa que albergó su cuna, y las calles que tantas veces recorrieron sus pies infantiles. Aquella misma semana, si Dios quería, contaba dejar a Sarrió y trasladarse de nuevo con sus bártulos a Lancia.
Al recibir de sopetón esta noticia don Rosendo se puso pálido.
– Pero, hombre de Dios, ¿y el número próximo del Faro?
– Don Rosendo, bien puede dispensarme… Usted es un caballero… Un caballero sabe apreciar los sentimientos de otro caballero… La patria antes que todo… Guzmán el Bueno arrojó el puñal por encima de la muralla para matar a su hijo… Demasiado lo sabe usted. ¿Eh?… ¿Qué hay de eso?… Riego murió en un cadalso. ¿Eh?… ¿Qué hay de eso? Si yo fuera de la Inclusa o no tuviese cariño a la camisa que traigo puesta, no necesitaba decirme nada. Toda la vida me tendría usted como un perro dándole a la rueda… Pero los sentimientos ahogan al hombre… El hombre vive, el hombre trabaja, el hombre tiene algunas veces un rato de expansión… Y porque beba un vaso, o dos… ¡o tres! ¿ha de olvidar la patria?.... ¿Eh? ¿Qué hay de eso?
Don Rosendo llamó a don Rudesindo en su auxilio. Entro los dos trataron de disuadirle con poderosas razones. La más poderosa de todas fué una nueva botella de vino de Rueda. Después de haberla introducido en el cuerpo, los sentimientos patrióticos de Folgueras se debilitaron visiblemente. Acto continuo pidió otra botella, la bebió, vomitó, y se durmió.
Pensamientos de gloria, vagos deseos de inmortalidad agitaron la mente del ilustre fundador de El Faro de Sarrió al tiempo de meterse en la cama. Después de apagar la luz, aun continuaron turbándole, hasta que a fuerza de dar vueltas lograron cuajarse o adquirir forma. Don Rosendo pensó con emoción en la posibilidad de que a su muerte la villa, agradecida perpetuase su memoria colocando una lápida con su nombre en las Casas Consistoriales. Homenaje de gratitud de la villa de Sarrió a su esclarecido hijo don Rosendo Belinchón, infatigable campeón de sus adelantos morales y materiales. No era fácil conciliar el sueño rodeado de estas brillantes imágenes. Sin embargo, al cabo se durmió con la sonrisa en los labios. Un ángel progresista que el Eterno tiene aparejado para estos casos, batió las alas toda la noche sobre su frente, inspirándole ensueños felices.
A la mañana siguiente se encontró en la mejor disposición de espíritu en que hombre alguno puede hallarse después de coronados sus esfuerzos por un éxito lisonjero. Vistióse canturreando trozos de zarzuela. Tomó chocolate con la familia, dió un vistazo a los periódicos nacionales y extranjeros, y sin tallar el paquete de palillos acostumbrado, lanzóse a la calle a cerciorarse del efecto real que el primer número del Faro había producido. En la tienda de Graells le recibieron con regocijo, le felicitaron por su artículo (que él modestamente no quería atribuirse) y hablaron largo y tendido del periódico. Lo que más excitaba el entusiasmo de los buenos tertulianos, era la consoladora consideración de que Nieva aun no había llegado ni llegaría en mucho tiempo a tal grado de perfeccionamiento. Y don Rosendo, un poco recalentado por los elogios, prometió emprender campañas activas en favor de todo lo que se le demandaba. Uno pedía que se hablara del barranco de la calle de Atrás, otro pedía que se colocase un farol cerca de su casa, otro que se le tirasen algunas pildoras al rematante de las bebidas, otro que los serenos no cantasen la hora porque esto le turbaba el sueño, etc. Don Rosendo asentía, fruncía las cejas, extendía la mano abierta en signo de protección. El, periódico lo arreglaría todo. ¡Ay del que se rebelara contra las reclamaciones de la prensa!
En el estanquillo de doña Rafaela, de la calle de San Florencio, donde se reunían algunas honradas matronas de la vecindad con las cuales gustaba conversar algún rato, entregado a los palillos, también le hablaron del Faro. Allí se fijaban preferentemente en el folletín. Don Rosendo anunció que el del número próximo era mucho más interesante, y se fué. En un corro de marinos que había en el muelle le felicitaron con rudo entusiasmo y le insinuaron la idea de que la dársena estaba muy sucia y era menester dragarla. Se dragaría: ¡vaya si se dragaría! Don Rosendo se alejó gravemente poseído de su omnipotencia. Y al ver rodar a lo lejos las olas grandes y encrespadas, se preguntó si no sería oportuno dirigirles una excitación por medio de la prensa para que moderasen su impertinente agitación.
Como se llegase ya la hora de comer, dió la vuelta hacia casa meditando en la grave responsabilidad en que incurriría ante Dios y los hombres si, teniendo en sus manos aquel poder soberano, no lo emplease en la prosperidad y engrandecimiento de su pueblo natal. Al llegar a la Rúa Nueva, se encontró en la acera con Gabino Maza. El bilioso ex oficial le saludó muy finamente, le preguntó por toda su familia, y se fué enterando con amabilidad de la salud de cada uno de sus miembros. Después le habló del tiempo, de la posibilidad de que aquel nordeste vivo se trocase pronto en vendaval cerrado, y no pudiesen salir los barcos de la carrera de América; se quejó en seguida del polvo que había en los caminos, lo cual le impedía pasear; se enteró del precio del bacalao y de las noticias que había de la pesca en Terranova. Don Rosendo esperaba, como era natural, que le hablase del periódico. Nada: Maza no hizo la menor alusión a él. Esto comenzó a desconcertarle y a hacer violenta su situación. La conversación giraba de un punto a otro sin tocar en nada que se relacionase con la prensa. Al fin don Rosendo, algo acortado y enseñando toda la pasta de sus dientes, le dijo:
– ¿No ha recibido usted El Faro? Se lo he enviado de los primeros.
– Phs… creo que ayer lo han traído a casa; pero aún no lo he abierto— respondió Maza con afectada indiferencia.– Vaya, don Rosendo, ¿gusta usted de comer conmigo?…-Pues hasta la vista.
Don Rosendo quedó un instante clavado al suelo como si le echasen un jarro de agua fría. La sangre se agolpó con furia a su rostro, y emprendió de nuevo la marcha, vacilante, hacia casa. Como estaba tan desprevenido, aquel desprecio fué una puñalada que le llegó a lo más vivo. Después que cesó el aturdimiento, le acometió una ira inconcebible contra aquel… (no se contentaba con llamarle menos de malvado y miserable). Llegó a casa en un estado de agitación deplorable. Aunque se sentó a la mesa, haciendo esfuerzos por calmarse, el estómago, repentinamente turbado, no quería admitir los alimentos. Estuvo taciturno y silencioso durante la comida. De vez en cuando sus labios se contraían con sonrisa sarcástica y murmuraba un ¡villano!
– ¿Qué tienes, Rosendo?– se atrevió al fin a preguntarle su esposa, que ya estaba inquieta.
– Nada, Paulina; que la envidia produce grandes estragos en el mundo— se limitó a contestar con amargura.
Una vez vertida esta profunda sentencia, quedó en un estado de relativo reposo. Se tendió en una butaca a pensar, y transcurrida media hora salió de casa otra vez en dirección al Saloncillo. Al entrar en el café oyó la voz de Gabino Maza que gritaba como siempre allá arriba. Se le figuró percibir desde la escalera que hablaba del periódico y que lo calificaba de «solemne payasada». El corazón le dió un vuelco y entró en la sala agitado y triste. Al verle Maza, que gesticulaba en medio de un grupo, se calló, púsose el sombrero con ademán hosco y fué a sentarse en el diván. Los que le escuchaban, don Jaime Marín, Delaunay, don Lorenzo y don Feliciano Gómez, le saludaron con cierto embarazo y como avergonzados, lo cual confirmó su sospecha. Disimuló cuanto pudo, y esforzándose en poner cara alegre, comenzó a hablar de las noticias que corrían. La conversación tomó el rumbo de todos los días; la confianza, volvió a reinar. Mas el ingeniero Delaunay, personaje tan listo como malévolo, sacó la conversación del periódico, preguntando a su fundador con risilla irónica en el español chapurrado que usaba:
– ¿Qué trabajitos prepara usted para el próximo número, don Rosendo?
– Ya los verá usted cuando salgan— respondió secamente éste, que adivinó la burla escondida detrás de la pregunta.
– Aquí, en don Feliciano— prosiguió el ingeniero con la misma sonrisa— tiene usted un defensor acérrimo.
– Si me defiende es que alguien me ha atacado— respondió don Rosendo con más sequedad aún.
Nadie pronunció una palabra. El silencio se prolongó bastante tiempo, hasta que lo rompió el mismo Belinchón haciendo una pregunta indiferente a don Jaime, con lo cual la conversación volvió a animarse. Pero no se había conjurado el choque sino momentáneamente. La pelota estaba en el tejado y no tardó en caer. Maza tenía vehementes deseos de decir a don Rosendo que lo del periódico era «una mamarrachada». Este no las tenía menos vivas de decirle a Maza que era un envidioso. Y en efecto, a la primera ocasión que se presentó, ambos la cogieron por los pelos para comunicarse estas gratas noticias. La disputa duró más de dos horas. Maza procuraba reprimirse porque don Rosendo era un caballero de más edad y le debía quince mil reales. El fundador del Faro, por razones de prudencia, tampoco se atrevía a soltar enteramente la lengua. Sin embargo, al cabo, en mejores o peores términos, todo se dijo para edificación de los notables, que se dividieron en favor y en pro de los contendientes. Hay que confesar que de parte de Maza se pusieron los menos. Los indianos, indiferentes como siempre a estas peleas, se asomaban de vez en cuando a la puerta del billar con el taco en la mano, para escuchar las razones de los contendientes, e ilustrarse. Para ellos aquellas discusiones eran muy provechosas. Les enseñaban una porción de términos y frases que no conocían, y se ponían al tanto, aunque fuese de un modo superficial, de ciertos problemas de la vida, enteramente cerrados para ellos… ¡Lástima que la afición al billar les impidiese escucharlas siempre!
El estado de agitación y de cólera en que salió don Rosendo del Saloncillo, no puede ponderarse. Su gran carácter elevado y magnánimo, fué herido de un modo cruel por la ingratitud y la bajeza de aquellos falsos amigos. ¡Horrible tormento debe de ser vivir y morir en la obscuridad cuando se ha nacido para brillar en la cúspide de la sociedad humana, y consumir las fuerzas recibidas del cielo en el vacío y la inacción! ¡Más fiero dolor todavía es ver despreciados los más nobles trabajos del espíritu, los esfuerzos generosos por el triunfo del bien y la verdad! Tal fué el caso de Sócrates, Colón, Galileo, Giordano Bruno, y tal también el de nuestro héroe. La primera mordedura de la envidia le causó el dolor agudo que debieron sentir estos grandes bienhechores del género humano. Su espíritu vaciló. Fué un instante nada más, un desmayo pasajero que sirvió para acreditar mejor el temple admirable de su alma.
Sin embargo, aquella noche no pudo cenar. Tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. ¡A cuántas tristes consideraciones se presta este caso! Mientras la turbamulta de los sarrienses desprovistos de ingenio, de ilustración y de ánimo, dormía a pierna suelta, aquel hombre benemérito se revolcaba en su cama como en lecho de espinas, sin lograr las caricias del sueño reparador.
A la mañana siguiente se levantó un poco pálido y ojeroso, pero firme y resuelto a proseguir su obra de regeneración, a despecho de todos los obstáculos morales y materiales que surgiesen en su camino. Aquella noche de insomnio, en vez de enflaquecer su ánimo y despegarle de su empresa, le confirmó en ella, le dió alientos para llevarla a feliz remate. El fuego consume y hace pavesas la paja; al oro lo acendra.
Ocupóse, pues, con brío en trazar el plan del segundo número que habría de aparecer el jueves próximo. Y como siempre acontece, el éxito feliz trajo consigo la voluntad de ayudarle. Muchos fueron los trabajos que se le ofrecieron para el segundo número; mas la mayor parte no eran de paso. La falta de espacio obligóle también a rechazar algunos que lo eran. Con esto hubo algunas murmuraciones y desabrimientos. Segundo escollo con que tropezó su patriótica empresa.