Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 12
Pero al publicarse el quinto número surgió otro de mayor cuenta que produjo en el pueblo honda sensación y arrastró consigo fuertes torbellinos. Sucedió que Alvaro Peña, firmemente convencido, como ya sabemos, de que todos los dolores e imperfecciones que padecemos los humanos dependen exclusivamente de la preponderancia del clero, propúsose aprovechar el arma del periódico para emprender contra él una activa campaña. Y para comenzar lanzó, a guisa de guerrilleros, unas cuantas gacetillas. Preguntaba por los fondos de cierta cofradía del Rosario, que no parecían, hablaba en términos irrespetuosos de las Hijas de María, y decía chuscadas a propósito de la novena, de las confesiones y de los escapularios con que se adornaban las jóvenes beatas de la villa. Pero a quien iban particularmente dirigidos los tiros era a don Benigno, el teniente párroco, director de las conciencias femeninas de Sarrió, y caudillo de todos aquellos combates librados contra el pecado. El párroco era un hombre apático, viejo ya, que pasaba la vida en una casita de campo que poseía cerca de la población, dejando de buen grado a su teniente el cuidado del rebaño místico. Y don Benigno cumplía su cometido como pastor vigilante y celosísimo, rondando el rebaño noche y día, para que el lobo no le arrebatase las ovejas, y criando algunas con esmero y a la mano para ofrecerlas al esposo bíblico. Nada puede igualarse al ardor con que don Benigno procuraba esposas al Altísimo. En cuanto una joven se arrodillaba a sus pies para confesarse, se creía en el caso de insinuarle que el mundo estaba corrompido, que no había por dónde cogerle, el condenarse facilísimo, el amor terrenal una inmundicia, los mismos afectos de hija y de hermana despreciables, el tiempo para merecer la salvación muy limitado. En su consecuencia lo mejor, abandonar este mundo terrenal (don Benigno era muy aficionado a este adjetivo), y correr a entregarse a Jesús, penetrar en la gruta deleitosa de que habla San Juan de la Cruz, y dejar allí olvidado su cuidado. Conocía él un rinconcito feliz, un verdadero pedacito del cielo, donde se gozaban anticipadamente las delicias que Dios tiene reservadas a sus siervas. El rinconcito era un convento de Carmelitas que acababa de fundarse en las afueras de la villa, y del cual era el teniente grande y decidido protector. Por cierto que esto tenía un poco desabrido a don Segis, el capellán de las Agustinas, aunque no osaba manifestarlo, porque no le convenía ponerse mal con su compañero.
La insinuación producía efecto unas veces, otras no. Rara la dejaba caer don Benigno en los oídos de una vieja. Quizá porque calculase que a Jesús le gustaban más dos de quince que una de treinta, o porque las hallase más reacias y desconfiadas que las niñas. De todos modos, aquella cacería espiritual tenía episodios interesantes. En cierta ocasión el teniente fué víctima de la agresión de un joven a quien había arrancado su hermana para el convento. En otra, después de haber buscado dote para una muchacha y haberla provisto de ropa, la futura de Cristo se escapó de la noche a la mañana con un oficial de sastre. Don Benigno acostumbraba a conducir él mismo las esposas a la morada del Esposo. Cuando había dificultades que vencer por parte de la familia, se portaba con la habilidad y la osadía de un consumado seductor. Organizaba y llevaba a cabo el rapto de la virgen con una astucia que para sí la quisieran muchos tenorios mundanos.
De esto sacó pretexto Alvaro Peña para hablar en una gacetilla de cierto sacerdote aficionado a «cazar palomas». Ahora bien; como ya conocemos la afición de don Benigno a la cría de pichones, la gacetilla iba directamente a él y con una intención diabólica. Los lectores así lo comprendieron. Se comentó y rió no poco el dañino suelto.
Al verse de aquel modo en ridículo, el excusador, que tenía un temperamento susceptible y bilioso, como todos los artistas, se enfureció terriblemente.
– ¿Ha leído usted el papelucho de don Rosendo?– preguntó por la noche en casa de la Morana a don Segis. Es de advertir que desde la primera gacetilla irreligiosa don Benigno no volvió a llamar de otro modo al Faro de Sarrió.
– Sí, lo he leído esta mañana en casa de Graells.
– ¿Y qué le parece a usted de aquella indignidad?
– ¿Cuál?– preguntó con sosiego el capellán.
– Hombre, ¿no ha leído usted las infamias que dicen de mí?
Don Segis levantó el vaso a la altura de los ojos, examinó detenidamente el dorado líquido, lo acercó a los labios y bebió con pausa. Después de toser y desgarrar un poco, y limpiarse la boca con un pañuelo de hierbas, dijo gravemente:
– Phs… la intención no es buena que digamos… Pero vale más tomar las cosas con calma. Nada se adelanta con alterarse.
El teniente, que esperaba que don Segis participase de su indignación, recibió un nuevo golpe, y calló, devorando su enojo. En esta ocasión fué cuando se manifestó la sorda enemiga del capellán de las Agustinas por la injustificada preferencia que don Benigno otorgaba al convento naciente. El teniente se volvió entonces hacia el señor Anselmo y don Juan el Salado. Estos tuvieron la atención de manifestarse disgustados por la gacetilla, aunque sin hacer tampoco extremos. Ya sabemos que esto no se acordaba con la naturaleza de aquella templada y patriarcal reunión.
Pero al jueves siguiente, Alvaro Peña dejaba descansar a don Benigno y «se metía» con el capellán de las monjas, publicando de él una semblanza en verso, en que se hacía muy graciosa mención del matrimonio de las copas de ginebra con los vasos de vino blanco. Le tocó entonces enfurecerse a don Segis, y tomarlo con calma a don Benigno. Mas el sosiego de éste era aparente, y sólo para vengarse del de don Segis. En realidad, su herida manaba sangre todavía. Así, que no tardó en realizarse la conciliación, poniéndose ambos con inusitado ardor a quitar el pellejo a todos y a cada uno de los que escribían en el «papelucho de don Rosendo», principiando por éste, su ilustre fundador, y concluyendo por el dueño de la imprenta. No se les ocultaba que el autor de las chufletas era Alvaro Peña. Pero como siempre habían tenido a éste por un desalmado masón, capaz de beberse la sangre toda del clero de Sarrió, por no repetirse, le dejaron pronto para cebarse principalmente en Sinforoso. Las razones que tenían para ello, eran que éste había sido seminarista; por consiguiente, un traidor. Luego procedía de la misma cepa, porque su padre era carlista y su abuelo lo había sido también. Además podía dispensarse hasta cierto punto que don Rosendo Belinchón, don Rudesindo, Alvaro Peña y don Rufo, todos hombres que significaban algo en la villa, se despachasen a su gusto… ¡pero aquel petate!… ¡aquel hambrón!
Excitado por la murmuración, don Benigno bebió algunos vasos más de los acostumbrados, y el capellán no quiso quedarse atrás. Cuando los tertulios salieron de la tienda formando la clásica cadena, don Segis advirtió con satisfacción que la pierna entumecida le pesaba menos, y se lo hizo observar a don Benigno, que le dió por ello la enhorabuena. Luego, cuando a los pocos pasos se desprendieron todos para desalojar el ácido úrico de su cuerpo frente a las tapias de las Agustinas, el mismo don Segis manifestó en voz alta que aquella noche no tenía deseos de irse a la cama, y les acompañaría. Mas el teniente le dijo al oído que deseaba hablar con él en secreto, y ambos se quedaron delante del convento.
– Amigo don Segis, ¿qué le parece a usted de ir a limpiar los mocos al hijo del Perinolo?
– ¡Grave! ¡grave! ¡grave!– murmuró don Segis.
– Si pudiéramos darle una sopimpa, sin escándalo, se entiende…
– ¡Grave! ¡grave!
– A las once u once y media sale del café. Podemos esperarle por allí cerca y alumbrarle algunos coscorrones.
– ¡Grave! ¡grave! ¡grave!
– ¿Es usted un hombre o no lo es, don Segis?
La pregunta, aunque inocente, causa honda perturbación en el espíritu del capellán, a juzgar por la serie de muecas y ademanes descompuestos a que se entrega antes de pronunciar una palabra.
– ¿Quién? ¿Yo?… ¡Parece mentira que un amigo y un compañero me diga cosa semejante!
Y dió la vuelta muy conmovido y se llevó el pañuelo a los ojos, de donde brotaban algunas lágrimas.
– Pues los hombres se portan como hombres. Vamos a castigar la insolencia de ese pelgar.
– ¡Vamos!– profirió con firmeza el capellán, echando a andar en dirección a su casa.
– Por ahí no, don Segis.
– Por donde usted quiera.
Los dos clérigos se cogieron del brazo y empezaron a caminar, no sin ciertas vacilaciones explicables, en dirección al café de la Marina. No será de más decir que ambos vestían de seglar por las noches, con sendas levitas negras de largo faldón y manga apretada, botas de campana y enormes sombreros de felpa.
Un buen cuarto de hora invirtieron antes de llegar a las cercanías del café. Una vez allí, ofuscados por las luces como cándidas mariposas, quisieron caer, y retrocedieron.
– Lo mejor será esperarle hacia su casa. Aquí hay todavía mucha gente— dijo don Benigno.
Don Segis se mostró humilde también esta vez, siguiendo el impulso de su compañero.
En la calle de Caborana, esquina a la del Azúcar, que la pone en comunicación con la Rúa Nueva, se situaron ambos como punto estratégico por donde el enemigo había de pasar, dado que su casa estaba situada al final de la calle de Caborana. Los dos clérigos tenían la firme voluntad de los navarros en el desfiladero de Roncesvalles. Así que soportaron con heroica impavidez, durante media hora de espera, la lluvia menuda que estaba cayendo, sin que el temor del reumatismo ni otra consideración temporal les hiciese moverse una pulgada del puesto que ocupaban.
Al fin, descuidado y satisfecho, después de haber sostenido larga y acalorada discusión en el café, se retiraba el redactor en jefe del Faro hacia su casa, cuando inopinadamente le sale al encuentro el irritable teniente, que le dice con su voz chillona:
– Oiga usted, mocito, ¿quiere usted repetirme ahora las insolencias que ha dicho en el papelucho de don Rosendo? Tendría mucho gusto en ello.
La sorpresa, el acento sarcástico y amenazador del clérigo, y la vista del bulto de don Segis, que permanecía a algunos pasos, inmóvil, como fuerza de reserva, infundieron tal pavor en Sinforoso, que en algún tiempo no pudo articular palabra. Sólo cuando el teniente avanzó hacia él un paso, logró decir:
– Tranquilícese usted, don Benigno. Yo no le he nombrado a usted.
– ¡Hola!– exclamó el clérigo con sonrisa feroz,– parece que ya no cantas, tan alto… ¿Qué tiene el gallo que no canta? ¿Qué tiene el gallo que no canta, guapito?
Don Benigno avanzó un paso, y Sinforoso retrocedió otro.
La reserva de don Segis avanzó también para conservar la distancia estratégica.
– ¡Tranquilícese usted, don Benigno!– gritó Sinforoso con terror.
– ¡Si estoy muy tranquilo, guapo! No deseo más que oir otra vez aquello de las palomas, que me ha hecho mucha gracia.
– ¡Yo no lo he escrito!– exclamó con angustia el hijo del Perinolo.
– ¿De veras no lo has escrito, guapo?… ¡Pues para cuando lo escribas!
Y descargó una bofetada en la pálida mejilla del redactor.
– ¡Sosiéguese usted, don Benigno!– exclamó el desdichado retrocediendo, y extendiendo hacia adelante las manos.
– No te digo que estoy muy tranquilo, majo. ¡Toma otra palomita!
Y le dió otra bofetada.
– ¡Por Dios, don Benigno, sosiéguese usted!
– ¡Allá va otra palomita!
Nueva bofetada.
Digamos ahora, antes de pasar adelante, que de las que se dieron en Sarrió en los dos años siguientes a la aparición del Faro (y sabe Dios que el número es incalculable), lo menos una mitad fueron a parar a las mejillas de este joven distinguido.
No pudiendo calmar con sus ruegos al enfurecido excusador, y sospechando que el bando de palomas iba a ser numeroso, el redactor en jefe del Faro gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Socorro, que me matan!
Y trató de dar la vuelta para huir; pero los dedos acerados del clérigo le retuvieron por un brazo. Al mismo tiempo don Segis, creyendo llegado ya el momento de entrar en fuego, le descargó con su bastón de ballena un garrotazo en las espaldas.
– ¡Socorro!– volvió a gritar el desdichado.
Es el caso que en aquel momento llegaba de la tienda de Graells, donde acostumbraba a pasar las noches, el invicto ayudante de marina Alvaro Peña, que tenía su domicilio en la calle del Azúcar. Al escuchar los gritos de su amigo, echó a correr hacia el sitio, diciendo:
– ¿Qué pasa, Sinforoso, qué pasa?
– ¡Auxilio, don Alvaro, que me matan!
– Fijme, Sinforoso, ¡que allá va socojo!– le volvió a gritar acercándose rápidamente.
Los clérigos, oyendo la voz de aquel odioso y terrible enemigo de la Iglesia, soltaron la presa; pero enardecidos por el combate, trataron de hacerle frente poniéndose en línea de batalla con los bastones en alto. Al divisarlos Peña, se estremeció de ira y de gozo al mismo tiempo.
– ¡Son curas!
Vibró el bastón en su mano y el enorme sombrero de don Benigno saltó veinte varas lejos. El teniente retrocedió. Don Segis avanzó y trató de alcanzar con el palo la cabeza del ayudante; pero antes que pudiera hacerlo, un garrotazo le había caído sobre el cogote, dejándole malparado.
– ¡Debiera suponejlo, caramba! Sólo estas aves nocturnas son capaces de esperaj traidoramente a un hombre indefenso, alterando el ojden público y tujbando el sueño de los vecinos… Es menestej concluij con esta raza de alimañas que chupan la sangre del pueblo, y aspiran a tenejlo sumido en la bajbarie… ¡Estos son los ministros de Dios! ¡Los apóstoles de la claridad! ¡Los etejnos pejturbadores del ojden social!…
Ni aun en estos críticos instantes podía el ayudante prescindir de aquella retórica anticlerical que acostumbraba a usar, y de sus frases campanudas. A cada una acompañaba un garrotazo. Los clérigos, no pudiendo sostener su rabioso empuje, volvieron grupas, y emprendieron desaforadamente la carrera. El teniente pronto se vió fuera del alcance del palo, mas el pobre don Segis, con el peso extraordinario de su pierna izquierda, se quedó rezagado, y tuvo que sufrir las caricias del bastón de Peña buen rato. A lo lejos se oía la voz de éste, gritando con chistosa corrección:
– ¡Hipócritas! ¡Sepulcros blanqueados! ¿Es esto confojme con el espíritu del Evangelio, canallas? ¡Predicáis la paz y el amoj entre los hombre, y sois los primeros en barrenaj los textos sagrados! ¡Cuándo sacudiremos vuestro yugo, y nos emanciparemos de la esclavitud en que nos tenéis desde hace tantos siglos!
Cualquiera imaginaría al escucharle que estaba pronunciando un discurso en algún club democrático, y no administrando una soberana paliza.
Así terminó aquella refriega.
A la mañana siguiente el ayudante recibió la visita del párroco de Sarrió que venía a suplicarle encarecidamente que no se hablase de aquel incidente desagradable en el periódico, prometiendo en cambio todo género de satisfacciones por parte del teniente y don Segis, lo mismo a él que a Sinforoso. Peña no quiso ceder a su demanda. La ocasión era admirable para abrir brecha en los enemigos de la libertad y del progreso. En efecto, el primer número del Faro insertó una relación circunstanciada escrita en estilo jocoso de todo lo ocurrido.
Con esto los ánimos del clero y de las personas timoratas de la villa quedaron grandemente sobreexcitados.
XI.
que gonzalo se casó.– graves revueltas entre los socios del saloncillo
Los altos y graves negocios que embargaban a don Rosendo, no consintieron que dedicase al desagradable suceso que en el mismo tiempo turbaba la quietud de su casa, aquella atención preferente que en otra sazón le hubiese dedicado. Sin embargo, al tener noticia de la traición de Gonzalo y del extravío de su hija menor, sintióse fuertemente alterado. Tuvo con su esposa largas y vivas pláticas acerca del asunto. Prueba irrecusable de que los grandes hombres, aunque solicitados por tantos y tan elevados pensamientos, no desdeñan por eso las cosas que tocan a la vida íntima, como vulgarmente se asegura. Su primer impulso fué despedir a Gonzalo y encerrar a su hija en un convento. Las súplicas de doña Paula y la reflexión, que ejercía sobre su claro espíritu imperio absoluto, le hicieron volver sobre tal acuerdo. Al cabo de algunos días de dudas (pocos, porque otros cuidados le reclamaban), vino en permitir que se casasen los descarriados jóvenes, no sin celebrar antes una conferencia con Cecilia y escuchar de sus labios que perdonaba, de buena voluntad a su hermana, y deseaba que cuanto más pronto se celebrase el matrimonio.
Obtenido el consentimiento, una tarde se presentó Gonzalo en casa de Belinchón. Hacía quince días que no había estado en ella. Sentía el corazón singularmente agitado, aunque sus deseos tan cumplida y brevemente hubieran sido satisfechos. Temía la primera entrevista, y no le faltaba razón. Doña Paula le recibió con marcada frialdad, y hasta en los criados halló una sombra de hostilidad que le hirió. Por otra parte, la idea de encontrarse con Cecilia le hacía temblar. Mas cuando se presentó Venturita en la sala, todos los temores y tristezas se desvanecieron. Su charla animada, el suave centelleo de sus ojos, aquellos ademanes graciosos y desenvueltos iluminaron su alma repentinamente y tocaron en ella a gloria. Olvidado de todo y enajenado por el timbre adorable de su voz se hallaba, cuando entró en la sala Cecilia. La vista de su víctima le produjo una extraña y violenta impresión. Levantóse del asiento automáticamente. Su fisonomía cambió de color. Cecilia se acercó a él con paso firme y le alargó la mano con la misma plácida sonrisa de siempre.
– ¿Cómo te va, Gonzalo?
Parecía que le había visto el día anterior, y que nada de particular había sucedido. Sólo su tez estaba un poco más pálida.
Tal confusión se apoderó del joven, que no pudo contestar a esta sencilla pregunta sin balbucir. La mirada clara y tranquila de Cecilia le hizo el mismo efecto que una corriente eléctrica. Volvióse a doña Paula, y el rostro de ésta se hallaba fuertemente fruncido con expresión severa y dolorosa. Venturita miraba hacia los balcones con afectada indiferencia. Al fin se sentó todo convulso. Cecilia, que venía a pedir a su madre las llaves de los armarios, salió de la estancia dirigiéndole una tranquila sonrisa de despedida.
Comenzaron los preparativos de matrimonio. Doña Paula tuvo la delicadeza, rara en una mujer nacida en el pueblo, de no consentir que pieza alguna de ropa destinada a Cecilia sirviese para su hermana. Hízose, pues, un nuevo equipo apresuradamente. Cecilia trabajó en él, con sorpresa profunda de las costureras. Unas lo achacaban a bondad, otras a indiferencia. Lo cierto es que su fisonomía, aunque un poco marchita, expresaba la misma serena alegría de siempre. Sus manos se movían formando las iniciales de su hermana con la misma ligereza que cuando bordaba las suyas. Pero las tijeras al cortar, chis, chis, y las agujas al coser, cruj, cruj, no le decían ya aquellas cosas tan lindas que la hacían temblar de gozo, sino otras muy horribles, ¡ay! muy horribles. Quedaban sepultadas en su corazón. El mejor lector no leería en sus ojos grandes, hermosos y suaves más que el capítulo risueño de siempre.
– ¿No te lo decía yo, mujer?– murmuraba Teresa al oído de Valentina mirando a nuestra joven.– Si la señorita Cecilia no puede querer a nadie.
Gonzalo huía de entrar en la sala de costura. Cuando alguna vez lo hacía, se mostraba tan alterado y confuso, que las bordadoras se guiñaban el ojo sonriendo. Al verle de aquel modo y a Cecilia tan sosegada e indiferente, cualquiera trocara los papeles que ambos habían hecho en aquel triste episodio de amor.
Las lenguas, en tanto, allá afuera, en las calles, en las tiendas, en las casas y en los paseos, no se daban punto de parada. El acontecimiento había causado profunda sensación en la villa. Mientras se preparaba el matrimonio con Cecilia, la opinión general era que Gonzalo daba pruebas de tener un gusto deplorable. Se despellejaba a la pobre muchacha, y se la ponía poco menos que como un monstruo de fealdad. Todos se maravillaban de que no hubiese elegido a su hermana, tan linda, tan graciosa. En cuanto aprendieron el cambio, las opiniones viraron asimismo repentinamente. ¡Qué escándalo! ¡Qué acción tan villana! ¡Qué padres los que consienten tal ultraje! ¿Dónde está la vergüenza de los hombres? ¡Pobre niña, tan buena, tan esbelta, con unos ojos tan hermosos!– Yo la encuentro más bonita que su hermana.– Yo lo mismo…
No dejemos escapar la ocasión de decir que esta constante censura, este eterno descontento de los hombres respecto de las acciones de sus semejantes, que tanto nos desespera, no supone tanta ruindad de intención, maldad o envidia en ellos como nos complacemos en creer siempre que somos objeto de crítica. No es otra cosa que un testimonio claro de la imperfección de nuestra existencia planetaria y del amor al ideal que todo hombre lleva dentro de sí sin verlo jamás realizado. Después de habernos así mostrado filósofos y optimistas, prosigamos nuestra narración.
Llegó el día del matrimonio. Efectuóse de madrugada dentro de la misma casa de Belinchón, con asistencia de algunos parientes y amigos. Después de tomar chocolate, partieron los novios para Tejada.
Era ésta un posesión situada a una legua próximamente de la villa, donde el genio de don Rosendo, secundado por el dinero, había tenido ocasión de desenvolverse libremente y dar prodigiosos frutos. Cuando la comprara, hacía más de veinte años, constituíanla unos cuantos prados y un bosque donde pastaban las vacas y cantaban los malvises, jilgueros y mirlos. Don Rosendo principió por desterrar esta colonia indígena y substituirla por otra extranjera. El ganado del país fué proscripto trayendo en su lugar otro de Suiza. Con igual severidad fueron arrojados, a tiros, de los árboles, los pajaritos antiguos, para colgar un sinnúmero de jaulas con aves raras y exóticas, que graznaban miserablemente todo el año a la salida del sol. El espíritu emprendedor y reformista de don Rosendo, no se detuvo tampoco en el reino animal. Con la misma audacia pasó al vegetal, e hizo cambiar por entero la faz de aquellos campos. Poco a poco, a impulsos del hacha y de la sierra, fueron desapareciendo los copudos y grandes castaños de hojas anchas y frescas con sus torsos retorcidos de piel rugosa, los gigantescos robles que habían renovado sus hojas picadas más de trescientas veces, los nogales que parecen enormes plantas de albahaca, los jugosos pomares, cuyas ramas se doblan hasta dejar delicadamente el fruto en el suelo, y otros árboles de arraigo y respetabilidad en el país. En su lugar se plantaron washingtonias, wellingtonias, araucarias excelsas y otros muchos árboles de casta extranjera, perteneciendo en su mayor parte a la familia de las coníferas. Esto hacía que la posesión, en concepto del vulgo, guardase cierto parecido con un cementerio. Respondía don Rosendo a tal observación, que las coníferas tenían la ventaja de conservar la hoja por el invierno. Replicaba el vulgo que de este modo parecía un cementerio por el invierno y por el verano. Don Rosendo no se dignaba contestar a esta sandez, y tenía razón.
Como lo que mucho vale mucho cuesta, aquellos extranjeros de ambos reinos, se llevaban una buena parte de la renta de Belinchón. Los pajaritos del país se buscaban el alimento y aliñaban sus plumas sin necesidad de ayuda de cámara. Los de fuera, encerrados en jaulas y enormes pajareras construídas al efecto, exigían algunos servidores para procurarles la adecuada alimentación y hacerles la limpieza. Después, la nostalgia causaba en ellos grandes claros, que se llenaban encargando a París y Londres nuevas y costosas remesas. Lo mismo pasaba con los vegetales. Para que uno se lograse a fuerza de cuidados y desvelos, perecían treinta o cuarenta. La vigilancia constante de los jardineros no bastaba a impedir esta considerable mortandad.
La casa, tampoco era de estilo nacional, ni siquiera europeo. Estaba construída según los preceptos de la arquitectura chinesca, llena de torrecillas festonadas por todos lados. Qué conexión tenían estas diminutas torres de ladrillo con la famosa de Babel, donde los idiomas se confundieron, nosotros no lo sabemos; pero debemos manifestar que a esta fábrica así guarnecida, la llamaban en el país la Babilonia de don Rosendo. Estaba suntuosamente amueblada. No faltaba dentro de ella ninguna de las comodidades y refinamientos que la moderna civilización proporciona a los ricos. Tenía una famosa habitación decorada al estilo persa, cuarto de baño, un espacioso comedor medianamente pintado y algunos lindos gabinetes pequeños y tibios, donde la luz entraba cernida por cristales de colores.
A este nido vinieron a parar Gonzalo y Ventura dos horas después de hallarse unidos para siempre. En el camino se habían hablado con desembarazo de cosas indiferentes. El joven había aplicado algunos besos en las mejillas de la niña, lo mismo que cuando novios. Mas al llegar a la babilonia, y encontrarse solos en la cámara persa, sintióse extrañamente confuso y acortado. Buscaba asuntos de conversación, y en todos se perdía. Venturita apenas le contestaba mirándole de reojo, con una expresión entre burlona y apasionada.
– Mira, ¡calla, calla! Estás diciendo muchas tonterías… Calla, y dame un beso— concluyó por decirle riendo, y tapándole la boca con su primorosa mano.
Gonzalo se puso colorado, y la abrazó con frenesí.
Su embriaguez en los primeros días rayó en locura. Venturita era, por su belleza singular, por la expresión lánguida y voluptuosa de sus ojos, por la tendencia invencible al descanso, una verdadera odalisca. Pero no como éstas solamente un animal hermoso, sino animada por ingenio chispeante, que desbordaba a cada momento en graciosos equívocos y felices ocurrencias. Gonzalo se desternillaba de risa, sin comprender que es peligroso que los maridos rían demasiado los chistes de sus mujeres.
La vida que hacían era harto sedentaria. A Ventura no le gustaba salir de casa. El sol le producía dolor de cabeza; el fresco de la tarde le irritaba la garganta. Cuidaba del aliño de su persona, y variaba de trajes lo mismo que si se hallase en Madrid. En su tocador pasaba una gran parte del día. Esto no disgustaba a Gonzalo. Al contrario, cuando la veía salir tan linda y gallarda, exhalando, como las flores tropicales, un perfume penetrante, sentíase poseído de entusiasmo. Un estremecimiento voluptuoso agitaba todo su ser, pensando que aquella obra exquisita de la Naturaleza era suya, enteramente suya.
Sin embargo, no lo era tanto como él se figuraba. Algunas veces la joven esposa, medio en serio, medio en broma, se encerraba en su cuarto. Allí pasaba tres o cuatro horas sin consentir que entrase, a pesar de los ruegos cariñosos que le dirigía por el agujero de la llave.
– Te privo de mi vista por algún tiempo— decía después riendo,– para que desees más el tenerme junto a ti.
Y, en efecto, por medio de estas coqueterías, el apetito del joven crecía extremadamente, y se convertía en delirio.
A las horas que bien le placía a la hermosa, salían a pasear por los jardines, sin alejarse mucho. Al llegar a algún sitio umbrío y fresco, de los pocos que la mano reformista de don Rosendo había dejado, la niña quería sentarse; pero no sobre la hierba ni sobre un banco rústico. Era menester que Gonzalo corriese a casa y trajese una butaca.
– Ahora, siéntate aquí a mis pies.
El mancebo se postraba y besaba con entusiasmo los manos que la gentil esposa le tendía.
– ¡Sansón y Dalila!– exclamaba ella riendo y hundiendo sus manos como copos de nieve en la rubia y rizada barba de su marido.
– Tienes razón— respondía él dando un suspiro.– Un Sansón sin cabellos.
– ¡Qué no tienes cabellos!… ¿Y esto qué es?– replicaba levantando su pelo, y poniéndolo erizado como una escoba.
– Hablo de mis fuerzas.
– ¿No tienes fuerzas, eh? A ver: saque usted esos brazos.
El, riendo, se despojaba de la americana, y remangándose la camisa mostraba sus brazos enormes de gladiador, donde la musculatura tomaba brioso relieve como un espeso tejido de cuerdas.
– ¡Qué barbaridad!– exclamaba la niña cogiendo uno con ambas manos, sin lograr ni con mucho abarcarlo. Y poseída de repentino entusiasmo y admiración, añadía:
– ¡Qué fuerte, qué hermoso eres, Gonzalo! Déjame morderte esos brazos.
Y se inclinaba para hincar sus dientes menudísimos en ellos. Pero el mancebo tendía sus férreos músculos, y los dientes resbalaban por la piel sin penetrarla.
Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne. Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo:
– Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre.
– No, eso no— respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el deseo de hacerlo.
–Sí, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo.
La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido.
– ¡Más!– decía éste.
Y apretaba más.
– ¡Más!– volvía a decir.
Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa.
– ¡Más! ¡más!
– Basta— decía ella levantándose.– ¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué atrocidad, ni que fuese un perro!
E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida. Después miraban al pequeño círculo cárdeno que los dientes de la niña habían dejado impreso.
– ¿Lo ves?– volvía a decir ella avergonzada.– ¡Vaya unos caprichos extraños los que tienes!
– Gracias. Quisiera que esta marca quedase, ahí eternamente. Pero no; ¡bien pronto se borrará, por desgracia!
– Puedo renovarla a diario— replicó maliciosamente.
– Me alegraría mucho.
– Vamos, tú quieres convertir a tu mujer en perrita. Dilo francamente.
Y abrazándole repentinamente, y besándole con frenesí en los ojos, en las mejillas, en la boca, en la barba, le repetía sin cesar:
– ¡Dilo francamente! ¡Dilo francamente, pedazo de oso!… Esta boca es mía, y la beso. Esta barba es mía, y también la beso. Este cuello es mío, y lo beso. Estos brazos son míos, ¡míos! y los beso.
– Tómame todo: mi vida es tuya— decía él ebrio de dicha.
– Te quiero, te quiero, Gonzalo, por lo hermoso, por lo fuerte… A ver, déjame poner una mano sobre la tuya… Qué disparate, ¡parece una hormiga!