Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 14
XII.
cómo se divertía pablito
– Convendría ponerle una barbada suave— dijo Pablito.
– O un filete— respondió Piscis gravemente.
Ambos guardaron silencio. Pablito exclamó:
– ¡Maldita yegua! No he visto en mi vida boca más dulce.
– Una seda— replicó su amigo con acento de inquebrantable convicción.
Otro rato de silencio.
– ¿Crees que debemos darle más picadero?
– El picadero no sobra a ningún animal— gruñó Piscis con el mismo convencimiento.
– Conviene trabajarla en el trote.
– Conviene mucho.
Mientras así platicaban, dirigíanse los inseparables équites a paso lento desde las cocheras de don Rosendo, sitas en un extremo de la villa, al otro extremo de ella, atravesándola por el medio. Eran las diez de la noche; la temperatura suave, de primavera. Los pocos transeuntes que por las calles quedaban, dirigíanse a paso rápido hacia su domicilio. Únicamente permanecían abiertas las tiendas donde se hacía tertulia, la de Graells, la de la Morana, y tal cual estanquillo. En el Camarote había mucha luz y gran animación. Pablito, en quien germinaban los rencores de su padre, le dijo a su amigo al pasar frente a la aborrecida tertulia:
– Piscis, tira una pedrada a esa puerta, y rómpeles los cristales.
Piscis, siempre terrible, agarró un guijarro de la calle, esperó a que su amigo doblase la esquina, y ¡zas! lo encajó dentro del Camarote, haciendo polvo los cristales. Luego se dió a correr. Para que no le conociesen los que salieran en su persecución, se dejó caer sobre las manos, corriendo en cuatro pies con habilidad pasmosa.
En el café de la Marina había también alguna gente. Entraron en él y bebieron en silencio sendas copas de chartreuse, sin que por eso los cerebros dejasen de trabajar activamente. Al levantarse Pablito, dijo:
– Lo mejor será engancharla con el Romero.
– Eso mismo estaba pensando yo— profirió con fuego Piscis.
Después que hubieron salido, éste preguntó, no con palabras, sino con una horrible mueca, a dónde iban.
– Allá.
– Bueno; entonces al pasar por delante de casa recogeré el roten.
Dejaron atrás las calles principales, no sin que Piscis se detuviese en su domicilio un instante, para dar cumplimiento a lo que acababa de manifestar. Muy pronto alcanzaron las extremidades de la villa, donde habitaban, por regla general, los menestrales. Detuviéronse en cierta calle, tan solitaria como sucia, frente a una casa de pobre apariencia con tosco corredor de madera. Pablito miró a todos lados por precaución, y dejó escapar un silbido suave y prolongado con la maestría que le caracterizaba en este ramo del saber humano. Después dijo mirando con inquietud al farol que ardía unos cincuenta pasos más allá:
– ¡Si pudiéramos apagar ese farol!
El terrible Piscis se destacó acto continuo, trepó por la esquina de la pared y con su bastón lo apagó al instante, rompiendo, por supuesto, el tubo.
Un bulto de mujer apareció en el corredor. Pablito se cogió de un salto a las rejas. Luego escaló por ellas y montándose en la baranda, se introdujo sin hacer ruido en él. Piscis comenzó a hacer la guardia desde la esquina, armado de su formidable garrote.
¿Quién era la mujer que en aquel momento obtenía los favores del sultán de Sarrió? La blonda Nieves, responderán a una voz cuantos hayan seguido el curso de esta verídica historia. Aunque sintamos ofender la perspicacia de nuestros lectores, la verdad nos obliga a declarar que la damisela del corredor no era la blonda Nieves, sino la blonda Valentina.
¿Cómo? ¿Aquella arisca costurera tan enemiga de los señoritos y que además tenía un novio llamado Cosme?
La misma en cuerpo y alma, con sus rizos dorados sobre la frente, su entrecejo saladísimo y nariz un poquito remangada. Pablito era hombre para hacer estos y otros mayores milagros. Mientras seguía o aparentaba seguir sus amoríos con Nieves, ya «le estaba poniendo los puntos» a Valentina. Pero ésta se resistió mucho más que aquélla. Al primer beso que le robó sobre la nuca estando bebiendo agua en la cocina, la arriscada costurera «le armó un escándalo». Se puso roja como una cereza, chispearon sus ojos expresivos con ira, y le gritó:
– ¡Cuidadito, que yo no sufro esas cosas!… Vaya usted a hacerlas con las que se lo aguanten.
Esto iba sin duda con Nieves. Pablito obró con más cautela en adelante, aunque no con menor osadía. Dondequiera que la encontraba requebrábala a su manera, bromeaba, sufría con paciencia sus «patas de gallo». Porque era Valentina el tipo de la artesana de Sarrió, en quien la falta de educación es una gracia más que añadir a las muchas que poseen. Concluído el equipo de Ventura, y no teniendo ocasión de verla, Pablito aprovechaba los bailes de las Escuelas para seguir festejándola.
Mas no por eso abandonaba a Nieves. El gallardo mancebo adivinaba que el amor propio excitado por la competencia, haría más en su favor que las mismas ventajas personales de que estaba dotado. Esta perspicacia era innata en él. Se había manifestado claramente desde que había enamorado a la primera mujer. Lo cual es un argumento más para los que creen en la preexistencia del ser humano. Porque sólo habiendo seducido muchas costureras en vidas anteriores, pudo nuestro mancebo poseer una noción tan exacta del procedimiento adecuado a este fin.
Al fin se había rendido. Principió por abandonar a su novio. Concluyó por dar citas de noche como la presente al gallardo Pablito.
– ¿Duerme tu padre?– fué la primer pregunta que éste hizo en cuanto se vió en el corredor.
– ¿Qué te importa?– respondió la resuelta costurera.
– Es que si no duerme… ya ves… ¡Cáspita, la cosa es grave!
– Calla, cobarde; ¡vergüenza había de darte! Voy a hacer ruido por el gusto de verte correr.
Pablito la estrechó entre sus brazos y le dió una razonable cantidad de besos. La joven sonreía dichosa. Mas de pronto su frente se arrugó; su fisonomía expresó una gran severidad.
– ¡Quita, quita!– dijo rechazándole.– Tengo que hacerte una pregunta. ¿Dónde has estado esta mañana?
– ¿Esta mañana?… En muchas partes. En casa, en el Saloncillo, en la cochera… en la punta del Peón…
– ¿No has estado en la calle de San Florencio?
– Sí; he pasado por allí dos o tres veces.
– ¿Y a quién has encontrado?
– ¡Chica, qué sé yo!… A mucha gente.
– ¿No has encontrado a Nieves?– preguntó con reprimida cólera la gentil costurera.
– Sí, la he encontrado— respondió él con acento indiferente.
– ¿Y no te has parado con ella?
– No; la he dicho simplemente adiós.
– ¡Embustero! ¡hipócrita! ¡tío silbante!– exclamó con furia Valentina.– ¡Toma, por zorro! (arrimándole un terrible pellizco en el brazo). ¿Conque le has dicho adiós solamente y te has estado más de una hora con ella? ¡Toma, trapacero! ¡toma!
Y le descargó sobre los brazos una granizada de pellizcos. El buen Pablo se retorcía de dolor, pero sin gritar, porque respetaba mucho el sueño del papá de la feroz muchacha.
– Por Dios, Valentina, si estás equivocada… No fué más que un instante para preguntarle si había concluído de bordar mis pañuelos…
– ¡No está mal instante! ¡Una hora por el reloj plantado con ella, riendo como locos!… Me están dando ganas de ahogarte entre mis manos, ¡zorro! ¡zorro! ¡más que zorro!
La enojada chica, cada vez más poseída de la ira, echó las manos al cuello a su galán, y estuvo a punto de estrangularle.
Daba compasión ver a un tan apuesto y gentil mancebo con la lengua fuera y los ojos llenos de espanto. Valentina tuvo, en efecto, lástima de él, y le dejó; pero todavía le retorció el pellejo de los brazos unas cuantas veces.
– A mí no se me engaña, ¿lo sabes? ¡A mí no se me engaña! Si vuelvo a saber que has estado con ella, excusas de venir más por aquí.
– Bueno, te prometo no hablarla más; pero no vayas a hacer caso del primer cuento que te traigan.
– ¿Cumplirás la palabra?– preguntó la cruel costurera mirándole airadamente.
– Pierde cuidado.
– Cuenta conmigo si no la cumples. ¡Alza!
De este modo apacible y tierno, trataba Valentina al tenorio de Sarrió. El, cuando daba cuenta de tales tratos a Piscis o a algún otro amigo, sonreía como hombre de mundo; afirmaba que estas mujeres irascibles y altivas, son las que más deleites proporcionan a los hombres, sobre todo a los que como él estaban ya un poco gastados.
Después que hicieron las paces, o por mejor decir, después que Valentina otorgó la paz, hubo un cuchicheo que duró no sabemos cuánto. Después no se oyó nada, y hasta sería fácil que tampoco se viese gran cosa. El corredor estaba como si no hubiese nadie en él. Si no fuese porque es muy feo mancillar la honra de una muchacha, podríamos sospechar que la amartelada pareja se había metido en lo interior de la casa.
Piscis, en tanto, hacía la centinela paseando a lo largo de la calle. Y el caso es, que no era sólo él quien la hacía. Un hombre estaba apostado, desde que ellos habían llegado, en el hueco de una puerta donde las sombras se espesaban. Inmóvil y protegido por la obscuridad, no pudo ser visto de Piscis. Aprovechando un momento en que éste paseaba de espaldas a la casa, el hombre salió de su escondite y se acercó sigilosamente a ella. Miró hacia el corredor y vaciló unos segundos. Esto fué lo que le perdió. Cuando dió el salto para cogerse a las rejas, el terrible Piscis se había vuelto ya y le vió. De dos brincos se plantó debajo del corredor, antes que el intruso pudiera montar sobre la barandilla, y con su famoso roten, le descargó en las espaldas tal garrotazo, que el pobre hombre soltó las manos y se dejó caer al suelo. Quiso repetir el feroz centauro, pero el hombre se levantó con agilidad y se dió a correr de tan prodigiosa manera, que el segundo garrotazo lo dió en el suelo, y en cuanto al tercero ni lo intentó siquiera.
– ¡Mal rayo!– rugió Piscis.
Este rugido debió de llegar a oídos de su feliz amigo, porque algunos segundos después montaba sobre la barandilla y se apeaba bonitamente en la calle.
– ¿Qué hay?– preguntó, acercándose a su Orestes.
– Un hombre.
– ¿Dónde?– volvió a preguntar el seductor ansiosamente, girando dos veces en redondo.
– Ya escapó. Le atrapé en el momento de subir al corredor, y le tiré al suelo de un palo… Luego echó a correr… ¡Mal rayo! Ni el Romero a todo escape lo alcanzaba.
– Ese hombre— profirió Pablito sordamente— debe de ser un novio que tenía Valentina hace algún tiempo… ¿Qué trataría de hacer?
– Pues si era el novio, como no fuese para darte una puñalada, no sé a qué había de subir.
Pablito echó el brazo por encima del hombro a su amigo, no para sostenerse, aunque las corvas un poco se le doblaban, sino para decirle con voz apagada:
– ¿Crees eso?
– Una… o dos, o tres…
El bello mancebo guardó silencio. Al cabo de un momento le preguntó:
– ¿Tú le conoces?
– Yo no, ¿y tú?
– No le he visto nunca: sólo sé que se llama Cosme, y que es barbero.
Alejáronse en silencio de la calle y en silencio llegaron hasta casa de Belinchón. Allí, al despedirse, Pablito dijo a su amigo:
– Si vuelvo por allá (que lo dudo), me harás el favor de no perder de vista el corredor, ¿verdad?
– A perro puesto— se limitó a contestar el indomable Piscis.
Al día siguiente era domingo y se celebraba en las Escuelas el baile acostumbrado de todas las semanas. Se bailaba por la tarde, de tres a siete. El salón era espacioso, construído hacía pocos años para escuela de niños. Los bancos de éstos se amontonaban en la plataforma destinada al maestro. Las paredes estaban tapizadas de carteles. Los adoradores de Terpsícore, mientras bailaban la habanera lánguida, podían distraerse leyendo en ellos una porción de inestimables consejos encaminados a demostrar que la virtud y el trabajo son los verdaderos tesoros del niño: El niño estudioso recibirá el premio de su aplicación. La fe y la constancia suplen al talento. Y allá en el fondo, sobre la mesa del maestro, la imagen de Cristo crucificado, ¡oh vilipendio! tapada con una cortina de seda, presidía aquellas habaneras voluptuosas y furibundas polkas.
Era el sitio donde sin temor al agua ni al sol, los extranjeros podían ver y admirar en seductor ramillete a las yeung girls de Sarrió. Y en efecto, allí acudían todos los capitanes y pilotos que hacían escala en la villa. Su admiración a veces, rebasando un poco los límites de la gravedad británica, les impulsaba a aproximar demasiado las luengas barbas rubias al rostro de alguna bella.
– ¿Usted es bobo, cristiano?– preguntaba ella poniéndole la mano en el pecho y rechazándole con fuerza.
– ¡Crijstiano!… ¡crijstiano!– repetía con asombro el inglés.– ¿Qué ser crijstiano?
– Hombre de Cristo. ¿No sabe la dotrina? ¡Pus depréndala!
Cuando estaban de ver aquellas preciosas damas, era de cinco a seis de la tarde, hora en que ya llevaban bailados cuatro o cinco valses y otras tantas polkas. La sangre bien batida, teñía de vivo carmín sus mejillas frescas. Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos nunca. En esto de admirar a las artesanas de Sarrió, no hay inglés que nos ponga el pie delante.
En el elemento femenino de los bailes había siempre perfecta homogeneidad: todo él se componía de jóvenes situadas en el mismo peldaño de la escala social. Pero en lo que toca al masculino, existía peligrosa variedad: acudían a aquel sitio los jóvenes artesanos y los señoritos de Sarrió. Los primeros creían vulnerados sus derechos por la competencia de los señoritos; tanto más, cuanto que ésta era para ellos desastrosa, por los repetidos ejemplos de uniones desiguales que se efectuaban en la villa. Ya hemos dicho, y si no, lo decimos ahora, que los indianos se quedaban con el contingente de señoritas más o menos amojamadas, más o menos pobres que existían en la población. Los jóvenes de la clase media, vencidos en esta competencia se refugiaban en las artesanas, y no lo pasaban mal. Pero los pobres obreros o marineros, vencidos por los señoritos, ¿dónde se refugiaban? No les quedaba más recurso que la taberna y los palos. De éstos había en cada baile una cantidad verdaderamente fantástica. Raro era el domingo en que no salían de las Escuelas dos o tres señoritos con la cabeza rota.
Pablito había librado, hasta entonces, bastante bien, gracias a su fidelísimo Piscis, que se encargaba de llevar por él los garrotazos que se le destinaban. El único contratiempo que padecía en la mayor parte de las reyertas, era la pérdida del sombrero. Esto fué tan repetidas veces, que vino a averiguarse que le buscaban quimera para que lo perdiese. Cuando un artesano necesitaba sombrero, ya sabía dónde buscarlo.
Pero Piscis no pudo librarle de ciertas bofetadas que recibió la tarde de aquel domingo; no por falta de voluntad en el centauro, sino porque hay cosas que no pueden ser… vamos, que no pueden ser. ¡Cuán ajeno estaba el gallardo mozo al retorcerse las guías del bigote frente al espejo y aliñarse las mejillas con un jaboncillo que se hacía traer de Madrid, que una hora después habían de ser tan fiera y cruelmente machacadas!
Paseábase por el medio del salón tan apuesto, tan bizarro, que daba gloria verlo. Miraba cuándo a un lado, cuándo a otro, como hacen todos los hombres de verdadero ingenio en estos casos. De vez en cuando, al cruzar al lado de una damisela, la decía:– «¡Usted tan bonita, Julia!» O bien: «Me están matando esos ojos» o «Como Torcuata no la hay en Sarrió», u otra frase feliz por el estilo que encendía en puro gozo a la doncella. Pero al dejarla escapar, no perdía un punto, de su gravedad. Porque sabía que ésta era una de sus cualidades sobresalientes y que le hacían más apetecible al bello sexo.
Esperaba hacía rato a Valentina. Pero ya estaba el salón poblado de damas, y la fementida orquesta de metal había tocado dos bailables, sin que la costurera gentil hubiera hecho su aparición en el baile. Volvieron a sonar los acordes de una mazurka. La juventud dorada tornó a estrechar los talles esbeltos de las hijas del pueblo. Pero nuestro Pablito, fiel a la suya, permanecía inactivo mirando cruzar por delante de él las parejas veloces.
Terminada la mazurka le asaltó la idea de que Valentina ya no vendría. La tirantez de relaciones que mediaban entre ella y el autor de sus días, sobre todo cuando éste tenía algunos vasos de vino en el cuerpo, lo hacía muy verosímil. Pocos minutos después, Pablito estaba plenamente convencido de ello.
Esta su disposición de espíritu coincidió con la entrada de la blonda Nieves en el salón. Sus miradas se encontraron. La pobre muchacha, villanamente abandonada no hacía siquiera dos meses, le sonrió con dulzura. Esta dulzura había sido precisamente la causa de su desgracia. El apuesto Pablito se cansaba pronto de las mujeres dulces. Sin embargo, devolvió la sonrisa, y al pasar a su lado, le dijo áticamente:
– Te van a embestir los toros, Nieves.
La bordadora traía un pañuelo rojo atado a la cintura. Esta frase de su ex galán le causó un efecto tan vivo, que no supo qué contestar. Sonrió de nuevo, y dijo: ¡ah!… ¡sí!… ¡no! y algunas otras partículas que no recordamos, y quiso desmayarse de emoción. A la vuelta siguiente le preguntó si quería bailar con él la primera polka. La primera, la segunda, la tercera, y todas las polkas que se toquen en el universo, respondió Nieves con el sí tembloroso que salió de sus labios. Después que comprometió la polka, Pablo sintió un gran arrepentimiento:– «¡Qué tonto, qué bruto soy! ¿Y si ahora llega Valentina?»
Pero no llegó. La orquesta comenzó a preludiar los primeros compases. El joven, sin quitar los ojos de la puerta, abrazó el talle de la bordadora, lanzándose con ella en raudo vuelo por la sala. Otros jóvenes, no menos raudos, venían del lado opuesto, y ¡claro! un choque primero, después otro y después otro. Tales encuentros eran un atractivo más en aquellos bailes. Las jóvenes, a quienes apabullaban el peinado u obligaban a tambalearse, en vez de sentir enojo, reían a carcajadas con placer vivísimo. Pablo y Nieves, que no podían dar cuatro pasos sin tropezar con otra pareja, estaban verdaderamente hechizados. Sin embargo, el joven, siempre que pasaba por delante de la puerta, sentía un leve estremecimiento en las piernas, y se apresuraba a alejarse de ella. Cuando la orquesta se calló, llevó a su pareja hacia un ángulo de la sala, y allí departieron un momento de pie. Pablito sintió arder entre las cenizas de su amor una chispa de simpatía por aquella muchacha tan alegre, tan apacible, tan cariñosa.
– Ya tenía deseos de bailar contigo, Nieves— le dijo mientras se limpiaba el sudor con el pañuelo.
– Y yo con usted, Pablo.
– ¿Usted?
La joven se ruborizó.
– ¿Has olvidado el tú ya?
– ¡Tanto tiempo se pasó!
– Tienes razón… Pero mira cómo yo no lo he olvidado.
– El miércoles le vi… te vi en la carretera de Nieva… Ibas en un caballo blanco…
– Era una yegua.
– Creí que te tiraba.
– ¡Tirarme!– exclamó Pablito frunciendo el entrecejo.– ¡Afloja un poco, chica! A mí no me tira tan fácilmente una jaca.
– ¡Es que daba unos brincos tan grandes!… Se ponía así para arriba… ¡Jesús! Yo estaba asustada.
– Es que la estaba enseñando a levantarse de manos— repuso el joven sonriendo con superioridad.– Como no la han trabajado hasta ahora, se resiste un poquito. Alguna vez da sus botes de carnero; pero total nada… en el fondo es muy noble la Linda… Mira, tú, cuando la compré, o, por mejor decir, cuando la cambié por el Negrillo, dando mil quinientos reales encima, allá en el mes de octubre, bien te acordarás, tenía una porción de zunas. Se me plantaba a lo mejor en medio de la carretera, se espantaba con los carros… en fin, un animal perdido. Yo me dije: ¿qué hay que hacer con esta jaca?…
Pablito, en cuyo pecho la joven había hecho vibrar la cuerda más sensible, disertó larga y luminosamente acerca de aquellos asuntos ecuestres. Nieves le escuchaba embelesada, enternecida, figurándose acaso que detrás de aquella descripción minuciosa de las zunas de la Linda iba a encontrar su amor perdido.
De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; el auditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de la sorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf!
Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minuto los llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso que escabullirse bonitamente, y plantarse en la calle. Quedó Nieves como inocente paloma en las garras del gavilán. Pero éste, viendo que no podía saciarse, porque le sujetaron los brazos, se desprendió bravamente, dejó el salón, dónde se había armado el consiguiente jollín, y salió a la calle.
Pablito caminaba a paso lento, harto sofocado aún, cuando sintió un terrible dolor en el brazo. Conocía tan bien aquel género de tormento, que sin volver la cara exclamó:
– ¡Valentina!
– ¡Yo soy! ¿Creíais que os ibais a reir de mí?
– Lo que acabas de hacer es muy feo— profirió el joven con acento irritado, mirando a su querida cara a cara.– Has dado un escándalo, y me has puesto en ridículo. Yo no tolero eso, ¿lo oyes?
– ¿Que no lo toleras? Pues, mira; como vuelva a verte otra vez con ella, no me contento con lo que hoy hice… ¡Os clavo a los dos con una navaja!
– Ya te librarás de hacer nada de eso, ni presentarte siquiera delante de mí cuando esté hablando con otra mujer— gritó el joven cada vez más enfurecido.
– ¡En cuanto te vea con esa pendanga! ¡Alza! ¡ya verás! ¡ya verás!
Entonces el hermoso mancebo, justamente indignado, pero olvidando por el estado de ofuscación en que se hallaba todos los artículos del código de la galantería, descargó una bofetada en el rostro de su querida, y después otra, y después otra… en fin, una sopimpa más que regular. La graciosa artesana se dejó solfear por su galán pacientemente, sin hacer la más leve señal de resistencia, ni siquiera de esquivar los golpes. Cuando Pablito cesó, le preguntó con deliciosa naturalidad:
– ¿Has concluído ya?
– Por ahora… ¡pero me entran ganas de empezar otra vez!– rugió el mancebo ciego de cólera.
– Pues empieza cuando gustes. Yo las he de llevar todas sin moverme. Pero te advierto que me pegues o no me pegues, he de hacer lo que te dije en cuanto te vea hablando con esa… Ahora llévame otra vez al baile.
– No quiero.
– Bueno; pues llévame a cualquier parte donde pueda arreglar el pelo, porque me has despeinado.
El joven hubo de transigir llevándola al café de la Estrella, no sin ir pensando por el camino que sus conquistas le estaban saliendo un poco caras.
Pocos días después tuvo aún mejor motivo para hacerse esta reflexión. Fué en la Peluquería Madrileña, donde acostumbraba a afeitarse y arreglarse el pelo a menudo. Acompañado de su primer caballerizo, entró en ella y se sentó en un diván esperando la vez.
– Cuando usted guste, caballero— le dijo al cabo un muchacho pálido, con ligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole de través.
Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esa languidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes la Providencia señaló con un destello de superioridad. El chico le embadurnó la cara con jabón. El joven Belinchón, con la preciosa cabeza inclinada hacia atrás, esperó radiante de majestad que se le despojase de la sombra negra que manchaba sus mejillas. Tenía los ojos cerrados blandamente para mejor percibir los vagos y poéticos pensamientos que cruzaban por su cerebro. Siempre que volvía de la cuadra traía la cabeza repleta de ideas. Sus piernas se extendían cruzadas debajo de la mesa, y sus manos enguantadas pendían de los brazos del sillón con la misma elegancia que las piernas.
– Fernando— dijo en voz alta el artista que le iba a afeitar llamando a uno de sus compañeros.
– ¿Qué quieres, Cosme?
Este nombre hizo estremecer sin saber por qué a Pablito. Abrió los ojos y dirigió una larga y ávida mirada al peluquero. No le conocía. Debía de ser nuevo en el establecimiento. Esto, en vez de tranquilizarle, le obligó a cambiar de postura varias veces, abandonando por el momento su habitual majestad y languidez.
– ¿Puedes darme la navaja que han vaciado hoy?
– Allá va.
Fernando alargó el brazo y Cosme recogió la navaja. Un vago deseo de levantarse nació en el espíritu de Pablito. Mas antes de que pudiera adquirir forma, el peluquero le había cogido por la nariz y comenzaba a rasparle.
Al cabo de unos instantes en que nuestro joven por debajo de sus largas pestañas seguía con mirada inquieta los movimientos de la mano del artista, éste le dijo en voz baja, plegados los labios por una sonrisa afectada que extendía desmesuradamente su boca:
– Usted es el señorito de Belinchón, ¿verdad?
– Sí— articuló.
– Yo le conozco a usted hace mucho tiempo— manifestó el peluquero con la misma voz apagada y sin dejar de sonreir.– ¡Oh, sí, hace mucho tiempo! Usted no me conocerá… ¡Claro! los señoritos no acostumbran a fijarse en nosotros. Le tengo visto muchas veces por ahí a caballo y en coche… y también a pie. En los bailes de las Escuelas le veo a menudo. Baila usted muy bien, señorito, ¡muy bien!…
– ¡Phs!– profirió Pablito, en quien el deseo de levantarse se había transformado ya en verdadero anhelo.
– Sí, muy bien… y además tiene gusto para escoger pareja. ¡Caramba qué muchachas tan guapas se lleva usted siempre, señorito! Hace algunos meses le veía bailar siempre con una rubia… ¡hasta allí! Es hermana de un amigo mío… Pero hace ya tiempo que le veo bailar con otra muy salada que se llama Valentina, ¿verdad? Es una chica muy graciosa… ¡Caramba qué buen ojo tiene usted, señorito!… A esta Valentina la conozco un poquito… Hemos sido algo amigos en otro tiempo… ¿No le ha hablado alguna vez de mí… de un tal Cosme?
– No— articuló el joven, en quien comenzaban los síntomas de una abundante transpiración.
– Pues es extraño, porque éramos bastante amigos… ¡Como que hace tres meses estábamos para casarnos!… Pero, amigo, vino usted, señorito, y todo fué rodando.
Cosme había pronunciado estas últimas palabras con voz temblorosa. Pablito sudaba gotas como avellanas sin sentir calor alguno. Tenía el mismo temperamento de su glorioso padre, enemigo irreconciliable de las traiciones y emboscadas.
– Naturalmente, ¿qué había de pasar?– prosiguió el artista en un tono de voz indefinible, pues no se sabía si quería llorar o reir. Al mismo tiempo pasaba la navaja con suavidad por la garganta del bizarro mancebo para despojarle de algunos pelos importunos.– ¡Naturalmente! Un señorito tan principal como usted, ¿cómo no había de derrotar a un pelafustán como yo? Las chicas, en cuanto uno de ustedes les canta al oído cualquier cosita, se vuelven locas, aunque la mayor parte de las veces ustedes lo hacen por divertirse, cuando no para otra cosa peor. Demasiado se sabe que usted no se ha de casar con Valentina… Usted la quiere para pasar el rato por las noches con ella en el corredor y hacer sus escapaditas adentro, ¿verdad? Y después ¡ahí queda eso!… La verdad, yo quería mucho a esa niña…
La voz del barbero volvió a temblar y la mano también. Pablito no pudo siquiera hacer otro tanto. Estaba petrificado.
– Pero ahora— prosiguió Cosme,– ahora, ¿quién es el que se casaría con ella a no estar loco?… Los pobres estamos debajo, y tenemos que sufrir estas vergüenzas. Si usted hubiera sido un igual mío nos hubiéramos visto las caras… Pero si yo me hubiera metido con usted, no faltaría quien me rompiese la cabeza, y sobre eso iría a la cárcel… Y sin embargo— prosiguió después de un momento de silencio con acento más ronco,– si yo ahora me volviese de repente loco, señorito… ¡adiós caballos y coches! ¡adiós bailes! ¡adiós Valentina!… Con sólo empujar un poco la navaja ¡pif! todo había concluído para siempre…
Pablito, cuyo rostro ya sin jabón estaba tan blanco como cuando lo tenía, dejó escapar aquí un jipido tan extraño y doloroso, que Piscis que venía observando con ojos recelosos al barbero, saltó repentinamente sobre éste y le sujetó los brazos. Pablo se levantó entonces de un salto. El dueño y los mancebos y todos los parroquianos gritaron a un tiempo:
– ¿Qué es eso?
– ¡Pillo, asesino!– exclamó Pablito lanzándose sobre Cosme, que estaba bien sujeto por atrás y tan pálido como un muerto.
En un instante el gallardo mancebo, que aun sudaba copiosamente, les enteró de lo que había pasado. El pobre Cosme fué arrojado de la tienda a puntapiés por el patrón, que no quería perder el mejor parroquiano de la villa.