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Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 6

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Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la de Santa Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.

– ¿Qué es eso, Marcones?– preguntó el alcalde.

El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.

– Nada, señor; será en casa de Patina Santa.

– ¿Y cómo se atreven esas pendangas?… Vamos allá, Marcones, vamos acto continuo.

«Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque. Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridad para remediar todos los daños.

Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestían el mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sin ballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percal que cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaqueros vecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban llegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha y que las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia de introducir en su templo los polvos de arroz. Después compró unos medallones de doublé para colgar al cuello con un terciopelito negro. Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competencia desastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en la calle del Reloj, al otro extremo de la villa.

– ¿Qué escándalo es éste?– gritó don Roque con voz estentórea acercándose a la inmunda casucha.

Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos a la vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban a la puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismo traje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, pero éste las agarró con sus manazas.

– ¿Qué escándalo es éste,…ajo?– repitió.

– Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas…– dijo una de ellas.

– No estáis vosotras malas piezas… ¡A la cárcel!

– ¡Pero, señor alcalde!

– ¡A la cárcel,…ajo, a la cárcel!– rugió don Roque.– Y vosotras lo mismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón de Patina?

¡Santo cielo, qué alboroto se armó allí en un momento!

Las niñas de la ventana no tuvieron más remedio que bajar, y Patina lo mismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio. No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:

– ¡A la cárcel…ajo! ¡A la cárcel…ajo!

Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse; pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojos inyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propia voz:

– ¡A la cárcel…ajo!.,¡A la cárcel…ajo!

Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar los primeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal, en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños y compasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de sus ventanas.

La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, y puso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Después continuaron su marcha peligrosa.

No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles más estrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que se acercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.

– ¡Alto!– murmuró don Roque al oído de su subordinado.– Ya hemos tropezado con uno de los ladrones.

El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para que se le cayese el fusil de las manos.

– No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno— dijo el alcalde cogiéndole por el brazo.

Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultades de observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridad cierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.

El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza con sobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano. Don Roque y Marcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajo por una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.

– Phs, phs, amigo— dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar un paso.

Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender la fuga, fué todo uno.

– ¡A él, Marcones! ¡Fuego!– gritó don Roque, dándose a correr con denuedo en pos del criminal.

Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe, pero no le fué posible; el martillo cayó sobre el pistón sin hacer estallar el fulminante. Entonces, con decisión marcial, arrojó el arma que no le servía de nada, sacó el sable de la vaina de cuero e hizo esfuerzos supremos por alcanzar al alcalde, que con valor temerario se le había adelantado lo menos veinte pasos en la persecución del ladrón.

Este había desaparecido por la esquina de una calle.

Pero al llegar a ella la columna pudo verle tratando de ganar la otra.

¡Pum!

Don Roque disparó su revólver, gritando al mismo tiempo:

– ¡Date, ladrón!

Tornó a desaparecer: tornaron a verle al llegar a la calle de la Misericordia.

¡Pum! Otro tiro de don Roque.

– ¡Date, ladrón!

Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algún sereno le detuviese, comenzó a gritar también:

– ¡Ladrones, ladrones!

Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después, otro, después otro…

La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramente al criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombra de las casas.

¡Pum, pum!

– ¡Date, ladrón!

– ¡Ladrones!– contestó el bandido sin dejar de correr.

Dos serenos se habían agregado a la columna, y corrían blandiendo los chuzos al lado del alcalde.

El criminal quería a todo trance ganar la Rúa Nueva con objeto tal vez de introducirse en el muelle y esconderse en algún barco o arrojarse al agua. Mas antes de llegar a ella tropezó y dió con su cuerpo en el suelo. Gracias a este accidente la patrulla le ganó considerable distancia; anduvo cerca de alcanzarle. Pero antes que esto sucediese, el forajido, alzándose con extremada presteza, huyó más ligero que el viento. Don Roque disparó los dos últimos tiros de su revólver, gritando siempre:

– ¡Date, ladrón!

Desapareció por la esquina de la Rúa Nueva. Al desembocar en ella el alcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro de criminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dicha plaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar.

– Al muelle, al muelle; allí debe de estar— dijo un sereno.

Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió con estrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre en calzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente en el silencio de la noche:

– ¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina!

El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez. La patrulla, al escucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ella tumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado del mostrador, se vela a tres o cuatro mozos con su delantal blanco, rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla. El alcalde, el alguacil, los serenos cayeron sobre él, poniéndole al pecho los chuzos, el estoque y el sable. Y a un tiempo gritaron todos:

– ¡Date, ladrón!

El criminal levantó hacia ellos su faz despavorida, más pálida que la cera.

– ¡Ay, re… si es don Jaime, así me salve Dios!– exclamó un sereno bajando el chuzo.

Todos los demás hicieron lo mismo, mudos de sorpresa. Porque, en efecto, el forajido que habían perseguido a tiros, no era otro que Marín sorprendido infraganti, en el momento de abrir la puerta de su casa.

Hubo que llevarle a ella en hombros, y sangrarle. Al día siguiente, don Roque se presentó a pedirle perdón, y lo obtuvo. Doña Brígida, su inflexible esposa, no quiso concedérselo, sin haberle soltado antes una buena rociada de adjetivos resquemantes, entre otros el de borracho. Don Roque sufrió con resignación el desacato, y no hizo nada de más.

VI.
que trata del equipo de cecilia

En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda. Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora, y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora, acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la provincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermana de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse doña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche una porción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para que todo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en el equipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo una sofocación. Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salido palabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora. En fin, un disgusto.

Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a la mar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle de Caborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección de doña Paula, y la inmediata de Nieves. Se componía de cuatro oficialas, las dos doncellas de la casa, cuando los quehaceres domésticos se lo permitían, Venturita y la misma Cecilia. Era una juventud bulliciosa, a la cual, el trabajo activo no impedía charlar, reir y cantar todo el día. La alegría les rebosaba del alma a aquellas muchachas, y se desbordaba en risas inmotivadas, que a veces duraban larguísimo rato. Que a una se le caían las tijeras: risa. Que otra pedía la madeja del hilo teniéndola colgada al cuello: risa. Que se presentaba la cocinera con la cara tiznada, pidiendo a la señora dinero para la lechera: gran algazara en el costurero.

No solamente eran jóvenes y alegres las que cosían el equipo de Cecilia; pero además guapas, comenzando por su directora. Nieves era una rubia alta y esbelta, de cutis blanco y transparente, ojos azules claros, nariz y boca perfectas. Tenía veintidós años de edad, y un carácter que era una bendición del cielo. Imposible estar melancólico a su lado. No que fuera decidora o chistosa; nada de eso. La pobrecilla tenía poco más ingenio que un pez. Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos de tan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tan frescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en torno suyo. Era la única riqueza que poseía. Con el trabajo de sus manos mantenía a una madre paralítica y a un hermano vicioso y perezoso, que la maltrataba inicuamente cuando no podía darle lo que necesitaba para emborracharse. Sus padecimientos, que para otra serían insoportables, la turbaban sólo momentáneamente. Por encima de ellos rezumaba muy pronto la linfa de aquel divino y gozoso manantial que guardaba en su corazón. Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran en el costado izquierdo, después de reirse mucho.

Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada, más baja de estatura. En cambio sus cabellos dorados eran rizosos y le caían con mucha gracia por la frente; sus manos y sus pies más delicados y breves que los de Nieves; y, sobre todo, tenía a menudo, casi constantemente, un ceño, cierto fruncimiento del entrecejo que no era de enfado y prestaba a su fisonomía un matiz picaresco extremadamente simpático. Encarnación era costurera; moza robusta, colorada, mofletuda, de fisonomía vulgar. Entre los artesanos de Sarrió pasaba por la mejor moza de las cuatro: para el catador inteligente y refinado valía muy poco. Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, y de las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojos rasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasaba por fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipo oriental. De las dos doncellas de la casa, la una, Generosa, nada tenía que llamase la atención; la otra, Elvira, era una palidita, de ojos grandes y entornados, muy graciosa.

Las artesanas de Sarrió no han entrado jamás por la ridícula imitación de las damas, tan extendida hoy, por desgracia, entre las de otros pueblos de España. Creían y creen estas insignes sarrienses, y yo me adhiero del todo a su opinión, que el traje y las modas adoptadas por las señoritas no avaloran poco ni mucho sus naturales gracias; antes las menoscaban. Y esto es lógico. En primer lugar no están acostumbradas a vestirse con tal sujeción o aprieto como los figurines exigen de sus subordinadas. Después, en las villas no hay quien corte con elegancia. Por último, el género tiene que ser de peor calidad, más pobre y más feo. En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otros globos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el rico mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de la giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que se desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y enojada?– «¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a la vuelta de una romería aquello de

 
Aben-Hamet al partir de Granada
el corazón traspasado sintió?
 

No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principios estéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en que van desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener su independencia y en levantar la cabeza delante de las señoritas encopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no se enteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender a nadie en particular; líbreme Dios. No hay viajero peninsular que al recordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según la índole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan por unos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol a sus amigos de este spanish town, no comience por levantar mucho las cejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo hacia afuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla no exclame:– ¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, very beautiful!

Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y en particular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influencia bienhechora!

Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto, pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuya conservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejo a todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían de percal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello, dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción, traía al diario mantón de la China negro con fleco.

Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por los dos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no les moleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones. Teresa, la más filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un canto romántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para ser acompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en hacerle el dúo, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primera y otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asaz melancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huir de las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siempre hallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de las jóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito se encarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella su vozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantan asustadas la cabeza. Después se echan a reir.

El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríe también con fuertes carcajadas de su gracia.

Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las costureras? Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes que no salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una hora todos los días.

Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero en vano.

– Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedo salir.– Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo de papá.– Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.

– Ya está buena— gruñía Piscis.

– ¿Vienes de la cuadra?

– Sí.

– Bien… pues de todos modos hoy no puedo salir… Tengo una rozadura aquí… salva sea la parte…

Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas.

– Hombre, Piscis… ¡tengo una pereza!… ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al Romero?

– Yo se la daré— respondía con semblante fosco Piscis.

– Bueno, Piscis, muchas gracias… Adiós… No dejes de venir mañana, ¿eh?… Puede que salga a caballo.

Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo.

Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de

 
Sólo tú, mujer divina,
rezarás una plegaria
en mi tumba solitaria, etc.
 

Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.

– Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te vayas con Piscis.

A su vez Pablito se pone fosco.

– Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche a perder!

Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.

– Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!… ¡Jesús qué criatura!… Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar.

En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.

Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la novia.

– Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?

Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.

– Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.

– No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?

– ¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!

– No lo llevará tan guapo Venturita.

– ¡Quién sabe!– replicaba ésta.

Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa, en los labios y ruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, sus mejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Esta animación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si no bonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que en vísperas de casarse deje de serlo más o menos.

Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras, si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?

Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:

– ¿Qué te parece, Cecilia?

– Me parece bien— contestaba ésta.

– Te parece bien, ¿de veras?– decía la madre mirándola fijamente a los ojos.

– Sí, mamá, me parece bien.

Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.

Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la entregó.

– ¿Te gusta el muchacho?– le preguntó ésta después de leerla con más emoción que había manifestado su hija al entregársela.

– ¿Te gusta a ti?

– A mí sí.

– Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta— replicó la joven.

¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia decisiva. La felicidad que henchía su corazón, brotaba, pues, a su rostro a la vista de todos los que la conocían íntimamente. Pocos seres habrán gozado más en la tierra que Cecilia en aquella temporada. Todo aquel lienzo extendido por la estancia, aquellos patrones de papel, los dibujos, los bastidores, los carretes de hilo, le hablaban un lenguaje misterioso y tierno. Las tijeras al cortar chis chis, las agujas al coser cruj, cruj, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas veces le decían: «– ¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres. Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a cogerte del brazo». Otras veces le decían: «– Por la mañana temprano te levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa, pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «– ¡Y cuando tengas un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón; sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo que hubiesen advertido su emoción.

Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.

Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:

– ¿Cuál es la que más te gusta?

Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del bastidor.

– Nieves— respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.

– Lo sabía, y te aplaudo el gusto— dijo riendo Gonzalo.– ¡Qué cutis de raso!… ¡Qué dentadura!

– ¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?

Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.

– Vamos, no vale hablarse al oído— dijo doña Paula con la susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.

– Déjelos usted, señora— replicó Nieves.– Están hablando de mí: no hay que quitarles el gusto.

– Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego…

– Valentina, entonces hablaban de ti— dijo Nieves ruborizada tocando en el muslo a su compañera.

– ¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más guapa!– dijo la otra visiblemente picada.

– ¡Paz, paz, señoras!– exclamó Gonzalo.– Verdad que Pablo comenzó hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese interrumpido… ¿No es eso, Pablo?

– Desde luego: contaba seguir con Valentina…

Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba carácter a su rostro.

– Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.

Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:

– Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos). De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.

– ¡Qué pillastre!– exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.

Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.

– ¡Quita, quita, adulador!– dijo ella riendo.

– Ve aflojando el bolsillo, mamá— dijo Venturita.

– ¡Lo ves! La pata de gallo de siempre— exclamó iracundo el joven, volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.

– Mucho has trabajado— dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de su novia.

– Así, así— respondió Cecilia fijando en él sus ojos grandes, llenos de luz.

– Mucho, sí; ayer no tenías bordado ese clavel… digo, me parece que es clavel…

– Es jazmín.

– Ni esas dos hojas más.

– ¡Bah! Eso no es nada.

– ¿Y qué es lo que estás bordando?

Cecilia siguió moviendo la aguja sin contestar.

– ¿Qué es lo que bordas?– preguntó Gonzalo en voz, más alta, pensando que no le había oído.

– Una sábana… ¡calla!– replicó la joven levantando un poco los ojos hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.

Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.

– Ya ven ustedes que hay para todas— decía Pablito mirando al mismo tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo por cumplir».

– ¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?– preguntó Valentina con tonillo irónico.

– Flores, criatura.

– Écheselas usted al Santísimo.

– Y a las niñas guapas como tú.

– Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia, ¿sabe usted?

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
480 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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