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Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 7

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– ¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de atrás— exclamó el apuesto mancebo.

El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las costureras.

– A Valentina no le gustan los señoritos— manifestó Encarnación.

– Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido y a veces la desgracia para toda la vida— dijo sentenciosamente doña Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.– Tocante a eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla… aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva… ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera. Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el piloto de la Trinidad con la de Mechacan, se os figura que todo el monte es orégano. Al freir será el reir… Mirad, mirad a Benita la del señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?

– Benita está escriturada— dijo Encarnación.

– Escriturada, ¿eh? ¡Ya veréis de qué le vale la escritura!

– Señora, el novio no puede dejarla; si la deja, va a presidio por toda la vida.

– Calla, calla, bobalicona; ¿quién os ha metido esas bolas por la cabeza?

– Eso se sabe… vamos. Benita está consultada.

– Mire, señora— dijo Teresa, la morena sentimental,– la verdad en que nosotras corremos peligro; tiene usted razón… ¿Pero qué quiere que hagamos? Los artesanos de esta villa ¡están tan echados a perder! El que más y el que menos pasa el domingo y el lunes en la taberna, y algún día también por la semana. ¿Cuántos son los que traen el jornal a casa y lo entregan a su mujer, dígame por su vida? Si es marinero, se le ve una vez cada año; trae cuatro cuartos, y hala, otra vez para allá. Los cuartos se concluyen, y la infeliz mujer se ve arrastrada, trabajando para dar un pedazo de pan a sus hijos… Y luego, ¿qué saben ellos de dar estimación ni un poco de gracia a la mujer? Si salen con ella un domingo por la tarde, se van parando en todas las tabernas del camino, dejándola, si se tercia, a la pobrecilla a la puerta, o llamándola para que oiga alguna sandez, que la pone más colorada que una amapola… ¡Calle, calle, señora, si hay cada mostrenco que, como Dios me ha de juzgar, no vale el pan que come!… El otro día encontró a Tomasina… ya sabe, la del tío Rufo, que no hace tan siquiera un año que se casó con un oficial de Próspero… Pues iba en aquel mismo instante a por dos reales en casa de su padre para comprar un pan, porque en todo aquel día no había comido un bocado. Su marido se bebe casi todo el jornal, y a mitad de semana, ¡claro! tiene la infeliz que apretarse la barriga… ¡Válgate Dios! Y las más de las noches viene borracho perdido a casa, y le da cada sopimpa que la deja por muerta. ¡Cuántas veces se va la pobrecilla a la cama sin cenar y harta de palos!… Luego quieren que una, viendo estas cosas… ¡Vaya, más vale callar! Lo que yo digo, ¡caramba! ya que la lleve a una el diablo, que la lleve en coche.

– Oye, tú— saltó Valentina levantando el rostro con su ceño habitual algo más pronunciado,– no te pongas tan fanfarrona. Di que te gustan los señoritos, bueno… yo no me meto en eso; pero no vengas quitando el crédito a los rapaces de tu igual… Se emborrachan, los que se emborrachan… Más de un señorito y mas de dos he visto yo venir como cabras para su casa… Y pegan a sus mujeres, también los que pegan… Si ellas no tuvieran la lengua larga, no las llevarían la mitad de las veces… Atiende; y don Ramón el maestro de música cuando llegaba a casa por la noche ¿daba bizcochos a su mujer? Tú lo debes de saber… bien cerca vivías.

– Mujer, yo no hablo por todos— repuso Teresa amainando por el temor de que su díscola compañera le sacase a relucir el acompañamiento nocturno de Donato Rojo, el médico de la Sanidad,– sólo digo que los hay muy brutos…

– Bueno, pues déjalos en paz y no te acuerdes de ellos, que ellos tampoco se acuerdan de ti. Cada una es cada una, y la que más y la que menos sabe por dónde corre el agua del molino.

– Oyes, Valentina— dijo Elvira sonriendo maliciosamente,– cuando te cases, ¿piensas llevarlas de Cosme?

– Si las merezco las llevaré… Más quiero llevar dos bofetadas de mi Cosme que el desprecio de un señorito, ¡alza!

– Así me gusta; ¡aprended, aprended, chiquillas!– dijo Pablito.

Gonzalo, después de un rato de conversación en voz baja con su novia, se levantó, dió tres o cuatro vueltas por la sala, y vino a sentarse al lado de Venturita, con la cual solía tener jarana. Gustaban ambos de embromarse y retozar después que había nacido la confianza. La niña estaba dibujando unas letras para bordar.

– No vengas a hacer burla, Gonzalo. Ya sabemos que dibujo mal— dijo clavándole una mirada provocativa, relampagueante, que obligó al joven a bajar la suya.

– No es cierto eso; no dibujas mal— respondió él en voz baja y levemente temblorosa, acercando el rostro al papel que Venturita tenía sobre el regazo.

– Pura galantería. Convendrás en que podía estar mejor.

– Mejor… mejor… todo puede estar mejor en el mundo. Está bastante bien.

– Te vas haciendo muy adulador. Yo no quiero que te rías de mí, ¿lo oyes?

– ¡Oh! yo no me río de nadie… pero mucho menos de ti…– repuso él sin levantar los ojos del papel, con voz cada vez más baja y visiblemente conmovido.

Venturita tenía siempre los ojos fijos en él con una expresión maliciosa, donde se leía claramente el triunfo del orgullo satisfecho.

– Vamos, dibújalas tú, señor ingeniero— dijo alargándole con gracioso despotismo el papel y el lápiz.

El joven los tomó y osó levantar la vista hacia la niña; pero la bajó en seguida como si temiera electrizarse. Plantó el libro, que ella tenía en el regazo, sobre sus rodillas, aplicó encima un papel blanco, y se puso a dibujar. Mas en vez de las letras, comenzó a trazar con soltura la cabeza de una mujer. Primero el pelo partido en dos trenzas, después la frente estrecha y bonita, luego una nariz delicada, una boca pequeña, la barba admirablemente recortada unida a la garganta por una curva suave y elegante… Se parecía prodigiosamente a Venturita. Esta, apoyada sobre el hombro de su futuro hermano, seguía los movimientos del lápiz. Poco a poco se iba esparciendo por su rostro una sonrisa vanidosa. Después de trazar la cabeza, Gonzalo siguió con el busto. Le puso el peinador o matinée que la niña vestía, y se entretuvo buen rato a dibujar minuciosamente los lazos de seda con que se sujetaba por delante. Cuando el retrato estuvo terminado. Venturita le dijo con acento picaresco:

– Ahora, pon debajo quién es.

El joven levantó la cabeza y sus miradas chocaron sonrientes. Luego, con viveza y decisión, escribió debajo de la figura: Lo que más quiero en el mundo.

Venturita tomó el papel entre las manos y lo contempló unos instantes con deleite. Después, haciendo una mueca de fingido desdén, se lo alargó otra vez diciendo:

– Toma, toma, embustero.

Pero antes de llegar a manos de Gonzalo, Cecilia extendió la suya y se lo arrebató riendo.

– ¿Qué papelitos son ésos?

Venturita, como si la hubieran pinchado, brincó en el asiento y sujetó fuertemente la muñeca de su hermana.

– ¡Trae, trae, Cecilia! ¡Deja eso!– exclamó con el rostro echando fuego, contraído por forzada sonrisa.

– No; quiero verlo.

– Ya lo verás después; ¡suelta!

– Quiero verlo ahora.

– Vamos, niña, déjaselo ver. ¿Qué te importa?– dijo doña Paula.

– No quiero que me lo quite nadie por fuerza— gritó poniéndose seria. Después, comprendiendo la imprudencia de esto, tornó a ponerse risueña.

– Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala.

– ¡Vaya un empeño! ¡Suelta tú, que me lastimas!

– ¿Quién eres tú para quitarme el papel de la mano?– profirió con rabia, poniéndose esta vez seria de verdad.– ¡Suelta, suelta, fea, narices de cotorra, tonta!… ¡Suelta, o te araño!– añadió con los ojos centelleantes y la faz descompuesta por la cólera.

Al verla de aquel modo, la risa que agitaba el pecho de Cecilia paralizóse súbito, y abriendo sus grandes ojos donde se pintaba la sorpresa, exclamó:

– ¡Jesús! Pareces loca, niña. Toma, toma, no vaya a darte algo.

Y soltó el papelito que arrugaba en el puño. Venturita, la faz alterada aún, lo hizo mil trozos.

– ¡En los días de mi vida he visto una criatura más loca!– exclamó doña Paulina santiguándose.– ¡Ave María! ¡Ave María! ¿De quién has sacado ese genio, chiquilla?

– Sería de ti— respondió Venturita enfoscada, sin mirar a nadie.

– ¡Desvergonzada!… ¡Si no fuera mirando a que hay gente delante!… ¿Cómo contestas de ese modo a tu madre, picara? ¿No sabes los mandamientos de la ley de Dios? Mañana mismo te llevo a confesar con don Aquilino.

– Bueno, dale memorias a don Aquilino.

– ¡Espera, espera, grandísima picara!– gritó la señora haciendo ademán de levantarse para castigar a su hija.

Pero en aquel instante aparecía en la puerta la figura de don Rosendo con bata multicolor y gorro de terciopelo con borla de seda.

– ¿Qué pasa?– preguntó sorprendido viendo la actitud airada de su esposa.

Esta le puso al corriente, sofocada por los sollozos, de la falta de respeto de su hija.

Don Rosendo se creyó en el caso de arrugar el entrecejo, y decir con tono solemne:

– Eso está mal hecho, Ventura. Ve a pedir perdón a tu mamá.

Se le conocía que estaba distraído, absorto por algún pensamiento, y que aquel suceso doméstico no conseguía más que a medias arrancarle de su preocupación.

Sin embargo, al ver a la chica inmóvil, en actitud altiva y desdeñosa, dijo de nuevo, con más firmeza:

– Vamos, hija, ve a pedirla perdón, ya que la has ofendido.

La niña hizo su peculiar mohín de desprecio con los labios, y murmuró muy bajito:

– ¡Sí, en eso estoy pensando!

– Vaya, Ventura, ¿qué murmuras ahí? Anda, antes que me enfade.

– Anda, anda, Venturita. Ve allá. No seas así— le dijeron por lo bajo las costureras.

– No me da la gana. ¿Queréis dejarme en paz?– les respondió ella en voz baja también, mas con acento iracundo.

– ¿No quieres ir?– preguntó don Rosendo con afectada severidad.– ¿No quieres ir?

La niña permaneció inmóvil y silenciosa.

– ¡Pues sal de aquí ahora mismo! ¡Quítate de mi vista!

Venturita se levantó de la silla, pasó por el medio del concurso erguida y enfurruñada, y salió de la sala dando un gran portazo.

Don Rosendo, después de permanecer un momento inmóvil con los ojos puestos en la puerta por donde su hija había salido, volvióse diciendo:

– Siento mucho estar tan fuerte con mis hijas… pero algunas veces no hay más remedio.

VII.
que trata de dos traidores

Borróse súbito de su noble faz pseudomarítima la temerosa expresión que la obscurecía, y apareció de nuevo aquella otra distraída, signo de constantes meditaciones.

– Gonzalo, si no te molesta, te rogaría que pasases conmigo al despacho— manifestó dirigiéndose a su futuro yerno.

Este, que durante la anterior escena había empalidecido y vuelto a su ser varias veces, tornó a desconcertarse. Nada menos se le ocurrió que don Rosendo se había percatado de la instabilidad de sus sentimientos amorosos, y le iba a pedir de ello estrecha cuenta. Fuese, pues, detrás de él cabizbajo y receloso, y penetró en el escritorio. Era una estancia espaciosa, amueblada con lujo de comerciante rico: gran mesa de caoba maciza, armarios de caoba también, donde había más legajos de papeles que libros, alfombra de terciopelo, divanes forrados de brocatel, y escribanía de plata enorme como un monumento. Cerca de la cuarta parte de esta cámara ocupábalo un montón de paquetitos envueltos en papel de varios colores, que para cualquiera que por primera vez entrase en ella, sería un misterio. No lo era para Gonzalo ni para ninguno de los íntimos de la casa. Aquellos paquetes guardaban palillos de dientes.

¿Cómo?– preguntará el lector.– ¿Don Rosendo Belinchón, un negociante de tanto fuste, comerciaba también en palillos de dientes? No, don Rosendo no comerciaba con ellos, los fabricaba. Y esto no con el fin de especular, cosa indigna de su categoría, sino por pura y desinteresada inclinación de su espíritu. Desde muy joven se le había manifestado. Las asiduas ocupaciones del comercio y las vicisitudes por que había pasado su existencia, no le habían consentido satisfacer esta pasión sino de una manera precaria en los ratos materialmente perdidos. Pero desde que pudo dejar el escritorio confiado a algunos fieles dependientes, entregóse de lleno con alma y vida a tan útil y honesta distracción. Por la mañana en la tienda de Graells, por la tarde en el Saloncillo, por la noche en su casa o en la de don Pedro Miranda, siempre trabajando. Su criado ocupaba una gran parte del día en cortarle unos tacos de avellano seco perfectamente iguales, de donde su mano diestra había de sacar la gala de los palillos.

Y como no se daba punto de reposo, ni aun en los días festivos, la producción era excesiva. No había bastantes consumidores en la villa, y se veía necesitado a remitir paquetes de ellos a los amigos de la capital, cuando el montón del despacho llegaba al techo. Gracias a los esfuerzos nobilísimos de este claro representante de su comercio, podemos decir con orgullo que Sarrió, en tal ramo interesante del progreso, se hallaba a la altura de las grandes capitales. Ninguna otra villa española o extranjera podría sufrir con ella competencia. En casa del rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecido palillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sus habitantes.

Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado, dejóse caer en él hundiéndole profundamente. Acercó después el comerciante una silla con ademán misterioso, y sentándose frente al joven y mirándole entre risueño y avergonzado, dijo, dándole al propio tiempo una palmadita en el muslo:

– Vamos a ver, Gonzalito: ¿qué te parece de la cuestión del matadero?

– ¿El matadero?– preguntó aquél abriendo unos ojos como puños.

– Sí, el nuevo matadero; ¿crees que debe emplazarse en la Escombrera, o en la playa de las Meanas detrás de las casas de don Rudesindo?

Gonzalo vió el cielo abierto, y, sonriendo de placer, respondió:

– Yo creo que en la playa de las Meanas estaría bien… Muy abierto aquello… muy ventilado…

Pero notando que la frente de su suegro se fruncía, y en sus ojos se apagaba repentinamente la sonrisa, añadió balbuciendo:

– Tampoco me parece que estaría mal en la Escombrera…

– Mucho mejor, Gonzalo… ¡Infinitamente mejor!

– Puede, puede.

– Hombre, tan puede ser, que reservadamente te diré que el emplazarlo en la playa lo juzgo (hazme el favor de guardar reserva sobre esta opinión), lo juzgo… una verdadera insensatez… u-na ver-da-de-ra in-sen-sa-tez— repitió señalando mejor todas las sílabas.

– Y esta opinión mía— añadió— no vayas a figurarte que es de ayer mañana, sino de toda la vida. Desde que fuí capaz de entender ciertas cosas, comprendí que el matadero no debía estar donde hoy está. En una palabra, que debía trasladarse. ¿Dónde? Una voz interior me decía siempre que a la Escombrera. Antes de poder dar ninguna razón científica, estaba tan convencido como ahora de que allí debía emplazarse, y no en otra parte. Hoy que la resolución del problema se aproxima, me creo obligado a sostener esta opinión, a comunicar al pueblo mi pensamiento y el resultado de mis meditaciones. Si no tienes que hacer voy a leerte la carta que dirijo con este motivo al Progreso de Lancia.

Y en efecto, sin aguardar la contestación de Gonzalo, se dirigió a la mesa, tomó unos pliegos de papel que había sobre ella, se puso las gafas, y acercándose al balcón dió comienzo, no sin cierta emoción que se le traslucía en la voz, a la lectura de la carta.

Estaba escrita en papel comercial, grande y rayado. Todas las que desde hacía años dirigía al Progreso de Lancia y a otros periódicos de la capital de la provincia, iban escritas en el mismo papel por las dos caras. Aun no sabía que para la imprenta debía escribirse por una solamente. Pero muy pronto adquirió este precioso conocimiento, como hemos de ver.

Casi al mismo tiempo que la de los palillos de dientes había nacido en don Rosendo Belinchón la afición a escribir comunicados a los periódicos: es decir, que databa de una remota antigüedad. Ardiente partidario de los progresos humanos, de las reformas en todos los órdenes, de la discusión y de la luz, claro está que la prensa había de infundirle respeto y entusiasmo. Los periódicos habían sido siempre un elemento indispensable de su existencia. Estaba suscripto a muchos nacionales y extranjeros; porque, como educado para el comercio, conocía bastante bien el francés y el inglés, y nunca le había faltado, ni aun en los días más ocupados, un par de horas que dedicar a su lectura. Estas horas se aumentaron considerablemente desde hacía algunos años, no sin que se resintiese por ello el bacalao. El goce que nuestro héroe experimentaba por las mañanas después de tomar el chocolate tragándose los artículos de fondo del Pabellón Nacional, los sueltos de La Política y las Nouvelles à la main del Fígaro era tan vivo, que le quedaba impreso largo tiempo en el rostro, hasta que por la irradiación se iba perdiendo en la atmósfera.

Como todos los hombres de miras amplias y elevadas, no era exclusivista en sus gustos periodísticos. Amaba el periódico por el periódico, por ser una muestra gentil del progreso de la razón humana, o como él decía mejor, «una manifestación levantada de la conciencia pública». Las opiniones que cada cual defendía, eran cosa secundaria. Estaba suscripto a periódicos de todos colores, y los gozaba por igual. Si alguna predilección mostraba, era únicamente por los artículos y sueltos intencionados. Porque eso de decir una cosa aparentando expresar la contraria y retorcer las frases de modo que una cláusula inocente en la apariencia llevase dentro «una saeta envenenada» llenaba de admiración a don Rosendo y le volvía loco de alegría. ¡Cuántas veces al leer en La España algún párrafo por el estilo:– «Ayer apareció por fin la circular del señor Presidente del Supremo a sus subordinados. Felicitamos al general O'Donnell, presidente de esta situación liberal, al señor Negrete, que en algún rato lúcido ha dado cima a obra tan colosal, y a los demócratas protectores de este Gobierno»,– hubo exclamado agitando el periódico en las manos:– ¡Qué intención! ¡Caracoles! ¡¡Qué intención!!

Este afán, mejor dicho, esta pasión por la prensa, no era platónico como ya hemos advertido. Allá en sus mocedades había dirigido dos cartas a un periódico semanal que se publicaba en Lancia, titulado El Otoño, con motivo de las fiestas anuales que en Sarrió se celebran en el mes de septiembre. Estas cartas leyéronse con fruición en la villa y le valieron no pocos plácemes. Esto le animó para escribir otras tres al año siguiente, dando cuenta al público del número asombroso de cohetes que se dispararon en Sarrió los días 13, 14 y 15, la lindísima iluminación del 16, y el suntuoso baile celebrado en el Liceo la noche del 17. Después de haber gustado las dulzuras de la publicidad, don Rosendo no podía menos de paladearlas de vez en cuando. El menor pretexto le bastaba para dirigir, bien una carta, ora un comunicado a los periódicos. Unas veces firmaba con su nombre, otras con cualquier gracioso pseudónimo o anagrama. Celebraban los mareantes una fiesta en honor de San Telmo: don Rosendo escribía inmediatamente su carta al Progreso de Lancia o a La Abeja, describiendo la verbena, los fuegos artificiales, la misa, la procesión, etc. Se daba un banquete en el nuevo edificio de las escuelas para inaugurarlo: a los tres o cuatro días se recibía el periódico de Lancia con la consabida carta publicando los brindis y los sonetos improvisados. Se caía un albañil de un andamio; comunicado de don Rosendo pidiendo más garantías para los albañiles que se ponen en los andamios. Cantaba misa el hijo de don Aquilino; carta de don Rosendo describiendo la conmovedora ceremonia, y elogiando la voz clara, y sonora y la serenidad del joven presbítero. Si las mareas eran altas y fuertes y arrancaban algunas piedras de la punta del Peón; carta. Si los buques de Bilbao se negaban a recibir a bordo los prácticos de Sarrió; comunicado. Si se perdía la cosecha del maíz por la sequía; carta. Si los vientos reinantes eran del Noroeste; carta. En fin, no acaecía suceso en el suelo o en la atmósfera de la villa digno de mención, que no la recibiese de la diestra y bien tallada pluma de nuestro comerciante.

¡Cuánto trabajo se evitarán los futuros historiadores de Sarrió con esto, valiosísimos materiales acumulados por uno de sus más claros hijos!

Según iba avanzando en años don Rosendo Belinchón, daba a sus cartas un carácter menos romántico, por no decir frívolo (sería tan inexacto como irrespetuoso tal calificativo aplicado a los escritos de aquel estimable caballero). Es decir, que los temas de ellas no eran tan a menudo los holgorios y recreos de los habitantes de la villa, como cualquier cosa que tendiera directa o indirectamente a fomentar los intereses morales y materiales de ella. Los mercados, las escuelas, el salvamento de náufragos, la erección de un templo o de una cárcel, etc., etc., eran los asuntos en que para gloria suya y bien del pueblo que le vió nacer, se ejercitaba con más frecuencia.

Uno de ellos, de «vital interés para Sarrió», como él afirmaba muy bien, era el matadero. Hasta entonces jamás había abordado esta cuestión, porque sabía que su parecer iba a discrepar algo del de una gran parte del vecindario. Mas había llegado, a su entender, la hora de «emitirlo sin ambages ni rodeos». El comunicado que leyó era el primero que acerca de este asunto dirigía al Progreso de Lancia. Comenzaba así:

«Señor Director de El Progeso de Lancia.

Muy señor mío: La preferencia con que se miran las ciencias físico-naturales, y en particular la ciencia de la Higiene, como que de ella depende la salud, tanto de los pueblos como de los individuos, en vista de su gran utilidad práctica, ha ido poco a poco desterrando la timidez de los que, influídos por una educación casi errónea y deficiente, condenaban el estudio de estos grandes problemas arrastrados por antiguas y torpes preocupaciones que felizmente se van disipando al soplo poderoso del siglo XIX, llamado con razón el siglo de las luces.»

Los párrafos de don Rosendo eran siempre nutridos como el anterior. Seguía:

«Hoy que la civilización, rotas las cortapisas que detenían las conciencias y supeditaban el espíritu, nos abre vasto campo a todos por medio de la prensa para expresar nuestro libre pensamiento y emitirlo a la faz del mundo, confiado en la amistad con que usted me ha distinguido siempre, y en la benevolencia con que el público ha acogido hasta ahora los humildes partos de mi pluma, etc., etc.»

Después de otros tres o cuatro párrafos a modo de preámbulo (que el director de El Progreso acostumbraba a recortar) entraba don Rosendo en la cuestión, estudiando el matadero o macelo público, como él lo nombraba, por todas sus fases, para venir a condenar, en términos que no daban lugar a dudas, su emplazamiento en la playa de las Meanas. Las razones que tenía para oponerse a él, eran «obvias». Por una parte, los vientos del Sudoeste, reinantes la mayor parte del año, que arrastraban consigo fétidos miasmas, etc., etcétera. Por otra parte, la dificultad de hallar terreno firme para la cimentación, lo cual originaría un gasto excesivo, etc., etc. Por otra, la necesidad de penetrar en la población con las reses, etc., etc. Por otra, la proximidad de las casas, etc. Por otra, el perjuicio que a los bañistas se les irrogaba, etc., etc. En fin, eran más de veinte las razones que don Rosendo «apuntaba de un modo ligero y sucinto», proponiéndose darle «más amplitud y desarrollo» en otras cartas sucesivas con que pensaba «molestar la atención de los lectores de su ilustrado periódico».

Cuando terminó la lectura, Gonzalo las juzgó incontrovertibles, y don Rosendo (con las gafas en la punta de la nariz) declaró que no tenían vuelta de hoja. Habiendo llegado a un acuerdo tan perfecto, se separaron llenos de alegría, como es natural. Don Rosendo se quedó en el despacho poniendo en limpio su carta. Gonzalo se fué de nuevo a la sala de costura. No obstante, antes que franquease la puerta, llamóle su futuro suegro para decirle:

– De esto, ni una palabra a nadie, ¿eh?

– ¡Don Rosendo, por Dios!– respondió el joven alzando la mano en señal de protesta.

El comerciante se sintió acometido por un vivo sentimiento de expansión.

– Pronto sabrás— dijo acercándose— otra cosa que te ha de sorprender alegremente. Es una idea que se me ha ocurrido hace dos meses y que espero realizar, Dios mediante, muy pronto. ¡Oh, es una idea feliz! La faz de Sarrió cambiará radicalmente, ¿sabes?

El ademán misterioso, el tono grave y conmovido de la voz, la esperanza del triunfo que fulguraba en sus ojos al decir esto, ya sorprendió más que medianamente a Gonzalo. No se atrevió, sin embargo, a pedir explicaciones. Su futuro suegro le dejó marchar dirigiéndole una mirada risueña y abstraída.

La tertulia de la sala continuaba amenizada por la conversación de Pablito, que la salpicaba a cada instante con donaires, no de concepto, sino de acción, como convenía a su naturaleza plástica. Venturita no había vuelto aún. Sentóse de nuevo el sobrino de don Melchor al lado de su novia, y comenzó a hablarla mostrando timidez y embarazo. Porque no estaba acostumbrado a disimular sus sentimientos y la traición le pesaba en el alma. A veces Cecilia levantaba la cabeza para contestarle. Su mirada clara, serena, inocente, le encendía las mejillas. Para librarle de aquel malestar, creyó lo mejor expresarle, en términos más vivos que otras veces, su amor y rendimiento. Como todos los seres flacos de espíritu en los casos de apuro, acudía al recurso peor, con tal que le dejase respirar por el momento. Cecilia recibió aquellos homenajes con sosiego, sin manifestar el gozo que las mujeres suelen sentir al oirse requebrar de quien aman.

– Vienes muy adulador hoy, Gonzalo. No me gustan los mimos— le dijo al fin sonriendo.

– Es que tengo gusto en expresarte lo que siento— respondió él sofocado.

– Pues es un gusto que no comprendo— replicó ella con dulzura.– Yo cuanto más quiero a una persona, menos ganas tengo de decírselo.

– Eso consiste en que no quieres de veras.

– ¡Oh!– exclamó ella con entonación tan verdadera y expresiva, que nuestro joven se inmutó.

– Sí, sí, consiste en que eres fría por naturaleza. El calor del sentimiento, como el calor físico, no puede ocultarse largo tiempo: llega siempre un momento en que sale a la superficie como la lava de los volcanes… Y el amor es de todos los Sentimientos el que mejor sabe romper las trabas de la lengua. Sólo se goza realmente de él cuando se le dice al ser amado en todos los tonos y de todas las maneras posibles que se le ama… Lo que acabas de decir me parece un absurdo. Al mismo tiempo que nace en nuestra alma un sentimiento de simpatía hacia cualquier persona, nace el deseo de expresársela; y este deseo satisfecho, es el mayor de los placeres…

– ¡Sí será! ¡sí será!– respondió ella con acento de profunda convicción.– Aunque no lo he experimentado, lo adivino muy bien… lo adivino por lo que padezco… Mira, Gonzalo— añadió con voz temblorosa,– por Dios te pido que no midas nunca mi cariño por mis palabras… Yo no sé… yo no puedo decir nunca lo que pasa dentro de mí… Siento como un nudo en la garganta que no deja salir más que tonterías, cosas insignificantes, cuando yo quisiera que saliesen palabras cariñosas… ¡Oh, es un tormento!… Soy lo mismo que un perro sin rabo.

Gonzalo se echó a reir. Ella, que había hablado con más viveza que de costumbre, se puso colorada y bajó la cabeza.

– Pero a ti nadie te ha cortado la lengua.

– Para este caso haz cuenta que me la han cortado.

– Bien, entonces me lo dirás por escrito— dijo él riendo. Al mismo tiempo levantó vivamente la cabeza hacia la puerta que se había abierto.

Era Piscis. Después de mascullar las buenas tardes se fué a sentar en el rincón de costumbre, perseguido por las miradas burlonas de las costureras, a quienes por ésta y otras razones, tenía declarado odio eterno.

Después de pagarles aquella risueña acogida con otra mirada oblicua y feroz, guardó silencio por algunos minutos. Sin embargo, como tenía henchida el alma de graves y profundos secretos y Pablito no se despegaba de Nieves aunque le echasen agua caliente, después de haberle silbado para llamarle la atención, se aventuró a descargar el fardo en público, a riesgo de que sus confidencias no fueran bien entendidas y apreciadas por el elemento femenino de la tertulia.

– ¿Qué hay, Piscis?– preguntó Pablito al oir el silbido.

– ¿A que no sabes por dónde da las coces ahora el Romero?

En efecto, las costureras levantaron la cabeza sorprendidas. Valentina le dijo a Teresa pugnando por no reir:

– Chica, ¿qué dice ése?

– ¿Que por dónde tira las coces un caballo?

– Será por el c…

Aunque hablaba en voz baja, Piscis lo oyó perfectamente. Sin atender a Pablo que había tomado muy en serio la pregunta, y quería saber la especialidad del Romero, exclamó, dirigiéndose a Valentina:

– ¿Quieres callarte… zapalastrona?

Estas palabras enérgicas fueron recibidas con una explosión de alegría por las costureras.

– No te enfades, Piscis, déjalas… ¿Has sacado a paseo el Romero?… Me alegro.

– Lo enganché en la charrette con la Linda— respondió el centauro, haciendo una mueca horrible de disgusto dirigida a la simpática Valentina.– ¡Si vieras, mal rayo, qué modo de alzarse! Yo ¡zis, zis! con la fusta, y él ¡pan, pan! sobre el tablero del pescante. Me volví a la cuadra, y le puse al tablero por debajo unos clavillos. Salí otra vez… En cuanto se pinchó se estuvo quieto. Pero, ¿qué hizo el gran pillo?… ¿Ves entre el tirante y la rueda? Por allí comenzó a dar las coces. ¡Mal rayo! Por poco me deshace un farol…

– Pues es necesario quitarle esa zuna— manifestó Pablito hondamente afectado, levantándose del asiento, y dejando a Nieves para acercarse a Piscis.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
480 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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