Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 9
Roto el hielo que la sorpresa, más que una prevención injusta, había formado, los bravos y los aplausos se sucedieron sin interrupción a cada párrafo. Jamás los laboriosos, honrados e inteligentes habitantes de Sarrió habían oído hablar tan fácil y pulidamente. Aquel discurso fué la revelación de la vida parlamentaria moderna, según decía Alvaro Peña al disolverse la reunión.
Media hora llevaría en el uso de la palabra en medio del creciente entusiasmo del auditorio, cuando a uno de los próceres del escenario se le ocurrió que podía tener seca la boca y sería oportuno servirle un vaso de agua con azucarillo. Comunicada en voz baja la observación al presidente, éste interrumpió al orador, diciéndole:
– Si el señor Suárez está fatigado, puede descansar. Voy a dar orden de que le sirvan un vaso de agua.
Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación.
– No estoy fatigado, señor presidente— respondió suavemente el orador.
(Sí, sí, que descanse.– Dejarle descansar.– Que se le traiga un vaso de agua.– Puede hacerle daño: que le echen unas gotas de anís.)
Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, se convertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.
Este, inflándose más de lo que estaba, sonrió al auditorio, y dijo:
– La fatiga es propia de los soldados bisoños. Los que como yo están acostumbrados a las lides de la tribuna (había hablado varias veces en la Academia de jurisprudencia de Lancia) no se rinden tan fácilmente…
Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchos años del señor José María el Perinolo, que había visto criarse a Sinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con el tirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por el apodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadas sobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos. En sus ojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía la chispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía el asombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oir las palabras jactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritó con rabia:
– ¡Fuera ese piojo, sollo!
Indescriptible indignación en el auditorio. Todos los rostros se vuelven airados a la cazuela. Oyense las voces de:
– ¿Quién es ese borrico?– ¡A la cárcel!– ¡Fuera ese cerdo!
El presidente pregunta con terrible severidad:
– ¿Estamos en un pueblo culto o entre hotentotes?
Esta pregunta así formulada, produce honda impresión en el público.
Suárez, un poco pálido y con voz alterada, dice al fin:
– Si la Asamblea lo desea, estoy dispuesto a sentarme.
(¡No, no!– ¡Que siga! Estrepitosos y prolongados aplausos al orador.)
La indignación contra el grosero interruptor creció a tal punto con estas humildes palabras, que se oyen gritos amenazadores y muchos agitan los puños frente al sitio de donde había partido la voz. Alvaro Peña, el orador griego, más indignado que nadie, sube por fin a la cazuela y a pescozones y coces arroja al desgraciado Mechacan del teatro entre los aplausos del público.
Sosegadas ya las olas, el orador continúa. Hace una excursión por el campo de la historia para demostrar que los sarrienses, desde la época de la dominación romana, cuando la España estaba dividida en Citerior y Ulterior y después en Tarraconense, Bética y Lusitania, hasta nuestros días, habían demostrado en todas ocasiones un ingenio poderoso muy superior al de los habitantes de Nieva. Tales declaraciones fueron acogidas con vivas muestras de aprobación. Introdúcese después repentinamente en los dominios del Derecho y hace gala de conocimientos poco comunes, sobre todo en Sarrió, en la ciencia de Triboniano y Papiniano. Al llegar a cierto punto, con una modestia que le honra mucho, dice:
– Lo que acabo de exponer, señores, no tiene ningún valor científico. Lo sabe cualquier niño que haya saludado las Pandectas…
Don Jerónimo de la Fuente, maestro de primeras letras de la villa, que había estudiado por los métodos modernos y sabía algo de Froebel y Pestalozzi, hombre ilustrado, que había escrito un prontuario de los verbos irregulares y tenía un telescopio en el balcón de su casa siempre apuntando al cielo, se levanta de la butaca, y sonriendo con mucha lástima dice:
– Las palmetas hace ya bastantes años que se han suprimido de las escuelas.
– No he dicho palmetas, he dicho Pan-dec-tas— replica Suárez sonriendo con mucha más lástima.
Don Jerónimo enrojece por el paso en falso que acaba de dar.
El orador continúa y termina al fin, deseando, como el elocuente ayudante de marina, que Sarrió despierte a la vida del progreso, que salga del letargo en que yace, y que de algún modo se manifieste en su recinto la lucha de las ideas, fecunda siempre, y luzca en su horizonte el sol radiante de la civilización.
«… Si es verdad, como tengo entendido, que merced a la iniciativa patriótica y generosa de un respetabilísimo personaje de esta villa, se prepara el advenimiento a ella del cuarto poder de los estados modernos. Si es verdad que Sarrió estará dotado en breve de un periódico que refleje sus legítimas aspiraciones, que sea el palenque donde se ejerciten sus inteligencias, el salvaguardia de sus más caros intereses, el centinela avanzado de su tranquilidad y reposo, el órgano, en fin, por donde se comunique con el mundo espiritual, felicitémonos, señores, ¡felicitémonos de todo corazón! y felicitemos también al ilustre patricio por cuyo esfuerzo va a llegar hasta nosotros un rayo de ese astro luminoso del siglo diez y nueve que se llama la prensa.»
(¡Bravo, bravo! Todas las miradas se, vuelven ansiosas hacia la presidencia. La faz de don Rosendo resplandece llena de majestad y dulzura.)
Después del hijo del Perinolo, pidió y obtuvo la palabra don Jerónimo de la Fuente. El ilustrado profesor de primeras letras, deseaba ardientemente levantarse a los ojos del público después de la caída de las Pandectas. Comenzó, pues, manifestando que abundaba en las ideas del digno orador (obsérvese que no dijo elocuente ni ilustrado, sino digno, digno nada más) que le había precedido en el uso de la palabra; que él, destinado por su profesión a encender la antorcha de la ciencia en las inteligencias infantiles, no podía menos de ser partidario decidido de los adelantos modernos y, sobre todo, de la prensa. En corroboración de estas palabras, se cree en el caso de manifestar que, tan pronto como la creación de un periódico en Sarrió fuese un hecho, tendría el gusto de exponer a sus convecinos la resolución de un problema que hasta el día de hoy se había creído insoluble, el de la «trisección del ángulo», al cual había dedicado muchos esfuerzos y vigilias, coronadas unas y otros afortunadamente por el mejor éxito. Habló después con gran oportunidad de algunas materias, de Geografía física y Astronomía, explicando algunos problemas de la mecánica celeste, en particular la ley de la atracción universal, descubierta por Newton, gracias a la cual, los planetas se mueven alrededor del sol en órbitas elípticas. A este propósito expuso con gran brillantez lo que era una elipse. Por último, al hablar de nuestro satélite la luna, hizo observar que el tiempo de su revolución alrededor de la tierra iba disminuyendo sensiblemente, lo cual indica que su órbita se va estrechando. Esto, en opinión del orador, daría por resultado más tarde o más temprano que la luna caería sobre la tierra, y ambas se harían pedazos. Don Jerónimo se sentó, dejando el auditorio sumamente agitado, bajo el peso de esta profecía aterradora.
Avanzó acto continuo hasta las candilejas, don Rufo, el médico de la villa, hombre flaco, con barba de cazo, y gafas de oro. A las pocas palabras declaró explícitamente que, en su opinión, el pensamiento no es más que una función fisiológica del cerebro y el alma un atributo de la materia. Pero, ¿en qué parte del cerebro reside el foco de la actividad intelectual?– se pregunta el orador.– En su concepto, esta actividad tiene su centro en la «sustancia gris, parda o amarilla», y en modo alguno en la «sustancia blanca», que no es más que la conductora de tal actividad. Habló después de la dura-máter, de los hemisferios, de los lóbulos frontal, parietal y occipital, de la hoz del cerebro y de la tienda del cerebelo. En este punto tuvo una ocurrencia feliz, comparando bellamente las circunvoluciones de la sustancia gris a un montón de intestinos arrojados al acaso. Todas las facultades que llamamos del alma, no son sino funciones de esta sustancia gris, de este montón de intestinos. El cerebro segrega pensamientos como el hígado segrega bilis y los riñones orina. El orador termina afirmando que, mientras la humanidad no se penetre de estas verdades, no podrá salir del estado de barbarie en que yace.
Como nunca quiso ser menos que el médico, pidió la palabra el profesor de veterinaria Navarro. Después de dedicar algunas frases a congratularse por la celebración de aquel meeting (ninguno de los que hablaron dejó de citar la palabreja) expuso algunas ideas muy razonables acerca de la angina gangrenosa del cerdo y su tratamiento profiláctico. El orador tropezaba, balbuceaba, sudaba para emitir su pensamiento. Pero esta deficiencia de expresión, la suplía cumplidamente la novedad y el interés que el tema ofrecía. A la sazón estaban falleciendo de anginas, en Sarrió, bastantes de aquellos simpáticos animales.
El público, por más que escuchaba con respeto y simpatía estas noticias acerca de la enfermedad que aquejaba en aquel momento al ganado de cerda, sentía ya impaciencia por oir las declaraciones del presidente. Después de la alusión del hijo del Perinolo al asunto del periódico, todos ansiaban saber lo que había de cierto. Mientras Navarro disertaba, salió una voz de la cazuela gritando:
– Que hable don Rosendo.
Y aunque el público castigó con un enérgico chicheo esta grosera interrupción, era unánime la opinión de que Navarro como orador «no tenía condiciones».
Por fin el hombre notable de Sarrió, el portaestandarte de todos los progresos, el ilustre patricio don Rosendo Belinchón, alzó su busto majestuoso por encima de la mesa.
(Silencio, ¡chis, chis!– ¡Callarse, señores!– ¡¡Atención!!– ¡Por favor, un poco de atención!)
Estos fueron los gritos que salieron de la muchedumbre, aunque nadie había osado mover un dedo siquiera. Tal era el afán de escuchar la palabra presidencial.
Como todos los hombres de espíritu realmente elevado y de ingenio penetrante, don Rosendo escribía mejor que hablaba. Sin embargo, su palabra reposada tenía un sello de grandeza que en vano se buscaría en los oradores que le habían precedido.
– Señores (pausa), doy las gracias a todas las personas (pausa) que han acudido esta tarde (pausa) a la reunión que he tenido el honor de convocar (pausa mucho más larga durante la cual se suena con ruido). Tengo una verdadera satisfacción (pausa) en ver reunidos en este sitio a las personas más ilustradas de la villa (pausa) y a todos los que por uno o por otro concepto valen y significan algo.
(Bravo: muy bien, muy bien.)
Después de este exordio tan lisonjeramente acogido, manifestó el orador que lo que urgía en aquel momento era «levantar el nivel intelectual de Sarrió». Después añadió que su propósito al convocar este meeting no había sido otro que levantar este nivel. (Aplausos prolongados.) Para llevar a cabo tal empresa se consideraba sin fuerzas y méritos suficientes. (Si, si. Aplausos.) Pero contaba, creía contar al menos, con el auxilio poderoso de los muchos hombres de corazón y patriotismo, de inteligencia y de progreso que Sarrió encerraba. (Muestras de aprobación.) El medio que creía más eficaz para elevar a Sarrió a la altura que le correspondía, y hacerle rivalizar dignamente con otras villas, y aun ciudades marítimas de menos importancia, era la creación de un órgano que sostuviese sus intereses políticos, morales y materiales…
– Y, señores (pausa), aunque todavía no se hayan orillado todas las dificultades (pausa), tengo el gusto de manifestar a esta ilustrada Asamblea… (Atención, chis, chis. ¡Silencio!) que tal vez en el próximo mes de agosto… (¡Bravo, bravo! Ruidosos, frenéticos aplausos que interrumpen al orador por algunos momentos.) Que tal vez en el próximo mes de agosto (¡bravo, bravo! ¡silencio!) la villa de Sarrió contará con un periódico bisemanal. (Estrepitosos aplausos. Navarro arroja su sombrero de copa a la escena. Algunos otros espectadores siguen el ejemplo. Alvaro Peña y don Feliciano Gómez se ocupan en recogerlos y volverlos a sus dueños. La fisonomía de don Rosendo brilla con expresión augusta, y sus labios, al contraerse con una sonrisa feliz, dejan ver las dos filas simétricas de sus dientes, testimonio elocuente de los progresos odontálgicos.)
– A pesar de esas manifestaciones de cariño que agradezco hasta el fondo del alma (pausa) el orgullo no me ciega. La escasez de mis fuerzas (No, no), mi falta de ilustración (No, no: aplausos) hará que el órgano que funde no corresponda seguramente a las esperanzas del público. (Voces de varios sitios: ¡Si corresponderá! Tenemos confianza. Aplausos.) Pero si alguna vez (pausa) la falta de inteligencia puede ser suplida por la fe y el entusiasmo, será ciertamente ahora. Mi humilde pluma y mi modesta fortuna pertenecen al pueblo de Sarrió. (Muestras vehementes de aprobación.)
El nuevo periódico, según el orador, tenía «una gran misión que cumplir». Esta misión consistía en plantear las reformas, los progresos que la villa reclamaba. La necesidad de estas reformas y estos progresos «estaba en la conciencia de todo el mundo». El mercado cubierto se había hecho absolutamente indispensable. La carretera a Rodillero era el anhelo constante de ambos pueblos. En cuanto al macelo público don Rosendo se preguntaba con sorpresa cómo la villa podía consentir que existiese un foco de inmundicia como el actual, que era «un verdadero padrón de ignominia».
Gabino Maza había estado escuchando con marcado desdén y disgusto desde su butaca, a cuantos habían hecho uso de la palabra. Revolvíase como si el asiento tuviese pinchos. Le venían ganas atroces de gritar a los oradores: «¡Burros, pollinos!» como acostumbraba a hacer en el Saloncillo, o de fulminar contra ellos uno de esos sarcasmos feroces que levantan roncha. «Aquellas payasadas» le habían revuelto la bilis. No era milagro. Ya conocemos la gran virtud de segregación que el hígado del ex marino poseía. Respiraba con fuerza, sonreía sarcásticamente, rechinaba los dientes y escupía a menudo, mostrando de este modo su desaprobación a todo lo que se había dicho, lo que se estaba diciendo y lo que se había de decir. De vez en cuando, dejaba escapar algún ¡bah! o algún ¡pouh! o un ¡ta! y otras partículas no menos significativas. Por último, en mitad del discurso de don Rosendo, o porque nada pudiese oponer a su grave elocuencia, o porque el ruido de los aplausos le exacerbase de modo irresistible, es lo cierto que salió de la sala, y comenzó a dar paseos por delante de la puerta del teatro en un estado de agitación lamentable. A los pocos momentos, volvió a entrar y subió a la cazuela. Allí, oyendo a don Rosendo tocar el punto del matadero, pidió por favor a la plebe que le dejase paso. Una vez en las primeras filas, gritó reciamente:
– ¡Aquí no se juega trigo limpio!
Después, se retiró.
No sabemos en qué consiste; pero es lo cierto, que siempre que en una reunión se insinúa por alguno la idea más o menos gratuita de que allí no se juega trigo limpio, tal afirmación produce efectos desastrosos. Esto es tanto más extraordinario, cuanto que por regla general, en las asambleas nadie lleva trigo en los bolsillos, ni limpio ni sucio. Y si por casualidad alguno lo llevase, es bien seguro que no le pasaría siquiera por el pensamiento jugar con él.
Don Rosendo, al oir la frase, quedó repentinamente mudo y pálido. Un fuerte murmullo de sorpresa corrió por todo el ámbito del teatro. Algunos gritaron:– ¡Fuera!– Otros dijeron:– ¡Chis, chis!– Las miradas de todos, después de escrutar las alturas de la cazuela, se dirigieron a la presidencia. Don Rosendo turbado aún, y con voz algo enronquecida, dijo:
– Señores: Si con esas palabras se quiere manifestar que yo, al convocar esta reunión, he abrigado algún pensamiento bastardo, mi delicadeza no me permite continuar en este sitio, y me retiro…
– ¡No, no! ¡Que siga! ¡Viva el presidente!
– Yo estoy seguro, señores— dijo el orador visiblemente conmovido,– de que el individuo que ha gritado no es vecino de Sarrió, no ha nacido en Sarrió, ¡no puede ser de Sarrió!
Habiendo murmurado uno que el interruptor era de Nieva, se armó en el teatro terrible confusión y estruendo. Un grito formidable de:– ¡Mueran los mazaricos! ¡Viva Sarrió!– se eleva de todas partes. Hay que advertir que en Sarrió se llamaba a los habitantes de Nieva mazaricos a causa quizá del gran número de pájaros de este nombre que allí suele haber, mientras los de Sarrió eran llamados en Nieva pinzones, por la misma razón.
Sosegados al fin los ánimos, don Rosendo da las gracias y cede a las instancias del público.
– Antes de ocupar otra vez este sitial (el presidente se había retirado al fondo del escenario), debo manifestar que si ese papagayo… o mazarico (risas) pretende arrancarme una declaración acerca del problema del macelo público, no tengo inconveniente en hacerla, porque a mí no me duelen prendas. (Viva, curiosidad. No se oye una mosca volar.) Yo declaro solemnemente, señores, que el nuevo macelo, en mi concepto, no debe emplazarse en otro sitio que en la Escombrera. (Inmensa sensación.)
El orador termina con pocas palabras más su grandioso discurso, y levanta la sesión. Los espectadores salen del teatro medio asfixiados, tanto por las múltiples emociones que en poco tiempo habían experimentado, como por los treinta y ocho grados centígrados que había en el local.
IX.
historia de una lágrima
Esto pasaba en las altas esferas. En los dominios obscuros de la vida privada ocurrían al mismo tiempo algunos sucesos, que aunque no tan memorables, no dejaban de tener importancia para las personas que en ellos intervinieron.
Al día siguiente de la entrevista de Venturita y Gonzalo, que hemos narrado, éste no visitó la casa de su prometida. Permaneció en la suya, fingiéndose aquejado por un fuerte dolor de muelas. Tal fué al menos la noticia que llegó hasta Cecilia por conducto de Elvira, la doncella, que había visto al criado de don Melchor en la plaza. Al otro día, como no pareciese tampoco, la familia supuso que aun seguía el dolor. Nadie dudaba más que Venturita y Valentina. La bordadora huía de tropezar con la mirada de la niña. Quizá temería avergonzarla, quizá ella misma se sintiese avergonzada sin saber por qué. Venturita estaba tan risueña como siempre. Cecilia, a quien sólo se le conocía el mal humor en que hablaba menos, sacó de su cómoda un elixir dentrífico, copió una oración a Santa Polonia que le habían dado, y llamando con misterio a Elvira, le dijo toda ruborizada:
– Elvira, ¿quieres hacerme el favor de llevar este frasco y este papel al señorito Gonzalo?
– ¿Ahora mismo?
– Cuando puedas… Si ahora no tienes que hacer… Quisiera que no se enterasen…
– Descuide usted, señorita— respondió la morenita pálida sonriendo con amabilidad;– nadie sabrá una palabra. Su mamá me va a mandar por almidón, y a la vuelta, ¡zas! me encajo allá.
Al recibir Gonzalo el recado, sintióse acometido de punzantes remordimientos. Comenzó a pasear agitadamente por su cuarto. Tres o cuatro veces estuvo a punto de tomar el sombrero y plantarse en casa de Belinchón, y dejar que las cosas siguiesen como habían comenzado. Los sentimientos honrados, bondadosos y compasivos que en su corazón existían; la voz de la razón que abogaba en defensa de Cecilia; el ángel, en una palabra, que todo hombre lleva dentro de sí, le incitaba para que lo hiciese. La imagen gentil y graciosa de Venturita, presente al recuerdo; el fuego de sus ojos que aun le relampagueaba por el alma; el dulce contacto voluptuoso de sus cabellos de oro; el demonio, en fin, le retenía. Gonzalo era un hombre sano de cuerpo, de músculos poderosos, rico de sangre, pero muy pobre de voluntad. Los diablos temen más a los temperamentos exhaustos que a los opulentos como el suyo. La batalla que el demonio y el ángel libraron, no duró mucho tiempo. Vino a decidirla, en favor del primero un billetito de Ventura que Generosa, la otra doncella de la casa, le trajo. Decía así: No te impacientes. Hoy hablaré a mamá. Ten confianza en tu— Ventura.
La mirada de la doncella al entregárselo, donde creyó advertir a pesar de la sonrisa una tácita censura, le turbó un poco. Despidióla con larga propina. Al abrir después con mano trémula la carta, percibió el perfume de sándalo que Venturita usaba. Ofrecióse súbito a su imaginación la imagen hermosa provocativa de la niña, y removió las últimas fibras que en su ser aun no habían vibrado. Acercóla a los labios, y embriagado y palpitante de deseo, la besó con frenesí repetidas veces.
¡Pobre Cecilia! Tomaba el primer pedazo de papel que le venía a la mano, y sin cuidarse de guardarlo entre esencias, escribía a su novio con lápiz la mayoría de las veces. ¡Si las mujeres supiesen la importancia de estos miserables pormenores!
Venturita había dado vueltas todo el día alrededor de su madre, esperando ocasión de hablarla sin testigos. A la hora del crepúsculo, cuando las costureras se fueron, madre e hija quedaron al fin solas. Cecilia se había retirado a su cuarto dominada por la tristeza que había disimulado con trabajo durante el día. Doña Paula estaba sentada en una butaca con los ojos clavados en el balcón, recogiendo los últimos rayos de la luz moribunda, en actitud melancólica y reflexiva, poco frecuente en ella. Parecía presentir el disgusto que se cernía sobre su cabeza. Venturita colocaba los bastidores en un rincón y los tapaba con un lienzo, arreglaba las sillas y arrastraba la cesta de la costura a un lado para que no estorbase.
– Avisa que traigan luz— dijo doña Paula.
– ¿Para qué?– respondió la niña sentándose en una silla baja a su lado.– Ya está todo arreglado.
Su madre volvió a entornar los ojos hacia el balcón y quedó en la misma actitud melancólica. Al cabo de unos momentos de silencio, Venturita tomó su mano y la llevó con ternura a los labios. Doña Paula volvió la cabeza con sorpresa. Pocas veces, por no decir nunca, su hija menor le había dado este beso respetuoso. Sonrió con dulzura y tomándole la barba entre los dedos, le dijo:
– ¿Estás contenta con el vestido?
– Si, mamá.
– Te hace un cuerpo muy bonito. En cuanto le toquen un poco en el pecho, quedará que ni pintado.
La niña calló. Alzando los ojos al cabo de un instante le dijo, esforzándose en dar a su voz una inflexión segura:
– Dime, mamá, ¿qué opinas de la retirada de Gonzalo?
– ¡La retirada de Gonzalo!– exclamó la señora volviendo con asombro la cabeza.– ¿Qué quieres decir, criatura?
– Sí, la retirada, porque a mí me consta que no está enfermo. Ayer estuvo toda la noche jugando al billar en el café de la Marina.
– ¡Bah, bah! ¿Tienes ganas de reir?
– No me río, mamá, hablo en serio.
– ¿Y quién te ha dicho a ti eso?
– Lo sé por Nieves, que se lo dijo su hermano.
– Puede que le haya aliviado el dolor por la noche y saliese a esparcirse un poco.
– Y entonces, ¿por qué no ha venido hoy?
– Porque le habrá vuelto otra vez.
– No lo creas, mamá… Ten la seguridad de que Gonzalo no quiere a Cecilia.
– ¿Sabes lo que estás diciendo, necia? Hazme el favor de callarte, antes que me enfade.
– Me callaré; pero las pruebas de cariño que está dando no son grandes.
– ¡Tendría que ver eso!– dijo la señora volviéndose airada.– Si Gonzalo es mucho, Cecilia es más… A mi hija no la desprecia ni Gonzalo ni el Príncipe de Asturias, ¿sabes?… Me enteraré de lo que acabas de decir, y si resulta cierto, ya tomaré yo mis medidas.
Doña Paula era de natural bondadoso y tierno, amiga de los pobres y generosa; pero tenía la altivez irreflexiva y la susceptibilidad exagerada de las artesanas de Sarrió.
– No, mamá, no se trata de eso. ¿Quién te ha dicho que Gonzalo desprecia a Cecilia?
– Tú misma. ¿Por qué no la quiere entonces?
Venturita se detuvo un instante, y respondió con firmeza:
– Porque me quiere a mí.
– Vamos— dijo la señora sonriendo.– Ya debí comprender desde el principio que era todo una broma.
– No es broma, es la pura verdad… Y si quieres convencerte, entérate…
Sacó al mismo tiempo del pecho una carta que llevaba a prevención, y se la alargó.
Doña Paula se puso en pie vivamente, y gritó:
– ¡Pronto!… ¡Una luz, pronto!
Venturita tomó una caja de cerillas que había sobre el costurero, y encendió una.
Madre e hija estaban pálidas. Aquélla arrimó la carta a la luz. En cuanto leyó unos cuantos renglones, se dejó caer en la butaca, y clavando los ojos con expresión dolorosa en su hija, le dijo:
– Ventura, ¿qué has hecho?
– ¿Yo? Nada— respondió la niña tirando al suelo la cerilla que tocaba a su fin.
– ¿Nada te parece, loca, impedir el matrimonio de tu hermana, engañarla miserablemente, dar un escándalo en la villa como nunca se habrá visto?
– Yo no he hecho nada de eso. El fué quien se me declaró. ¿Es pecado dejarse querer?
– En esta ocasión, sí— replicó con severidad la señora.– A la primera señal debiste advertirme. Consentir que te hablase de otro modo que como una hermana, era hacer traición a tu hermana y hacerte a ti muy poco favor.
– Pues ya está— replicó la niña en tono desdeñoso.
– Pues no estará— replicó doña Paula con enojo y levantándose.– ¿Qué te has propuesto, vamos, di?… Mejor dicho, ¿qué os habéis propuesto?
– Debes suponerlo.
– Casaros, ¿verdad?– preguntó en tono sarcástico.
– ¡Qué equivocada estás!… El matrimonio de tu hermana quedará deshecho… Desde ahora mismo lo doy por deshecho… ¡pero lo que es tú, bien libre estás de casarte con Gonzalo… ni de que éste ponga siquiera los pies más en casa…! En primer lugar, tú eres una mocosa que debieras estar jugando con las muñecas y recibiendo azotes… y aunque no lo fueras, ni tu padre ni yo podíamos consentir que te casaras con un hombre que ha engañado miserablemente a tu hermana y nos ha engañado a todos… Lo menos que diría la gente es que estamos muertos por hacerle nuestro yerno. ¡Que se te quite, niña!
– Pues que quieras o no quieras— dijo Venturita retrocediendo de espalda hacia la puerta,– me casaré.
Doña Paula quiso castigar la insolencia; pero la niña salió precipitadamente, sujetó la puerta, y entreabriéndola después, dijo con acento rabioso:
– ¡Me casaré! ¡me casaré! ¡me casaré!
Al día siguiente, Gonzalo recibió una carta de ella, que decía: «Ayer hablé con mamá. Se ha enfadado mucho. Hoy hablaré otra vez, y espero que cederá. Ten confianza.»
Y en efecto, aquella misma mañana madre e hija volvían a tener habla en el cuarto de la última. Fué larga, y no sabemos lo que en ella pasó. Doña Paula salió al cabo de una hora con los ojos enrojecidos de llorar, llevándose la mano al corazón, del cual padecía a menudo, en dirección a su cuarto, y se acostó. Ventura salió en pos de ella, serena; pero pálida. Llamó a Generosa, su confidente, y le dió un recado para Gonzalo. Este, a las nueve de la noche, se paseaba por delante de la casa de Belinchón. Pocos minutos después, Venturita abría la ventana del escritorio, que estaba en la planta baja y tenía rejas.
– Ya está todo arreglado— dijo en voz de falsete luego que el joven se hubo acercado.
– ¿Cómo? ¿De veras?– preguntó éste con alegría.
– ¡Oh, buen trabajo me ha costado! Estaba furiosa.
– ¿Y tu papá?
– Papá aún no sabe nada; pero cederá también… ¡Vaya si cederá!… La receta no puede ser más eficaz.
– ¿Qué receta?
– La que he empleado… La cosa se había puesto tan fea, que ya estaba resuelto que tú no volvieras más a casa. A mí me mandaba a Tejada en castigo. Ni súplicas ni razones valían de nada. Estaba loca de ira. Te llamaba infame y traidor. A mí, ¡figúrate cómo me pondría!… Entonces no tuve más remedio que apelar al último recurso… por más que sea un poco fuerte— añadió en voz más baja y alterada.
– ¿Qué recurso?– preguntó Gonzalo con curiosidad.
Venturita guardó silencio algunos momentos. Al cabo respondió avergonzada:
– Le dije… le dije que tú y yo no podíamos menos de casarnos ya.
– ¿Pues?
– Pues… pues… adivínalo— dijo la niña con impaciencia.
En efecto, Gonzalo adivinó y experimentó una impresión de repugnancia y temor. Calló obstinadamente por algún tiempo. Venturita le preguntó al fin:
– ¿Te ha parecido mal?
– Sí— respondió secamente.
– Pues dispensa, chico… Mañana le diré que todo ha sido una mentira… y hemos concluído.
– Nada se adelanta ya. Lo que me parece mal no es el resultado, como debes comprender, sino que haya salido eso de ti.
– Más pierdo yo que tú.
– ¡Por lo mismo lo siento!
– Bien, pues dale expresiones— replicó desabridamente levantándose del alféizar de la ventana, donde estaba sentada.
Gonzalo alargó la mano por entre las rejas, y la retuvo por el vestido.
– Espera.
La tela crujió.
– Ya me has roto el vestido, ¿lo ves?
– Si no te disparases tan pronto…
Y logrando cogerla por un brazo, la obligó a sentarse.
– ¡Qué barbaridad!– exclamó la niña riendo.– Así deben hacerse el amor los osos.
– ¿Me quieres?– preguntó Gonzalo riendo también.
– No.
– Sí.
– No.
– Dame la mano de amigo.
La niña le alargó su blanca y primorosa mano, y el hercúleo mancebo la besó con pasión repetidas veces.
– Hasta mañana. Ya te daré noticias de lo que ocurra— dijo levantándose otra vez.
Gonzalo se alejó. A los cuatro pasos se le ocurrió que las noticias tenían que ser referentes al modo como Cecilia recibía la de su desleal conducta, y su frente se arrugó de nuevo con expresión dolorosa.
A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró en la plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hasta la punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellas centelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de la bahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastante claridad del fondo azul obscuro. Aún no había sonado el grito de «apafogones», y se notaban en ellos algunas luces y algún movimiento. Los marineros, recostados sobre la obra muerta, departían antes de retirarse al camarote. De vez en cuando, mirando hacia un gran vapor inglés anclado en el medio, gritaba uno: «All right» exagerando la pronunciación: «all right», contestaban de un patache. El grito se iba repitiendo en todas las goletas, pataches y quechemarines. Era la broma que gastaban con los ingleses que allí arribaban. Pero el gran vapor se mantenía silencioso, cabeceando flemáticamente con ese desprecio tan profundo que nadie mejor que un hijo de Albión sabe afectar.