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Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 8

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– Déjame discurrir esta noche— respondió el centauro poniéndose muy sombrío.– Ya veremos si mañana hallamos algún medio.

Los dos amigos bajaron la voz, y se enfrascaron en una conversación viva y reservada.

Gonzalo estaba inquieto. No hacía más que echar miradas a la puerta, esperando a cada instante ver entrar a Venturita. Transcurría, no obstante, el tiempo, y nada; la niña no parecía. La distracción aumentaba de tal modo, que Cecilia tuvo que repetirle tres veces la misma pregunta:

– ¿Que tienes? Parece que estás con el pensamiento en otra parte.

– En efecto— dijo él un poco colorado;– me acuerdo de que hoy tengo que escribir a Londres para un negocio urgente… Además, ya son cerca de las seis.

Despidióse de ella, después de doña Paulina y la tertulia, y se fué.

Una vez en los pasillos, acortó el paso, y comenzó a mirar a todos lados, sin lograr ver lo que deseaba. Triste y cabizbajo descendió lentamente por las escaleras. Ya se disponía a levantar el pestillo de la puerta, cuando creyó advertir que la cuerda con que la abrían desde arriba se agitaba. Quedóse un momento inmóvil. Tornó a llevar la mano al pestillo, y otra vez percibió la sacudida. Entonces volvió sobre sus pasos, y asomó la cabeza a la caja de la escalera. Allá arriba, una cabecita hermosa le sonreía.

– ¿Eres tú?– preguntó con voz de falsete, rebosando de gozo el semblante.

– Sí, soy yo— contestó Venturita en el mismo tono.

– ¿Quieres que suba?

– No— respondió la niña de un modo que significaba:– ¡Eso no se pregunta, hombre!

Gonzalo subió la escalera sobre la punta de los pies.

– Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo— dijo Venturita tomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta el comedor.

Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano.

– Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica!– le dijo sonriendo.

El semblante de Venturita se obscureció.

– Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.

– Pero hazte cargo que es tu mamá la que te ha reprendido— repuso él sin dejar de sonreir.

– ¿Y qué?– exclamó ella con violencia.– ¿Porque es mi madre me ha de mortificar a todas horas y en todos los momentos?… ¡Si cree que yo lo voy a sufrir, está bien equivocada! ¡Anda, que la sufra ese mastuerzo, que para eso le saca los cuartos!… Aquí ya no hay mimos más que para él… Mira, Gonzalo, si quieres que seamos amigos, no me toques más esa tecla.

Y al decir esto con rabiosa entonación, pintada la ira en los ojos, dió una fuerte sacudida a la mano para soltarla. Pero Gonzalo no lo consintió, y besándosela varias veces con pasión, le dijo riendo:

– Chica, chica, no te dispares contra mí, que yo no tengo la culpa de nada… Si a mí me gustas precisamente por ser tan viva y tan rabiosilla. No me hacen gracia las mujeres de pastaflora.

– Es porque tú lo eres— respondió ella aplacándosela varias veces con pasión, le dijo riendo:

– No lo creas; no soy de tan buena pasta como te figuras… Cuando me enfado, es de veras…

– ¡Bah… allá una vez; cada año!

– Además… por lo mismo que yo soy así, debieran gustarme las mujeres suaves y tranquilas.

– Estás equivocado; siempre se busca lo contrario. A las rubias les gustan los morenos, a los flacos las gordas, a los altos las chiquitas… ¿No te gusto yo a ti siendo tan alto y yo tan pequeña?

– No sólo es por eso— dijo él riendo y atrayéndola hacia sí.

– ¿Por qué más?– preguntó ella clavándole una mirada provocativa.

– No sé. ¿Quieres que te regale el oído?

– ¿Por qué más?– insistió sin dejar de mirarle.

– Por lo feísima que eres.

– Gracias— respondió con el rostro iluminado por la vanidad.

– No la hay más fea que tú en Sarrió ni en el mundo entero.

– Algunas más feas habrás visto por esos países donde has andado.

– Te aseguro que no.

– ¡Virgen del Amparo! Debo ser un monstruo— exclamó riendo y aceptando la hiperbólica lisonja que iba envuelta en aquellas palabras.

– ¡Alguien viene!– dijo Gonzalo quedándose inmóvil y serio.

Venturita avanzó hasta la puerta.

– Es la cocinera que pasa— dijo volviendo en seguida.

– Me parece que estamos mal aquí. Pudiera entrar tu mamá o cualquiera de las chicas… o Cecilia (añadió en voz más baja). ¿Y qué disculpa doy?

– Cualquiera; eso es lo de menos… Pero, en fin, si no estás tranquilo, podemos ir a otra parte. Vamos al salón.

– Vamos.

– No, tú quédate aquí un momento; yo iré delante.

Pero deteniéndose a la puerta y volviendo sobre sus pasos, le dijo:

– Si me dieses palabra de ser formal, te llevaría a mi cuarto.

– Palabra redonda— respondió el joven alegremente.

– ¿Nada de besitos?

– Nada.

– Júralo.

– Lo juro.

– Bien, quédate ahí un instante, y después vienes en puntillas, ¿sabes? Hasta ahora.

– Hasta ahora— dijo Gonzalo apoderándose de una de sus manos y besándola.

– ¿Lo ves?– exclamó ella fingiendo enojo,– antes de ir, ya comienzas a faltar…

– Yo creí que las manos no entraban en el juramento.

– ¡Entra todo!– dijo ella con severidad en la voz y la sonrisa en los ojos.

A los dos minutos el joven la siguió. Halló la puerta del cuarto entornada, y entró. La habitación de Venturita, era como su dueña, pequeñita y linda, amueblada con lujo. La cama de palo santo con pabellón de brocatel de seda, cubierta por una colcha de damasco azul, un armarito de ébano con incrustaciones de marfil, que servía de escritorio al abrirse, una butaca confidente de raso azul, un tocador con espejo, forrado también de raso al igual que las paredes, un armario de espejo, de palo santo como la cama, y algunas sillas doradas. La habitación exhalaba un perfume penetrante como el camarín de una odalisca.

– ¡Oh! Esto está mejor que el cuarto de Cecilia.

– ¿Cuándo lo has visto?

– Hace pocos días me lo ha enseñado. Las paredes desnudas con unos cuadritos bastante malos; la cama sin cortinas; una cómoda vulgar…

– Pues si no lo tiene como yo, es porque no quiere… Verdad que he tenido que andar detrás de papá una temporada para que me lo pusiera de este modo… Pero mi hermana es así… como Dios la crió… No le importa por nada… Todo le gusta a lo aldeano, ¿sabes?

– En este cuartito hay mucho gusto… y mucha coquetería. De esta cualidad, no puedes prescindir en ninguna de tus cosas.

– ¿De dónde sacas que soy coqueta, tonto?– le preguntó ella volviendo a mirarle de aquel modo provocativo de antes.

– Lo eres, y haces bien en serlo. La coquetería, cuando no es excesiva, da más atractivo a la hermosura, como las especias dan sabor a los alimentos.

– ¡Ya salió a relucir el gastrónomo!… Pues mira, aunque la coquetería dé atractivo o sabor, o lo que quieras, yo no soy coqueta… Tú menos que nadie tienes derecho a decirlo… Digo… ¡me parece!…

– Es verdad; tienes razón, tienes muchísima razón. Yo no puedo llamarte coqueta… Pero la coquetería de que yo hablaba es de otra clase.

– Hazme el favor de sentarte, porque ya has crecido bastante, según creo… y déjate de sutilezas.

Gonzalo se dejó caer en la butaca que la niña le señalaba, dominado por sus ojos brillantes y maliciosos. Desde que había entrado en aquel cuarto sentía un gozo íntimo, mitad corporal, mitad espiritual que le embargaba a la vez los sentidos y el alma. El perfume que respiraba se le subía a la cabeza. La mirada magnética de Venturita había concluído por electrizarle.

– Has hecho mal en traerme a tu cuarto— dijo sonriendo mientras se pasaba el pañuelo por la frente.

– ¿Pues?– preguntó ella abriendo y cerrando varias veces los ojos, como esos relámpagos que se advierten a la caída de la tarde en los días muy calurosos del verano.

– Porque me siento mal— respondió él con la misma sonrisa.

– ¿Te sientes mal, de veras?– replicó la niña abriendo mucho sus ojos azules sin conseguir que pareciesen inocentes.

– Un poco.

– ¿Quieres que avise?

– No; si lo que me hace daño son tus ojos.

– ¡Ah, vamos!– exclamó ella riendo como si cayese entonces en la cuenta.– ¡Entonces los cerraré!

– ¡Oh, no; no los cierres, por Dios! Si los cerrases, me pondría mucho peor.

– Entonces me iré— dijo levantándose de la silla.

– ¡Eso sería matarme, niña mía! ¿Sabes por qué me pongo enfermo? por no poder besar esos ojos que me asesinan.

– ¡Jesús!– exclamó Venturita soltando la carcajada.– ¡Qué fuerte te da! ¡Siento no poder curarte!

– ¿Permitirás que me muera?

– Si.

– ¡Gracias! Déjame besar tus cabellos entonces…

– No.

– Tus manos.

– Tampoco.

– Déjame besar cualquier cosa tuya… ¡Mira que me haces mucho daño!

– Besa ese guante— dijo la niña riendo y tirándole uno que había sobre el tocador.

Gonzalo se apoderó de él, y lo besó con frenesí repetidas veces.

Al lector que en su fuero interno haya diputado ya a Gonzalo por hombre desleal y pérfido, o por lo menos débil, declarándole quizá «un carácter repugnante», como dicen los críticos cuando los personajes de las novelas no son todo lo heroicos y talentudos que ellos quisieran, pusiérale yo en aquel nido pequeño y perfumado como el cáliz de una magnolia, frente a la niña menor de los señores de Belinchón, vestida con peinador de cintas azules que dejaban ver una buena parte de su garganta amasada con rosas y leche, recibiendo en el rostro los relámpagos azulados de sus ojos, y escuchando una voz grave y pastosa que removía todas las fibras del alma. Y si la niña le tirase un guante diciéndole:

– Bésalo,– quisiera ver en qué forma se negaba a besarlo.

– ¿Te vas calmando, Gonzalo?– dijo disparándole una sonrisa capaz de volver loco a San Antonio.

– Así, así.

– Bueno, pues ahora hablemos en serio… hablemos de nuestra situación…

Gonzalo se puso serio.

– A pesar de lo que me has dicho hace ya tres días, no he sabido, hasta ahora, que hayas hablado con mamá o con papá, ni que les hayas escrito… Por el contrario, no sólo dejas el tiempo correr, con lo cual cada vez empeoran las cosas, sino que te veo más atento y cariñoso que nunca con Cecilia…

Gonzalo hizo un gesto negativo.

– ¡Si te he visto hace un momento desde el cuarto de Pablo por el agujero de la llave!… A mí no se me escapa nada… Eso está muy mal hecho si es que no la quieres… Y si la quieres está muy mal hecho lo que haces conmigo…

– ¿No estás bien segura aún de que tú sola posees mi corazón?– dijo el joven levantando sus ojos apasionados hacia ella.

– No.

– ¡Pues sí, sí; mil veces sí!… Pero yo no puedo estar al lado de Cecilia desabrido o indiferente… Eso es muy feo… Prefiero decírselo claramente y concluir de una vez.

– Pues díselo.

– … No me atrevo.

– Pues no se lo digas, y concluyamos tú y yo… Mejor será— replicó la niña con impaciencia.

– ¡No hables, por Dios, así, Ventura! Se me figura que no me quieres. Debes comprender que mi posición es extraña, comprometida, terrible. Estar en vísperas de casarse con una joven excelente, y sin mediar disgusto alguno, sin antecedentes de ningún género que puedan tenerla prevenida, decirle de pronto: «Todo se acabó, ya no me caso contigo porque no te quiero ni nunca te he querido», es lo más brutal y más odioso que se haya visto jamás… Por otra parte, yo no sé cómo tomarían mi conducta tus papas. Lo más probable es que, indignados justamente por ella, me recriminasen duramente y me prohibiesen la entrada en esta casa…

– Bien, cásate con ella… ¡y en paz!– dijo Venturita poniéndose en pie un poco pálida.

– ¡Eso nunca! O me caso contigo, o con nadie.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– No sé— replicó el joven bajando la cabeza con tristeza.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

Al cabo Venturita dijo, dándose con la palma de la mano en la cabeza:

– ¡Discurre, hombre, discurre!

– Ya lo hago, pero no sale…

– ¡No sirves para nada!… Vamos, vete, y déjalo a mi cargo. Yo hablaré a mamá… Pero es necesario que escribas una carta a Cecilia…

– ¡Oh, por Dios, Ventura!– exclamó angustiado.

– Entonces, ¿qué quieres, di?– preguntó la niña encolerizada.– ¿Crees que voy a servir de juguete?

– ¡Si pudiéramos pasar sin esa carta!– manifestó Gonzalo con humildad.– Tú no puedes figurarte lo violento que es para mí… ¿No bastaría que dejase de venir unos cuantos días a esta casa?

– Sí, sí; vete… ¡y no vuelvas!– respondió, dando un paso hacia la puerta.

Pero el joven la retuvo por una de las trenzas de sus cabellos.

– Vamos, no te enfades, hermosa. Bien sabes que me tienes dominado, fascinado, y que a la postre haré cuanto tú me mandes, incluso arrojarme al mar. No hacía más que expresarte una opinión… Si tú no quieres, nada de lo dicho… Trataba solamente de evitar a Cecilia un disgusto.

– ¡Presuntuoso!– exclamó la niña sin volverse.– ¿A que te figuras que Cecilia se va morir de pena?

– Si no se disgusta, mejor que mejor; así me evitaré un remordimiento.

– Cecilia es fría; ni quiere mucho, ni odia mucho tampoco. Es muy buena; no conoce el egoísmo. Pero siempre la encontrarás igual, ni alegre ni triste; incapaz de tomarse un disgusto por nada ni por nadie… Al menos, si se los toma, nadie lo conoce… ¿Qué haces?– añadió volviéndose rápidamente.

– Estaba desatando los lazos de las trenzas… Quería ver otra vez tus cabellos sueltos. No hay espectáculo que me cause más placer.

– ¡Si es capricho, yo las desataré!… Aguarda— dijo la niña, que estaba orgullosa, y con razón, de su pelo.

– ¡Oh, qué hermosura! ¡Esto es un prodigio de la naturaleza!– exclamó Gonzalo, introduciendo en él sus dedos.– Déjame, déjame meter la cabeza dentro, déjame bañarme en este río de oro.

Y ocultó, al decir esto, su rostro en la cabellera blonda de la niña.

Mas sucedió que, pocos momentos antes, como sonasen en el reloj las siete de la tarde, las costureras y bordadoras dejaron su obra, y se dispusieron a retirarse. Antes de hacerlo, Valentina fué comisionada por doña Paula para ir al cuarto de Venturita, y traer de allá unos patrones que debían de estar sobre el armario-escritorio. Llegó, y empujó la puerta en el instante crítico en que Gonzalo se estaba bañando de aquella original manera. Al sentir el ruido, éste se levantó de un brinco y quedó, más pálido que la cera. Valentina se puso encarnada hasta las orejas, y dijo balbuceando:

– Mamá quiere los patrones… los del otro día… Deben de estar sobre el armario.

– No están sobre el armario, sino dentro— respondió Venturita, sin inmutarse poco ni mucho.

Y dirigiéndose a él, y abriendo un tirador, sacó un lío de papeles y se lo entregó.

– Aguarda un poco, Valentina— dijo antes que saliese.– Hazme el favor de atarme el pelo, que yo no puedo por este dedo malo…

Y enseñó uno, por donde manaba sangre. Al ir por los patrones se lo había pinchado.

Valentina, muy turbada todavía, comenzó a atárselo.

– Me tiraba mucho, y, al desatarlo, me pinché con el alfiler que sujeta la cinta de arriba… El pobre Gonzalo no se arreglaba muy bien para atármelo, ¿verdad?– añadió riendo.

– ¡Oh, no!– replicó el joven con forzada sonrisa, pasmado de aquella sangre fría.

La disculpa, aunque bien urdida, no coló. Valentina estaba bien segura de lo que había visto.

– ¿Crees que se habrá tragado lo del pinchazo?– preguntó Gonzalo con ansiedad luego que hubo salido.

– Tal vez no; pero no hay cuidado con ella. Es la más reservada de todas.

Valentina fué a entregar los patrones a la señora y se despidió hasta el día siguiente. Al cruzar por el pasillo oyó claramente el rumor de un beso. Miró hacia el cuarto obscuro que allí había, y creyó percibir los cuadros blancos y negros del vestido de Nieves.

– ¡Alza! ¡Esto está que arde!– murmuró con aquel ceño saladísimo que tanto la caracterizaba.

Bajó la escalera y salió a la calle, donde ya la esperaba su Cosme para acompañarla hasta casa.

VIII.
de la reunión que los proceres de sarrió celebraron en el teatro con asistencia del cuarto estado

El día 9 de junio de 1860, debe señalarse con caracteres de oro en los fastos de la villa de Sarrió.

Para ese día, socorrido de Alvaro Peña y de su hijo Pablo, don Rosendo Belinchón había rogado por medio de atento B.L.M. a sus convecinos que concurriesen por la tarde al local del teatro. Se trataría un asunto de «vital (por nada en el mundo se le escaparía a don Rosendo el vital) interés para la villa de Sarrió y su concejo». Sólo cuatro o cinco personas de las más obligadas al comerciante, conocían el noble y patriótico pensamiento que motivaba la convocatoria. Así que, arrastrados de la curiosidad, tanto como de la cortesía, acudieron a las tres en punto todos los convocados y muchos más a quienes nadie había dado vela en aquel entierro. El teatro se llenó de bote en bote. La gente principal se apoderó de las butacas y los palcos. La plebe subió a la cazuela. En el escenario se había colocado una mesa de escribir vieja y sucia. A entrambos lados de ella hasta media docena de sillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de «sala probremente amueblada».

El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto. Estaban casi en tinieblas. Sólo por un tragaluz de vidrios empolvados abierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro, penetraba escasísima claridad. A fuerza de tiempo, acostumbrados los ojos a la obscuridad, podían distinguirse los unos a los otros. El que entraba, iba despacio por el pasillo de las butacas para no tropezar, palpando los cráneos de los que las ocupaban, por ver si había alguna vacante.

– Aquí no, don Rufo.

– ¿No hay asiento?– preguntaba sonriendo al vacío como los ciegos.

– No; suba usted arriba, a los palcos.

– Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí— gritaba uno que estaba más adelante.

– ¿Eres tú, Cipriano?

Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Alguno más práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de la cazuela:

– ¡Eh! ¡eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las noches a casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.

Don Juan se apresuraba a apagarla para librarse de aquellos insultos que hacían prorrumpir en carcajadas al ocioso público.

A medida que el tiempo transcurría, el zumbido de las conversaciones iba creciendo hasta hacerse insoportable. Los salvajes de la cazuela expresaban su impaciencia con patadas, gritos y baladres. Cambiaban unos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más que obscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras.

Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don Rosendo Belinchón, Alvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda, propietario y fabricante de sidra espumosa. Los cuatro se despojaron de los sombreros al pisar el palco escénico. Prodújose repentinamente el silencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrieron también. La mayor parte, prevalidos de la obscuridad y cediendo al instinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieron cubiertos. Don Rosendo y sus compañeros sonrieron al concurso, avergonzados. Para librarse del embarazo y temor que sentían, comenzaron a hablar con los espectadores de las primeras filas, a quienes podían divisar. Alvaro Peña, algo más atrevido, en razón quizá de su carácter militar y de su instrucción antirreligiosa, avanzó hasta la cáscara del apuntador, y dando a sus palabras una entonación excesivamente familiar, sonriendo sin gana como las bailarinas, dijo:

– Señores, tanto mis compañeros como yo desearíamos ¿eh?, que subiesen a este sitio algunas pejsonas de jespeto ¿eh?, que habrá en el público, a fin de que nos ayuden con su autoridad ¿eh?, y con su ilustración… a fin de que nos ayuden ¿eh? (no encontraba el final) en la empresa que vamos a emprendej…

El ayudante de marina pronunciaba las erres con la garganta, produciendo un sonido muy semejante a la jota.

Hubo un murmullo en la asamblea de asentimiento y simpatía por la modestia que resaltaba en aquella proposición.

– ¿No está por ahí don Pedro Miranda?– preguntó Peña, sereno ya, volviendo a adquirir la resolución militar que le caracterizaba.

– Aquí está… Aquí— dijeron varias voces.

– Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj… Don Pedro se defendía de los que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo:

– Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto?… Hay otras personas…

No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca del escenario. Una vez allí, como no hubiese tabla ni escalera para subir, entre Peña y don Feliciano Gómez, lo auparon por las manos hasta ponerlo sobre el tablado.

– A ver, don Rufo, suba usted.

Don Rufo (médico titular de la villa), después de haberse defendido un poco, fué subido en vilo también. Y por el mismo sencillo mecanismo pasaron al escenario otros cinco o seis señores. Cada ascensión era saludada con una salva de aplausos y un murmullo de complacencia por el benévolo concurso. El ayudante vió a Gabino Maza sentado en una butaca cerca de la pared, y le gritó con alegría:

– ¡Gabino, no te había visto!… Vamos, hombre, ven acá.

– Estoy bien aquí— respondió con sequedad el bilioso ex oficial de la Armada.

– ¿Quieres que baje por ti?

Maza contestó en voz baja:

– No hace falta.

Los que estaban a su lado hicieron lo que con los demás.

– Vaya, don Gabino, arriba. No sea usted perezoso. Hombres como usted son los que deben estar allí. ¡No faltaba más que usted no subiese!

Y trataban al mismo tiempo de levantarle. Mas fueron inútiles todas las instancias. Maza se empeñó en permanecer en la butaca con una insistencia orgullosa que acobardó a los que le excitaban a subir. Alvaro Peña bajó entonces por él; pero después de una brega larga tuvo que retirarse desairado.

Ya que estuvo casi lleno el escenario, se trajeron más sillas recabadas de los chiribitiles de los cómicos. Se acomodaron en ellas los más selectos vecinos de Sarrió, y celebraron conciliábulo para resolver quién había de presidir la reunión. Por cierto que no acababan de entenderse, y el público daba señales claras de impaciencia. La mayor parte juzgaba que a don Rosendo correspondía la honra de sentarse detrás de la mesa de pino; pero éste la rehusaba con una modestia que le honraba muchísimo más. Al fin se sentó al observar que el público se iba cansando. Este aplaudió reciamente.

Nueva y fastidiosa dilación antes de resolverse quién había de dirigir la palabra al concurso. Alvaro Peña, que era hombre despachado y de arranque, se decidió a dar unos pasos hacia la boca del telón, y dijo en voz alta:

– Señores.

– ¡Chis, chis! ¡Silencio!– gritaron algunos.

Y reinó el silencio.

– Señores: El motivo de celebrajse este meeting (sorpresa y extraordinaria complacencia del concurso al escuchar la palabreja exótica) no es otro ¿eh?, que el de unirnos todos para fomentaj los intereses morales y materiales de Sajió. Hace algunos días me indicaba nuestro dignísimo presidente que estos intereses se hallaban abandonados, ¿eh?, y que era necesario a todo trance fomentajlos. Señores, en Sajió hay varios problemas que jesolvej en este momento histórico; el problema del mejcado cubiejto, ¿eh?, el problema del cementerio, el problema de la cajetera a Rodillero, el problema del matadero y otros. Yo le dije a mi querido amigo, el dignísimo presidente: El único medio ¿eh?, de jesolvej estos problemas es celebraj un meeting donde todos los sajienses puedan emitij libremente su opinión…

– ¿Eh?– gritó un socarrón desde la cazuela.

Peña alzó los ojos furibundos hacia allá. Y como era hombre a quien se le suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, el socarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar.

– Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, me dijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?, tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público. En consecuencia de esto hemos convocado a los vecinos de Sajió para una jeunión pública, y aquí estamos… porque hemos venido. (Este desenfado produce excelente efecto en el auditorio, que ríe con benevolencia).

– Señores— siguió el ayudante animado por los rumores,– yo creo que lo que le hace falta a este pueblo es despertaj del letajgo en que yace, ¿eh?, vivij de la vida de la razón y del progreso, ¿eh?, ponerse a la altura de los adelantos del siglo, ¿eh?, tenej conciencia de sí y de sus fuejzas. Hasta ahora, Sajió ha sido un pueblo dominado por la teocracia; mucha novena, mucho sermón, mucho rosario, y no pensaj para nada en el fomento de sus intereses, ni en aprender nada útil. Es necesario salij cuanto más antes de esta situación, ¿eh? Es necesario sacudij el yugo teocrático. Un pueblo dominado por los curas, es siempre un pueblo atrasado… y sucio. (Risas y aplausos, entre los cuales se oye tal cual chicheo.)

El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto se trataba de denigrar al clero.

– Pido la palabra— gritó una voz atiplada desde un palco.

– ¿Quién es? ¿Quién es?– se preguntaron unos a otros los espectadores y los altos dignatarios del escenario.

– Es el hijo del Perinolo.– ¿Quién?– El hijo del Perinolo.– El hijo del Perinolo.

Esta frase se fué repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro.

El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastaba larga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era para él gran fortuna. A ser entera, se verían perfectamente los lamparones de su levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dado que los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modo alguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todo lo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto a menudo en la calle y los cafés. Digamos que, a pesar de esto, era mozo de gentil disposición y rostro.

Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero de la villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglo gastaban chaqueta y sombrero de copa alta. Carlista fanático, miembro de todas las cofradías religiosas. Rezaba el rosario por las tardes al toque de oración en la iglesia de San Andrés, acompañado de unas cuantas mujerucas; salía en las procesiones de Semana Santa con hábito de disciplinante y corona de espinas, y tenía a su cargo y cuidado la capilla del Nazareno en la calle de Atrás. Este santo varón «que nunca había dado nada que decir» (suprema expresión de la honradez en los pueblos pequeños), educó a su hijo Sinforoso y a otros dos más, en el santo temor de Dios y del tirapié. Azotes, penitencias de rodillas, días a pan y agua, estirones de orejas y bofetadas. La infancia de Sinforoso estaba poblada de estos recuerdos poéticos. Cuando llegó a la pubertad, como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolo se persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando él fuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana. Faltábanle medios para mandarle al seminario de Lancia. Vinieron en socorro suyo don Rosendo y don Melchor de las Cuevas, don Rudesindo y el párroco de la villa, que espontáneamente le asignaron tres pesetas diarias mientras no cantase misa. Mas al cursar el segundo año de Teología, recibieron estos señores del seminarista una carta elegantemente escrita. En ella les manifestaba que no se sentía llamado por Dios a la carrera eclesiástica, y que antes de ser un mal sacerdote prefería aprender el oficio de su padre o embarcarse para América. Terminaba suplicándoles con palabras fervorosas que le permitiesen cambiar la Teología por el Derecho, hacia el cual se creía inclinado, y con esto no daría tan gran disgusto a su padre. Accedieron sus bienhechores a la demanda. Y Sinforoso se hizo al cabo columna del Estado en vez de la Iglesia, como deseaba el Perinolo. Mientras siguió la carrera de leyes con sobresalientes y premios al principio, notables después y aprobados al fin, emborronó algunos articulejos en los diarios de Lancia. Con esto se creyó en el caso de dejar crecer los pelos y ponerse lentes sobre la nariz. Así se presentó el nuevo licenciado en Sarrió con la aureola de gloria además que rodea a quien ha hecho sus primeras armas, y aun reñido batallas en la prensa periódica. Se había afiliado en el partido liberal más avanzado renegando así de su prosapia. Con esto, su padre estaba fuertemente desabrido. Si le dejó entrar en casa debióse a la intercesión de la madre. No le hablaba ni le daba un céntimo para sus gastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese la ración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y la ropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con el empaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte. Pasaba la mañana leyendo en la cama: las tardes y las noches en el café discutiendo a gritos lo que había leído por la mañana. Los vecinos no le querían; pero respetaban mucho su ilustración y talento.

– ¿Quién ha pedido la palabra?– preguntó don Rosendo.

– Suárez… Sinforoso Suárez— dijo el joven inclinando su busto sobre la barandilla.

– Usted la tiene, señor Suárez.

El joven tosió, metió los dedos de entrambas manos por el pelo, dejándolo más ahuecado y revuelto, se puso los lentes que traía colgados de un cordoncillo y dijo:

– Señores.

La entonación firme y sosegada que dió a esta palabra, y la pausa larga que después hizo asegurando los lentes sobre la nariz y paseando una mirada de grande hombre por el concurso, impusieron silencio y respeto.

– Después de la brillante oración que acaba de pronunciarnos mi queridísimo amigo el ilustrado ayudante de este puerto, señor Peña (el ayudante, aunque no ha hablado con Suárez más de tres veces en su vida, se inclina agradecido. Los respetables vecinos de Sarrió aprenden que hay más oraciones que el Padre Nuestro, la Salve y las demás rezadas por la Iglesia), quedará bien convencida la asamblea del fin generoso y patriótico que ha inspirado a los promovedores de este meeting. Nada tan grande, nada tan hermoso, nada tan sublime como ver a un pueblo reunido para deliberar acerca de los más altos y caros intereses de su vida. ¡Ah, señores! al escuchar hace un momento al señor Peña, me imaginaba estar en el Agora de Atenas decidiendo, como ciudadano libre, entre otros ciudadanos libres también como yo, de los destinos de mi patria. Me imaginaba oir la palabra vigorosa y ardiente de alguno de aquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno… Porque la elocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de la arrebatada pasión que caracterizaba a Démostenes, el príncipe de los oradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba en los discursos de Pericles. (Pausa: mano a los lentes.) Es viva y animada como la de Cleón; es mesurada y prudente como la de Arístides; tiene tonalidades graves y precisas como la de Esquines, y notas agradables al oído como la de Isócrates. ¡Ah, señores! Yo también, como el elocuente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, deseaba que el pueblo donde he visto por primera vez la luz del día, despertase a la vida del progreso, a la vida de la libertad y la justicia… ¡Sarrió! ¡Cuánto dulce recuerdo, cuánta inefable alegría despierta en mi alma este solo nombre! Aquí corrieron los años felices de mi infancia… Aquí comenzó a formarse mi espíritu… Aquí hizo el amor palpitar por primera vez mi corazón… En otra parte se ha enriquecido mi razón con el conocimiento de las ciencias, con las grandes ideas que engendra el estudio del Derecho… Aquí se ha nutrido mi alma con las santas y dulces emociones del hogar. En otra parte se ha adiestrado mi inteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas… Aquí he cultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia… Señores, lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandes destinos. Tiene derecho a ser una de las primeras poblaciones de la costa cantábrica, un emporio de actividad y de riqueza, tanto por la excelente situación en que la naturaleza lo ha colocado, como por la laboriosidad, la honradez y las grandes dotes de inteligencia de sus habitantes. (¡Bravo! ¡Bravo! Unánimes y estrepitosos aplausos.)

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
480 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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