Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 13

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–¡Sabe usted que son muy elegantes los trajes de duelo en París!

Fernanda hizo una mueca de desdén.

–Poco importa el vestido si se lleva el duelo en el corazón—apuntó María Josefa, que en los cinco años trascurridos había aguzado prodigiosamente el filo, el contrafilo y la punta de su lengua.

Las mejillas de Fernanda se tiñeron de carmín. Se avergonzó como si fuese un delito no sentir la pérdida de Granate. Luego, irritada por aquella hostilidad, estuvo a punto de mostrar violentamente su enojo. Volvió la espalda y se puso a hablar con otras damas.

En aquel momento el conde de Onís salió del gabinete y vino a saludarla. Le tendió la mano con afectuosa sonrisa. Ella le entregó la suya de un modo glacial, separando rápidamente la mirada. Sin embargo, pudo advertirse alrededor de sus ojos un círculo pálido que denunciaba la emoción. Para disimularla se encaminó al gabinete, diciendo con afectada ligereza que la dejasen libre, que a quien tenía más gana de ver era a D. Pedro.

El noble maestrante yacía en su sillón con los naipes en la mano. Sus cabellos y su barba estaban más blancos, pero tan erizados e indómitos. Sus facciones enérgicas parecían más acentuadas; sus ojos hundidos brillaban con fulgor más delirante. Al mover con trabajo aquel gran torso atlético desprovisto de base los rasgos de su fisonomía se contraían con expresión de feroz impotencia que inspiraba tristeza y miedo. Pero si su cuerpo se abatía a ojos vistas, alzábase su orgullo cada vez con más brío. Todos los días crecía un poco el respeto que se consagraba a sí mismo por llamarse Quiñones de León y el desprecio a los demás por haber nacido bajo el estigma de otro nombre cualquiera. Agradeciendo profundamente al cielo la dicha con que había querido favorecerle, tendría a pecado quejarse de su suerte y envidiar a los otros hombres la facultad de usar de sus piernas. ¿Qué importa que Juan Fernández pueda andar, correr y saltar, si al fin y al cabo se llama Juan Fernández? Lo único que le preocupaba algunas veces era si convendría a la dignidad de un Quiñones poseer unas extremidades enteramente inertes, y si no sería preferible que viviesen para participar de la gloria del resto del organismo. Pronto desechaba, sin embargo, tales inquietudes pensando justamente que vivas o muertas aquellas extremidades ocupaban un rango superior en la sociedad. Cuando Fernanda entró en el gabinete alzó los ojos y clavó en ella una mirada penetrante que la abrazó de la cabeza a los pies. Ni la hermosura ni el porte, singularmente elegante, de la joven debieron dejarle satisfecho, porque la convirtió inmediatamente a los naipes y exclamó con insolente protección:

–¡Hola, pequeña! ¿Eres tú? ¿Cuándo has llegado?

Apesar de sentirse mortificada por aquel tono, Fernanda le saludó afectuosamente.

–Me alegro de verte tan buena, querida, y aprovecho la ocasión para darte el pésame. Ya sabes que yo no escribo cartas hace años. He sentido mucho a Santos… Oiga usted, Moro: ¿se propone usted no darme en su vida una carta decente?… Era un buen sujeto, un vecino excelente, incapaz de hacer daño a nadie. No hallarás otro marido como él. Tenía una cualidad que se encuentra muy difícilmente: la modestia. Apesar del dinero que había logrado juntar, no pretendía salirse de su esfera; siempre se manifestó respetuoso con los superiores. ¿Verdad, Saleta, que no era como esos piojos resucitados, que así que les suenan algunas monedas en el bolsillo olvidan las judías y el centeno, como si en su vida los hubiesen probado?… Valero, siéntese usted, y diga pronto si es vuelta eso que tiene… ¿Vienes a establecerte aquí, chiquita, o te vuelves a ver a los franchutes?

Fernanda, que sintió perfectamente toda la hiel de aquel discurso, respondió fríamente, y después de pocas palabras más se volvió al salón.

A D. Pedro le había molestado el tufillo de elegancia y distinción que despedía la hija de Estrada-Rosa. Le irritaba que alguien se alzase en torno suyo, siquiera fuese solamente algunas pulgadas. Aborrecía todo lo extranjero, y muy particularmente aquel París, donde imaginaba que los Quiñones de León no tenían influencia muy decisiva. Hasta sospechaba vagamente, con horror, que eran desconocidos. Por supuesto que procuraba apartar la mente de tan disparatada idea. Si llegase a penetrar por completo en su espíritu, ¿qué le restaba al noble caballero? Morir, y nada más.

Haciéndole la partida de tresillo están los mismos personajes que ya conocemos. Saleta, el gran Saleta, cuyas mentiras siguen fluyendo de su boca suaves y almibaradas, lo cual le obligaba a relamerse amenudo. Faltó poco para que Lancia se viese privada para siempre de este magnánimo y divertido varón. Jubilado hacía tres años, fue a establecerse a su país, donde permaneció uno solamente. La nostalgia de Lancia, de la tertulia de Quiñones, y sobre todo de las burlas de su colega Valero, le impulsaron a dejar la patria gallega para venir de nuevo a habitar entre los lacienses. Valero, ascendido a presidente de sala, más ajado cada día, más jaranero y ceceoso, se sienta a la izquierda del prócer. Enfrente está Moro, ideal inaccesible de todas las niñas casaderas, cuya cabeza infatigable soporta fácilmente doce horas de tresillo sin mareo ni turbación alguna. De todas las instituciones creadas por los hombres, la más firme, la más respetable es ésta; el tresillo. Por su inquebrantable solidez puede compararse muy bien a las leyes inmutables de la naturaleza. Para Moro es tan verdad que la espada vale más que el basto, como que los cuerpos al caer siguen un movimiento uniformemente acelerado. Y allá en el fondo oscuro de la cámara dormita en la misma butaca el glorioso Manín con su calzón corto, chaqueta de bayeta verde y fuertes zapatos claveteados. Tiene el pelo gris, casi blanco. Pero no es esto lo peor para él. Lo verdaderamente triste es que el pueblo no le considera ya como un cazador feroz envejecido en la lucha con los osos de las montañas. Aquella leyenda se ha ido disipando poco a poco. Sus compatriotas tenían razón. Manín no era más que un zampatortas. En Lancia se ríen también de sus proezas y le miran como un viejo bufón del loco y heráldico señor de Quiñones.

Fernanda consiguió al fin sustraerse a los plácemes de sus amigos y fue a sentarse en un rincón apartado. Estaba triste. La hostilidad de los dueños de la casa le había impresionado. Pero no era esto lo principal, aunque ella hiciese por creerlo. El motivo recóndito, que se avergonzaba de confesar a sí misma, era Luis. El saludo afectuoso de su antiguo novio había despertado súbito todos sus recuerdos, todas sus ilusiones, las penas y las dichas de otro tiempo que dormían en el fondo de su alma como pajarillos entre las hojas del árbol. La agitación interior era intensísima, pero nada o muy poco se traslucía en su continente grave y frío. Sin embargo, sintió un fuerte estremecimiento al escuchar muy cerca de su oído estas palabras:

–¡Qué hermosa te has puesto, Fernanda!

Se hallaba tan distraída que no advirtió que el conde se había sentado a su lado. Involuntariamente se llevó la mano al sitio del corazón. Repuesta inmediatamente, sonrió diciendo:

–¿Te parece?

–Sí… Y yo qué viejo, ¿verdad?

Hizo un esfuerzo y le miró a la cara con fijeza.

–No; algunas canas en la barba… y el aspecto un poco fatigado.

El temblor de su voz contrastaba con la aparente indiferencia que quiso dar a sus palabras.

El conde se puso repentinamente serio, llevose la mano a la frente y replicó al cabo de unos momentos con acento sombrío y como si se hablase a sí mismo:

–Fatigado, sí; ésa es la verdadera palabra… ¡Muy fatigado!… La fatiga me sale por los poros.

Guardaron ambos silencio. El conde quedó entregado a una intensa meditación que trazó en su frente arruga profunda. Al cabo dijo, entablando nuevamente conversación:

–Ya te había visto antes de venir aquí.

–¿Dónde?—preguntó ella afectando sorpresa.

–En la carretera. Salí esta tarde a dar un paseo a caballo y me crucé con la silla de posta. Te conocí perfectamente.

–Pues yo no te he visto… Recuerdo que encontramos dos o tres jinetes antes de llegar a Lancia, pero no he conocido a ninguno.

Al decir esto no pudo impedir que una ola de carmín tiñese de nuevo sus mejillas. Volvió, para disimular, la cabeza. Sus ojos tropezaron con los de Amalia, que se posaban sobre ellos lucientes, acerados. Contempláronse un instante. La boca felina de la valenciana se contrajo con una sonrisa. Fernanda quiso corresponder con otra tan falsa, pero no pudo. Volviose de nuevo hacia el conde y hablaron de cosas indiferentes, de teatros, de música, de proyectos de viaje.

Sin embargo, aquél se mostraba más y más preocupado. Iba perdiendo el aplomo y hablaba equivocándose, como si su pensamiento anduviese lejos. Guardaba silencio algunos momentos, pugnaba por decir algo, movíanse sus labios, pero en vez de articular lo que quería, expresaban otra cosa distinta, algo trivial y ridículo que le avergonzaba en cuanto salía de ellos. Fernanda le observaba con atención, ganando la serenidad y la calma que él perdía rápidamente. Parecía embebida por completo en la conversación, describiendo con naturalidad sus impresiones de viaje, expresando sus opiniones con la misma indiferencia que si no mediase entre ellos más que una antigua y tranquila amistad. Luis concluyó por ponerse taciturno. Al fin tuvo resolución para decir, aprovechando un instante de silencio:

–Cuando me acerqué a tí estabas muy distraída. ¿En qué pensabas?

–No me acuerdo… ¿En qué querrías tú que pensase?

El conde vaciló un momento; pero animado por la graciosa sonrisa de su ex-novia se atrevió a articular:

–En mí.

Fernanda le miró en silencio, con curiosidad burlona bajo la cual chispeaba una alegría imposible de ocultar. El conde se puso colorado hasta las orejas, y las hubiera entregado seguramente a las tijeras por no haber pronunciado aquellos dos fatales monosílabos.

–Bien…—dijo la joven alzándose de la silla.—Hasta luego. Me alegro de verte bueno.

–¡Escucha!

–¿Qué hay?—dijo retrocediendo el paso que había dado para alejarse y posando en él unos ojos sonrientes y maliciosos que concluyeron de fascinarle.

–Perdona si mis palabras te han ofendido.

Fernanda hizo una mueca de desdén y se alejó exclamando:

–¡Arrepiéntete, pecador, que el infierno tienes delante!

¡El infierno! Esta palabra, soltada a la ligera, como broma, hizo dar un vuelco a su corazón; despertó la preocupación constante de su existencia desde hacía algún tiempo. Todos los Gayoso habían vivido bajo la influencia de esta idea funesta. Pero el terror de sus abuelos parecía dilatarse en su espíritu, atormentándolo, enloqueciéndolo. Amalia necesitaba luchar heroicamente para distraerle por poco tiempo de sus escrúpulos. Por eso ahora, cuando le hizo seña para que se acercase, le vio alzarse tétrico de la silla y aproximarse lentamente como si le arrastrasen. Tenía ella demasiado talento y orgullo para mostrarse herida de la corta plática que acababa de tener con su antigua novia. Le acogió con la misma sonrisa, dirigiole la palabra con su habitual y afectada ligereza, y no se acordó ni del nombre de Fernanda. Pero sus labios pálidos se contraían de coraje cada vez que le veía volver los ojos hacia aquélla. Y el incauto lo hacía amenudo.

Una hermosa niña de ojos azules y flotante cabellera dorada apareció en la puerta, conducida por una doméstica.

–¡Oh, qué tarde!—exclamó la señora de Quiñones.—¿Por qué ha tardado usted tanto en traerla, Paula?—añadió severamente.

Ésta contestó que la niña se había entretenido jugando al milano que le dan, y que lloraba cada vez que la querían acostar.

–¿No tienes sueño aún, rica mía?—dijo la dama trayéndola hacia sí y pasándole la mano tiernamente por los bucles de su cabellera.

Los tertulios se interesaron vivamente por la criatura. Fue de uno a otro recibiendo caricias y pagándolas con afectuosos besos de despedida.

–Buenas noches, Josefina.—Hasta mañana, rica.—¿Has sido buena hoy?—¿Te ha comprado tu madrina la muñeca que cierra los ojos?

El conde la miraba con los ojos húmedos, haciendo esfuerzos increíbles para dominar su emoción. La sentía siempre que se ofrecía a su vista aquella niña. Cuando le tocó la vez no hizo más que rozar con los labios su rostro cándido. Pero Josefina, con el admirable instinto que los niños tienen para saber quién los ama, se colgó a su cuello dándole pruebas de particular cariño.

Fernanda también la contemplaba con vivo interés, con una intensa curiosidad que le hacía abrir extremadamente los ojos. Josefina tenía seis años, la tez nacarada, los ojos de una dulzura infinita, azules y melancólicos; algo de triste y enfermizo en toda su diminuta persona. El parecido con el conde saltaba a la vista.

Cuando la niña le dejó, los ojos de aquél chocaron con los de Fernanda. Sintiose turbado: fue a sentarse más lejos.

Josefina vestía con elegancia. Los señores de Quiñones la criaban con mimo, como hija adoptiva. Por mucho tiempo éste fue el asunto preferido de las murmuraciones de Lancia. Se averiguaba con vivo interés el coste de sus sombreritos; se comentaba el número de juguetes que le compraban; hacíanse cálculos sobre la cantidad en que la dotarían al casarse. Pero ya se habían fatigado de tanto comentario. Tan sólo cuando venía rodada se dejaba escapar alguna alusión mordaz, o se noticiaba al oído algún nuevo descubrimiento.

La niña fue a parar a un grupo donde estaban María Josefa, la doncella de la lengua devastadora, y Manuel Antonio, bello siempre como el primer rayo de la mañana.

–Oyes, Josefina: ¿a quién quieres más, a tu madrina o a tu padrino?—preguntole aquél.

–A madrina—respondió la niña sin vacilar.

–Y a quién quieres más, ¿a tu padrino o al conde?

La niña le miró sorprendida con sus grandes ojos azules. Pasó por ellos una ráfaga de desconfianza y respondió frunciendo su hermoso entrecejo:

–A mi padrino.

–¿Pero el conde no te trae muchos juguetes? ¿no te lleva en coche a la Granja? ¿no te ha comprado el trajecito de charra?

–Sí… pero no es mi padrino.

Los del grupo acogieron con risa esta respuesta. Comprendían que la niña mentía. Don Pedro no era hombre para inspirar afecto muy vivo a nadie.

–Pues yo creo que el conde también es tu pa…drino.

–No tal; yo no tengo más que un padrino—manifestó la chica, cada vez más recelosa.

Y se alejó del grupo.

Fue donde estaba Amalia; se le puso delante cruzando sus bracitos sobre el pecho y dijo haciendo una reverencia:

–Madrina, la bendición.

La dama le entregó su mano, que la niña besó con respetuoso cariño. Luego, cogiéndola en sus brazos, la besó en la frente.

–Que descanses, hija mía. Ve a pedir la bendición a tu padrino.

La niña se dirigió al gabinete. Estas prácticas del tiempo pasado placían mucho al señor de Quiñones.

Josefina se acercó a él con timidez. Aquel gran señor paralítico le infundía siempre miedo, aunque procuraba disimularlo porque así se lo había ordenado su madrina.

–Señor, la bendición—dijo con voz apagada.

El alto y poderoso maestrante no hizo caso. Fijo en las cartas que tenía en la mano, envuelto en su talma gris con la cruz roja en el pecho, iba creciendo por momentos ante los ojos turbados de la pobre Josefina. No comprendía que hubiese en el mundo nada más grande, más imponente y digno de respeto que aquel noble señor. De esta misma opinión participaba D. Pedro. Por eso hacía tiempo que había resuelto confundir a todos los seres que le rodeaban en una masa caótica, en la cual sólo dos o tres aparecían con algún carácter individual.

La niña aguardó con sus bracitos cruzados cerca de un cuarto de hora. Al fin el señor de Quiñones, después de jugar una entrada con fortuna, se dignó clavar en ella una mirada severa que la hizo empalidecer. Alargó su aristocrática mano con ademán digno de su tocayo Pedro el Grande de Rusia, y Josefina posó sobre ella sus labios temblorosos y se fue.

No estaba muy conforme aquel varón excelso con que su esposa criase con tal mimo a una expósita, pero lo consentía porque lisonjeaba su vanidad. Amalia le había dicho, sabiendo dónde le dolía:

–Criarla para doméstica lo haría cualquiera en Lancia. Nosotros debemos hacer las cosas de otro modo.

D. Pedro no pudo menos de sentir el peso de aquella verdad innegable.

Josefina cruzó el salón para ir a acostarse. Al pasar rozando con Fernanda, que estaba sentada y sola, ésta la pilló al vuelo por un bracito y la atrajo. Toda la alegría, toda la ternura que en aquel momento rebosaba de su corazón, desbordose con violencia sobre la criatura, a quien cubrió de besos. No se acordó para nada de su rival, a quien adivinaba vencida. Sólo pensó en que era hija de él, su sangre, su misma imagen. Y besó con éxtasis aquellos ojos azules profundos, melancólicos, aquella tez nacarada, aquellos bucles dorados que circuían su rostro como un nimbo de luz.

–¡Oh, qué hermoso pelo! ¡Qué cosa tan hermosa, Dios mío!

Y apretaba sus labios contra él y hasta sumergía el rostro entre sus hebras con tanta voluptuosidad y ternura que estaba a punto de llorar.

En aquel momento una voz estridente, imperiosa, sonó en sus oídos.

–¡Todavía no te has ido a acostar, arrapiezo!

Y al levantar los ojos vio a Amalia, con el rostro pálido, los labios apretados, que cogió a la niña con violencia por el brazo dándole una fuerte sacudida y la arrastró hacia la puerta.

XI
La cólera de Amalia

A la mañana siguiente, Paula, por orden de su señora, llevó a la niña al cuarto de la plancha, la sentó en una silla alta y pidió las tijeras a la doncella, que cosía al pie del balcón.

–¿Qué vas a hacer?—preguntó Josefina.

–Cortarte el pelo.

–¿Por qué?… Yo no quiero que me cortes el pelo.

Y se bajó resueltamente de la silla. Paula tornó a alzarla.

–¡Quieta!—le dijo severamente.

–¡Yo no quiero!… ¡no quiero!—exclamó con graciosa resolución.

–La verdad es que da lástima cortar un pelo tan hermoso—dijo otra de las doncellas, que estaba planchando.

–¿Qué quieres, hija? Quien manda, manda.

Y tomando uno de los preciosos bucles de la cabellera, lo separó de un tijeretazo.

–¡Déjame, Paula!—gritó la niña.—¡Lo voy a decir a madrina!

–¿Sí, preciosa? ¿Vas a decírselo a madrina de veras?… Bueno, ya se lo dirás cuando terminemos.

Y sin hacer más caso de sus protestas, dejando caer las palabras con zumba, prosiguió imperturbable su tarea. Pero la niña se bajó de nuevo, irritada, furiosa. Entonces Paula pidió auxilio a Concha, la costurera, y mientras ésta la tenía sujeta a la silla, aquélla la fue despojando uno a uno de todos sus bucles. Después arregló como mejor pudo los cabellos que quedaban.

–¡Qué lástima!—volvió a exclamar la planchadora.

–Hija, no está mal así tampoco—repuso Paula peinándola con esmero.

En aquel momento apareció la señora en el cuadro de la puerta.

–¡Madrina! ¡ven, madrina!… Mira, Paula y Concha me han cortado el pelo.

Amalia avanzó algunos pasos por la estancia y, evitando la mirada de la niña, fijó los ojos severos en su cabeza, y dijo con imperio y frialdad:

–No está bien así. Córtelo usted al rape.

Y se alejó con la frente fruncida. Josefina, atónita, la siguió con los ojos. Jamás había visto en el semblante de su madrina tanta frialdad y dureza. Quedó asombrada, pensativa y dejó ya, sin hacer el más leve movimiento, que Paula cumpliese el mandato.

Pronto quedó la cabecita rubia mondada como un melocotón. Las domésticas prorrumpieron en carcajadas.

–¡Hija de mi alma, que retefeísima te han puesto!—exclamó María la planchadora con acento de duelo, pero sin poder reprimir la risa.

–No digas eso, mujer—repuso Concha con dejillo amargo.—¡Si está preciosa!

Era una mujer de veinticinco años o más, extremadamente pequeña, casi tan pequeña como Josefina, de ojos hundidos y ariscos, a quien todos los criados de la casa temían.

Paula reía también pasando y repasando sus manos por la cabeza de la criatura.

–Cuando haga falta un perulero para el aceite, ya sabéis dónde lo habéis de hallar—prosiguió Concha.

Disipada la lástima, adivinando que la chiquita había caído en desgracia, las criadas se entregaban a la alegría cambiando bromas sin gracia, pero que las hacían reír perdidamente. Josefina había permanecido quieta, silenciosa, con la cabeza baja. Las burlas lograron al fin hacer su efecto. Dos lágrimas asomaron rezumando por sus largas pestañas. Concha se incomodó:

–¿Lloras por el pelito?.. ¡Qué lástima de azotes!… No tienes tú la culpa, sino los que te crían como una princesita siendo tanto como nosotras… digo, menos que nosotras—añadió por lo bajo,—que al fin tenemos padres.

–¡Vamos, Concha, déjala!… No hagas caso, monina, que pronto tendrás pelo otra vez—dijo María con acento maternal.

La niña, impresionada por la caricia, comenzó a sollozar y salió de la estancia.

Cuando por la noche se presentó en el salón, de aquella forma, el conde no pudo reprimir un gesto de cólera y clavó una mirada interrogante en Amalia. Ésta contestó a aquel gesto y a aquella mirada con sonrisa provocativa. Y en alta voz dijo que le había mandado cortar el pelo porque había notado que la niña empezaba a presumir.

–¡Claro! ¡Tanto la adulan ustedes que se ha puesto inaguantable!

El conde, irritado, buscó al instante ocasión de acercarse a Fernanda y anudaron la plática de la noche anterior. Estuvieron locuaces, afectuosos. Fernanda contó con pormenores su vida de París. Luis se mostró singularmente expansivo, no ocultando la alegría de su corazón, hablando animadamente bajo la mirada iracunda de Amalia posada sobre él. En una pausa Fernanda alzó los ojos sonrientes hacia su ex-novio y le preguntó, no sin ruborizarse un poco:

–¿A que no sabes por qué le han cortado el pelo a la niña?

El conde la miró sin contestar.

–Ayer lo elogié yo mucho y me permití besarlo.

Era la primera vez que Fernanda se daba por enterada de su secreto. Experimentó una fuerte sacudida. Sus mejillas se enrojecieron. Las de ella también. En largo rato no hallaron palabras que decirse.

En los días siguientes, el conde comenzó a dar repetidos paseos por la calle de Altavilla y a pasar largos ratos en el café de Marañón. La sociedad laciense se sintió conmovida hasta sus cimientos ante tamaño acontecimiento. Desde entonces más de trescientos pares de ojos le espiaron sin cesar. Dejó de ir todos los días a casa de Quiñones y asistió una que otra vez a la tertulia exigua de las de Meré, como se seguía diciendo en Lancia, aunque en realidad ya no hubiese en el mundo más que una. Carmelita había muerto hacía lo menos tres años. No quedaba más que Nuncia, la menor, y ésa casi totalmente paralítica. Del sillón a la cama y de la cama al sillón: era todo lo que andaba con trabajo. Moralmente también se hallaba privada de movimiento, falta del impulso protector que le prestaba su hermana. Desde que ésta bajara al sepulcro, no tenía ya quien la sujetase. Esto, lejos de alegrarla, la sumía en una melancolía profunda. Al pasar repentinamente a la categoría de persona sui juris, la pobre Niña había experimentado desazón increíble: todo le asustaba, todo era conflictos de los cuales le parecía imposible salir; echaba menos aquellas ásperas reprensiones que, si la hacían derramar abundantes lágrimas, habían reprimido saludablemente sus juveniles arranques y cortado los funestos resultados que pudiera acarrear su inexperiencia.

Eran sus tertulios asiduos algunos pollastres nuevos, varios gallos conocidos y un número bastante mayor de lindas y feas damiselas que acudían a la casa sedientas de marido. Porque la Niña, en esto como en todo, mantenía religiosamente las tradiciones legadas por su hermana. Era la protectora decidida de todos los noviazgos que se iniciaban en Lancia, por desatinados que fuesen. La pequeña casa de la calle del Carpio continuaba siendo la fragua donde se forjaba la dicha conyugal de los honrados vecinos de Lancia.

El que acudía con más constancia era Paco Gómez. La razón, que le habían arrojado de casa de Quiñones a consecuencia de una frase de las suyas. Preguntaba cierto forastero en un corro de Altavilla cómo había quedado paralítico el maestrante. «En realidad no está paralítico—repuso Paco,—porque no tiene lesión alguna; sólo que las piernas no pueden con la heráldica que se le ha subido a la cabeza, y se le doblan en cuanto da un paso.» Lo supo Quiñones por un traidor y dio orden de que no se le recibiese.

Era el alma y el regocijo de la tertulia de la Niña. La vaya incesante con que mortificaba a ésta los tenía a todos en continuo espasmo de risa.

–Vamos, Nuncia, ¡mucho ojo! No hables demasiado, porque ya sabes que te he visto las pantorrillas y… y… y…

La pobre octogenaria se ruborizaba como una niña de quince. Nada la sofocaba tanto como este recuerdo importuno de la tarde del columpio.

Luis y Fernanda comenzaron a verse aquí una o dos veces por semana. Lejos de la mirada fulgurante de Amalia, aquél se encontraba a gusto, recobraba su serenidad. Hablaban larguísimos ratos en voz baja, sin que nadie les molestase; al contrario, la Niña tenía buen cuidado de proporcionarles ocasión y espacio suficientes. Asistía, no obstante, a casa de Quiñones; veía a Amalia en secreto cuando se lo exigía, pero iba apareciendo más frío, más esquivo. Ella, advirtiéndolo perfectamente, no daba su brazo a torcer, no le hablaba palabra de su ex-novia. Sin embargo, un día no pudo contenerse:

–Sé que te entretienes largos ratos en casa de las de Meré hablando con Fernanda.

Lo negó cobardemente.

–Ten cuidado con lo que haces—prosiguió, clavando en él sus ojos siniestros,—porque una traición pudiera salirte cara.

Estaba tan acostumbrado al dominio de aquella terrible mujer, que sintió un estremecimiento de frío, como si algo aciago se cerniese ya sobre su cabeza. Pero en cuanto salió a la calle, fuera de la influencia magnética de aquellos ojos que le turbaban, sintiose invadido por una sorda irritación: «Después de todo, ¿por qué me amenaza? ¿Es mi esposa? ¿Qué derechos tiene sobre mí? Lo que estamos haciendo es un pecado grave, es un crimen. ¿Quién puede privarme del arrepentimiento, de reconciliarme con Dios y ser bueno?» El arrepentimiento había sido en los últimos tiempos un vago deseo, gracias a la fatiga de su amor y aún más al miedo desapoderado que el infierno le inspiraba. Ahora se convirtió en verdadero anhelo. Verdad que ofrecía mayores atractivos. Rechazar el pecado valerosamente, purificarse, librarse del fuego eterno… y además poseer a Fernanda.

Hacía tiempo que sus relaciones criminales no tenían más que un punto luminoso, Josefina. Si no fuese por ella, se hubiera marchado de Lancia. Esta criatura, blanca y silenciosa como un copo de nieve, que poseía la fragancia de los lirios, la inocencia de las palomas, la dulzura melancólica de una noche de luna, esparcía sobre su alma, atormentada por el remordimiento, un bálsamo que la refrescaba deliciosamente. ¡Cuántas veces, teniéndola entre sus brazos, se preguntaba sorprendido cómo un ser tan inocente, tan puro, tan divino, pudiera ser hijo del pecado! Pero aun aquella misma niña era ocasión de nuevos y crueles tormentos. No verla a solas sino de tarde en tarde; hallarse obligado a disimular sus sentimientos, a besarla fríamente como los demás, más fríamente que los demás; no poder llamarla hija del corazón, no sentirla gorjear el tierno nombre de padre, le entristecía y en ciertos momentos le desesperaba. Desquitábase cuando una que otra vez, muy rara, le consentían llevarla a la Granja. Allí se pasaba las horas en éxtasis, teniéndola sobre sus rodillas, acariciándola frenéticamente.

La niña se había acostumbrado a estas violentas expresiones de cariño y las agradecía. A veces sentía su cabecita blonda mojada por las lágrimas de su amigo. Alzaba los ojos sorprendida, pero viéndole sonreír, sonreía también y alargaba sus labios de coral para darle un beso.

–¿Por qué lloras, Luis? ¿Tienes pupa?

Josefina no entendía que hubiese motivo más grave en el mundo para llorar. Amaba a Luis tiernamente, y eso que le chocaba y entristecía la frialdad que con ella usaba ordinariamente. Poco a poco había ido adivinando, con precoz instinto, que el conde la quería más que los otros y que disimulaba. Ella también adoptaba, siguiendo el ejemplo, una actitud indiferente cuando se acercaba a él en público. Pero cuando estaban solos, entregábase con el mismo entusiasmo a las expansiones del cariño, y esto sin saber por qué, sin darse cuenta de lo que hacía.

Desde el día en que su madrina ordenó que le cortasen el pelo, Josefina pudo notar que había caído en desgracia. Ya no la besaban con trasporte, ya no satisfacían sus mínimos antojos, ya no era la preocupación constante de la casa. Amalia comenzó a contrariarla, a usar con ella un tono frío y displicente; y las criadas siguieron el ejemplo de su señora. La pobre niña, sin comprender qué significaba aquel cambio, sintió su pequeño corazón apretarse; exploraba con sus bellos ojos profundos los semblantes y trataba de descifrar el enigma que guardaban. Se hizo más grave, más recelosa, más tímida. Y como viera que le negaban los juguetes o las golosinas que antes le otorgaban a manos llenas, se abstuvo de pedirlos.

Amalia, en vez de gozar como antes con sus gracias infantiles, parecía huirlas. Dio orden de que no se la llevasen por la mañana a la cama, según costumbre. Cuando la tropezaba casualmente en los pasillos, pasaba de largo evitando mirarla. A todo más se acercaba preguntándole con acento displicente:

–¿No te has lavado todavía? Anda, ve a que te arreglen. O bien: «Me han dicho que no has sabido la lección de catecismo. Te vas haciendo muy holgazana. Cuidado que seas buena, porque si no, te encierro en la cueva de los ratones.»

Antes se ocupaba ella en tomarle las lecciones, en ponerle la aguja en la mano y guiar sus diminutos dedos. Ahora abandonaba casi siempre esta tarea a las doncellas. Vivía en un estado de preocupación sombría que no pasaba desadvertida a los criados. Josefina también la adivinaba; veía que su madrina estaba cambiada, no sólo con respecto a ella, sino en todo su modo de ser. Y allá, vagamente, en los limbos oscuros de su pensamiento se engendraba la idea de que estaba triste, que padecía y que ésta era la causa de su mal humor.

Un día estaba la dama sola en su gabinete. Se había dejado caer en una butaca. Inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y las manos pendientes, parecía dormida. Sin embargo, Josefina, que rondaba el gabinete, se atrevió a mirar por la rendija de la puerta y observó que tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y que su frente estaba temerosamente fruncida. Sin saber lo que se hacía, con esa ciega confianza que los niños tienen en sí mismos, empujó la puerta y penetró en la estancia. Acercose silenciosamente a la señora, y echándose repentinamente sobre su regazo, le dijo, clavando en ella una mirada de tímido afecto:

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27 temmuz 2019
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330 s. 1 illüstrasyon
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