Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 18
–¡Pero qué tonto eres, Luis! ¡pero qué retontísimo! El egoísmo ha puesto tales cataratas en tus ojos que no ves ni lo que tienes delante. Si tuvieses veinte años, esa inocencia podría quizás inspirarme lástima; a tu edad no me inspira más que risa y desprecio. Pensar en que cuatro palabrillas insolentes sobre la moral y la conciencia bastarían a obligarme a aceptar satisfecha la humillación que me impones; suponer que yo, a quien si no conoces debieras conocer, voy a consentir que me arrojes como un trapo sucio, que me arrastres como una cautiva enamorada a los pies de Fernanda para que le sirva de almohadón cuando suba a tu lecho, es el colmo de la estupidez y la fanfarronería. ¿Por qué no me pides también que sea tu madrina de boda?
El conde la contemplaba con los ojos dilatados, expresando la ansiedad y el espanto.
–De modo que lo que me han dicho de los martirios que haces pasar a nuestra hija ¿es cierto?
–¡Y tan exacto! Y aún no los sabes por completo… Mira, voy a referírtelos todos para que no te llames a engaño…
Y con palabra breve, incisiva, con una cruel satisfacción que se le traslucía en la voz, puso delante de su vista el cuadro espantoso de las miserias y dolores que la desgraciada criatura había padecido en los últimos meses. Aquel cuadro era infinitamente más aterrador que el que le había exhibido María la planchadora. El conde, pálido, desencajado, sin hacer el más leve movimiento, parecía la estatua de la desesperación. Al poco rato se tapó la cara con las manos y así escuchó hasta el fin.
–¡Oh, qué infame! ¡oh, qué infame!—murmuró sordamente.
–Sí, muy infame, pero aún espero serlo más. ¿Has oído todas estas infamias? Pues no son nada en comparación con las que haré.
–¡No las harás tal, malvada!—profirió Luis levantándose y abalanzándose a ella.—Antes te ahogaré con mis manos.
La valenciana se escapó hacia la puerta.
–¡Si das un paso más, grito!
–¡Oh, infame, infame!—volvió a exclamar con voz profunda el conde.—¡Y Dios consiente sobre la tierra estos monstruos!
Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamente sobre el sofá. Apoyó los codos sobre las rodillas y metió la cabeza entre las manos. Al cabo de largo silencio la levantó diciendo:
–Bueno, ¿y qué exiges de mí?
Amalia dio un paso para acercarse.
–Lo que ya debes de suponer, si es que te queda un poco de sentido común. No exijo que nuestras relaciones continúen, porque a los términos a que hemos llegado no es posible: sería tanto como mendigar tu amor, y tengo demasiado orgullo para ello. Pero no quiero que ni tú ni esa mujer os quedéis riendo de mí; no quiero servir de befa a los que conocen nuestras relaciones, que son todos los que frecuentan la casa. Exijo, pues, como condición para que la niña vuelva a ser lo que era que rompas inmediatamente con Fernanda y no te acuerdes más de ella.
–¡Pero Amalia!—exclamó con acento dolorido.—Bien comprendes que es imposible. Mi boda está concertada; lo sabe ya todo Lancia: Fernanda me espera en Madrid; faltan muy pocos días…
–Aunque faltase un minuto. Esa boda no se celebrará. Si te casas con Fernanda, tu hija pagará el agravio en la forma que ya sabes.
–¡Oh! Yo lo impediré. Daré parte a la autoridad. Pediré el depósito de la niña.
–Eso es hablar por hablar, Luis—replicó con calma y sonriendo Amalia.—Las autoridades de Lancia son hechura de Quiñones. Nadie osará declarar una palabra contra mí.
–Se lo referiré todo a D. Pedro.
–No te creerá; y si te creyese, ¿qué adelantarías? En vez de impedir mi venganza, como es la suya también, me ayudará.
Hubo un largo silencio. El conde meditaba con la frente apoyada en la mano. De pronto se alzó violentamente y se puso a dar agitados paseos murmurando:
–¡No puede ser! ¡no puede ser!
La valenciana le seguía con la vista. Al cabo, dijo dando un paso hacia la puerta:
–Adiós.
El conde la detuvo con un gesto.
–Espera.
Amalia permaneció inmóvil, con la mano en el marco de la puerta, clavándole una mirada penetrante.
El conde siguió paseando todavía algunos momentos sin hacer caso de ella.
–Está bien—dijo con voz enronquecida, parándose;—no se efectuará el matrimonio. Tú me dirás lo que debo hacer.
Su rostro demudado revelaba la calma de la desesperación.
–Es necesario que escribas una carta a Fernanda despidiéndote.
–La escribiré.
–Ahora mismo.
–Ahora mismo.
Amalia se asomó a la escalera y pidió a Jacoba recado de escribir. Como no había allí mesa, lo puso sobre la cómoda. El conde se acercó y se dispuso a escribir de pie. Amalia también se acercó.
–Es esto lo que quiero que le escribas—dijo presentándole un papel.
Era el borrador de la carta. El conde pasó la vista por él.
«Mi buena amiga Fernanda:—decía—He querido que te fueses para decirte por escrito lo que de palabra sería superior a mis fuerzas. No puedo ser tuyo. No necesito explicarte las razones porque tú las adivinarás. Quisiera amarte bastante para sobreponerme a todo y huir contigo. Por desgracia o por fortuna, hay cosas que pesan en mi corazón más que tu amor. Perdóname el haberte engañado y procura ser feliz, como lo desea tu mejor amigo—Luis.»
Trazó los renglones de esta carta con mano trémula. Antes de terminar, algunas lágrimas asomaron a sus ojos.
XV
Josefina duerme
El noble maestrante fácilmente dio con el autor de su deshonra. Así que leyó el anónimo y se recobró del susto, sus sospechas fueron a parar al conde de Onís. No otra cosa le empujó a ello que el parecido, que ahora advertía claramente, entre éste y la niña recogida. Por lo demás, o porque su excesivo orgullo le vendase los ojos, o porque Amalia había sabido tenerle engañado, jamás advirtió entre ellos más que una fría y ceremoniosa amistad que nada tenía de ofensiva. El mismo orgullo detuvo el curso de sus pensamientos amargos con esta consideración: ¿Por qué dar asenso a lo que el anónimo decía? ¿Por qué no suponer que se trataba de una vil calumnia con que algún enemigo quería envenenar su existencia? Mas el dardo había entrado tan profundamente en su corazón que no podía arrancárselo. Todas las consideraciones que su deseo le sugería no bastaban a destruir la gran certidumbre que, sin saber cómo, se le había colado de rondón en el cerebro. Algunos pormenores, que habían pasado para él inadvertidos, adquirieron de pronto alto relieve, se alzaron como antorchas encendidas para guiarle. El principal de todos era, como es natural, la enfermedad de su esposa coincidiendo con la aparición de la niña. Recordaba la extraña tenacidad con que se opuso a que subiese médico alguno a verla; luego el mimo, los cuidados exquisitos que se prodigaron a la criatura. Acudieron también a su memoria aquellas visitas que en otro tiempo hizo su esposa a la Granja con pretexto de escoger algunas plantas. Ninguna circunstancia quedó, referente a la amistad del conde y al hallazgo de la niña, que no revolviese y pesase en su pensamiento.
Tornose silencioso y meditabundo. La mirada dura de sus ojos hundidos se posaba con insistencia en Amalia siempre que ésta entraba en su habitación. En diferentes ocasiones se hizo traer la niña con cualquier pretexto y la contempló largamente, tratando de descifrar en los rasgos de su fisonomía el enigma de su existencia. Amalia observaba todo esto, y leía tan perfectamente en el cerebro de su esposo como en un libro abierto.
–¿Cuándo se casa Luis?—le preguntó un día en tono afectadamente distraído el maestrante.
–Dicen que aún tardará algún tiempo. Necesita arreglar no sé qué asuntos antes de irse a Madrid—respondió con la mayor tranquilidad.
–¿Continúa en la Granja?
–Siempre. No viene más que alguna que otra vez por la tarde, según me ha dicho un día que le hallé en la tienda de Barrosa.
Justamente a la noche siguiente apareció en la tertulia el conde.
–¿Cómo? ¿Usted por aquí? ¿Ha regresado ya de la Granja?—le preguntó D. Pedro, clavándole una mirada penetrante.
–Definitivamente, no. Tengo el coche abajo, y me vuelvo a dormir.
–Se aburre usted allí, ¿verdad?—le preguntó D. Cristóbal Mateo.
–Por el día no. Estoy muy entretenido con los trabajos del campo, el molino, los bichos, etc. ¡Pero las noches se hacen tan largas!…
Luis venía solamente por ver a su hija. Amalia no se lo permitió hasta que la niña estuvo medianamente repuesta. Volvió a vestirla como antes y le devolvió los fueros que tenía. Pero no el cariño. El encanto se había roto.
Porque Luis la aborrecía: estaba sometido a la fuerza. Con aquella pasión ardorosa, con aquel amor lleno de misterio y placer se había unido también la afición a la criatura. Pero los martirios que su cólera insensata le había hecho padecer abrió entre ellas un abismo. Josefina jamás amaría a su verdugo. La pobre niña, vestida con ricos trajes, vagaba sola por el palacio de Quiñones, sin hallar en nadie ternura. Amalia huía, de ella. Los criados, avergonzados de sus malos tratos y pesarosos de aquel repentino cambio, que elevaba de nuevo a la expósita sobre ellos, no le dirigían la palabra. El largo martirio sufrido y la terrible enfermedad con que terminó habían dejado huellas profundas en su semblante. Su rostro pálido se trasparentaba como el nácar. En torno de los ojos persistía aquel círculo oscuro, negro, de agitación y dolor. El conde sentía apretarse su corazón cada vez que la veía. Costábale trabajo retener las lágrimas.
Amalia no dio noticia a su amante del imprudente anónimo que había dirigido a Quiñones. Temiendo, por la actitud de éste, algún grave acontecimiento, resolviose a despistarle, ya que volverle la calma no era posible. El partido que mejor le pareció fue apartar las sospechas de Luis y encaminarlas hacia Jaime Moro. Era el único que por su edad, figura y posición podía aparecer como un amante verosímil. Principió por tratarle, en presencia de D. Pedro, con particular afecto, distinguiéndole de los demás tertulios de modo harto visible. Dirigíale miradas y sonrisas significativas; gustaba de ponerse detrás de su silla cuando estaba jugando al tresillo, y embromarle; llamábale a cada instante con cualquier pretexto y le retenía a su lado largos ratos hablándole en secreto, acercando más de la cuenta el rostro al suyo. No era tan fácil como puede parecer seducir a Moro, aunque sólo fuese en la apariencia. Nada tenía de arisco; al contrario, gozaba justa fama de caballeroso y galante con las damas. Pero cuando las damas se hacían incompatibles con el billar o el tresillo no lo había más grosero y cerril en seis leguas a la redonda. Amalia le mortificaba infinitamente reteniéndole cuando los tresillistas le aguardaban. Entonces no respondía acorde a sus preguntas, sonreía por máquina y dirigía frecuentes y codiciosas miradas a la mesa donde sus compañeros gozaban ya las dulzuras de alguna vuelta con palo de favor.
–Moro, siéntese usted aquí; vamos a charlar un rato.
Moro temblaba: se le venía el mundo encima. Tomaba asiento al lado de la dama con una cara larga, larga, que no daba idea cabal de la pasión que debía arder en su pecho.
El maestrante había hecho poco caso de aquellos apartes, de las preferencias y las sonrisas insinuantes de su esposa. Les miraba con ojos distraídos, sin venírsele a la mente ninguna sospecha, preocupado enteramente con la verdadera pista. Sin embargo, al cabo de algunos días, tanto insistió Amalia y tan buena maña se dio, que el noble caballero principió a fijarse en aquellos signos y a darles algún valor. La valenciana sintió el placer del triunfo. Sus cálculos iban camino de realizarse. Y para dar impulso poderoso y decisivo a su enredo, ocurriosele en el momento una treta peregrina. Se hallaba sentada en un rincón, teniendo a su lado a Jaime Moro, bien a la vista de D. Pedro. Moro, distraído como siempre. La esposa de Quiñones necesitaba hacer prodigios de habilidad para sostener la conversación, le sonreía, le mimaba, le envolvía en una red de palabras melosas, que acentuaba fuertemente con la sonrisa a fin de llamar la atención de D. Pedro.
–¿Qué es eso? ¿Está usted mirando mi brazalete?
Moro no había reparado en él.
–Es muy lindo—se apresuró a decir por complacencia.
–Ha pertenecido a mi madre. Tiene más mérito de lo que parece. Este retrato, que es el de mi abuela, está hecho de mosaico… vea usted.
Al mismo tiempo levantó la mano. Moro lo contempló con afectada admiración.
–Repárelo usted bien.
Y la alzó aún más, poniéndosela cerca de los ojos. Observando con el rabillo del ojo que don Pedro la miraba, todavía la alzó un poquito, hasta rozar con ella los labios del joven. Pero en aquel instante la retiró bruscamente con vivo ademán. Moro quedó estupefacto. Involuntariamente dirigió la vista hacia D. Pedro, y notando que éste le clavaba una mirada fría y penetrante, se puso colorado hasta las orejas. Amalia se levantó y se fue al salón, como si quisiera disimular su turbación.
Fue grande la que se apoderó del orgulloso maestrante con el secreto que pensó sorprender. Sus ideas experimentaron violenta sacudida. Agitado por mil sospechas contrarias, dominado por una cólera furiosa, movía entre sus trémulas manos las cartas, sin pensar en ellas, imaginando horribles venganzas contra su esposa y contra el…
¿Contra quién? ¿Cuál era el traidor? La duda encendía aún más su rabia.
Lo que había visto era bien concluyente. Y, sin embargo, su pensamiento no podía apartarse del conde de Onís. Contra el testimonio de sus propios ojos alegaba el instinto, una voz interior que le señalaba sin cesar a su enemigo.
Apareció éste en la tertulia. Saludó fríamente a Amalia y se fue derecho al gabinete; pero Manuel Antonio le retuvo tirándole por el faldón del frac.
–¿Dónde vas, Luis? Ven aquí, muchacho; no te nos enfrasques tan pronto en el juego. Mira, aquí María Josefa y Jovita han estado disputando toda la noche sobre la fecha de tu matrimonio. Yo les he dicho: «No disputéis más. Si viene hoy Luis, es tan amable que de seguro os lo ha de decir.»
–Pues las has engañado—respondió el conde aproximándose al grupo.
–¿Tan grosero te has vuelto?
–No es grosería, es ignorancia. Estas señoritas saben muy bien que las cosas no se realizan nunca como y cuando queremos. Si yo les dijese ahora una época y resultase otra, pensarían que había tratado de burlarme de ellas.
Apesar de los esfuerzos que hacía por sonreír, el semblante del conde reflejaba tristeza infinita. Su voz salía apagada y enronquecida.
–¡No, no! ¡Nada de eso!—exclamó riendo Jovita.—Díganos usted un día cualquiera, que aunque luego resulte otro, pensaremos que no ha sido por su voluntad.
–Bueno, pues mañana.
–¡Eso tampoco!—gritaron ambas solteronas alborozadas.
–No son ustedes fáciles de contentar. ¿Qué día quieren que me case? Señálenlo ustedes.
El conde no había dicho una palabra a nadie de la ruptura de su matrimonio. La innata debilidad de su carácter le obligaba a callar una noticia que muy pronto había de difundirse. Tenía miedo a la curiosidad pública, a las preguntas, a que en el rostro le adivinasen las causas de tal resolución. Y temblaba y se entristecía profundamente cada vez que, como ahora, le tocaban este punto.
Hasta entonces no se había traslucido nada. Creíase en la ciudad que de un día a otro se iría a Madrid a reunirse con su futura. Sin embargo, Manuel Antonio, cuyo olfato era superior al de todos sus contemporáneos, había olido algo. Y con la tenacidad y el disimulo de una Isabel de Inglaterra, principió a recoger noticias y a atar cabos de tal modo que a la hora presente andaba muy cerca de la verdad.
–Muy triste te veo estos días, Luisito—le dijo bruscamente.—Más que de matrimonio tienes cara de testamento.
El conde se turbó y no supo más que contestar sonriendo forzadamente:
–El matrimonio es un paso muy serio.
Trató de marcharse, pero Manuel Antonio volvió a retenerlo. A todo trance quería dar con la clave del enigma, saber de un modo positivo lo que sospechaba. Y ayudándose de María Josefa, que sabía mejor que él a qué atenerse, mantuvo alerta la conversación algún tiempo sobre el escabroso tema. Luis estaba en brasas. Dirigía frecuentes miradas hacia el sitio de Amalia, como reclamando lo que estaba obligada a concederle. Levantose al fin la dama, se asomó a la puerta y tornó a sentarse. A los pocos momentos apareció el rostro pálido y suave de Josefina. Paseó sus ojos tristes por la sala, y a una seña de su madrina dirigió sus pasos al gabinete. Al cruzar por detrás del conde, volviose éste a medias y le echó una mirada rápida y ansiosa, que no pasó inadvertida a la sagacidad de sus interlocutores. La niña levantó sus ojos hacia él, brillando con sonrisa feliz. Fue un choque magnético que hizo arder súbito toda la alegría de su corazón infantil. Los tertulios la llamaron, trataron de retenerla; pero ella, obedeciendo la orden de su madrina, siguió hasta el gabinete. Pocos momentos después se oyó la voz áspera de Quiñones.
–¿No está el conde de Onís por ahí? ¿Cómo no entra?
–Allá voy, D. Pedro—se apresuró a responder Luis, contento de separarse de aquel enfadoso grupo.
Al entrar en el gabinete se produjo, en menos tiempo del que puede tardarse en referirla, una terrible escena que puso en conmoción y espanto a toda la tertulia. D. Pedro estaba con las cartas en la mano y lo mismo Jaime Moro y D. Enrique Valero. Saleta, que hacía el cuarto, hablaba con el capellán sentado detrás de él. En torno de la mesa había tres o cuatro personas de pie mirando el juego. Cerca del noble maestrante se hallaba Josefina con los bracitos cruzados esperando su bendición para irse a la cama.
Al entrar el conde, Quiñones le lanzó una rápida mirada escrutadora, clavó enseguida otra de profundo odio en la niña y dijo con sonrisa sarcástica:
–Ah, ¿quieres la bendición?… Toma la bendición.
Y le dio de revés un tremendo bofetón que la hizo rodar por el suelo, soltando sangre por boca y narices. Luis sintió aquella bofetada en sus mejillas. Huyó repentinamente de ellas toda la sangre y quedó densamente pálido. Y por un impulso ciego, superior a su voluntad, gritó fuera de sí:
–¡Eso es una vileza! ¡Una cobardía!
Y aun trató de lanzarse sobre él. Pero le detuvieron. D. Pedro gritaba mientras tanto a grandes voces, loco de furor:
–¡Por fin caíste! ¡Por fin caíste, perro!
Hizo un esfuerzo supremo para alzarse del asiento y lanzarse sobre el ladrón de su honra, consiguiolo a medias, y cayó al fin de nuevo, privado de sentido, torciendo la boca.
Los tertulios se habían levantado todos y acudieron al gabinete. Las señoras gritaban aterradas. Los hombres preguntaban a los de dentro lo que ocurría. El conde de Onís paseó una mirada de extravío por ellos, se dirigió al sitio donde yacía Josefina, alzola del suelo y, con ella en brazos, trató de abrirse paso. Amalia se le puso delante.
–¿Adónde va usted?
Y quiso arrancarle la niña. Pero Luis extendió la mano, agarró a la valenciana por los cabellos y, después de sacudirla tres o cuatro veces con fuerza, la arrojó lejos de sí y se lanzó a la puerta del salón.
Bajó la escalera a saltos, salió a la calle, donde esperaba el coche, y brincando en él con su preciosa carga dijo al cochero:
–¡A escape, a la Granja!
El pesado vehículo rodó con estrépito por las calles mal empedradas. No tardó en salir a la carretera.
La luna brillaba en lo alto del firmamento. De vez en cuando, grandes nubes espesas, flotantes tapaban su disco, pero al instante volvía a lucir. En las regiones superiores de la atmósfera soplaba un viento huracanado. Abajo parecían reinar el silencio y la paz.
Josefina no salía de su desmayo. El conde le limpiaba con su pañuelo la sangre. Después trataba de reanimarla imprimiendo largos, apasionados besos en su rostro de alabastro.
Al fin se entreabrieron sus ojos, contempló con extraña fijeza al conde y relampagueó en ellos una dulce sonrisa.
–¿Eres tú, Luis?
–Sí, vida mía, yo soy.
–¿Adónde me llevas?
–Donde tú quieras.
–Llévame lejos, ¡muy lejos!… Llévame a tu casa… Llévame aunque no me des de comer. Estando contigo no me importa morir.
El conde la apretó contra su seno y la cubrió de besos.
–Sí, sí, a mi casa vas—exclamó mientras las lágrimas bañaban sus mejillas.—De allí no saldrás ya nunca, porque para arrancarte necesitarán antes arrancarme la vida… Escucha, Josefina, voy a decirte una cosa. Procura entenderla. Haz un esfuerzo y lo conseguirás… Yo soy tu padre… Los señores de Quiñones te han recogido en su casa… pero yo soy tu padre… ¿lo entiendes?
–Sí, Luis, te entiendo.
–Te han recogido, porque yo soy tan malo que te he entregado a ellos en vez de tenerte conmigo.
–Ahora no te entiendo, Luis. Tú no eres malo. Tú eres bueno y me quieres.
–Sí, hija de mi alma, te quiero más que a mi vida… Perdóname.
–Yo también te quiero a tí… ¡A ellos no! Antes quería a madrina, pero ahora no… ¡Me ha pegado tanto! ¡Si supieras!… Me mordía, me arañaba, me arrastraba por el suelo, mandaba a Concha que me azotase con la ballena, me ataba con una cuerda como a los perros…
–¡Calla, calla, que me matas!—profirió Luis sollozando.
–¡No llores, Luis, no llores!… ¿Ves cómo eres bueno? Estás llorando por mí.
–¡No he de llorar por tí si eres mi hija! Llámame padre… ¡Yo soy tu padre! ¿Lo sabes, lo sabes?
–Sí, lo sé… Tú eres mi padre y yo soy tu hija… Tengo sueño… Déjame dormir sobre tu pecho.
Y dejó caer sobre él la cabecita blonda. Inclinó la suya el conde para darle un beso en la frente y sintió sus labios abrasados por el calor de la fiebre.
Gozó la criatura algunos momentos de sueño letárgico. Corrían de vez en cuando por su tierno cuerpo vivos estremecimientos. Despertó al fin dando un grito.
–¡Luis, que me llevan!… ¡Míralos, míralos… ahí están!
Sus ojos expresaban un terror pánico.
–No, hija, no; son los árboles del camino que extienden sus ramas hacia nosotros.
–¿No ves a D. Pedro que me amenaza? ¿No oyes lo que me está diciendo?
–Sosiégate, mi alma; es el mugido del viento.
–Tienes razón. Ya se fueron. ¡Mira cómo brilla la luna! ¡Mira qué campos tan hermosos y cuántas flores!… Un palacio de cristal… Delante hay una niña jugando con un gatito blanco… ¡Qué precioso!… Es más bonito que el Rojo… Déjame jugar con ella, Luis…
–Jugarás cuanto quieras, y te compraré un gatito y una palomita blanca que venga a comer a tu mano.
–No, no quiero que gastes dinero. Estoy contenta con que no me separes de ti.
–Nunca ya. Vivirás conmigo siempre, porque eres mi hija. Duerme, mi vida.
–¡Otra vez la oscuridad!… ¡Ya vuelve! ¡Échalos, Luis, échalos, por Dios! ¡Que me agarran!
–No temas; estás conmigo… Mira la luna otra vez… ¿Ves cuánta luz?… Duérmete, corazón.
–Es verdad… ya veo los campos llenos de flores… ya veo el gatito blanco… La niña no está… ¿Dónde se fue, Luis?
–Está en mi casa, esperándote para jugar. Estamos muy cerca ya. Duérmete.
–Sí, Luis, voy a dormir. Tú me lo mandas, ¿no es cierto? Yo debo obedecerte porque soy tu hija… Tengo frío… Apriétame más.
Apretola más y más contra su pecho. Josefina se durmió al fin. El carruaje rodaba por la carretera desierta al través de los campos esclarecidos por la luz de la luna. Las nubes volaban también dispersas por los aires. El viento mugía sordamente a lo lejos. Los árboles comenzaban a agitar sus penachos.
Ya se divisaba el cercado de la Granja. Luis inclinó la cabeza para despertar a la niña; pero al darla un beso sintió en sus labios el frío de la muerte. Alzola vivamente, sacudiola con fuerza varias veces, llamándola a gritos.
–¡Josefina!… ¡Hija! ¡hija! ¡hija!… ¡Despierta!
La blonda cabeza de la niña se doblaba a un lado y a otro como una azucena que tuviese quebrado el tallo.