Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 17
Luis arrugó la carta entre sus manos crispadas. Toda la sangre se le agolpó a la cara. Sin darse cuenta de lo que hacía salió de casa y casi a la carrera tomó la carretera de Lancia, llegando a ésta en pocos minutos. Aquel vago y terrible presentimiento que sentía realizábase al fin. Amalia se vengaba ferozmente. El sentido oculto de la carta era ése: se dirigían a él como padre de Josefina y causa de su desdicha. No sabiendo qué partido tomar, fue a su casa para reflexionar. Sólo había en ella una criada vieja cuidándola. De ésta se valió para averiguar dónde estaba María y pasarle un recado a fin de que viniese a verle. No se equivocó la planchadora sobre el objeto de tal llamamiento. En cuanto le fue posible acudió a la cita, y después de hacerle prometer que no haría uso de su nombre para nada, le dio cuenta circunstanciada de los trabajos que estaba pasando la inocente niña. Escuchábala pálido, desencajado, sin poder reprimir los violentos y frecuentes golpes de su corazón. Cuando llegó a narrarle ciertos odiosos y terribles pormenores, el conde principió a dar vueltas por la estancia como fiera enjaulada, a mesarse los cabellos, a arañarse la cara, lanzando rugidos de coraje.
Al quedarse solo, mil ideas, todas desatinadas, se le atropellaron en la mente. Quería entrar a viva fuerza en casa de Quiñones y llevarse a su hija; quería retorcer el cuello a aquella vil mujer; quería decírselo todo a D. Pedro; quería dar parte al juez y meter en un calabozo a la infame. Afortunadamente sus accesos eran tan violentos como cortos. Vino el abatimiento, el llanto. Corrió a casa de su prometida y le contó sollozando lo que ocurría; se confesó con ella por vez primera. La buena Fernanda unió sus lágrimas a las de él, enternecida por la suerte de la infeliz criatura y por el dolor de su amado. Larguísimo rato pasaron comentando los terribles sucesos y buscando medios de conjurar aquella ruin venganza. Fernanda logró, al fin, persuadirle a que apelara a medios suaves. Pensar en conseguir algo por la fuerza era insensato. El conde, ni aun confesando su falta, tenía derecho alguno sobre la niña. Provocar un escándalo era inútil. Acudir a los tribunales, lo mismo. Ningún criado se atrevería a declarar contra su ama, y las cosas quedarían peor que antes. Al fin el conde se decidió a escribir una carta a su antigua amante.
«En este momento acaban de decirme que nuestra Josefina, nuestra adorada Josefina, está padeciendo martirios increíbles de tu mano. Creo que es una vil calumnia. Conozco tu genio, que es vivo y fogoso, pero noble. No puedo atribuirte semejante cobardía. Te escribo solamente para cerciorarme de que esta angelical criatura sigue siendo el encanto de tu vida. Si no fuese así, dímelo y buscaremos un medio de que pase a mi poder. Te supongo enterada del paso que voy a dar. No quiero decirte nada. Era inevitable más tarde o más temprano. De todos modos puedes estar segura de que mi remordimiento está endulzado por el recuerdo dulcísimo de los años que te he amado. Adiós. Escríbeme alguna palabra amable.»
XIV
La capitulación
Josefina se demacraba. Sus mejillas tenían la palidez de la cera. En sus ojos, de mirar suave y apacible, se notaba constantemente el extravío del terror; en torno de ellos el sufrimiento había trazado un círculo violáceo. Hablaba muy poco, no reía jamás. Cuando la dejaban en paz, sentábase en cualquier rincón y permanecía inmóvil mirando a un punto fijo, o bien se acercaba al balcón y escribía en los cristales con el dedo.
A veces, a despecho de tanto dolor, la naturaleza infantil revindicaba sus derechos. Veía al gato acercarse lentamente a ella con el rabo derecho, el espinazo arqueado, solicitando sus caricias con débil ronquido. Dejábase caer en el suelo, le llamaba, le traía hacia sí y principiaba a pasearle las manos por el lomo, a rascarle la cabeza y hacerle cosquillas debajo del cuello, murmurándole al mismo tiempo en el oído palabras de cariño, un gorjeo mimoso que el animal acogía con espasmos de voluptuosidad. «Te quiero, te quiero. Tú eres muy bueno. ¿Verdad que eres bueno? Ya no me arañas como antes. ¿A quién quieres más en la casa? ¿Di, rico? ¿Quién te ha dado una sardina ayer? ¿Quién te pone el platito con leche todos los días? Y si pudiese darte siempre pescado también te lo daría, porque sé que es lo que más te gusta, ¿verdad, rico mío? Pero no has de robar nada; ya sabes que te pegan. No orines más en la cama de Manín. Mira que te va a matar; lo ha dicho el otro día en la cocina. Y coge muchos ratones para que madrina te quiera y no te echen de casa.»
El gato, extasiado, susurraba allá en el fondo de la garganta mil síes complacientes, y se frotaba contra ella cada vez más acaramelado y pegajoso. Tendíase la niña boca arriba llevándole abrazado, le apretaba contra su pecho, le besaba, y a veces, olvidada de sus martirios, derramaba lágrimas de ternura. Pero cualquier rumor en la habitación contigua le hacía levantarse sobresaltada con el espanto en los ojos, arrojaba el gato lejos de sí y esperaba inmóvil lo que viniera. Casi siempre algún castigo cruel.
–¡Pícara, así ensucias los vestidos arrastrándote por el suelo! ¡Aguarda aguarda!
Por efecto de los continuos miedos que experimentaba contraíase con fuertes movimientos irregulares su vejiga y hacía que involuntariamente se le escapase en muchas ocasiones la orina. Esto era lo que ponía fuera de sí a la irascible Concha. Si notaba en el suelo (porque la ropa sólo muy rara vez se la veía) signos de aquella debilidad, encrespábase como una hiena.
–¡Gorrina, indecente! Parece mentira que la señora mantenga en su casa este bicho asqueroso. Si fueses cosa mía, te desollaba viva.
Pero aunque no era cosa suya, procedía como si lo fuese: la desollaba a azotes. Una vez su furor fue tan grande que, cogiéndola por las orejas, le higo lamer el suelo mojado.
La hora más terrible para la criatura era la de las lecciones. Amalia se las señalaba por la mañana temprano; grandes trozos de la historia sagrada y de la gramática. Josefina se retiraba a un rincón y hacía esfuerzos desesperados por retenerlos en la memoria. Un poco antes de comer, Concha, que era la encargada de tomárselas, se sentaba en una silla, sacaba la famosa ballena y, con ella en una mano y el libro en la otra, daba comienzo a sus funciones pedagógicas. Cada tropiezo, cada palabra que la niña olvidaba costábale un ballenazo en la cara, en el cuello o en las manos. Y como su memoria no era bastante fuerte, y por otra parte el miedo se la obstruía, aquello era un incesante machaqueo.
Aún peor si se las tomaba su madrina. Concha era fríamente cruel; no levantaba la mano sino cuando cometía la falta, como una máquina de castigar. Pero Amalia a los pocos momentos se ponía nerviosa, el llanto de la niña excitaba sus sentidos, entraba en furor como una pantera hambrienta, y concluía por golpear frenéticamente hasta que la dejaba trémula y ensangrentada a sus pies.
Desde la carta del conde había aumentado, si era posible, su odio a la criatura; la trataba aún más despiadadamente. Herida en lo más vivo de su orgullo por aquella diplomacia fría, protectora, insultante que en su sentir respiraban las palabras de su antiguo amante, vomitaba la rabia de su corazón sobre la hija. Además, la idea de que Luis tenía noticia de aquellos martirios, y le dolían vivamente era aliciente mayor para prodigarlos. ¡Que sufriese ella, que sufriese él, el vil, el pérfido, que había gozado de su juventud, y cuando la halló vieja la arrojó como un trapo sucio a la barredura!
En uno de estos días de profunda y rugiente cólera la vida de Josefina corrió inminente peligro. A la hora de costumbre fue llamada al comedor para dar sus lecciones. Concha se acomodó en su silla y con no disimulado regodeo sacó del pecho la fatal ballena. Aquel día le pedía el cuerpo un razonable desahogo de golpes. La niña se acercó a ella temblando como siempre y le entregó los libros. Y ya comenzaba a recitar con labio balbuciente un capítulo de la historia sagrada cuando vino a interrumpirlas Manín. Entró con su eterna chaqueta verde, calzones cortos, su gran calañés mugriento, haciendo temblar el piso con los zapatones claveteados. A esta indumentaria, arcaica ya en la provincia, debía gran parte de su notoriedad y la fama de terrible cazador de osos que había tenido. Entró con la cabeza gacha como siempre y, espatarrándose bajo el dintel de la puerta, preguntó:
–Concha, ¿no habrá de qué, que comer, por ahí?
–¿Tanto te aprieta la gazuza, Manín?—respondió la costurera riendo.
El aldeano abrió desmesuradamente la boca para reír también.
–Así Dios me salve, no puedo aguantar un menuto más. Toos parecéis frailes descalzos en esta casa; no vos entra la gana más que cuando suena la hora.
–Voy, voy allá, grandísimo tragón, roedor—dijo Concha posando sobre la silla el libro y la ballena y dirgiéndose con paso petulante hacia el aparador.
Se entendían admirablemente. La costurera era arisca, cruel, intratable; pero el mayordomo sabía recabar de ella las pocas migajas de buen humor que tenía en el cuerpo. La requebraba brutalmente, la pellizcaba al pasar, le decía mil groseras desvergüenzas para que las comprendiera al revés. Y la microscópica doncella, que no era gentil ni bonita y en quien las asperezas del carácter habían sofocado todo germen de coquetería, trasformándola en sacerdotisa del dolor, en una euménida fatal y despiadada, se dejaba festejar complacientemente por aquel bruto. Le hacía gracia su osadía, su rudeza, su glotonería y el modo insolente y despreocupado que tenía de tratar a todo el mundo, incluso al alto y poderoso señor de Quiñones. Manín era un solemnísimo bellaco. Con aquella grosería soez, el porte de atrevido cazador de fieras y su estrafalario arreo había sabido vivir muy regaladamente en este mundo, sin encallecer las manos, ni quebrarse los lomos allá en su aldea con las faenas de la labranza.
Sacó la costurera un plato de carne fiambre y lo puso sobre el hule de la mesa, sin servilleta ni cosa que lo valga; después cortó a la mitad un pan y lo dejó, con la imprescindible botella de vino blanco y el vaso, al lado de la carne. El cazador de osos comenzó a devorar. Concha sentose de nuevo, y la niña, acercándose, repitió las palabras que ya había pronunciado. A los pocos momentos ¡zas! un ballenazo y un grito de dolor. Inmediatamente otro golpe y otro grito. Y así sucesivamente. La costurera estaba encantada al notar que la chiquilla tropezaba más que otras veces. Manín engullía en silencio, volviendo sólo de vez en cuando los ojos con marcada indiferencia hacia aquella triste escena. Al poco tiempo, como por máquina, principió a murmurar a cada golpe: «¡Dale! ¡Atiza! ¡Buena fue ésa! ¡Vaya una mano!…» y otras semejantes exclamaciones.
Terminó la lección de historia sagrada. Antes de tomar la de gramática hubo un respiro. La costurera se puso a bromear alegremente con el mayordomo. Estaba de un humor angelical.
–¿Qué tal la carne?
–Rica, ¡rica de verdad!
–Lo peor es que te va a quitar el apetito para la hora de comer.
Retembló la estancia con la risotada del gañán.
–¡Eso sí! ¡A mí cualquier cosa me quita la gana! Vas a tener que meterme un hierro caliente en el agua como a la señora.
–Por la panza te lo había de meter, gran puerco.
–Mira, Concha, no me busques las cosquillas, porque aunque eres una mocita de sandunga y tienes los ojos muy picarones, y la boca como una cereza, un día te encuentras, sin saber por dónde vino, con un revés que te arrancará de cuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.
–¡Calla, calla, viejote, zapalastrón! ¡Bueno estás ya para reveses! ¡Si no puedes con los calzones! ¡Si estás descuajaringado!
–Eso no lo dices tú con el corazón; por eso se te estima. Bien sabes que hay aquí dentro mucha entraña todavía (y se daba rudos puñetazos en el pecho). ¡Si te cogiera en un maizal!
–¡Como si me cogieras en la plaza del mercado! Na. Ya no tienes más que quijadas y palique.
–Y manos para apalpar la gracia de Dios—repuso el bárbaro tomando con su manaza velluda la barba de la costurera.
–¡Quita, quita! ¡Gorrinazo!
Y le pegó con la ballena un golpecito en los dedos. Volvió el gandulote a embestirla y ella a defenderse de la misma manera. Trató de agarrarla por la cintura. La doncella se levantó y corrió por la estancia, haciéndose la enojada.
–¡No me toques, Manín! Mira que llamo a la señora.
Pero él no hacía caso. La perseguía lanzando gruñidos y risotadas; abrazábala aquí, soltábala allá, recibiendo en sus carrillos, ásperos y duros como la piel de un elefante, las bofetadas de la doméstica, sin manifestar sentirlas. Crujían los muebles, retemblaba el piso, campanilleaba la vajilla de los aparadores. Y él sin cejar. Cada vez más falso y zalamerón. Sabía el pícaro que aquella mujerzuela irascible y endemoniada tenía despierta la vanidad, como todos los seres humanos, y que era de capital interés para su panza tenerla contenta. Por último, lanzando un verdadero mugido de buey, consiguió agarrarla por la cintura y alzarla en vilo. Mantúvola en alto sin esfuerzo alguno, como si fuera un chiquito de tres años.
–¿Y ahora? ¿Qué dices ahora, Zapaquilda? ¿Dónde están esos hígados? ¿Dónde esas manos? Anda, bruja, pide perdón; si no, te dejo caer como una rana—bramaba el cazurrón, zarandeándola en el aire.
–¡Déjame, Manín! ¡Déjame, burro! ¡Habrá cochinazo! ¡Mira que grito!
Al fin la puso delicadamente en el suelo. La doncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía con voz anhelante:
–No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quita allá! No me vuelvas a decir palabra, porque no te contesto.
–¡Eso! Grita ahora, fachendosa, después que te hice ver a Dios—roncaba Manín con sorna, mirándola de reojo y sobándose la barba.
–¡Si no te quitas de mi vista, baldragote!…—exclamaba la diminuta criada, pasándole a su despecho relámpagos de risa por los ojos.
Manín se sentó de nuevo para engullir el pan que quedaba y beber otro vaso de lo blanco. Josefina mientras tanto sollozaba en un rincón, llevándose las manos heridas a la boca, palpándose las mejillas acardenaladas por los ballenatos. Manín se dignó echar hacia ella una mirada.
–No llores, tontina, que el dolor de los zurriagazos pasará y la ciencia te quedará en la mollera para siempre—dijo cortando con su navaja un pedazo del pan y metiéndolo en la boca.—Si quieres saber mi dictamen, cuanto más te peguen más contenta debes de estar. ¿Qué serías tú si Concha no tuviese la misericordia de castigarte duro? Una chafandina que no valdría un celemín de bellotas, una bestia, salva sea la comparanza. Y ahora ¿qué serás? Una mujer pa too lo que se la pida. (Pausa mientras se corta otro pedazo de pan y lo muele, levantando un bulto como el puño en el carrillo derecho)… Anda, que si yo hubiera tenido como tú maestros que me alzasen el pellejo a correazos, no sería un burro, no me llamarían Manín, sino don Manuel, y en vez de ser un mísero súdito, andaría por ahí dándome importancia, paseando por Altavilla con las manos atrás como los señores y leyendo las gacetas en el casino. (Otra pausa y otra amputación del zoquete)… Ponte en lo justo si tienes caletre para ello. ¿Cómo quieres aprender esas cosas tan enrevesadas sin algunos lampreazos? ¿Quién aprendió daqué nunca sin azotes? Nadie. ¡Pues entonces! Si tuvieras conocimiento, criatura, darías gracias a Dios por haberte puesto una maestra que es como una gloria. Para too sirve la endina, para too tiene las manos finas y los pies listos, ¿verdá, tú?
Concha se había puesto grave otra vez, sentándose y haciendo un gesto imperioso a la niña para que se acercase. Tocábale el turno a la gramática. Aquí andaba peor todavía que en la historia, séase por la falta de memoria o porque el miedo la turbase. Comenzó el vapuleo: un ballenazo ahora y otro después y otro y otro. Manín, fiel a sus convicciones pedagógicas, aplaudía con la boca llena, cortando grave, esmeradamente, en figuras geométricas los pedazos del pan antes de conducirlos con toda solemnidad a los labios. Las faltas fueron muchas; los golpes fueron otros tantos. Pero al terminar la lección, Concha consideró que a más del castigo correspondiente a cada falta, teniendo en cuenta lo mal que la niña lo había hecho, convenía terminar con un vapuleo general que las comprendiese todas. La alzó de la silla y, blandiendo la formidable ballena, exclamó:
–Ahora, para que estudies mejor y se te despierten los sentidos, ¡toma!
Tantos y tan recios fueron los golpes, que la criatura, tratando de huir aquel martirio, se agarró con las manos crispadas a las sayas de su verdugo. Sin saber cómo, tal vez por haberse colgado inconscientemente a ellas, la cinta que las sujetaba se rompió y vinieron al suelo, dejando a la costurera solamente con la camisa. Dio un grito de vergüenza y se apresuró a levantarlas. Pero sin pararse a atar otra vez la cinta, echando una mirada de profundo rencor a la chica, salió de la estancia sujetándolas con las manos.
–¡Buena la has hecho, buena, buena, buena!—exclamó Manín, tallando con primor el bocado que iba a llevar a la boca.
La criatura, paralizada de terror, no lloraba. No le dolían siquiera las heridas. Al cabo de pocos momentos se presentó de nuevo Concha acompañada de la señora. Ésta venía sonriendo sarcásticamente.
–Por lo visto, a la señorita le gusta ahora desnudar a las doncellas delante de los hombres. Estará usted contenta, señorita, ¿no es cierto? Manín habrá visto bien por todos lados a Concha. ¿Verdad, Manín, que la has visto cómodamente?
Avanzó unos pasos. La niña retrocedió asustada.
–No tenga miedo, señorita. Tranquilícese usted, señorita. Yo no vengo aquí a azotarla. Eso de los azotes es muy antiguo. ¡Quién se acuerda ya de azotes! Sólo vengo a invitar a usted para que dé una vuelta por la cueva… la cueva de los ratones… ya sabe usted. Allí se puede entretener en desnudar alguna rata de las muchas que vendrán a visitarla… Vamos, deme usted la mano para que la conduzca con toda ceremonia.
La niña fue a ponerse detrás de una silla; desde allí, perseguida por Amalia y por Concha, corrió alrededor de la mesa; por último, se refugió detrás del mayordomo.
–¡Manín! ¡Manín, por Dios me escondas!
Pero éste la sujetó por un brazo y la entregó a la señora. Tomáronla cada una por una mano y la arrastraron, apesar de sus gritos penetrantes.
–¡A la cueva no! ¡A la cueva no! ¡Madrina, perdón! Mátame primero. ¡Mira que tengo mucho miedo! ¡A la cueva no, que me comen los ratones!
Los criados salieron al pasillo y presenciaban mudos y graves aquella escena. Los gritos de la niña se fueron perdiendo en la oscura y tortuosa escalera que conducía al sótano.
Amalia abrió la puerta de la terrible cueva y empujó a su hija hacia el interior. Cerró con furia; pero la niña había corrido hacia la salida, y la puerta le cogió la mano. Oyose un grito desgarrador. La valenciana abrió otra vez la puerta, dio un fuerte empujón a la criatura que la hizo caer al suelo, y echó la llave.
La cueva era un calabozo húmedo y negro donde sólo penetraban algunos tenues rayos de luz por un ojo de buey abierto en lo alto. Sirvió en otro tiempo para bodega de vinos. Ahora no había allí más que botellas vacías.
La niña apenas quedó sola se incorporó, miró a todos lados loca de terror, quiso gritar y la voz se le anudó en la garganta; por último, extendiendo las manos, acometida de un fuerte temblor, cayó desvanecida.
Al cabo de media hora el mozo de cuadra, que había presenciado el encierro, movido de compasión, acercose a la puerta y miró por el ojo de la cerradura. Nada pudo ver. Llamó muy quedo.
–Josefina.
La chica no respondió. Llamó más fuerte. El mismo silencio. Asustado, gritó y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas sin obtener contestación. Entonces apresurose a subir para dar parte de lo que pasaba, a riesgo de perder su empleo. Amalia mandó a Concha con la llave para ver lo que ocurría. Entre ella y Paula subieron a la criatura privada de sentido, fría y rígida, con los caracteres de la muerte impresos en el rostro. Temerosa de las complicaciones que con esto pudieran sobrevenir, la esposa del maestrante se apresuró a meterla en la cama. Tardó poco la pequeña en volver en sí, pero inmediatamente se declaró una fuerte calentura. Llamose al médico. Encontrola bastante mal. Para explicar la herida de la mano y los cardenales que presentaba, Amalia, fértil en mentiras, inventó una historia que el doctor creyó o fingió creer.
Estuvo entre la vida y la muerte algunos días. Amalia seguía con ojos inquietos el curso de la enfermedad. No le dolía la pérdida de aquel ser sobre el cual había vertido las hieles amargas de su corazón; pero le agitaba la idea de perder de una vez su venganza. Justamente al tercer día de hallarse en cama Josefina, tuvo noticia de que en la noche anterior había salido Fernanda en la silla de posta para Madrid, y que Luis sólo tardaría cuatro o cinco días en reunirse con ella. Experimentó violenta sacudida. Una ola hirviente de bilis inundó su pecho. Aquella noche tuvo fiebre también. ¡Se le escapaban! No había posible venganza para aquel traidor. Iría a Madrid, se casaría; tal vez allí recibiría la noticia de la muerte de su hija; lloraría un poco; al cabo las caricias de su adorada esposa se la harían olvidar. De aquellos amores tan largos, tan vivos, no quedaría más que un hombre paseando su dicha por Europa, y en Lancia una pobre mujer vieja y triste sirviendo de befa a los corrillos de Altavilla. Sus carnes fláccidas temblaron. Los instintos vengativos de su raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No, no podía ser! Antes arrojarle su hija muerta a los pies, antes clavarle un puñal en el corazón.
Ocurriosele una idea singular y terrible: contárselo todo a su marido. Ignoraba lo que esto daría de sí, pero por lo pronto provocaría un escándalo. D. Pedro era violento, gozaba de gran poder y prestigio. ¿Quién sabe el destrozo que la bomba podía causar? Cierto que estaba paralítico y no podía tomar venganza por su mano; pero ¿no se le ocurrirían a aquel hombre tan altivo y puntilloso medios de volver el mal que le causaran? Ella caería entre las ruinas, pero caería con gusto si el traidor pagaba de algún modo su perfidia.
Después de mucho batallar con este pensamiento, no arriesgándose a hacer la confesión de palabra ni a escribirla bajo su firma, remitió a D. Pedro, disfrazando la letra, una carta anónima. «La niña que usted ha recogido hace seis años es hija de su esposa y de un caballero que frecuenta su casa y a quien usted llama su amigo. No le digo a usted el nombre. Busque usted y no tardará en hallar al traidor.—Un amigo leal.» Echola al correo y esperó con ansia el efecto que producía.
D. Pedro la recibió delante de ella y la leyó. Su rostro se contrajo fuertemente y se cubrió de palidez cadavérica.
–¿Quién te escribe?—preguntó ella con naturalidad.
El maestrante se repuso inmediatamente y, doblando la carta y guardándola, respondió haciendo esfuerzos por asegurar su voz, que temblaba:
–Nada, un recomendado mío que se queja de que le han dejado cesante… ¡Ese gobernador! No tiene memoria ni formalidad ninguna.
Inquieta ya y esperando con ansia los acontecimientos se retiró a su gabinete. Por la tarde llegó Jacoba con misterio y le entregó un billete de parte del conde.
–¿Qué quiere de mí ese hombre?—preguntó sorprendida y en tono despreciativo.
–No lo sé, señorita. Escribió la carta en mi casa y allí espera contestación.
El billete del conde decía:
«Amalia, sé que nuestra hija se halla en peligro de muerte. Por lo que más quieras en este mundo, por la salvación de tu alma, concédeme una entrevista. Necesito hablarte. Si esta tarde ya no puede ser, ven mañana por la mañana a casa de Jacoba.—Tuyo, Luis.»
–¡Tuyo! ¡tuyo!—murmuró con amarga sonrisa.—Has sido mío, sí, pero has cambiado de dueño. Te costará caro.
–¿Llevo contestación, señorita?
Quedó pensativa unos momentos; dio algunas vueltas por la estancia, completamente abstraída; se acercó al balcón y miró por los cristales. Al fin dijo, volviéndose a medias y con gran sequedad:
–Bueno, iré mañana a la hora de misa.
–Me ha preguntado con grandísimo interés por la niña.
–Dile que sigue lo mismo.
Marchose la entremetida, y ella permaneció largo rato mirando a la calle, al través de los cristales, sin verla.
Desde las siete de la mañana del día siguiente estaba Luis aguardándola en la casucha de Jacoba. No había allí más que una cocina en la planta baja y una salita arriba con alcoba, tan bajas de techo que el conde con sombrero tocaba en el cielo raso. En esta salita daba paseos furiosos con las manos en los bolsillos, mirando con precaución a cada momento por los visillos de la única ventana que tenía. Hasta las nueve no acudió la dama. La vio llegar con la mantilla echada por los ojos, el devocionario en la mano y el rosario colgado de la muñeca, con el paso firme y sosegado, como si viniese a dar algunos encargos a su antigua protegida. Cuando oyó su voz en la cocina, le dio un vuelco el corazón, se puso a temblar como un azogado y se le borraron por completo las palabras que tenía preparadas.
–¿Cómo está usted, conde?—dijo ella con gran naturalidad al entrar, tendiéndole una mano.
–Bien, ¿y tú?
Levantó la cabeza como sorprendida de oírse tutear y respondió mirándole fijamente:
–Perfectamente.
–¿Y la niña?
–Algo mejor.
Despejose al oír esto la fisonomía del caballero. Brilló un rayo de alegría en sus ojos y dijo tomando de la mano a su ex-querida y atrayéndola hacia el pobre sofá de paja que allí había.
–Sentémonos, Amalia. Aunque sea un atrevimiento por mi parte, te ruego que me permitas seguir tuteándote cuando estemos solos… Yo no olvido, no podré olvidar jamás cuántas horas de dicha te debo, cuánta felicidad has vertido en mi vida triste y monótona. Tú me has revelado lo más dulce y más íntimo que existía en mi corazón sin que yo lo sospechase siquiera. Para tí han sido los primeros impulsos de mi alma. Sólo tú has penetrado hasta ahora en ella, la has sondeado y conoces sus melancolías, sus flaquezas, y sus ternura. Si me separo de ti, si digo adiós a nuestro amor, no creas que es porque he dejado de estimarlo: obedezco solamente a una ley de la naturaleza que nos empuja a todos a crear una familia. No tengo en el mundo más que a mi madre, una pobre anciana que muy pronto me dejará solo… No debe parecerte mal que quiera formar un hogar y poseer un heredero de mi nombre y mis títulos… Además, el grito de la conciencia me perseguía…
El conde, regocijado con la mejoría de la niña, se mostraba expansivo y más locuaz que de costumbre, sin poder ocultar la felicidad que le embargaba, pensando que todo estaba arreglado a medida de sus deseos. Josefina dichosa al lado de su madre; él dichoso al lado de Fernanda; Amalia resignada y tributándole siempre un cariño dulce y cada día más acendrado.
Ésta le miraba con cierta curiosidad burlona. Cuando terminó, dijo sonriendo benévolamente:
–Sobre todo desde la noche en que viste a Fernanda con aquel precioso vestido descotado, ese grito debió de hacerse insoportable.
El conde sonrió también, avergonzado.
–No lo creas, Amalia; siempre he sentido remordimientos. Claro está que al hacerse uno viejo ve las cosas con más claridad. Mi barba ya blanquea por varios sitios, como estás observando. Lo que en un joven puede disculparse como locura, como expansión irremediable del fuego que corre por las venas, en un viejo se llama crimen. El amor, a la edad en que yo estoy, no debe tapar con sus alas la luz de la razón, y si la tapa merezco el calificativo de insensato. Mi resolución podrá sernos amarga a los dos. A mí me lo es mucho; me cuesta trabajo desprenderme de una pasión que a fuerza de tiempo casi se ha convertido en costumbre. Existe, además, por desgracia, entre los dos un lazo imposible de romper por completo. El Destino ha hecho nacer del fango de nuestro pecado una flor hermosa, una cándida azucena. Apartemos el crimen de su frente: ya que ha sido engendrada por un amor ilegítimo, no la manchemos con nuestra conducta vituperable. Hagámonos dignos de ella viviendo como cristianos.
–Está muy bien todo eso. Sólo siento que ese curso de doctrina cristiana haya venido tan tarde y haya coincidido con la llegada a esta población de tu antigua novia. Porque parece así como si tuvieras olvidado por completo el catecismo, y ella viniese a refrescarte la memoria. Pero, en fin, en eso no debo meterme porque no me concierne. El resultado es que te casas. Haces bien. El hombre está mal solo, y cuando halla una compañera digna, como tú has hallado, no debe perder la ocasión. Fernanda es una buena muchacha; segura estoy de que te hará feliz. Tendréis muchos hijos y, después de una vida larga y dichosa, iréis al cielo.
Sorprendiole a Luis aquella resignación y no pudo menos de sentir alguna inquietud.
–¿Y tú serás también feliz?—le preguntó tímidamente.
–¿Yo?… ¡Qué importa que yo sea feliz o desgraciada!—dijo alzando los hombros con ademán desdeñoso.
–¡No digas eso, Amalia! La felicidad no es la locura a que nos entregamos durante siete años. Había un dejo amargo en ella que yo percibía hace tiempo, y que tú no tardarías en percibir. Una vida pura y digna, la tranquilidad de la conciencia, la estimación de las personas honradas te darán más contento que la pasión culpable… Además, tienes lo que yo no tengo… tienes a tu lado un ángel, un lirio tierno y fragante que embalsamará tu existencia.
–¡Ah, sí, Josefina!… Efectivamente, ella será la que me ha de proporcionar los únicos buenos ratos que pasaré en adelante.
Lo dijo con una inflexión de voz tan extraña, tan aguda y estridente, que Luis sintió un escalofrío.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Lo que he dicho; que por fortuna tengo a Josefina para resarcirme.
–¡Es que lo dices de un modo tan raro!
La valenciana dejó escapar una risita singular que salía allá del fondo de la garganta y sonaba de modo siniestro. Luis la miraba fijamente, cada vez más inquieto.