Kitabı oku: «Riverita», sayfa 10

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XI

Desde que Miguel encargó la gestión de sus negocios al tío Manolo (y lo hizo pocos días después de haber pasado lo que acabamos de narrar), no volvió éste a sentir en su alma aquel noble impulso que le arrastraba a rendir culto a los dioses lares. Quizá juzgaba incompatible el cargo de tutor diligente con los deberes que impone el yugo matrimonial, y prefería sacrificar en provecho de su sobrino los placeres inefables con que la familia le brindaba. Verdad es, que procuró honradamente desquitarse aplicándose con laudable asiduidad a los goces propios del soltero. No le fue a la zaga en esto Miguel, estimulado con su ejemplo: ambos comenzaron a darse vida de príncipes disfrutando alegremente de los siete mil duros de renta que el brigadier había dejado; teatros, bailes, paseos, cenas a última hora, partidas de juego y de caza, noches de amor y de crápula, de todo gozó el héroe de nuestra historia en los cuatro años que siguieron a la muerte de su padre. Su inclinación al estudio sufrió notable menoscabo durante este tiempo; sin embargo, terminó la carrera con regular lucimiento. Una vez en posesión del título de abogado, no volvió a abrir un libro de derecho; los momentos que el placer le dejaba libre consagrábalos a la lectura de obras amenas, lo cual era también un placer.

Al llegar a la mayor edad le vino la idea de pedir cuentas a su tío: había observado en los últimos tiempos ciertas dificultades tocantes al numerario, que le hicieron entrar en sospechas. Las cuales tuvo el sentimiento de ver convertidas en certidumbres: su tío y él se habían gastado en los cuatro años, no sólo la renta anual de siete mil duros, sino el capital correspondiente a cincuenta mil reales que estaba colocado en acciones del Banco y papel del Estado: no le quedaban más que tres fincas urbanas.

Al saberlo tuvo un fuerte altercado con su tío, le recriminó con dureza su negligencia y le dirigió algunas palabras ásperas: el pobre D. Manuel apenas supo defenderse: quedose cortado y confundido, murmurando torpemente algunas disculpas. Cuando a Miguel se le calmaron un poco los nervios y se encontró solo en su cuarto, sintió grandes remordimientos; había obrado con poca generosidad: después de todo, la misma culpa había tenido él que su tío en el despilfarro: al recordar el semblante avergonzado y triste de aquél, sentía tanta lástima y un pesar tan profundo de haberle sin razón ofendido, que no pudo dormir en toda la noche.

La renta que le quedó era bastante para vivir con desahogo y aun con relativo lujo en Madrid. Se hizo cargo de la administración de las casas y puso orden en sus gastos, procurando, no obstante, que a su tío no le faltasen ciertos goces sin los cuales el caballero no comprendía la existencia. Y siguieron viviendo alegres y satisfechos en la mejor armonía.

La amistad de Miguel con su antiguo compañero de colegio y de posada, Mendoza, se había enfriado un poco durante los últimos años, más bien por efecto de la separación que porque hubiese mediado entre ellos motivo alguno de disgusto. Cuando se encontraban en la Universidad o en la calle se hablaban cariñosamente y paseaban juntos si Miguel no tenía cosa urgente que hacer. Algunas veces también, en días de apuro, Mendoza solía pasarse por casa de su amigo y pedirle unos cuantos duros. Por lo demás, trascurrían a veces meses enteros sin verse.

Poco después de terminar la carrera, Mendoza, que cada día era mejor mozo y se aplicaba con más ahínco a parecerlo, quiso hacer oposición a unas plazas de oficiales, vacantes en el Consejo de Estado. Antes de resolverse vino a consultarlo con Miguel, quien le animó mucho y le prometió aprovechar todas sus relaciones para conseguir lo que deseaba. Miguel frecuentaba la alta sociedad y era amigo de varios personajes políticos; se le conocía en los salones como en la Universidad por el nombre de Riverita, y era generalmente querido por su figura simpática, aunque exigua, y su trato franco y gracioso. Hizo Mendoza al fin su ejercicio de preguntas, y no fue más que mediano, de suerte que aun poniéndose en lo mejor, desconfiaba mucho de llevar número, lo cual le traía muy cabizbajo y desalentado. No obstante, cuando llegó el segundo ejercicio, que consistía en escribir encerrado, durante veinticuatro horas, una disertación sobre un tema elegido entre tres y contestar después a las objeciones que dos compañeros le hiciesen, ocurriósele una idea salvadora; pidió por favor a Miguel, en cuyo talento fiaba mucho, que se la escribiese. Hubo necesidad para ello de valerse de un ardid. A la hora en que se encerraba, fue Rivera por allá, se enteró del tema elegido y corrió a meterse en la biblioteca del Ateneo, donde en pocas horas consultando libros y esforzando el ingenio, escribió un largo y erudito discurso. El problema era que llegase a las manos de Mendoza. Para conseguirlo fue a rondar a las altas horas de la noche el edificio de los Consejos, dio un silbido penetrante, como un enamorado que avisase a su novia, y al poco rato se abrió con cautela una ventana del piso alto y se vio un hilo de seda flotar en el aire; Miguel amarró apresuradamente el manuscrito y el hilo comenzó a subir arrastrándolo consigo.

A la mañana siguiente fue lleno de zozobra a presenciar el ejercicio de su amigo. Este, que había copiado la disertación en buena letra, la leyó con firme entonación y no poco aparato; los jueces quedaron sorprendidos de tanta erudición y agradable estilo, en quien no sospechaban que existiese. Cuando llegó el momento, sin embargo, de contestar a las objeciones, decayó bastante; no sabía más que referirse a su discurso; luchaba en vano por encontrar algún nuevo argumento en defensa de la tesis. Apesar de esto y del mediano ejercicio de preguntas, el tribunal, pagado de los conocimientos nada comunes que había demostrado, le aprobó los ejercicios. Entonces fue cuando Miguel puso en juego todas sus amistades para conseguir que el ministro le concediese una de las plazas; el mayor del Consejo, su compañero de hotel, no fue uno de los que menos trabajaron en el asunto. Finalmente, después de muchas idas y venidas, empeños y zozobras, Mendoza fue nombrado oficial del alto cuerpo consultivo con doce mil reales de sueldo; aunque no era muy pingüe, tenía el empleo la ventaja de ser inamovible, y en la capital, y muy apropósito para trabar amistad con los próceres de la política y la administración, bajo cuya égida es como únicamente se puede hacer fortuna en España. El hijo del cirujano estaba, pues, en franquía, o lo que es igual, tenía asegurado su modus vivendi. Celebrose el triunfo por los dos amigos con una cena y hubo brindis fervorosos en ella y se juraron fidelidad eterna.

Poco tiempo después de este suceso, sobrevino otro en la vida de Miguel que dio origen a cambios importantes en ella. Ya hemos dicho que había entrado con buen pie en la sociedad, que se le tenía por hombre ameno y divertido, y gozaba de todos los privilegios que la fortuna y el ingenio suelen conceder en la capital. Pocos sabían como él despertar el buen humor en las tertulias, hablar con donaire de las mil frivolidades que constituyen el encanto de la buena sociedad.—«Mi fuerte y mi recurso supremo para extasiar a las tertulias—solía decir con ironía,—es el teatro Real.» Porque entonces, como ahora, la conversación amena por excelencia en Madrid era la de la ópera, y aquél era tenido por hombre más discreto y agradable quien proporcionase en las reuniones datos más fidedignos acerca de la vida privada de los tenores y barítonos.

Pues sucedió que cierto día, habiendo fallecido un caballero con quien mantenía alguna relación, se vistió de negro y fue a dar el pésame a la familia. La habitación de la señora estaba medio a oscuras, como es de rigor en tales casos, por lo que fue necesario que ella le saludase antes para saber a dónde dirigirse. Después que la apretó la mano y le expresó cuánto sentía, etc., etc., dio vuelta, y secándose los ojos para ver algo, percibió una silla vacía y fue a sentarse en ella. Los circunstantes guardaban silencio y se mantenían en la actitud rígida y dolorosa adecuada a las circunstancias. Nuestro joven procuró también adoptar una postura reflexiva metiendo las manos entre las rodillas, y bajando la cabeza, lo cual no le impedía levantar los ojos que, acostumbrados ya a la oscuridad, consiguieron al cabo distinguir las personas y los objetos. No muy lejos observó que una cabecita de mujer estaba vuelta hacia él, y que unos ojos negros le contemplaban sin pestañear; la cabeza era hermosa y delicada como la de una madona, los ojos vivos y alegres. Sintiose el joven particularmente cautivado por aquella mirada, donde adivinaba cierta misteriosa simpatía; no sólo su amor propio se sintió halagado por las insistentes miradas de la joven, sino que experimentó un sentimiento de atracción, que le arrastraba hacia ella. Contentose, al principio, con decir para sí:—¡Qué niña tan bonita!—Después avanzó un poco más y dijo:—¡Vaya una chica simpática, tiene cara de buena!—Por último no pudo menos de pensar:—Yo he visto esta fisonomía ya en otra parte. Y empezó a dar vertiginosas vueltas en la imaginación para averiguar dónde y cómo la había visto; pero por más que hizo no pudo averiguarlo. Recorría en un instante con el pensamiento, todas las casas conocidas, todos los parajes por donde había andado, y no logró encontrar marco para aquella cabeza. Si no la he conocido en el mundo, la he conocido en sueños, se dijo; yo he visto muchísimas veces esta cara y estos ojos. Y en efecto, poco a poco el semblante de la joven con sus rasgos delicados, con su expresión franca y risueña, se le representó como un sueño amable que había tenido en distintas épocas de la vida; trasladose a los días de placer, recordó los momentos en que su fantasía le hizo entrever los campos floridos de la dicha; días y momentos fugaces para él como para todos, pero que dejan la huella de Dios en el espíritu y le preservan de la corrupción. Los ojos de aquella joven le pusieron en contacto con todos los objetos bellos que había visto en su vida, con todos los pensamientos honrados que habían cruzado por su mente, con todas las lágrimas dulces que había vertido. Acordose de la fe pura y sencilla con que rezaba en el colegio ante la imagen de la Virgen y el ansia con que deseaba tener alas para lanzarse por los espacios azules y llegar hasta su trono de estrellas y cantar a sus pies las alabanzas de su hermosura inmortal; recordó las veces en que su padre le había dado a besar el retrato de su madre; recordó las dulzuras inefables que le causaba de niño la música que acompañaba a las procesiones, y la embriaguez que le producía el perfume del incienso, se le representaron los juegos de la infancia y el cariño vehemente apasionado que sintió cuando niño por su hermanita Julia…

¡Julia!… Le dio un vuelco el corazón. Había hallado lo que buscaba: aquella cabeza semejaba extraordinariamente a la de su hermana, no sólo juzgando por el recuerdo de la infancia, sino por el retrato que de ella poseía, regalo de su padre. Clavó en la joven los ojos con interés ansioso, queriendo averiguar un algo vago que empezaba a bullirle en el pensamiento, exploró con afán todos los rasgos de su fisonomía, examinó todos los pormenores de su vestido.—¡Si fuese realmente mi hermana!—se dijo.—Todo cabe en lo posible. Esta familia es amiga suya.... pudieron venir de Sevilla a pasar una temporada—¡quién sabe!—Y seguía mirándola fijamente cada vez con más emoción: la joven tampoco apartaba de él su mirada, llena de interés. El corazón empezó a batirle aceleradamente: se le apoderó un gran desasosiego, que le hizo mudar de postura veinte veces en dos minutos; sintiose sofocado, y se desabrochó la levita. Era necesario salir de aquella terrible duda; saber si todo era pura ilusión, o si efectivamente se encontraba cerca de la hermana de su alma. ¿A quién preguntarlo? La señora de la casa estaba lejos; no era oportuno levantarse y dirigirse a ella: además, todo el mundo se enteraría. Paseó la vista en torno, y no halló ningún amigo: entonces se decidió a preguntarlo a la señora que estaba más cerca, fuese quien fuese; volviose cuanto pudo hacia ella, se inclinó hacia su oído, mas cuando iba a articular la primera palabra quedó repentinamente sin voz, pálido y estático. La señora que estaba a su lado no era otra que su madrastra, la brigadiera Ángela en carne y hueso, mucho más ajada, con el cabello gris, pero todavía bella y arrogante. La circunstancia de estar tocando con ella y la oscuridad de la sala, habían hecho que no la viese hasta entonces. La brigadiera debió conocerle en cuanto entró, porque así que Miguel hizo ademán de dirigirle la palabra, volvió la cabeza a otro lado en señal evidente de mal humor y desdén. El rencor que siempre le había tenido estaba más encendido ahora por el testamento del padre.

Miguel permanció inmóvil largo rato, sumergido en un mar de pensamientos tristes. Cuando alzó la vista, su hermana (porque era ella, ya no le cabía duda) le estaba contemplando con mayor ternura. Una corriente de simpatía, más aún, de cariño sincero y apasionado, se estableció entre ellos; los ojos eran los encargados de trasmitirla: habló la sangre, hablaron los dulces e inefables recuerdos de la niñez, habló la memoria venerada del bondadoso brigadier Rivera. En poco estuvo que ambos se levantasen y se abrazasen ante la concurrencia; mas en Miguel pudieron los miramientos mundanos, en Julia el temor de su madre; y ambos permanecieron en sus asientos.

La brigadiera se sofocaba; estaba inquieta, nerviosa; hacía rechinar la silla al moverse. Por último, no pudiendo ya contenerse, se levantó para salir; todos la imitaron, y hubo unos instantes de confusión mientras se despedían; merced a ella Miguel se acercó disimuladamente a su hermana, y, sin saber cómo, sin mirarse siquiera, sus manos se encontraron y se dieron un apretón furtivo y apasionado. Jamás experimentó nuestro joven una emoción más dulce, ni fue tan feliz como en aquel momento; vinieron a sus ojos algunas lágrimas que tuvo que ocultar con el pañuelo. Julia, por su parte, estaba pálida y temblorosa, y apenas podía articular las palabras indispensables para despedirse. Cuando se fueron, Miguel quedó como si repentinamente le introdujesen en un calabozo lóbrego; no vio, ni oyó nada de cuanto había a su alrededor, y, sin vergüenza alguna de que le observasen, se echó a llorar como un niño y se despidió también.

XII

Averiguó que su madrastra había venido a vivir a Madrid para cobrar más puntualmente la viudedad, y que habitaba un cuarto tercero en la calle del Barco; esto le hizo sospechar que la hacienda de su pobre hermana había sufrido fuerte menoscabo, si es que no había volado enteramente. Tan luego como supo el domicilio de ellas se constituyó en asiduo paseante de la calle y comenzó a espiar los balcones de la casa con el celo y la insistencia del más rendido galán; pero los balcones permanecían herméticamente cerrados como los de un convento; por más que hizo nunca logró ver a Julia. Apeló entonces a los medios que suelen emplear los tenorios callejeros; sobornó a la portera y pudo cerciorarse de que su madrastra habitaba allí en efecto hacía tres meses; pero su hermana había ido a pasar una temporada al campo con unos amigos por no encontrarse bien de salud. Renunció por entonces a pasear la calle aguardando su regreso. Y al cabo de algún tiempo sucedió lo que vamos a ver.

Cierta tarde de verano hallábase Miguel sentado en una de las sillas del Prado con el cigarro en la boca disfrutando voluptuosamente de la amenidad del sitio y de la temperatura, que no podía ser más agradable en aquella hora. El vasto salón arenoso comenzaba a poblarse de los que como él salían después de comer a gozar del fresco. Nuestro joven, con mirada indiferente veía cruzar por delante de él grupos de señoras unas veces, otras paseantes solitarios, niños con sus ayos o niñeras; la disposición de su espíritu no era hacía ya algunos días tan alegre como antes; el encuentro con su madrastra le había perturbado bastante, inclinándole a los pensamientos serios y tristes. Los cuatro años de vida placentera le habían hecho olvidarse de entrar en sí mismo, recordar su historia, meditar sobre lo presente y lo porvenir. Al tropezar con aquellos restos de su familia despertaron súbitamente en su alma mil recuerdos dolorosos y alegres de la infancia, presentimientos y dudas que le tuvieron por algún tiempo melancólico. Hallábase, pues, enfrascado en tristes cavilaciones, como ordinariamente le acaecía siempre que estaba solo, cuando acertó a ver a lo lejos dos señoras, cuya figura le trajo a la memoria en seguida a su madrastra y hermana. Según fueron acercándose, pudo cerciorarse de que no eran otras. Le dio un salto el corazón, y vaciló un instante entre marcharse antes que llegasen o permanecer en su sitio. Optó al fin por esto último y aguardó. Pronto le divisaron, porque había pocas personas sentadas; la brigadiera arrugó la frente en testimonio de desagrado y pasó sin dirigirle una mirada. Julia también cruzó sin mostrar que reparaba en él; mas a los pocos pasos volvió la cabeza, y a espaldas de su madre le envió una sonrisa y le hizo una serie de muecas y saludos afectuosísimos, aunque reprimidos; después con rápido y gracioso ademán acercó la mano al pecho, arrancó un clavel que llevaba y lo tiró al suelo. Miguel corrió al instante a recogerlo; al bajarse sintió unos pasos precipitados detrás y vio frente a sí al levantarse a un cadete de Estado Mayor, flaco y larguirucho como una espina, quien le dirigió una mirada torva y colérica y hasta tuvo conatos de abocarle; pero después de vacilar un instante siguió caminando aunque volviendo a menudo la cabeza para mirarle de arriba abajo con expresión nada pacífica. Miguel, sin hacerle caso, cambió todavía de lejos una sonrisa con su hermana y llevó el clavel a los labios.

Cierto, no dejaba de ser interesante la situación de ambos hermanos, obligados para testimoniarse su cariño a esconderse como dos amantes contrariados y a emplear toda la astucia y disimulo que éstos usan. Miguel sabía apreciarla y la gustaba, y hasta se placía e interesaba en ella, por más que la deplorase con interminables lamentaciones cuando se hallaba entre amigos. Comenzaron a escribirse por medio de la portera, se hacían señas desde el balcón y la calle respectivamente, citábanse para las casas conocidas, y burlando la vigilancia de la terrible brigadiera, se daban besos apasionados en los corredores. ¡Cuántas veces en sus cartas se hizo mención de aquel día infausto en que Miguel dejó caer a su hermanita sobre el borde de la cuna! ¡Cuántas hablaban de la particular afición que Julita tenía a despeinarle! Miguel le escribía: «Aún siento, picaronaza, tus manos entre mis cabellos y aún me duelen los tirones que me dabas. Media hora por lo menos tardaba tu doncella Rosalía en ponerme la cabeza como la de un querubín; y tú ni un segundo siquiera en dejármela como una selva enmarañada! ¿Conservas fidelidad a los gatos? Si la raza felina no te ha hecho apurar la copa del desengaño, te proporcionaré cuando quieras un variado concierto: aún mayo con bastante afinación.» Julia le contestaba: «Si piensas que se me ha quitado la manía de despeinarte, te equivocas. Cuando te veo en los salones tan perfumado y elegante, hecho un dije de reloj, ¡no sabes lo que daría por achucharte, por chafarte la camisa, por meter las manos entre esos pelos tan rizaditos y engomados ¡simploncillo! y ponerlos tiesos como un escoba! Eres tonto de remate; como sabes que eres guapo no hay quien te sufra…»

Al fin Miguel halló el medio de reconciliarse con su madrastra. El cariño cada día más grande a su hermanita le hizo pensar que la había despojado de una parte considerable de fortuna: su padre no había obrado con toda justicia al mejorarle: las mujeres necesitan siempre un dote proporcionado a su educación, porque no pueden vivir de su carrera como los hombres. «Después de todo, se decía, aunque mi padre me quisiera mucho, no hay duda que al redactar el testamento ha obedecido en cierto modo al deseo de venganza. ¿Y qué culpa tiene mi pobre hermana del carácter altivo y dominante de su madre?» Por otra parte, le dolía verla en un cuarto tercero viviendo con relativa estrechez mientras él gozaba de todos los atractivos del lujo. Estas imaginaciones fueron labrando en su cerebro una decisión que al cabo formuló por escrito en carta a su madrastra: escribiole sin decir nada a Julia suplicándole le concediese una entrevista «para tratar de asuntos que a ella y a su hija interesaban mucho.» La carta, aunque seria, era afectuosa y dejaba traslucir intentos generosos y deseos vivos de reconciliación. La brigadiera le contestó muy atenta citándole para el día siguiente a las tres de la tarde en su casa. Aquella noche apenas pudo dormir nuestro joven bajo la obsesión de mil pensamientos afanosos y cambios súbitos de temor y de alegría: los nervios se le desbocaban fácilmente y no era poderoso a sujetarlos.

Después de almorzar, o de haber intentado hacerlo, porque apenas pudo pasar bocado, después de haberse vestido con pulcritud, después de haber estado algunos minutos en el café tomando maquinalmente una copa, de chartreusse, se encaminó con paso vivo a la calle del Barco, imaginando lo que había de decir a su madrastra y gozando con la grata perspectiva de la reconciliación. Al llegar a la esquina de la calle de la Puebla procuró refrenar el paso y tranquilizarse: mas al doblar la del Barco alcanzó a ver a lo lejos aquel cadete desgalichado que tan ferozmente le había querido interrumpir cuando recogió en el paseo el clavel de su hermana. Ya le había tropezado otras muchas veces en la misma calle con los ojos puestos en el balcón de Julia.

El cadete, al verle pasear la misma calle y al parecer con los mismos intentos, le arrojaba miradas provocativas, cencellantes, cargadas del tradicional desprecio que el elemento militar ha sentido siempre hacia el civil tratándose de empresas amorosas. Pero Miguel, con la imprevisión temeraria de la juventud, hacía caso omiso de este desprecio, y solía contestar a aquellas miradas con una sonrisa dulce y un si es no es burlona que iba amontonando la cólera en el pecho del feroz cadete. La tempestad rugía ya sobre la cabeza de nuestro joven, y él seguía tan sosegado como si estuviese bajo un cielo azul y sereno. Como caminaban en sentido contrario no tardaron en acercarse y pasar uno al lado de otro, repitiéndose la misma torva mirada por parte del militar y la idéntica sonrisa por la del paisano. Miguel cruzó a la acera de enfrente para entrar en casa de la brigadiera; mas antes de efectuarlo oyó una voz cavernosa a su espalda:

–Cabayero; oiga V.

Volviose y se encontró frente a frente del cadete.

–¿Qué se le ofrecía a V.?—le preguntó sonriendo.

El cadete vaciló un instante, puso sus ojos sanguinarios en el suelo y dijo con voz bronca de adolescente que está en la muda:

–Cabayero, quisiera saber si V. está «en relaciones» con esa chica del número quince…

–¿Del número quince?—dijo Miguel, más risueño aún.

–Sí señor, cuarto tercero.

–Pues en efecto, estoy en muy buenas relaciones; sí señor.

Hubo unos segundos de silencio. El hijo de Marte, apesar de su innata ferocidad, quedose un poco turbado. Al fin rompió a trompicones diciendo:

–Pero bien… esas relaciones… yo hace tiempo que la hago el oso… quisiera saber si es V. novio…

–¡Ah! eso es otra cosa: para que yo sea novio de ella hay una pequeña dificultad; y es que soy su hermano.

El cadete levantó los ojos, donde se pintaba el asombro, la alegría, la duda y algunas otras emociones secundarias que sería prolijo enumerar.

–¿Pero de veras es V.?…

–De padre nada más; no se asuste V.

Al cadete no le hizo efecto esta rectificación; siguió expresando con los ojos los mismos sentimientos, con idéntica viveza. Después, acometido súbito de una idea, la de que aquel paisano «se estaba quedando con él» se puso otra vez fruncido y enfoscado y volvió a sacar la voz de las profundidades de su pecho.

–Cabayero, yo no consiento que nadie se guasee conmigo.

–Hace V. perfectamente; aplaudo esa decisión.

–Es que… yo no creo que V. sea hermano de esa señorita…

–También está V. en su derecho; si le repugna creerlo, nada, nada, por mí no se violente V.

–Es que yo…

–Siento en el alma no traer la fe de bautismo en el bolsillo; pero si V. no tiene cosa más urgente que hacer, puede pasarse por la sacristía de la iglesia de San Ginés y allí le enseñarán el libro parroquial donde consta mi nacimiento y el de mi hermana… Si V. desea una tarjeta para el sacristán se la daré… ¿No la quiere V.?… Bien, pues V. me dispensará, caballero; me aguardan en este momento… Miguel Rivera, para servir a V....

Y giró sobre los talones y se metió pugnando por no reír en el portal de la casa de su madrastra. Una vez dentro de él, quedose repentinamente serio al pensar que antes de tres minutos iba a encontrarse frente a ésta. Era un momento solemne. Subió lentamente la escalera, creciendo su emoción a cada peldaño que iba salvando. Cuando llegó arriba estaba tan conmovido que no se atrevió a que le viesen en aquel estado: descansó algunos momentos procurando serenarse, y después que lo hubo conseguido a medias, cogió el llamador con mano temblorosa, tirando de él suavemente. Esperó un rato sin que nadie viniese: cuando ya iba a tirar segunda vez, oyose una voz adentro que decía con tono imperioso:

–¡Que han llamado!

Le dio un vuelco el corazón: era la voz de su madrastra. Al instante se abrió el ventanillo y le preguntaron:

–¿Qué deseaba V.?

–¿La señora viuda de Rivera?…

–Sí señor—dijo la criada abriendo la puerta.

En aquel momento Miguel estaba, sin saber por qué, completamente sereno.

–¿Cómo es su gracia?

–Miguel Rivera.

–Voy a avisar: tenga V. la bondad de aguardar un instante.

En cuanto nuestro joven se quedó solo, oyó unos pasos vivos y menudos, y divisó en la esquina del corredor a Julia que asomó la cabeza nada más para ver quién era «la visita.» Al encontrarse con su hermano, descubrió todo el cuerpo y se quedó pasmada, estática, mirándole fijamente con marcada expresión de susto. Esta actitud hizo comprender a Miguel que la brigadiera nada le había dicho de la carta ni de la cita. Después avanzó lentamente hacia él manifestando siempre la misma sorpresa mezclada de terror, sin hacer caso de la sonrisa tranquilizadora de su hermano: cuando éste la tuvo cerca, avanzó también algunos pasos, y cogiéndola por la cintura, la dio un par de sonoros besos en las mejillas. Entonces el susto de Julia llegó a su colmo: se arrancó con extraordinaria violencia de los brazos que la sujetaban, se puso terriblemente pálida y se llevó el dedo a los labios, diciendo con voz de falsete:

–¡Por Dios, Miguel, por Dios… que está ahí mamá!

La criada apareció en aquel instante por el otro extremo del corredor.

–Puede V. pasar cuando guste, señorito.

Miguel hizo una mueca risueña a su hermana, le dijo adiós con la mano y se dirigió con paso firme a la sala, precedido de la criada, quien al llegar a la puerta levantó la cortina y le dejó el paso.

La brigadiera Ángela, que estaba sentada en una butaca, se levantó al ver a Miguel, pero no avanzó a su encuentro. Tenía la misma figura gallarda y arrogante, mas el rostro estaba notablemente ajado; dibujábase en torno de sus ojos un círculo grande azulado, y surcaban su frente dos profundas arrugas, señales que acreditaban la violencia y soberbia de su genio: los negros y sedosos cabellos que Miguel admiraba en otro tiempo, blanqueaban ya por tantos sitios, que eran más grises que negros: vestía una bata de seda, también ajada, y ajados estaban también los muebles de la sala, y ajadas las cortinas y la alfombra. Todo lo advirtió el hijo del brigadier de una sola pero intensa mirada, y no sin pena, recordando el antiguo esplendor de su casa.

–¡Oh, mamá! ¿cómo sigue V.?—dijo avanzando con efusión hacia ella.

–Bien, ¿y tú, Miguel?—contestó tendiéndole una mano.

Miguel, que iba decidido a abrazarla, se detuvo ante aquella actitud y se contentó con tomarle la mano y apretarla contra su pecho. Y reteniéndola aún entre las suyas, exclamó:

–¡Cuánto tiempo!…

–¡Mucho, sí!… Trae una silla y siéntate.

Pero Miguel, sin hacer caso, siguió en pie, y volvió a exclamar, arrasados los ojos de lágrimas:

–¡Pobre papá!

La mano de la brigadiera tembló un poco dentro de las suyas; pero soltándose en seguida, le señaló de nuevo una silla.

–Siéntate, Miguel, siéntate.

Obedeció, colocándose al lado de la butaca de su madrastra, y metiendo las manos entre las rodillas y la barba en el pecho, guardó silencio: algunas lágrimas le resbalaron lenta y calladamente por las mejillas.

–¿Hace mucho tiempo que has concluido la carrera, Miguel?—le preguntó en tono natural la brigadiera al cabo de un rato.

–Hace dos años nada más—repuso secándose los ojos con el pañuelo.

–¿Y qué te haces ahora?

Esta pregunta seca y hecha en un tono más seco aún, cortó la tierna emoción que embargaba a nuestro joven en aquel momento y le dejó un poco embarazado.

–Poca cosa… Me divierto lo más que puedo.

–Sí, sí, ya lo he sabido, que eres un joven a la moda.

–Las modas duran poco; pasaré como han pasado las trabillas y las corbatas de suela…

La conversación iba a tomar un sesgo demasiado frívolo, y Miguel lo cambió preguntando con interés:

–¿Y VV. qué tal se encuentran en Madrid, mamá?

–A mí me sienta bien este clima… a Julia no tanto.

–¡Pobrecilla!… acostumbrada al calor de Sevilla, el frío de este pueblo no le hará mucho provecho seguramente.

–Yo también estaba acostumbrada al calor cuando vine hace años, y sin embargo no me ha hecho daño;… depende de las naturalezas…

–¿Pero Julia se ha puesto mala aquí?—preguntó Miguel, aunque ya lo sabía.

–Ha tenido un catarrillo pertinaz, pero la he mandado a Mejorada unos días con mi prima Rafaela, y se ha puesto buena.

–Es una chica muy graciosa… ¡Caramba cómo se ha desarrollado, y qué monísima se ha puesto!

–Tus flores no tienen gran valor en este caso—dijo la brigadiera sonriendo nada más que con el borde de los labios.

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Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
Hacim:
370 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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