Kitabı oku: «Riverita», sayfa 9

Yazı tipi:

Hizo aquí una pausa larga el irritado señor de Rivera, y dijo después en tono perentorio, saliendo del comedor:

–¡Que no te vuelva a ver esas patillas!

Enrique recibió la reprensión de malísimo talante, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza metida entre las manos en señal de protesta. Cuando su padre volvió las espaldas y estaba un poco lejos, dejó repentinamente aquella postura, y agitando frente a él los puños con frenesí, exclamó con voz sofocada a fin de que no le oyese:

–¡En mi cara mando yo!

Todos guardaron silencio, incluso doña Martina, ante la cólera del alférez. Sólo Eulalia se atrevió a decir solemnemente:

–Eso, Enrique, está muy mal hecho: papá tiene razón…

No pudo concluir: su hermano se le echó encima convertido en basilisco.

–¡Ya me extrañaba a mí que tú no metieses la cucharada! ¿Quién te pide a ti consejo, ni qué se me da a mí que tú lo encuentres malo o bueno?… ¡Es decir, que mamá se calla, y que esta tontuela ¡mentecata! se ha de meter siempre en mis cosas!… Yo hago lo que me parece; ¿sabes?… Me dejo las patillas o me las quito; ¿sabes?… Y tú te callas; ¿sabes?…

Nadie protestó; el mismo Valle, que era a quien correspondía poner correctivo a aquellas palabras, se las tragó; el alférez pudo seguir gritando cuanto quiso.

–¿Sabes—le dijo Miguel cuando estuvieron solos en el cuarto—que no es precisamente la dulzura lo que te caracteriza cuando tienes que dirigirte a tu hermana?

Enrique encogió los hombros en señal de desprecio.

X

El hotel de Puerto Rico, donde tío Manolo se alojaba, no era, en realidad, más que una mediana casa de huéspedes. Nada de cuanto caracteriza a los hoteles se encontraba en él; ni movimiento de criados, ni entrada y salida de viajeros y equipajes, ni ruido de ninguna clase. Lo único en que remedaba un poco la manera de ser de aquellos establecimientos, era en los números pintados (con tinta de escribir) sobre la puerta de los cuartos y en los impresos con la cuenta que a fin de mes repartía una criada entre los huéspedes. Por lo demás, éstos eran fijos y no pasaban mucho de una docena. Entre ellos, el más antiguo un Marqués diplomático retirado del servicio hacía veinte años, seco, avellanado, fruncido, sin pizca de dientes y enteramente sordo (soltero). Otro de los que llevaban más tiempo en la casa, era un mayor del Consejo de Estado, buen mozo, muy dado al aseo y a los perfumes, gastrónomo, abonado perpetuo a la ópera, animal dañino entre el bello sexo, disimulando sus cuarenta y cinco años con arte diabólico (soltero). Un ex-diputado carlista aniquilado por el reuma, viviendo de sus rentas, pasando los días húmedos en la cama, los secos en el café de la esquina, jugando al dominó, entrado ya en días, gran narrador de cuentos verdes, silencioso en todos los demás asuntos, hombre dulce y servicial (separado de su mujer). Un oficial de marina, joven, terrible discutidor de cuantos problemas o cuestiones se suscitasen, por especiales y técnicos que fuesen; todo lo sabía, todo lo analizaba, los asuntos religiosos como los financieros, lo perteneciente al orden físico y lo que tocaba al espiritual; con todo eso, hablaba poco de barcos; asistía invariablemente a los estrenos de los dramas, y emitía su opinión a gritos en los pasillos de los teatros, y después, en la mesa de la fonda (soltero). Este oficial constituía el tormento y la penitencia de un médico anciano que ya no ejercía, y que también se hospedaba en el hotel; hombre ilustrado y meticuloso, que jamás aventuraba una opinión sin haberla meditado con gran espacio. Vivía allí disfrutando de un capital que había juntado en su larga carrera profesional, procurándose, con escrúpulos de monja, cuantos goces higiénicos, cuantos cuidados y regalos puede inventar una imaginación experta y dedicada exclusivamente a tan grata tarea; los razonamientos, o por mejor decir, la charla insustancial del oficial de marina, le ponía fuera de sí, le alteraba la bilis, era su única cruz en esta vida.

–¡Pero, hombre de Dios! ¿Sabe V. por ventura obstetricia?

–¡A mí qué me importa la obstetricia! Lo que le sé a V. decir, es que una mujer puede concebir de un animal, y que está probado.

–¡Cómo ha de estar probado semejante disparate!

–Dispénseme V., D. Agustín, dispénseme V.; no es un disparate, ni mucho menos. Hay un médico alemán llamado Grotte…

–No conozco semejante médico.

–Usted no lo conocerá; pero el que V. no lo conozca, no prueba nada… Digo, que Grotte, que es el médico de más reputación que existe en Alemania, y que ha escrito infinidad de libros, afirma terminantemente que una mujer puede concebir de un mono, y hasta de un perro…

–¡Jesús, qué barbaridad! ¡No estará mal mono sabio ese señor Grotte!

–¡Dispénseme V., D. Agustín; dispénseme V.! Grotte goza de reputación europea, es miembro honorario de la Academia de Ciencias de Berlín y de la de París, director de uno de los hospitales más importantes, médico del Emperador…

A D. Agustín le retozaban las ganas de decir: «¡Todo eso es una patraña, y V. un mentecato sin pizca de sentido común!» Pero se contenía por educación, y cortaba las discusiones diciendo en tono sarcástico preñado de cólera:

–Bueno, hombre, bueno; tiene V. razón… V. lo sabe todo… Conoce V. la fisiología, la anatomía, la obstetricia… para eso es V. marino… Yo no sé una palabra de esas cosas… para eso soy médico… Nada, nada, tiene V. razón… dejemos eso.

Estas retenciones de bilis le producían a don Agustín algunos disturbios en el estómago; estuvo tentado algunas veces a dejar la casa, pero le dolía en el alma abandonar un gabinete muy gentil al mediodía, que él había amueblado con particular esmero. Nuestro D. Manuel Rivera, por sus prendas personales, por sus relaciones con la alta sociedad madrileña y por los años que llevaba en la casa, representaba también papel principal en ella.

Los demás huéspedes eran figuras secundarias, que presenciaban riendo las disputas de la mesa redonda, aventurando pocas veces su opinión y aceptando resignadamente la oligarquía de los seis que hemos enumerado, los cuales gobernaban la fonda a su talante, dictando al cocinero los platos y al dueño las horas de las comidas; los criados, que se renovaban a menudo, poníanse muy pronto al tanto de la existencia de este primer estamento, y empezaban a servir siempre por aquella parte de la mesa en que se situaba, lo que hacía montar en cólera a una señora viuda, ajamonada, que en las discusiones daba siempre la razón al oficial de marina.

Cuando éste comía en casa, era sabido que habría gran calor en la mesa, mucho ruido, gritos desaforados: el dueño de la fonda, el cocinero y el pinche, cuando la algazara subía de punto, asomaban disimuladamente las narices por la puerta un poco asustados; mas al instante se tranquilizaban oyendo palabras que no comprendían, y se retiraban de nuevo a la cocina. Pero el oficial comía con frecuencia fuera de casa; entonces la mesa redonda languidecía, quedaba sumida en un letargo triste y silencioso; se oía el ruido de los platos y el de las mandíbulas; el mayor del Consejo de Estado era el encargado de animar la escena, y lo hacía llamando la atención del Marqués, que comía abstraído, y dándole siempre la misma broma: el diplomático había prestado cinco duros a un tunante llamado Laguna, que vivía del juego y la estafa, y como es natural, no había vuelto a echarle la vista encima.

–D. Lorenzooo—gritaba el atusado mayor.

D. Lorenzo seguía comiendo tranquilamente.

–D. Lorenzoooo—tornaba a gritar.

–¿Cómo?—decía aquél levantando la cabeza y poniendo la mano por detrás de la oreja.

–Que hoy he visto a Lagunaaa.

–¡Hum!—gruñía el viejo bajando de nuevo la cabeza y dándose ya por enterado de la broma.

–Me ha dicho, que es V. una persona muy simpáticaaa.

–¿Sí, eh?—refunfuñaba D. Lorenzo sin levantar la vista.

–Muchooo… y que probablemente vendrá un día de estos a hacerle a V. una visitaaa.

Esta noticia producía siempre risa entre los comensales, que estaban perfectamente enterados de todo.

–No lo creo.

–Pues créalo V.; está muy agradecidooo.

–Eso sí lo creo—murmuraba con sorna.

–Dice, que a ninguna persona pedirá él cinco duros con más libertad que a V… en caso de necesidaaad.

–¡Hum!

–Que ha sido V. para él un padre…

–¡Ya, ya!

–Me ha preguntado qué formalidades se exigían para la adopcióoon… Desea que V. le declare hijo adoptivo.

–Mejor sería hijo pródigo.

La ocurrencia levantaba algazara en la mesa. El mayor volvía a la carga.

–¿Cuánto piensa V. darle para sus gastos particulares cuando sea su hijooo?

–Nada… le dejaré letra abierta en todas las tabernas y chamizos.

–Eso está bien; ¿pero y los gastos imprevistos?

–Habiendo aguardiente de Chinchón, está todo previsto…

El Marqués hablaba pausadamente, dejando trascurrir un espacio regular entre la pregunta y la respuesta; de este modo, su ironía causaba más efecto. Y la broma se prolongaba al través de la comida con grandes intervalos de silencio. Al día siguiente, si el marino no llegaba a sazonarla con alguna discusión científica o literaria, se repetía la vaya con leves variantes: los comensales encontraban muy donoso al mayor, y cuando se descuidaba en embromar al Marqués, le guiñaban el ojo excitándole a hacerlo; la charla del marino los mareaba y aburría un poco; pero siempre se encontraban dispuestos a confesar su talento y sus conocimientos poco comunes.

Desde la última vez que le vimos, D. Manuel Rivera había envejecido bastante en realidad, en apariencia muy poco; el vientre le había crecido, las patas de gallo se habían acentuado, el cabello y la barba estaban poblados de canas. Mas como acudía, casi tan pronto como su compañero el mayor del Consejo, al reparo de estos mandobles del tiempo, amortiguaba su fuerza y la herida apenas se mostraba. Hacía algunos años que usaba constantemente justillo de gamuza (en verano de hilo), que recogía y aprensaba el abdomen; jamás se lavaba sin frotarse después con una llamada «agua de Circasia para refrescar y embellecer el cutis;» todos los meses daba una vuelta por casa del dentista para limpiar la dentadura y orificar los muchos agujeritos que iban pareciendo en ella; en cuanto a las canas, ahí estaba su fuerte; las tinturas que usaba, traídas por él todos los años de París, eran la envidia del mayor por lo finas y exquisitas. Sin embargo, por las mañanas antes que el barbero llegase, cuando tío Manolo envuelto en su bata le esperaba sentado en la butaca leyendo los periódicos, tenía todo el aspecto de una ruina venerable: aun después de salir fresco y rozagante del cuarto, un ojo experto y curioso podía notar en ocasiones, en que andaba la tintura descuidada, ciertas vislumbres de plata en la raíz de la patilla. Esto en cuanto a lo corporal; por lo que toca al espíritu, nuestro D. Manuel no necesitaba componer ni aliñar absolutamente nada; teníalo tan fresco, tan vivo y juvenil como a los veinte años. Y eso que por efecto de sus constantes prodigalidades, padecía con frecuencia serios disgustos en el orden económico; hacía ya bastante tiempo que tenía vendidas o empeñadas las fincas que sus padres le dejaron; esto no le impedía vivir holgadamente y recrearse con el mismo sosiego que si estuviese recién heredado. Nunca había retrocedido ni pensaba retroceder ante los gastos indispensables a un hombre que frecuenta la buena sociedad, que es galán y divertido. El cómo proveía a ellos nadie lo sabía, ni el mismo Miguel, que después de la muerte de su padre se fue a vivir con él en el Hotel de Puerto Rico. Tenía noticia por sus primos y por algunos amigos del mal estado de la hacienda de su tío; pero se asombraba de que éste nada le dijese ni hallase en sus actos algo que acusase la ruina de que se hablaba.

Como el pez en el agua se encontró nuestro mancebo en el hotel de su tío; aunque muy joven para ello, formó inmediatamente parte del primer estamento o directorio, en atención quizá a los méritos de aquél, en parte también a los suyos propios; pues muy pronto se mostró en la mesa como muchacho de entendimiento, alegre y despejado. El médico D. Agustín halló en él poderoso auxiliar contra las afirmaciones disparatadas del oficial de marina, y desde que se vio secundado, se las tuvo tiesas en todas las discusiones, y no quiso retroceder ni humillarse ante ninguna cita de autor exótico. Perdió terreno el oficial de día en día y comenzó a decirse entre los comensales que formaban el público, que tenía una ciencia superficial y que el sobrinito de D. Manuel le ponía muchas veces las peras a cuarto. Hasta la viuda ajamonada que le daba siempre la razón comenzó a quitársela y apoyar con vivas cabezadas lo que Miguel manifestaba; pero esto, según se supo después, fue porque la viuda le propuso un cambio de habitaciones, fundándose en que el oficial paraba muy poco en casa y le bastaba un cuarto más pequeño; no tuvo aquél la galantería de aceptar el trueque, y se captó para siempre su antipatía.

Pocos días después de vivir juntos, dijo D. Manuel a su sobrino:

–¿Sabes quién tiene muchos deseos de verte?… Aquella señora del intendente Trujillo, a cuya casa te llevé yo una noche cuando eras chico… ¿No te acuerdas que cantó unos dúos de ópera conmigo?… Ha quedado viuda la pobre hace ya dos años… Es una buena señora, muy amable y obsequiosa…

–¿Y aquella hija que tenía y también cantaba?…

–Se murió antes que su padre… Anita se ha quedado completamente sola. Cuando sucedió tu desgracia me preguntó con mucho interés por ti, y me hizo prometerle que te llevaría alguna noche por su casa… No es tertulia formal; nos reunimos solamente tres o cuatro amigos, de modo que puedes venir sin inconveniente.

Aquella noche fue, en efecto, Miguel con su tío a casa de la intendenta, quien le recibió con mucho agasajo: no tanto a los tres o cuatro amigos de que había hablado tío Manolo, y que fueron entrando uno después de otro. Todos ellos eran entrados en días; uno era coronel retirado; otro, catedrático de matemáticas en la facultad de ciencias; otro, ex-gobernador de provincia. Observó Miguel que la intendenta ejercía una soberanía absoluta, casi despótica, sobre esta diminuta tertulia; ordenaba en tono perentorio cualquier servicio, contestaba con acritud a las observaciones que la hacían, y en general se mostraba bastante indiferente a las atenciones y acatamientos que a cada instante la prodigaban aquellos señores, incluso el tío Manolo. Sin embargo, éste era el único con quien se humanizaba a ratos. Echando la vista en torno y advirtiendo el lujo que allí reinaba, pronto se convenció Miguel de que los tertulianos todos, sin exceptuar a su tío, apetecían la mano un poco rugosa ya de la intendenta. Frisaba ésta en los cincuenta, pero no estaba mal conservada, y apoyada sobre el pedestal de una más que regular fortuna, parecía a los ojos de sus amigos como una diosa. Bien persuadida estaba también ella de su influencia fascinadora, y por eso abusaba; quizá se juzgase digna de un marido más fresco y juvenil. Lo cierto es que trataba a sus pretendientes con ostensible despego. ¡Qué esfuerzos hacía cada uno de ellos por aventajar a los otros en cortesía, donaire y gentileza! ¡Cuántos cartuchos de confites entregados con emoción y olvidados inmediatamente sobre la mesa! ¡Cuánto requiebro, cuánta galantería perdidos en el aire! El gesto habitual de la intendenta era de disgusto; cuando la preguntaban por su salud, siempre contestaba: regular. Los tertulios tocaban con mucha habilidad este registro, porque era el único al cual solía responder: cuando se hablaba de sus debilidades y sus nervios, era cuando Anita se mostraba comunicativa; a veces la tertulia se pasaba horas enteras hablando de gastralgias y dispepsias o de otras enfermedades del aparato digestivo. Tenía además la intendenta otro defecto que, apesar de su acreditada paciencia, solía indignar a los pretendientes; se dormía a menudo en la butaca y los tenía toda la noche hablando entre sí y en voz baja; noches perdidas para el bloqueo de la plaza, que causaban profundo desaliento en los tertulios. Pues aún no era esto lo peor: lo peor era que Anita, que tenía un temperamento linfático exhausto de sangre, gustaba de mantener viva y cargada incesantemente, hasta en los días templados, la chimenea de su gabinete; merced a esto y al cuidado con que se cerraban todas las puertas y rendijas, aquella habitación era un horno; en ocasiones la atmósfera se ponía casi irrespirable; el coronel y el catedrático, que eran obesos y sanguíneos, sudaban gotas de tinta y estaban expuestos a una congestión; pero el ex-gobernador y tío Manolo, lejos de compadecerles, se complacían muy mucho en aquel tormento, y hasta se hubieran alegrado quizá de un amago de apoplejía que les impidiese salir de casa por las noches.

Anita recibió a Miguel, como ya hemos dicho, con inusitada afabilidad: aquella novedad, aquella frescura despertó en ella, acostumbrada a los semblantes graves y ajados que diariamente la rodeaban, ideas risueñas, la alegría de la juventud. Los tertulios disfrutaron del buen humor de la intendenta aquella noche; en vez de dormitar tristemente en la butaca o de describir con voz apagada los fenómenos nerviosos del día, se mostró en extremo locuaz y divertida; hablose de los teatros, de política, de las aventuras galantes de la corte, se rió, se dijeron chistes más o menos ingeniosos por todos. Anita se avino hasta a abrir el piano después de varios meses que permanecía cerrado, y cantar una romanza. Pero contra lo que debía esperarse y formando extraño contraste con los demás, tío Manolo empezó a ponerse, poco después de haber llegado, serio y taciturno; apenas contestaba a lo que le preguntaban, cual si se hallase bajo el peso de alguna triste preocupación. Miguel le examinó con inquietud, sin saber a qué atribuir aquella tristeza, pues no sabía que hubiese tenido disgusto alguno. Sin embargo, observó que su tío miraba con frecuencia a las solapas de la levita y se las arreglaba con mano trémula: y como le conocía muy bien hacía tiempo, al instante comprendió que había motivo grave para aquel singular y repentino cambio de humor; el cuello de la levita no ajustaba bien; hacía un fuellecito por atrás siempre que bajaba la cabeza. D. Manuel al ponerse la prenda en casa no había podido apreciar bien este defecto; sólo se había dado cuenta vaga de que existía. Mas así que se sentó cerca de un armario de luna, logró descubrirlo de modo evidente, y como es natural, sintió una profunda y dolorosa impresión que le impidió desde entonces tomar parte en la alegre plática que se había entablado. En un principio limitose a arreglar el cuello, disimulando lo mejor que pudo su disgusto; pero la bilis se le fue exacerbando poco a poco, perdió al cabo la paciencia, y cuándo creía que no le observaban, comenzó a dar vivos y fuertes tirones a las solapas. No consiguió sino excitarse más y más; el endiablado cuello, aunque quedaba en su sitio después de cada tirón, no tardaba dos minutos en bajarse y ahuecarse de nuevo. La desesperación se iba apoderando velozmente del gallardo caballero; hasta se le descompuso un poco el semblante. Por último, sintiéndose enteramente incapaz de permanecer por más tiempo en aquella angustiosa situación, se levantó de pronto y dijo con voz alterada, que se le había olvidado dar un recado a un amigo, que le dispensasen un momento, que no tardaría en volver. Viéronle marchar todos con cierta sorpresa a causa de su manifiesta turbación: en la risa que se dibujó en la cara del ex-gobernador, quiso adivinar Miguel que había atribuido la salida a algún malestar del cuerpo. No tardó siquiera media hora en entrar: traía puesta otra levita, el rostro se le había serenado por completo y se mostró en seguida tal cual era: jovial, divertido, siguiendo durante toda la noche de un humor excelente.

Cuando a las doce, poco más o menos, se deshizo la tertulia y salieron, cogió del brazo a Miguel y le preguntó alegremente:

–¿Qué te parece de Anita?

–Es una señora muy amable.

–Bien conservada, ¿eh?

–Sí; para su edad…

–¿Cómo para su edad? No vayas a figurarte que es una vieja… Después, muy distinguida, ¿verdad?

Y bajando la voz y acercando la boca al oído del sobrino añadió:

–¡Ciento cincuenta mil duros en casas, y acciones del Banco!… ¿He dicho algo Miguel?

No necesitó éste tirarle mucho de la lengua para averiguar sus planes. Acometido de súbito deseo de expansión, D. Manuel le abrió enteramente el pecho. Hacía tiempo que «le estaba poniendo los puntos» a Anita. El deseo de formar una familia que nunca sintiera en su vida, había concluido por enseñorearse de su alma. «Qué cosa más rara, ¿eh Miguel? Al llegar a cierta edad, todos caemos. Es una ley providencial.»—Pero a él ya no le convenía una chiquilla: necesitaba tranquilidad en casa; una mujer formal.—«Fuera de casa, todo lo que tú quieras; yo no soy un santo, y aun después de casado, no diré que alguna vez no saque la pierna por debajo de la manta… Pero el hogar… el hogar, chico, es una cosa muy sagrada.» Analizó después el carácter de Anita, un poco seco en ocasiones y hasta irritable; pero en el fondo cariñoso y expansivo como pocos; una mujer muy sensata, muy seria en todas sus cosas y de un corazón inmejorable. Cuando llegó al capítulo de los que pretendían disputarle su mano, el coronel, el ex-gobernador y el catedrático, se dibujó una sonrisa de lástima en sus labios: habló de ellos con desdén olímpico.—«Unos pobres mamarrachos, Miguel; ninguno tiene pizca de mundo ni sabe lo que es sociedad, ni se ha visto jamás en tales trotes: así que sin poderlo remediar enseñan la oreja a cada instante. Anita, que es muy lista, bien lo nota y se ríe de ellos; si no los despide de una vez es porque a todas las mujeres, hasta las más sensatas, les gusta tener una corte de adoradores… aunque sean unos tontos, ¿sabes?… Pero ya se irán cansando… ¿Has reparado los pantalones de don Ladislao el catedrático?… lo mismo que unas sayas… Anita y yo nos mirábamos y apenas podíamos contener la risa; ¡pobre señor!… El coronel no es feo, pero tampoco sabe llevar con gusto nada… ni las patillas.»

Hablando de sus proyectos y murmurando de esta suerte llegaron hasta la puerta de casa. Después de gritarle un rato, vino el sereno a abrirles y les acompañó con el farol hasta el piso principal. Allí el criado, medio dormido aún, les entregó a cada uno la llave de su cuarto y se despidieron hasta el día siguiente.

El tío Manolo, sereno, majestuoso, semejante a un dios, se fue a descansar, meditando como Ulises la muerte de los pretendientes.

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
Hacim:
370 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Das Tarot
Christoph Marzi и др.
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,5, 2 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin PDF
Ortalama puan 1, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre