Kitabı oku: «Riverita», sayfa 14

Yazı tipi:

IV

Bajó la escalera lentamente, de mal humor, con el alma triste y fatigada; sentía el descontento de sí mismo que acompaña siempre a los placeres ilícitos. ¡Qué ajeno estaría el pobre D. Pablo Bembo a que el niño que levantaba en alto con sus descomunales manos «para ver a Dios» había de ser con el tiempo quien escarneciera su nombre! Este pensamiento le causaba una desazón profunda. En vano se decía, para apagar el grito de la conciencia, que la generala ya lo había deshonrado más de una vez; que si él no, otro sería; que el pecado a fuerza de repetirse había pasado a ser venial en la sociedad elevada; que lejos de rebajarle a los ojos de ella, sería una gracia más entre las muchas que le concedían. De todos modos, le decía una voz interior, la falta de la generala no puede excusar la tuya; si todos se echasen la misma cuenta, el mundo no sería más que un hato de pícaros; además, él estaba en peor caso que los otros porque tenía con la generala cierto parentesco espiritual formado por la diferencia de edad y por las relaciones especiales que habían mediado entre ellos; el general, por otra parte, había sido el amigo y el compañero de su padre, y nadie estaba tan obligado como el hijo del brigadier Rivera a respetar su honor y sus canas.

Eran las once y media de la noche. La gente aún discurría por las calles, sobre todo por las céntricas, donde algunos teatros comenzaban a vomitar por sus puertas centenares de espectadores. Tan embebecido iba Miguel en sus pensamientos, los cuales le mortificaban más de lo que nunca imaginara, que al pasar por la calle del Príncipe no vio dos bultos echados en la acera hasta que tropezó con ellos. Eran dos niños, el menor de los cuales dormía o descansaba con la cabeza apoyada en las rodillas del mayor. El frío era intenso. Miguel observó a la luz del farol la extremada palidez de ambos, sobre todo del más pequeño.

–Oyes, chico, ¿cómo tienes aquí a este niño medio helado? ¿por qué no os vais a casa?—dijo encarándose con el mayor.

Éste, que tendría seis o siete años de edad, levantó hacia él sus ojos grandes y hermosos, en torno de los cuales se dibujaba un círculo azulado, y balbució algunas palabras que no pudo entender.

–¿Qué dices, querido?—manifestó Miguel en tono afectuoso y bajando la cabeza para oírle mejor.

–No tenemos más que tres reales—murmuró sin aliento el niño.

–¿Y qué importa eso?

–Tenemos que llevar cinco.

–¡Ah!—exclamó comprendiendo lo que aquello significaba.—Y si no los lleváis os pegan, ¿verdad?

El chico bajó los ojos y la cabeza en señal afirmativa.

–¿Tenéis padres?

–Madre.

–¿Y es la que os manda a las calles a estas horas?

–Sí, señor.

–¡Excelente persona!—dijo por lo bajo; y sacando unas pesetas del bolsillo:

–Toma; marchaos ahora mismo a casa.

El niño fue a levantarse, pero no pudo; su hermanito se lo estorbaba.

–Levanta, Rafaelito.

El chiquitín no se movía.

–¡Levanta, Rafaelito!

Miguel lo cogió entre los brazos y lo puso en pie; pero al ver que no se tenía, exclamó en alta voz:

–¡Este niño está yerto! ¡Qué atrocidad!

Y comenzó a sacudirlo y a frotarlo.

Algunos transeúntes se habían parado y formaron en torno de nuestro joven y de los niños un grupo que fue engrosando por momentos. Algunos quisieron ayudarle en la tarea: otros comenzaron a interrogar al mayor. Miguel les explicó lo que sabía, y causó gran indignación. No se oían más que estas exclamaciones:—«¡Pobrecillos! ¡Qué vergüenza de madre! ¡La autoridad debía de intervenir en estas cosas!» etc.

Al fin se había conseguido que el niño se tuviese en pie; pero estaba cadavérico, haciendo rodar sus ojillos de un lado a otro sin darse cuenta de dónde estaba. Tendría unos cuatro o cinco años. A Miguel se le ocurrió de pronto que a más de frío tendrían hambre aquellas desgraciadas criaturas, y tomando a cada una de la mano, rompió con ellas, por entre la mucha gente que se había aglomerado, con intención de llevarlas a algún sitio donde reparasen el estómago. Cuando ya se alejaba del grupo, oyó a una joven del pueblo exclamar:

–¡Y luego dirán que no hay caridad en Madrid! Mira, chica, mira a aquel señorito cómo se lleva a esos pobres niños…

El hijo del brigadier sintió un dulce estremecimiento de gozo al escuchar aquellas palabras: y siguió triunfante con los dos niños. Pero en la esquina de la calle del Prado sintió unos pasos precipitados que seguían los suyos y oyó que le decían:

–Caballero, déjeme V. llevar uno de esos niños.

La voz era conocida. Volviose y reconoció la fisonomía del boticario Hojeda, el fiel amigo de su tío Bernardo, el barón humilde y bondadoso que tantas veces le había ido a visitar cuando era colegial.

–¡D. Facundo!

–¡Miguelito!… Me alegro mucho que seas tú, querido… ¡Dios te lo pagará!… Dame acá el más pequeño.

–¿De dónde venía V. a estas horas?

–De casa de tu tío… como siempre… Hoy me he descuidado un poco más. Cuando llegué a ese grupo de gente ya tú venías con los muchachos, pero no te conocí: me enteré de lo que era y quise también tener mi parte en la buena obra.

–¿Dónde quiere V. que vayamos?… Yo pensaba llevarlos a un restaurant.

–Si te parece—dijo tímidamente D. Facundo,—entraremos en el café del Prado que es el más próximo: conozco al dueño.

–Adelante; vamos al café del Prado.

Cuando llegaron a él, Hojeda propuso que entrasen por el portal, donde había una puertecilla que comunicaba con la cocina; así evitaban la exhibición. Entraron, pues, en la cocina, donde los pinches, el cocinero y algunos mozos que allí estaban los examinaron con sorpresa. Hojeda ordenó que al instante frieran un par de chuletas: el cocinero, al saber de lo que se trataba, se puso a prepararlas con gran prisa; los pinches también desplegaron toda su actividad. Pronto se reunieron en aquel sitio otros cuantos mozos formando círculo en torno de los dos muchachos, que con el calorcillo del fogón y de las luces comenzaron a revivir. Miguel se quedó absorto contemplando los andrajos de que iban vestidos. Acudió también el amo, a quien Hojeda mandó avisar; todos hacían preguntas sobre preguntas a los pobres chicos, que apenas articulaban más que monosílabos.

–Dejadlos ahora—dijo el amo,—ya hablarán cuando tengan el estómago lleno.

–Vaya, rumia, aquí tenéis con qué llenar el fuelle—dijo el cocinero en gallego cerrado, presentándoles las chuletas, cada una en un plato, y colocando los platos sobre una silla. Los niños se arrojaron a ellas como lobos. Al verlos desgarrarlas con los dientes y soplar al mismo tiempo para no quemarse, Miguel sintió los ojos húmedos. Uno de los pinches colocó sendas rebanadas de pan al lado de los platos.

–A ver—dijo Miguel,—que traigan dos copas de Jerez.

Mientras los chicos comían, enteramente abstraídos de lo que les rodeaba, el dueño del café, Hojeda, Miguel y los demás que asistían a esta escena los contemplaban con ojos que brillaban de alegría: todos los rostros expresaban un deleite casi sensual. Cuando hubieron dado buen fin al pan y a las chuletas y se hubieron bebido el Jerez, los niños se animaron repentinamente, sobre todo el pequeño, que era el más aterido; sus mejillas recobraron el suave color de la infancia, y comenzaron a examinar con atención los objetos y las personas.

–¿Habéis despachado ya?—preguntó Hojeda… Pues vamos con la música a otra parte.

–¿Cuánto es esto?—dijo Miguel a un mozo, llevando la mano al bolsillo.

El dueño del café, que había oído la pregunta, se apresuró a decirle, sujetándole el brazo:

–Caballero, yo no cobro las limosnas.

Miguel no insistió.

–Dios se lo pagará a V., D. Ramón—le dijo Hojeda apretándole efusivamente la mano.

Y salieron a la calle llevando por delante a los niños, los cuales iban brincando como cervatillos por la acera.

–¡Eh chis chis!—gritó el boticario llamándolos.—¿En qué calle vivís?

–En la calle del Tribulete—contestó el mayor.

–¿Qué número?

Los chicos se miraron uno a otro con sorpresa y quedaron silenciosos.

–¿No lo sabéis? Está bien. ¿Pero sabréis ir a casa?

–¡Ah, sí señor!

–Bueno: ahí en la esquina tomaremos un coche, ¿no le parece a V., D. Facundo?—manifestó Miguel.

–Cómo quieras, Miguelito.

Tomaron un simón en la plaza de Santa Ana, dando orden al cochero de que parase en la esquina de la calle del Tribulete. Los chicos, que se habían sentado en la bigotera de la berlina, iban tan sorprendidos y gozosos, que costó gran trabajo hacerles contestar a ciertas preguntas. Mientras D. Facundo interrogaba al mayor con extremada habilidad para enterarse pronto de lo que necesitaba saber, Miguel hablaba con el chiquitín.

–¿No os habrán dado hoy de cenar?

–No—dijo el niño moviendo la cabeza a un lado y a otro.

–¿Y habéis comido por la mañana?

–Sí.

–¿Y qué habéis comido?

–Lentejas y pan.

–¿No habéis comido nada desde entonces?

–Un poco de pan que me dio Pepe.

–¿Quién es Pepe?

Silencio y asombro del niño.

–¿Es algún amigo tuyo?

–Es el chico de la vecina.

–¡Ah! ¿Y quién te ha dado ese chaquetón que te llega a los pies?

–El tío Remigio.

–¿Quién es el tío Remigio?

Nuevo y mayor asombro del niño, que le mira con ojos estáticos.

–¿Es algún hermano o pariente de tu madre?

–Es albañil.

–¡Ah, es albañil!—Y comprendiendo que no sacaría más en limpio, Miguel tomó otro rumbo.

–¿Y ganáis todos los días los cinco reales?

–Algunos días no.

–¿Y qué os sucede cuando no los ganáis?

El niño vaciló un instante, y después hizo con su manecita un ademán de vapuleo muy expresivo.

Miguel conmovido guardó silencio.

En la esquina de la calle del Tribulete despidieron el coche; los chicos sin vacilar fueron derechos a la puerta de una casa vieja y sucia; el mayor se volvió de espaldas y dio con los tacones de sus zapatos rotos algunos golpes; al poco rato abrió una vieja, que dejó escapar al verlos un gruñido nada pacífico; pero su mal humor se convirtió en sorpresa al observar que Hojeda y Miguel atravesaban el portal y seguían a los muchachos; éstos subían decididos la escalera, como hormigas que entran en su guarida; Miguel sacó un fósforo, porque la vieja portera se había retirado con la luz. Subieron hasta la guardilla; los niños se detuvieron delante de una puertecita.

–Aquí es—dijo el mayor.

Hojeda llamó con los nudillos de los dedos, pero nadie contestó.

–No habrá venido todavía mi madre—manifestó el mismo chico.

–¿Y qué os hacéis cuando llegáis antes que vuestra madre?

–Nos sentamos en la escalera.

En esto se abrió una puertecita contigua a la primera y apareció un hombre en traje de obrero, con una lamparilla de petróleo en la mano. Al ver a aquellos señores les dio las buenas noches y les preguntó lo que deseaban. Hojeda le explicó el caso en pocas palabras. El obrero les invitó a pasar a su habitación, y una vez dentro, les manifestó en confianza que también él y su mujer sabían la desgracia de aquellos pobres niños, y que habían querido intervenir para remediarla, pero inútilmente; la madre era una mujer viciosa, oficiala de sastre, amancebada tiempo hacía con un albañil, y que había tenido aquellos niños con un primer marido o querido, que esto no lo sabían; dioles algunos otros pormenores, que indignaron extremadamente a Miguel.

Pero aquella mala mujer no acababa de llegar; y fue necesario despedirse del obrero y dejar a los chicos en la escalera, con una buena limosna que nuestro joven les dio. Cuando ya bajaban, apareció por fin su madre. Hojeda entró con ella en la vivienda, que era un triste y desabrigado desván, sin otros muebles que una mesilla y dos o tres taburetes; en una esquina había un miserable fogón apagado; en otra, un montón de trapos, restos, al parecer, de un antiguo colchón, donde dormía toda la familia.

Miguel quedó asombrado del tacto y la habilidad que D. Facundo desplegó para noticiar a aquella mujer lo que habían hecho y para arrancarla todos los datos que necesitaba saber; de dónde era, con quién había estado casada, dónde trabajaba, etc. La mujer, que al principio los acogiera con marcada hostilidad, ante la mirada dulce y serena y las palabras sinceras de Hojeda, se fue poco a poco suavizando. Al fin, cuando éste le recordó con tono afectuoso los deberes que tenía para con sus hijos, aquellas infelices criaturas, sin otro amparo en el mundo que ella, rompió a sollozar. El boticario la consoló, prometiéndola volver al día siguiente y hacer por los niños todo cuanto pudiera. Lo que más le sorprendió a Miguel fue que en ninguna de sus frases hizo don Facundo la más leve alusión a los malos tratos que daba a los hijos ni a la conducta licenciosa que observaba.

Cuando al fin salieron a la calle, le dijo:

–¿Y qué piensa V. hacer mañana, D. Facundo, con todos esos datos que ha tomado?

–Procuraré comprobarlos; tengo muchos conocimientos entre los pobres de Madrid. Después trataré de sacar para ella la ración de San Vicente de Paul y mandar al chico primero a un colegio.

–¿Por cuenta de V.?

–Es muy barato: no vayas a creer que se trata de una gran cantidad. Entre unos cuantos amigos, hemos fundado un colegio para niños desamparados y nos sale por muy poco cada plaza.

–¡Pobres criaturas! ¡Dejarlos así abandonados a la intemperie, expuestos a quedarse muertos en medio de la calle, y todavía si no traen el dinero justo pegarles!… Esa mujer es una infame que no merece que V. se ocupe de ella.

D. Facundo dio un suspiro y dijo poniéndole la mano sobre el hombro.

–¡Ay, Miguelito, sobre estas cosas y otras parecidas, hay mucho que hablar! Yo no diré que no esté mal lo que hace esa mujer; pero llamarla infame, no es tan justo como a primera vista parece. Después de haber pasado muchos años contemplando todos los días cuadros semejantes al que acabamos de ver; después de haberme familiarizado con los tormentos que pasan los pobres, con sus ideas, y hasta con su lenguaje, he concluido por hallar muchos más desgraciados que infames. En el mismo caso presente, cierto que lo primero que salta a la vista, es la maldad de esa mujer; pero no te detengas en la superficie; ve más adelante; examina, investiga y hallarás seguramente que no es tan culpable. Primero tienes que considerar que en la sastrería no gana más que siete reales; y que con siete reales no pueden comer siquiera pan seco tres personas en Madrid; después debes tener en cuenta que una mujer sola, sin amparo, está expuesta siempre a caer en las garras de cualquier tunante que la enamora; después las ideas que esa gente tiene de la educación de los niños, no son como las tuyas y las mías, porque no han visto ni entendido nada bueno; el golpear a los chicos es una de tantas costumbres feas y repugnantes como tienen…

–¡De todos modos, D. Facundo!…

–Sí, sí, te concedo que esa mujer obra mal; pero bien examinadas y bien pesadas todas las circunstancias, no es tan perversa, de seguro, como tú te imaginas.

Miguel guardó silencio y se puso a meditar sobre las palabras de Hojeda, mientras caminaban emparejados hacia el centro de la villa. Después de una larga pausa, levantó la cabeza y dijo:

–¿Sabe V., D. Facundo, que no sospechaba que V. se dedicase tan particularmente a hacer obras de caridad?

El pedazo de cara que la enorme bufanda del boticario dejaba al descubierto, se coloreó fuertemente.

–¿Yo?… ¡ca hombre! no… ¡qué tontería!… de ningún modo… no lo creas…—comenzó a balbucir torpemente como un hombre cogido infraganti de algún delito.

–Lo que está a la vista no se puede negar—dijo Miguel sonriendo.

Hojeda se mantuvo silencioso algunos instantes; después, parándose de pronto y cogiendo a nuestro joven por el brazo con mucho aparato de misterio, y esforzándose por dar a su voz y a sus ojos la mayor expresión posible de severidad, le dijo:

–¿Sabes, Miguelito, por qué hago yo todas estas cosas?

–¿Por qué?

El boticario le estuvo mirando algunos segundos con extraordinaria dureza; después exclamó:

–¡Por egoísmo!

Y soltándole el brazo, dio rápidamente unos cuantos pasos dejándole atrás.

–¿Cómo? ¿cómo?—dijo Miguel todo asombrado.

El boticario sin volverse, pero haciendo un ademán expresivo con el brazo, volvió a exclamar con más fuerza:

–¡Por puro egoísmo!

–¿Cómo es eso, D. Facundo?—preguntó avanzando hasta colocarse a su lado.

–Te lo explicaré en seguida—repuso Hojeda en tono confidencial, parándose otra vez y otra vez cogiéndole por la manga del gabán.—Yo no tengo familia, como tú sabes; no soy aficionado al estudio, porque comprendo que aunque me haga pedazos los cascos nunca pasaré de cierto límite: tampoco me gustan los juegos, pues el billar lo tomo solamente como un medio de hacer ejercicio: los teatros no los piso jamás; entre los espectáculos públicos únicamente me gustan…

–Los toros, ya sé.

–Es mi único vicio… pero no los hay más que en la primavera y una vez por semana, aparte de algunas corridas extraordinarias. La botica no me ocupa ningún tiempo, porque tengo al frente de ella a un pobre muchacho que acaba de hacerse farmacéutico y al cual se la pienso dejar cuando me muera… Si no me voy a los sermones y no me entretengo en proteger a algunos pobrecillos, ¿qué quieres que haga yo de mí?… ¿No comprendes que me moriría de aburrimiento?

–Sin embargo, los actos en sí no dejan de tener mérito.

–¡Ninguno, hombre, ninguno!—repuso con energía.—Mira: te lo explicaré mejor. Yo, cuando subo a casa de un pobre y me entero de su vida, y le socorro y le aconsejo; cuando doy vueltas por Madrid buscándole alguna colocación, estoy entretenidísimo, tanto como cualquier señorito en los bailes de Montijo, con la diferencia de que mientras él llega a casa al amanecer, hastiado, ojeroso y mustio, yo me acuesto tranquilito a las doce, y si he hallado empleo para mi hombre, me duermo más contento que el Rey de Prusia, y si no lo he hallado, me levanto por la mañana con ánimos para revolver todo Madrid… Dime tú ahora, ¿quién entiende mejor la vida, él o yo? ¿Quién es aquí el egoísta?… Voy a ponerte otro ejemplo. Acabas de pasar una hora conmigo desde que nos hemos encontrado en la calle del Príncipe. Quiero que me digas con sinceridad si en esta hora te has aburrido…

–No sólo no me he aburrido, sino que he pasado uno de los ratos más felices de mi vida.

–¿Lo ves? ¿Qué mérito tiene entonces lo que hemos hecho? Lejos de juzgarnos dignos de admiración, somos dignos de envidia por lo que hemos disfrutado…

–Concedo, D. Facundo, que en este caso particular, acaso tenga V. razón; pero consagrar la vida entera como V. a hacer obras de caridad, es digno de alabanza y recompensa.

–¡Recompensa! ¡recompensa!—exclamó con fuego el boticario.—Pues qué, ¿te juzgarás acaso resarcido del dinero que has dado por una butaca en el teatro después de haber pasado la noche quizá bostezando, y no te considerarás pagado del que regalaste a esos niños, gozando una hora de felicidad?

–Bien, pero V. es otra cosa: yo lo acabo de hacer por casualidad, mientras que V. lo tiene por costumbre.

–¡Mejor que mejor! Yo gozo todos los días tanto o más de lo que tú has gozado hoy…

Siguió desenvolviendo con brío su tesis nuestro farmacéutico, mientras caminaban hacia la Puerta del Sol. Miguel había concluido por guardar silencio, escuchando con placer y curiosidad aquellas peregrinas teorías. Al llegar a la esquina de la calle de la Montera, Hojeda volvió en sí de pronto y dijo en el tono afectuoso y humilde que le caracterizaba.

–¡Buena matraca te he dado, Miguelito! Perdona a este viejo chocho y vete con Dios a descansar, que aquí nos separamos.

Miguel se despidió de él apretándole con efusión la mano. Cuando se hubo apartado seis u ocho pasos, le dijo volviendo a llamarle:

–Conste, D. Facundo, que no me ha convencido V., y que es V. una gran persona.

–¡Un gran egoísta!—gritó el boticario alejándose.

V

¿Qué te pasa hoy? ¿Parece que estás triste?—decía la generala cierta noche, tomando las manos de su amante entre las suyas.

–Pues no tengo nada (al menos, que yo sepa)—repuso en tono humorístico él.

–Sí tal; hay en tu fisonomía cierta expresión melancólica; por más que trates de ocultarla con aparente alegría, no lo consigues; en tus ojos hay menos brillo que otras veces; tienes la mirada vaga y perdida…

–No; lo que tengo, es la mirada de perdido.

–Ríete lo que quieras: tengo un corazón que no se engaña. Tú estás triste, y me lo ocultas.

–Si tienes mucho empeño en ello, lo estaré; pero sólo por galantería. Por lo demás, nunca he estado más alegre.

–Pero la tuya es una alegría marchita… no tiene frescura… no sale del corazón… es una máscara. Yo quisiera, Miguel mío, saber todo lo que acontece en tu espíritu, todo lo que piensas, todo lo que sientes… No me basta saber los pensamientos y los sentimientos grandes; deseo conocer también los más íntimos; deseo escudriñar los últimos rincones, los últimos pliegues… quiero que no pase por tu cabeza una idea, aunque sea tan débil como el soplo de un niño, que no llegue a mi noticia… quiero conocer todas las emociones que experimentas, aun aquellas que apenas sean capaces de mover tu corazón… quiero entrar dentro de ti mismo… quiero formar una sola persona contigo…

Los grandes ojos azules, lascivos, de la generala, se clavaban con amorosa inquietud en su amante al proferir estas palabras.

Miguel despertó de la indiferencia en que yacía.

–Todo eso eres, cielo mío… Todo eso y mucho más—contestó, apretándole con efusión las manos.

–¡Si fuese cierto!… Pero no… tu amor va siendo cada día más tibio… A medida que el mío se enciende, el tuyo se apaga…

–¡No lo creas, Lucía!—exclamó el joven, dando a su exclamación mayor fuego del que le hubiera correspondido si no se hubiera tomado un poco de trabajo.—¡Te adoro… te adoro con pasión loca… frenética! Eres el único pensamiento dulce que anima mi existencia… Pídeme la vida, y me verás darla con alegría…

–¡No quiero tu vida, chiquillo!—dijo la generala sonriendo y haciéndole mimos con la mano en el rostro.—Quiero tu amor; pero un amor verdadero, grande, infinito… ¡Tú no sabes las locuras que yo sueño, los castillos que levanto en el aire! Muchas veces me figuro que en efecto me adoras con todo tu corazón, con todas las fuerzas de tu alma, y que yo soy para ti lo que fue Beatriz para el Dante y Laura para el Petrarca, un objeto divino que te preserva de todo pensamiento innoble, que gracias a mi amor se va engrandeciendo tu espíritu, despierta tu genio, el genio que tienes en el fondo del alma… porque yo estoy segura de que lo tienes…

–En efecto, tengo un genio muy malo; a veces no hay quien me resista.

–No, no; es otra clase de genio—dijo la dama riendo.—Mas aunque esto no fuese una quimera, aunque tú alcanzases algún día la celebridad, soy muy tonta en forjarme ilusiones… Tú estás comenzando la vida casi, casi… el porvenir se presenta risueño. Cuando llegues a donde yo creo que tienes derecho a llegar, ¿qué seré para ti?… Una vieja que ha cometido la insensatez de amarte. Una pobre mujer enamorada ridículamente…

–¡Alto, querida! Te anuncio que ya estoy enternecido. No sigas adelante, si no quieres verme hacer pucheritos… Hablemos de otra cosa—añadió reclinándose perezosamente en el sofá y estirando las piernas con demasiada confianza,—hablemos de Pérez Almagro.

Pérez Almagro era el último amante que la generala había tenido, y que no dejaba de inspirar cierta inquietud, ya que no celos, a nuestro joven.

–¡Oh, qué cruel eres! ¡No perdonas medio de hacerme sufrir!

Miguel iba a replicar; pero en aquel instante un leve rumor lejano se dejó oír en el pasillo. Lucía se puso en pie con súbito y pronto movimiento; el rostro pálido, el oído atento, la mirada estática. Escuchó un momento.

–¡Alguien viene!… Es la doncella… ¡De prisa, de prisa! ¡Escóndete!

–¿Dónde?—preguntó aturdido.

La dama paseó una mirada intensa y ansiosa por la habitación.

–Aquí—dijo corriendo a un armario embutido en la pared y abriendo el compartimento inferior.

Miguel se metió allá de cabeza. Lucía dio la vuelta a la llave. En aquel momento entraba la doncella.

–¿Qué hay, Carmen?—preguntó con gran calma, dirigiéndose al espejo para arreglar el pelo.

–Señorita, vengo a darle cuenta del billete que me entregó por la mañana.

–¡Ah! sí… el billete… ¿De cuánto era?

–De diez duros.

–Bien, ¿qué ha comprado V.?

–Los botones para el vestido de la niña, han costado veintisiete reales…

–¿Qué más?

La sombrilla de miss Ana, que he pagado yo; no la han querido dar menos de tres duros.

–Bien; son cuatro duros y siete reales.

–La corbata para Chuchú… catorce reales.

–Son… cinco duros y un real… ¿se la ha puesto ya?

–No, señorita; mañana cuando vaya a paseo; es muy bonita; a María le ha gustado; ¿no sabe usted? El chico quería ponérsela cuando salíamos del comercio… ¡Poco trabajo que me costó quitárselo de la cabeza!

–¡Pobre Chuchú!

–Cuando vio que no conseguía nada por las malas, se puso a hacerme caricias… ¡Anda, Carmelita, monina, ponme la corbata… te he de dar un dulce de los de la mesa…—Yo le decía:—¿El que te toque a ti?—Sí, sí, el que me toque a mí…

–¡Oh, qué malo!

–¡No sabe V., señorita, las monerías que hizo para sacármela!

–¡Pobre Chuchú! ¿Por qué no se la ha puesto V.?

–Porque en casa no habría quien se la quitase después.

–¿Le ha encargado V. los guantes?

–Sí, señorita.

–¿En casa de Clement?

–Sí, señorita: quedaron en mandarlos el sábado.

–¿Los ha pagado?

–Sí, señorita: doce reales.

–Bueno, entonces son… cinco duros y trece reales.

–He comprado también el agremán que faltaba para el vestido de la niña.

–¿Cuánto faltaba?

–Dos tercias: quince reales.

–Son entonces… aguarde V.... son… seis duros y ocho reales… ¿no es eso?…

Carmen afirmó con la cabeza, mientras hacía mentalmente la cuenta.

–¿Qué más?

–No me acuerdo de más—manifestó, después de vacilar unos instantes.

–¿Y la esponja del tocador que le he encargado?

–¡Ah! ¡se me olvidaba, señorita!… diez y ocho reales.

Miguel se asfixiaba en el armario. Estaba de rodillas, el cuerpo doblado, la cabeza apoyada en uno de los rincones. Así que entró, empezó a sentir el malestar de la postura; no podía alzar la cabeza, ni enderezar poco ni mucho el cuerpo; las piernas encogidas también de tal manera, que le causaban calambres. Pero a los pocos segundos, notó o creyó notar que le faltaba aire para la respiración, y se estremeció de congoja: hizo frecuentes y largas inspiraciones para probar, y observó que cada vez hallaba más dificultad; trató de contener el aliento para economizar el aire, pero esto no hizo sino fatigarle más. Entonces quiso dar la vuelta y aplicar la boca a una rendija a ver si conseguía recoger más oxígeno: no le fue posible. La idea de morir asfixiado cruzó por su cerebro: un sudor frío y copioso le bañó todo el cuerpo: la congoja se apoderó de él. En pocos segundos pensó millares de cosas aterradoras; vio la muerte cara a cara; el miedo le dejó yerto, desmayado; estuvo a punto de perder el sentido. Mas de pronto, el instinto de la vida despertó, se reveló con ímpetu en su organismo y le sugirió pensamientos de salvación:

–«¡No, lo que es yo no me ahogo aquí como un ratón por esa!… Voy a dar una patada a la puerta y hacer saltar la cerradura.»—Esta idea le confortó un instante y dio tiempo a que penetrase en su mente otro proyecto menos violento, el de llamar la atención de la generala sin ser notado de la doncella: si este proyecto fracasaba, acudiría inmediatamente al recurso extremo. Extendió una mano hacia atrás y rascó la puerta con la uña, produciendo un rumor semejante al de los ratones…

El fino y atento oído de la dama se dio por enterado.

–Carmen, vaya V. al comedor, y tráigame un vaso de agua… ¡Siento un picor en la garganta!… ¡Jesús, qué tos tan rara!

Y la dama tosió hasta querer reventar.

Cuando Carmen hubo desaparecido, dirigiose precipitadamente al armario, y abrió. Miguel salió a rastras del fondo con el semblante pálido, descompuesto, completamente demudado.

–¿Qué te pasa?—preguntó con sobresalto Lucía.

–¡Que me ahogo!

–¡Corre a la alcoba… métete debajo de la cama!

El joven se apresuró a cumplir la orden, y al instante apareció de nuevo la doncella.

La generala se bebió el vaso de agua sin gana.

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
Hacim:
370 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,8, 9 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 1, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre