Kitabı oku: «Riverita», sayfa 15

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VI

Eh, chis, chis, Miguelito, ¿a dónde tan decidido?

–Al Retiro.

–Para los pies, chavó, y entra a tomar una cañita conmigo y estos señores.

Miguel se detuvo y sonrió al ver a su primo Enrique sentado a una mesa del café Imperial al lado de la ventana y rodeado de varios toreros. Como no tenía prisa, aceptó el convite y se acercó a ellos saludándoles con un:

–A la paz de Dios, caballeros.

–Buenas tardes, amigo—le contestaron.

Y se sentó en el hueco que galantemente le dejaron y se bebió de un trago la caña que Enrique le puso delante.

–Te presento a mi amigo José Calzada, célebre matador de toros que ya conocerás con el nombre de el Cigarrero, aunque hace muchos años que no mata en la plaza de Madrid… Su hermano Baldomero, el Serranito, banderillero de fama… Sebastián Campos…

Enrique se detuvo vacilante antes de pronunciar el alias.

–Diga ozté Merluza, D. Enriquito: Merluza zoy, Merluza he zío y Merluza me he de morí el día meno penzao.

–Pues bien, mi amigo Merluza, el banderillero más barbián de la plaza de Málaga… Mis amigos D. Pablo López y D. Luis María Pastor, aficionados al arte.

Todos saludaron a nuestro joven, muy circunspectos, sobre todo los toreros, que son los que mejor conservan, en el trato, la gravedad serena y afable peculiar del pueblo español, tan distante del orgullo británico como de la extremada urbanidad de los franceses.

El Cigarrero era un hombre ya entrado en días, con el cabello casi blanco, pequeño, fornido, soportando sus años con mucha gallardía. Miguel había oído varias veces citar su nombre entre los astros del toreo; pero como gloria pasada; tanto, que lo juzgaba retirado hacía tiempo. El hermano era un muchacho de veinticinco o veintiséis años, buen mozo, de rostro hermoso aunque algo afeminado. Merluza un jayán monstruosamente feo. Los dos aficionados, jovencitos barbilampiños, escuálidos, y vestidos a la última moda.

La conversación no se interrumpió por la llegada de nuestro joven, quien se puso a escuchar con poca curiosidad. Se hablaba de toros; no hay para qué decirlo: se discutía la mayor o menor severidad e inteligencia de las plazas de Madrid y de Sevilla. Uno de los jovencitos sostenía que en Madrid se juzgaba con más severidad y competencia.

–Pues zarvo zu parecé, D. Luizito—decía Merluza,—y zarvo er de too lo presente, a mí me paece, vamo… que en Zeviya hay afición… y ez lo que digo yo, onde hay afición lo hay too.

–Sebastián, yo no te niego que haya afición en Sevilla, pero no es para comparar con la que hay en Madrid. Además, aquí se estudia el toreo por principios, lo que no se estudia allí… aquí el pueblo es más ilustrado…

–Ya zé, ya zé, D. Luizito: no me diga ozté na. Onde no hay prencipio no pué haber na… ¡Pero mire ozté que en Zeviya hay mucha afición!..... ¡¡Mucha afición!!

–En Madrid hay que tener mucho de aquí, querido (apuntando a un ojo). Si te descuidas un poco, ya tienes la bronca encima… y algo más en ocasiones.

–¡Calle ozté, zeñorito, zien Zeviya po una mijita le tiran a uno la Biblia!

Enrique aprovechó el calor de la disputa para comunicar a su primo por lo bajo algunos datos importantes acerca de la vida del Cigarrero.

–Ahí donde lo ves, Miguel, hace veinte años era el torero que se tiraba más por derecho en España. En Sevilla ha recibido muchas veces.

–¿A quién?

–¡Al toro, hombre!

–Muy señor mío.

–Pero, claro, con los años se ha ido haciendo un poco tumbón… ¡Pero como inteligente!… lo que es como inteligente, ni Cayetano ni San Cayetano le ponen el pie delante.

Terminada la disputa, comenzó a hablarse de los toreros en boga. Los pollastres aficionados, y Enrique también, creyeron halagar al Cigarrero rebajando el mérito de ellos. Asombrole a Miguel el ahínco y la sinceridad con que aquél comenzó noblemente a defenderlos, aunque sin levantar la voz y sin perder un punto de la gravedad que le caracterizaba.

–Mie usté, D. Luisito, er que má y er que meno, tiene su quebranto, y ar mehó ecribano se le cae un borrón. Si Caytano se huye, e que está mu castigao, el probesico ya se va pa Viyavieha como yo… Pero diga usté que sí, D. Luisito… cuando le sale un toro de verdá, ¡Caytano tá superió!

–Vamos, con Cayetano todavía transijo—dijo Enrique.—Aunque desconfiado, le he visto muchas veces torear con arte y en corto y meterse como Dios manda… Al que no puedo resistir es al Gordo. ¡En la vida le he visto medio aplomado, ni pinchar más que a paso de banderillas!

–Tampoco creo eso que usté dise: ar Gordo le pasa lo que a too nosotro; si er toro acude bien, tá güeno; si no tiene gana, tá malo. Y aluego ¿qué se pué esí de la muleta? Con eya en la mano, hay mu poco que tengan tan güena sombra… Lo que le tiene er Gordo, e que sabe demasiao er terreno que pisa… y cuando se sabe mucho… vamo… ya me entiende usté, D. Enriquito.

–Ozté perdone, zeñó José—dijo a esta sazón Merluza.—Me paece a mí que aquí D. Enriquito habla bien… Er Gordo poniendo banderiya, ¡la corona de María Zantízima! pero matando, ¡la perra zin vergüenza de zu mare!

El Cigarrero se puso muy serio y repuso enojado:

–A ti no te toca esí na de eso, Sebastián. Too esto señore pueen hablá lo que gusten, pero tú, hijo, no puée… ¿Tamo?

Merluza acortado, rectificó como pudo sus brutales palabras.

Era la primera vez que Miguel oía decir bien en un corro, de las personas del mismo arte o profesión que los presentes; y no poco quedó admirado de que fuesen los toreros, gente por lo regular inculta y plebeya, quienes dieran ejemplo de nobleza y compañerismo a los que cultivan otras artes más elevadas.

Tampoco admitió el Cigarrero las lisonjas que le prodigaron, lo mismo Enrique que sus amiguitos. Sin echarse por tierra con fingida modestia, supo colocarse en su verdadero sitio, esto es, por debajo de los espadas que entonces llevaban la atención del público, sin traer a cuento sus glorias pasadas o los tiempos en que gozaba de más renombre.

–Ya soy vieho. Ya no pueo competí con lo muchacho… Pero mase farta la guita, porque mi casa siempre se ha paesío un hospisio… y hago lo que pueo… y a vese un poquiyo meno de lo que pueo… Si Caytano aprieta en su toro, yo aprieto en er mío; si afloha, yo afloho… Si me sale un torito vivito y voluntario, le toreo por lo arto y le doy lo que pide er animá. Si me sale blando y sin vergüensa le doy un goyetaso ¡y a viví!… A mí me podrá hasé peaso un toro, ¡pero en la vía un roío buey!

Pasó un rato agradable Miguel, oyéndoles disertar en estilo pintoresco, sobre tauromaquia, que para ellos era el compendio de todas las ciencias, y el fin supremo de la vida humana, y se despidió al cabo afectuosamente, no sin haber sido antes convidado a una novillada de aficionados que Enrique y sus amigos estaban organizando a beneficio de unos náufragos que se habían perdido en el Adriático. Esta novillada había de efectuarse el próximo domingo en la plaza de los Campos Elíseos; sería presidida por la señora del ministro de Marina, dirigida por el Cigarrero, y nadie podría asistir a ella sin entregar un duro a la puerta, salvo los amigos invitados por los lidiadores.

Dos o tres días antes del señalado, pasó Miguel por casa de su tío Bernardo. Al entrar en el cuarto de Enrique, oyó gran ruido, como si trasteasen con los muebles; quedó altamente sorprendido al ver a su primo con sendas banderillas en las manos delante de una silla, levantándose sobre la punta de los pies en actitud de clavárselas. Aunque algo avergonzado a causa de la risa que a Miguel le acometió, no tardó en reponerse y manifestarle cómo se estaba ensayando en los cambios, salidas y cuarteos, pues era uno de los banderilleros que el domingo debían trabajar en los Campos.

–Pero esa silla me parece que se debe aplomar algo en la suerte de palos—dijo Miguel.

–Chico, no tengo otra cosa. Quise ensayar con el perrito de mi hermana, y mira lo que me ha hecho…

Y levantando un poco los pantalones, le enseñó las huellas de los dientes del animalito en la carne.

Estaba muy animado, pero confesaba que tenía los nervios un poco excitados y que dormía mal por la noche. ¡Eso de presentarse delante de un público tan lucido! Pero de todos modos, él conocía muy bien la teoría de las banderillas; no le faltaba más que un poco de práctica.

–Mira; para ponerlas al cuarteo, se coloca uno así… con los pies juntitos. Se cita al animal… Hay que esperar que arranque, ¿entiendes? y marchar decidido a cortarle el terreno… Si el toro no baja la cabeza para tirar el derrote… nada… ¡Hay que andarse en esto con mucho ojo!

–¿Y tienes esperanza de ponerlas bien el domingo?

–Si el torete me sale bravo y arrancando bien, pienso estar hasta guapo…

–No te lo aconsejo; te van a desconocer.

–Si sale blando o huido, tiraré a cumplir nada más… a salir del paso. Todo depende de la suerte, como tú comprenderás… Eso le pasa a Cayetano, al Cigarrero y a todo el mundo.

Llegada la tarde del domingo, se fue Miguel a los Campos y entró en la plaza, que ya estaba más que mediada de gente, casi toda de categoría: los lidiadores pertenecían en su mayor parte a la aristocracia. Había en los palcos una muchedumbre de niñas bonitas, ostentando la blanca mantilla de encaje y la peineta: los tendidos de madera estaban poblados de caballeros elegantemente vestidos. Miguel fue a colocarse entre barreras al lado de el Cigarrero que dirigía la lidia, sin tomar parte en ella.

Dada la señal por la presidenta, que era una señora guapetona, muy rumbosa y muy dadivosa, aparecieron en el redondel las tres cuadrillas al son de una marcha española tocada por la banda de un batallón: cada cuadrilla se componía del espada, tres banderilleros y los correspondientes monos sabios: estaban suprimidas las picas. Los alguaciles, que eran dos marqueses, marchaban delante montando briosos caballos y haciendo piernas con ellos. Gran tempestad de aplausos al verlos aparecer: los muchachos se presentaban vestidos de chulos con ricas capas sobre los hombros, imitando perfectamente en el modo de andar el aire y el contoneo peculiar de los toreros. Saludaron a la presidenta y arrojaron con garbo las capas de gala a los amigos, cambiándolas por las de uso. De todos los tendidos se oían voces saludando a los lidiadores: éstos cambiaban gritos y saludos con los espectadores, y sostenían conversación con ellos en alta voz.

Hasta aquí todo marchaba perfectamente. El marquesito alguacil recogió la llave que la presidenta le arrojó, y fue haciendo corvetas a entregársela al encargado de abrir el toril, cargo que, por cierto, se habían disputado un vizconde y el hijo del presidente del Tribunal Supremo. Sonó el clarín y saltó al redondel un torete negro, con bragas, de bonita lámina. El primer sentimiento que los lidiadores experimentaron al echarle la vista encima, fue de traición o engaño manifiesto. Todos ellos le habían visto varias veces, primero en el encierro y después en el corral; pero nunca les pareció ni la mitad de grande que entonces. Así que, sospechando que pérfidamente se lo habían trocado en el chiquero, cambiaron repentinamente el color fresco y sonrosado de sus mejillas por un blanco mate nada vistoso. Y por un movimiento simultáneo, que probaba la unidad de sus convicciones, se pegaron todos a la barrera y colocaron el pie en el estribo, preparados a cualquier evento. El novillo se disparó contra uno de ellos. Todos, como un solo hombre, saltaron la barrera. El novillo, viendo el campo libre, se paseó por él a su talante, en medio de la gritería y algazara de la gente. Un buen rato se estuvieron los lidiadores entre barreras, celebrando consulta, hasta que al fin, estimulados por los amigos de los tendidos, que no cesaban de perseguirles con gritos y pullas, y por el poquillo de vergüenza que todavía les quedaba, después de la salida del toro, se decidieron a entrar de nuevo en el redondel. Pero fue con toda calma, montando sobre la barrera como si estuviesen impedidos de las piernas, y bajándose después poquito a poco; parecía que iban a entrar en un baño de agua fría. Uno de ellos tuvo la audacia de separarse como cinco o seis pasos del tablero, y llamar la atención del novillo con el capote. Una mirada severa del toro bastó para hacerle brincar la barrera sin poner el pie en el estribo.

La corrida fue rica en incidentes. Caídas, choques, atropellos, saltos mayores que el de Alvarado, de todo hubo, hasta cogidas, lo cual, en verdad que parecía imposible. Apenas tiraban el trapo, se echaban a correr llenos de pánico, dándose con los talones en las nalgas, y precipitándose de cabeza por encima de las tablas, sin que el toro se hubiese movido de su sitio. Los banderilleros clavaban los palos en el aire muchas veces; otras en alguna región ignorada del animal. Los espadas igualmente pinchaban donde podían, sin aproximarse jamás, ni por casualidad, al sitio verdadero. En vano saltó el Cigarrero más de veinte veces al redondel a poner orden; en vano les arreglaba los novillos y se los cuadraba, de suerte que no había más que dejarse caer; de todos modos la confusión, el ruido y las atrocidades de todo género no cesaron en toda la tarde.

Enrique, que vestía una chaquetilla elegantísima de terciopelo color granate, en los comienzos de la lidia dio, como sus compañeros, ejemplo de prudencia y circunspección. Rodeó, sí, infinitas veces la plaza, pero fue, casi siempre, por detrás de la barrera, y cuando lo hizo por delante, era tan cerquita de ella, que a cierta distancia parecía por detrás. Llegado el momento crítico de poner las banderillas, que fue en el segundo novillo, las cogió, y aunque muy pálido, marchó resueltamente hacia él; se puso con los palos en cruz, y alzándose sobre la punta de los pies, comenzó a mugir terriblemente para llamar la atención del animal; y en efecto, así que éste le vio en aquella actitud fanfarrona, vino rápidamente a embestirle. Mas, con gran asombro y vergüenza de sus amigos, en vez de clavarle las banderillas las soltó de las manos, y la emprendió a todo correr hacia la barrera. No pudo saltarla. Antes que lo hiciese, el toro le había cogido por la parte posterior, y le había tirado al alto. Todos acudieron y sofocaron al becerro con los capotes. Pero Enrique, levantándose furioso contra él, e indignado contra sí mismo por aquella vergonzosa huida, comenzó a gritar como un energúmeno:—¡Dejádmelo, dejádmelo!—Y arrancando unas banderillas al primero que encontró, se fue ciego, frenético hacia el toro, y se las clavó en el pescuezo, sufriendo por ello una nueva cogida. Afortunadamente, ninguna de las dos tuvo serias consecuencias; los pantalones rotos y algunas contusiones. Los espectadores, desternillados de risa, le aplaudían con calor y hasta le tiraron cigarros.

Quedó muy ufano de este triunfo; tanto que, acercándose al sitio donde estaban Miguel y el Cigarrero, le preguntó a éste:

–¿Eh? ¿Qué le ha parecido a V., maestro?

–No ha tao mal—contestó el torero sonriendo.

VII

Miguel no había dejado de ser nunca uno de los socios más asiduos del Ateneo. Aunque no tomaba parte en las discusiones sobre los pueblos semíticos, se había hecho notar bastante en los círculos privados que se formaban por las noches en el vasto corredor del establecimiento, y se le tenía por un amable y despejado compañero. Trabó amistad con otros jóvenes moluscos de los que más bullían, y éstos no tardaron en comunicarle la fiebre de cargos honoríficos que a ellos les devoraba. La ambición ardía en los pechos de los exploradores de la raza semítica; apetecíanse y buscábanse con noble emulación los cargos de secretarios de las secciones. ¡Era tan brillante el levantarse en el comienzo de las sesiones a leer el acta de la anterior! Las intrigas tenebrosas menudeaban; las traiciones eran cosa corriente. Había dos bandos principales: el de los viejos y el de los jóvenes; los primeros eran más en número, y vencían siempre que no se les cogía descuidados; los segundos, más activos, tramaban asechanzas para derrotar a los candidatos contrarios, unas veces presentando los suyos, en unión de alguna persona ilustre y respetable, otras veces aprovechando las noches de más frío en que los viejos no se atrevían a salir de casa, otras dividiendo con astucia a los enemigos; todos los medios eran lícitos.

Gracias a una de estas sorpresas, y secundado con energía por algunos muchachos, que al verle tan asiduo en la asistencia le respetaban ya como un sabio en ciernes, consiguió Miguel ser secretario tercero de la junta directiva, encargado del alumbrado y calefacción. Y queriendo dar una gallarda prueba de su celo por los intereses del Ateneo, así que tomó posesión del cargo, hizo poner hornillas de cock en las chimeneas y suprimió la leña, que ocasionaba un gasto demasiado considerable. Mas he aquí que esta patente economía, en vez de satisfacer a los socios, les disgusta y levanta polvareda; los viejos se pusieron inmediatamente enfrente del audaz reformador y algunos jóvenes también. ¿Para qué sirven esas economías? ¿Para traer más libros? Demasiados hay en la biblioteca. Un orador novel, joven, tradicionalista e imitador de Donoso Cortés, que en las juntas generales del Ateneo se ensayaba para el Congreso, le apostrofó duramente, luciendo una voz y un juego de actitudes que envidiaría Mirabeau: demostró hasta la saciedad, que aunque el cock proporcionase el mismo calor que la leña, había en ésta un algo espiritual que satisfacía necesidades de orden más elevado; hizo presente que el Ateneo no era una sociedad de mercachifles ocupados en recoger ochavos, y que el sórdido interés debía ser arrojado del templo de la ciencia a latigazos (aquí bebió un sorbo de agua azucarada y se limpió después los labios con esmero). Expresó su profunda sorpresa de que un joven fuese quien tomara la iniciativa en la funesta empresa de privar de comodidades a los hombres que trabajan en el campo de la ciencia, y con tal motivo exaltó el respeto que le es debido y que siempre se ha tributado al sabio, haciendo un bello y minucioso parangón entre éste, que con sus obras eleva y enriquece los espíritus, y el obrero de la materia, que eternamente será siervo de la gleba, decidiéndose, claro está, por aquél. Por último, terminó diciendo que al declararse partidario incondicional de la leña, no le impulsaba ningún móvil bastardo, que no se hacía eco de ningún resentimiento particular, porque no cabían en su corazón tales miserias vergonzosas; hablaba solamente por el deseo generoso de mantener en el Ateneo el sello espiritual que siempre le había caracterizado. Este elocuente discurso provocó muchos aplausos entre los socios, particularmente los viejos, los cuales en las primeras elecciones de cargos derrotaron a Miguel, nombrando en su lugar al joven tradicionalista.

Tanto como a Miguel le aburrían los discursos hueros y ampulosos que se pronunciaban en el salón de sesiones, tanto le agradaban a su antiguo amigo y condiscípulo Mendoza y Pimentel. Muy rara vez se le veía en la biblioteca con un libro abierto; pero en cambio, por milagro perdía una sesión lo mismo de la sección de ciencias exactas, que de la de morales y políticas o literatura. Admiraba profundamente a casi todos los oradores, cuanto más campanudos mejor, y se enfadaba con Miguel cuando éste hacía burla de ellos. Poco a poco se había ido modificando la opinión que de él tenía formada desde la infancia. Después de haber oído a los oráculos del Ateneo, comprendía que Miguel era un chico listo, «pero bastante ligero.» Ya no le pedía dinero, porque había ascendido a diez y seis mil reales de sueldo, los cuales empleaba casi todos en vestirse y una mínima parte en comer; pero su amistad continuaba inalterable. Se hizo presentar por Riverita en algunas tertulias políticas donde nuestro joven tenía acceso, entre ellas la del general conde de Ríos, uno de los jefes a la sazón del partido liberal. Esta fue la que más le plugo y donde echó raíces. El general era un hombre de genio vivo y enérgico, hablador sempiterno, narrador de cuentos verdes, con mucha afición a la política y poca o ninguna al arte militar. Al principio no le cayó en gracia Mendoza: su carácter grave y silencioso le causaba tedio:—¿Sabe V., Riverita, que ese amigo de usted es lo mismo que un roble?—le dijo pocos días después de habérselo presentado. Cómo se arregló Mendoza para llegar a ser al cabo de algunos meses uno de los íntimos de la casa y acompañantes preferidos por el general, fue cosa que nadie supo. Y, sin embargo, era muy sencillo de explicar. Mendoza sufrió una temporada la frialdad del conde y el desdén de la condesa con gran filosofía, y siguió asistiendo constantemente a la tertulia. No tomaba parte muchas veces en la conversación, porque tenía la desgracia de que no se le ocurría jamás una frase oportuna o chistosa; cuando lo hacía, era únicamente para manifestar su aprobación absoluta e incondicional a las palabras del conde, o para interrumpir con un ¡oh! o con un ¡ah! que expresaban su admiración y simpatía.

Un día el general descubrió con sorpresa, al hablar del sistema colonial inglés, que Mendoza pensaba exactamente igual que él sobre esta cuestión. Verdad que el mismo general había emitido su opinión, hacía algunos días, delante de aquél; pero ya no se acordaba.—Este chico—se dijo—es más de lo que parece. Otro día descubrió la condesa, que jugaba peor que ella al tresillo, y que era un compañero a quien de vez en cuando se le podía dar codillo: desde entonces le miró con simpatía y le invitaba con frecuencia a hacer el cuarto. Si alguna vez se le ocurría ganar, la condesa le hacía pagar cara la victoria, dirigiéndole una granizada de bromas que cualquier tomaría por insolencias: pero Mendoza sonreía tan candorosamente y daba pruebas tan patentes de que sólo la suerte había ocasionado la derrota de la dama, que ésta concluía por reírse también. En poco tiempo conquistó la simpatía y hasta el afecto de los esposos. Habiéndose ofrecido al general para ayudarle a escribir cartas en ocasión en que éste se hallaba muy apurado, cumplió con tal exactitud, que apesar de que las epístolas eran un poco pedestres y enrevesadas, aquél aprovechó sus servicios algunas otras veces, y hasta recabó del jefe de la oficina que le dejase libre algunas horas a fin de no molestarle tanto. Con esto casi puede decirse que fue desde entonces el secretario particular del conde, y como tal era considerado por las personas que frecuentaban la casa. No tardó en hacerse indispensable a la familia. Por las mañanas, antes de ir a la oficina, daba una vuelta por la casa: el general le encargaba algunos recados o visitas que no podía hacer personalmente ni confiar a ningún criado, la condesa, menos escrupulosa que su marido, le hacía muchas veces desempeñar oficios humildes: como comprar juguetes para los niños, pagar algunas cuentas al joyero, etc. Por las tardes solía acompañar al conde a paseo, casi siempre a pie, pues no era aquél amigo de usar el coche.

Al paso que Mendoza intimaba con este personaje y se hacía de sus familiares, Miguel seguía siendo nada más que uno de tantos como visitaban la casa: y aun podía asegurarse que en los últimos tiempos, sus relaciones con la generala Bembo habían traído cierto enfriamiento en todas las demás. Lucía le reclamaba casi todo su tiempo. Por otra parte, le desplacían cada vez más las tertulias políticas, donde los asistentes ven y examinan todas las cuestiones por el prisma, no del entendimiento del dueño de la casa siquiera, sino de la pasión que le agita en cada momento, y repiten siempre como un eco las palabras del jefe. Aunque algunas veces despertaba la risa y la alegría en la reunión con sus frases picantes y observaciones oportunas, había con respecto a él cierta prevención desfavorable, hija, a no dudarlo, del temor; todos le sonreían, pero cuando estaba presente no reinaba la misma confianza que cuando ausente. Nada hay que moleste tanto a los hombres vulgares como el ingenio, y en la tertulia del general formaban aquéllos mayoría. Miguel notaba vagamente esta hostilidad; comprendía que no estaba en su centro, y por eso iba pocas veces.

Grande fue su sorpresa cuando una noche al entrar en el salón de sesiones del Ateneo, vio a su amigo Brutandor en el uso de la palabra. Peroraba Mendoza desde uno de los bancos de la izquierda, donde acostumbraban a sentarse los jóvenes demócratas, y lo hacía con tanto desembarazo, con tan briosa entonación como si en toda la vida hubiera hecho otra cosa.—¡Ave María!—dijo Miguel para sí—este Brutandor no conoce la vergüenza.—Y se sentó en una silla para escucharle. Pero como esperaba tan poco de él, quedó agradablemente sorprendido al ver que iba saliendo del paso. Se discutía la cuestión social. Mendoza repitió todos los lugares comunes que se encuentran en los manuales de Economía política, manoteando muchísimo, dando cortos paseos por delante de la silla y pronunciando las palabras con un cierto recalcamiento sonoro, de suerte que no se perdía una sílaba. Las condiciones externas, la voz, la figura, le favorecían en extremo. En su discurso citó infinitas veces los nombres de Cobden y la Liga de Mánchester, sobre los cuales se detenía con particular cariño, tanto que Miguel en una temporada no le llamó más que «el coaligado de Mánchester.» Algunos de los socios salieron del salón antes de concluir; la mayoría, no obstante, se quedó escuchándole con atención. Al terminar le dieron algunos aplausos de cortesía. Miguel, que estaba pasando un mal rato por el temor de que se pusiera en ridículo, respiró.

–Querido Mánchester, has estado bastante bien—le dijo abrazándole. Y lo creía de buena fe. No podía negarse que Mendoza había progresado mucho. Pero en el curso de las discusiones menudeó de tal modo los discursos, que a Miguel llegó a hacersele insoportable tanta vulgaridad y tan campanudamente dicha, y dejó de entrar a escucharle.

A fuerza de mucho hablar, Mendoza logró hacerlo con cierta facilidad, y adquirió pronto el aplomo y los modales de los oradores más célebres, a los cuales imitaba (en la parte externa, por de contado) escrupulosamente. Subía y bajaba la voz y la ahuecaba como un consumado artista; llevaba las manos trémulas al pecho, las agitaba en el aire y doblaba el espinazo aunque estuviese diciendo cualquier cosa natural y corriente, sólo porque Castelar y Moreno Nieto lo hacían en los pasajes patéticos; terminaba muchas veces los períodos con las palabras «tribunal de la historia», «las leyes indeclinables del progreso» o «la emancipación de los pueblos», abriendo mucho la e de pueblos, como era moda entonces. Aunque algunos inteligentes sonreían escuchándole, no dejó de ser considerado, al cabo, como joven instruido y «de esperanzas.»

Una tarde, Brutandor llamó aparte a Miguel, y llevándole a uno de los rincones del Ateneo, le propuso fundar entre los dos un periódico. Para ello contaba con una persona que facilitaba el dinero, y con la protección del general conde de Ríos, que sería su inspirador. Halagole la idea a nuestro joven viendo en ello un modo de despertar su actividad dormida y desahogar la mente de porción de ideas que allá le bullían acerca de los sucesos políticos y de los personajes que en ellos intervenían. Aceptó, pues, con júbilo, y Mendoza quedó encargado de dar los pasos necesarios para sacar la autorización, alquilar cuarto, buscar imprenta, etc. En pocos días quedaron zanjados estos asuntos, y fue resuelto que un jueves, 1.º de abril, aparecería el primer número de La Independencia, «diario liberal de la mañana.»

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Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
Hacim:
370 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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