Kitabı oku: «Riverita», sayfa 19
XIV
Miguel sacó el reloj para mirar la hora.
–¡Oh qué reloj tan fastidioso!—exclamó la generala apoderándose de él y metiéndoselo de nuevo en el bolsillo sin permitir que lo abriese.—Antes, cuando estabas a mi lado no hacías tanto uso de esa alhaja. De pocos días a esta parte no se te cae de la mano. ¿Qué prisa tienes? ¿No has venido a Pasajes por mí?… Además, observo que estás algo distraído; que siempre cruza tu frente una arruga profunda, signo de graves meditaciones… hasta te encuentro ayer y hoy un poco ojeroso…
–¡Vaya, que no traes mal belén con mi fisonomía!—dijo él sonriendo: bajo esta sonrisa se traslucía la cólera.
En efecto, la generala exploraba a todas horas el semblante de Miguel como el marino el del tiempo. Unas veces estaba pálido, otras fatigado, otras melancólico, otras excesivamente risueño; nunca dejaba de tener alguna cosa que le llamase la atención. Esta eterna y escrupulosa inspección le había halagado al principio, después le aburrió un poco, y últimamente había llegado a irritarle.
–¡Y te enfadas por eso, ingrato!—exclamó Lucía.—Si observo tu fisonomía, es que no miro más que a ella; todo lo demás me parece indiferente… Tu rostro es el libro donde leo mi felicidad o mi desgracia.
Aunque ya no le causaban impresión alguna las metáforas amorosas de la generala, Miguel se dulcificó.
–No me enfado, Lucía… Si es tu gusto trasformarte en un semáforo y señalar todas las variaciones que experimento, ¿qué vamos a hacer? Es una prueba de amor que te agradezco.
La generala creyó que debía continuar con el mismo tema.
–No puedes figurarte, Miguel, lo que sufro cuando te veo triste, lo que gozo cuando estás alegre… ¡Si supieras!… Al través de tu sonrisa veo yo el mundo risueño, hermoso, pienso que el cielo está siempre azul, el campo siempre verde y rondoso, y que los hombres son todos felices… ¡Oh, si lo supieras, estoy segura de que sonreirías siempre como ahora lo haces! ¿No es verdad?… ¡Algunas veces me acometen unos pensamientos tan tristes! La imaginación excitada por el amor, da muchas vueltas… ¡Si Miguel se muriese! me digo. Esta idea me aniquila, me deja yerta, como si el cielo se desplomase… Si tú te murieses, ¿qué haría la pobre Lucía? Morirse también de pena; y si no se moría, peor para ella… No quiero pensar en eso, Miguel, porque toda me acongojo. Ya no habría felicidad posible en la tierra: sólo tu recuerdo dulce podría prestarme algún consuelo en ciertos momentos. ¡Oh, te juro que si te murieses, guardaría tu imagen en el corazón hasta la hora de mi muerte, y aun más allá, si posible fuera, vivirías en espíritu conmigo; y todos los días, todos los días, sin faltar uno, iría a visitarte al cementerio y a dejar sobre tu sepulcro un puñado de flores…
La generala había empleado ya muchas veces este recurso, y siempre con el mismo éxito. A Miguel no le caían en gracia estas ideas lúgubres y procuraba llevar la conversación hacia otro punto. Esta vez la cortó levantándose del diván donde ambos estaban sentados y cogiendo el sombrero. Para paliar un poco el mal efecto de este brusco movimiento, se acercó sonriente a la dama y la acarició amorosamente la cara.
–Tengo una carta para el periódico empezada… Necesito terminarla antes que se vaya el correo. Adiós, amor mío…
Aquel amor mío fue pronunciado de un modo distraído, rutinario, que hubiera mortificado a la generala, si no fuese frecuente en ella también al acariciar de palabra a su amante.
–¡Qué pronto! Apenas has estado conmigo dos horas.
–Mañana procuraré estar más tiempo… Hoy no puedo.
Lucía se levantó también y le echó los brazos al cuello con el mimo de otras veces. Miguel soportó aquel abrazo y aun hizo esfuerzos por mostrarse entusiasmado.
–Aguarda un poco—dijo la generala soltándose y tomando un ramillete que había sobre la chimenea.—Toma estas flores, ponlas delante de ti cuando escribas, para que al levantar la cabeza te acuerdes de tu Lucía.
Miguel cogió el ramo y lo besó maquinalmente, como tenía por costumbre siempre que la generala le daba algún objeto en recuerdo: luego se despidió.
Al salir del challet llevaba el corazón menos oprimido que Romeo al separarse de Julieta en aquella célebre noche que el lector conocerá seguramente; pero su paso era cuando menos tan ligero. Quería llegar a tiempo a la novena de San Ramón Nonnato que se celebraba hacía días en la iglesia de San Pedro. Allí veía a Maximina, a la cual estaba ligado por una simpatía irresistible. Y lo que más le entusiasmaba era que ésta había aceptado sus amores sin aquella reserva que el temor de ser engañadas obliga a manifestar a las muchachas, cuando un joven de condición superior se dirige a festejarlas. Maximina fue su novia sin que tuviese necesidad de vencer escrúpulos y prevenciones que el cálculo o la malicia introduce en el pensamiento de aquéllas. Le entregó su corazón con inocencia, como una cosa natural o que no podría ser de otro modo. Lo único que la había hecho vacilar al principio fue la sorpresa de que se dirigiese a ella con preferencia a otras jóvenes que pasaban en el pueblo por mucho más bonitas; una vez convencida de que aquél tenía el mal gusto de encontrarla bella o al menos simpática, no consideró poco ni mucho la diferencia de fortuna ni se imaginó que todo aquello podría ser nada más que un puro y frívolo pasatiempo por parte del joven forastero. Abrió su espíritu al amor con la inocencia que la flor abre su cáliz a los rayos del sol. Y aquella niña tímida, melancólica y reflexiva, en algunos días había experimentado notable trasfiguración; la alegría que rebosaba de su alma comunicó a su rostro atractivos que antes no tenía, gracia a sus movimientos, sonoridad a su risa, brillo a su palabra. Este cambio no pudo pasar inadvertido a nadie, pero menos a Miguel. Observolo con placer, con el placer del artista que contempla la obra salida de sus manos; fue un aliciente más para seguirla enamorando sin calcular las fatales consecuencias que aquel devaneo honesto podría traer consigo.
Cuando se hubo alejado de casa de la generala, cerca ya de la orilla donde Úrsula le aguardaba con su esquife, echó una mirada al ramo que llevaba en la mano, reflexionó que era grande y molesto para llevar a la iglesia, y diciendo:—¡A dónde voy yo con esta carga de hierba!—lo arrojó al suelo, y siguió rápidamente su camino sin más pensar en él. La novena de San Ramón atraía mucha gente a la iglesia de San Pedro. Era un templo grande, sucio y tenebroso hasta de día: por la noche, con cuatro o cinco lámparas de aceite colgadas aquí y allá a largas distancias, ofrecía un aspecto siniestro. Mas ahora el rosetón de luces que ardía en torno de la imagen alegraba un círculo muy ancho donde resaltaban las cabezas de las beatas que se colocaban en primera fila. Miguel acostumbraba a introducirse en la iglesia por la puerta de la sacristía, y desde ésta, sacando un poco la cabeza, veía toda la parte iluminada del templo.
Maximina y su tía se acomodaban allá enfrente, cerca de un banco para sentarse en los intervalos de descanso. La niña, penetrada de un vivo sentimiento religioso, no osaba mirar hacia Miguel; creía profanar la majestad de la casa de Dios. No obstante, alguna que otra vez, de raro en raro, se autorizaba el levantar los ojos y clavarle una rápida y grave mirada, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho. A nuestro joven le hacía gozar más aquella tímida y rapidísima mirada que las ardientes y prolongadas que otras mujeres más bellas y más vistosas le habían echado en el curso de su vida.
Aunque a larga distancia, observó aquella tarde que el semblante de Maximina no era el mismo de otros días; la melancolía, siempre esparcida sobre él, se había convertido en profunda tristeza; sus miradas eran más frecuentes y más largas, y en torno de sus ojos un círculo levemente encarnado acusaba claramente el llanto vertido. ¿Qué le habrá pasado? se preguntó con inquietud. ¿La habrá reñido su tía? Y deseó que se concluyese pronto la novena a fin de enterarse.
Era noche cerrada cuando salieron de la iglesia. El joven forastero acostumbraba a esperar a doña Rosalía y su sobrina en el pórtico, ofrecerles agua bendita y acompañarlas a casa en unión de otras vecinas, lo cual le permitía emparejarse con su novia y sostener con ella conversación aparte. Todo esto respiraba un sentimiento idílico, de suave felicidad, que, como contraste a sus refinados amores cortesanos, le causaba un gran deleite. Después de haberla dirigido algunas preguntas insignificantes, a las cuales contestó la niña con dulce y apagada voz, un poco más apagada que otras veces, la preguntó bruscamente:
–¿Qué tienes?… Parece que estás triste y has llorado (la tuteaba en secreto desde hacía algunos días: ella no se atrevía a hacerlo sino alguna que otra vez, cuando el joven se lo exigía con vehemencia).
Maximina siguió caminando en silencio.
–¿Te ha reñido tu tía?
–No.
Volvió a guardar silencio. Al cabo de un instante, acercando más el rostro, observó que algunas gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
–¿Estás llorando?… ¿Por qué?—preguntó con zozobra.
–No lloro… no es nada—contestó ella levantando hacia él sus ojos sonrientes, pero nublados por las lágrimas.
–Lloras, sí, y quiero saber por qué. Me parece que tengo derecho para ello… si es que me quieres, como dices.
Todavía le costó algún trabajo arrancarle su secreto. Al fin la niña desahogó el pecho oprimido y dijo con voz cortada por los sollozos:
–Hoy han estado en casa Paulina y Segunda y me llevaron a la tienda de Joaquina antes de venir a la novena… y allí comenzaron a burlarse de mí… ¡Me dijeron unas cosas tan malas!
–¿Qué te han dicho?
–Que V. se estaba riendo de mí y sólo aparentaba quererme por divertirse un rato… Que cómo podía figurarme yo que un joven rico y elegante se había de casar conmigo…
–¿Todo eso te han dicho?—exclamó Miguel con sorda irritación.—¿Nada más?
–También me dijeron que V. tenía una novia… una señora que vive ahí en el camino de Francia, y que la iba V. a ver todos los días… ¡Parece que vinieron a buscarme apropósito para darme esta puñalada!
–Pues no te han dicho más que la verdad.
La niña le miró con ojos suplicantes.
–Sólo que hay una pequeña dificultad para que esa señora, a quien visito muchos días, sea mi novia… y es que esa señora está casada.
Miguel había penetrado perfectamente el alma de la niña: por eso le presentó esto como una dificultad insuperable. En efecto, Maximina abrió más los ojos manifestando gran sorpresa; exigió que el joven se lo jurara, y una vez hecho el juramento, un rayo de alegría iluminó su semblante.
–¡Pero qué malas son esas chicas!—exclamó cruzando las manos.—¿No tendrán miedo que Dios las castigue?
Miguel se esforzó en persuadirla a que no creyese nada de cuanto la dijeran acerca de él, le hizo mil protestas sinceras de cariño, y logró que antes de llegar a casa se disipasen las nubes que velaban su rostro. Al llegar, despojose Maximina inmediatamente de la mantilla y se fue a la cocina, donde nuestro joven la siguió. Era una hora ésta muy ocupada para la niña: la cena de los chicos y del huésped exigía bastantes preparativos: la criada se encargaba únicamente del condimento de los manjares; doña Rosalía de atender al estanquillo. Maximina encendió la lámpara del comedor y puso el mantel sobre la mesa: Miguel la seguía con la vista: ella levantaba de vez en cuando la suya y le enviaba una sonrisa para mostrarle la confianza que tenía en sus palabras y lo feliz que la había hecho con ellas. Una vez puesta la mesa, volvieron a la cocina.
–Hay que limpiar esa vajilla—dijo la criada con el tono agrio que siempre usaba.
–¿La ha fregado V. ya?
–Si no la hubiera fregado, ¿cómo se había de limpiar? ¡Vaya una salida!
–No se incomode, Rufa—dijo un poco acortada la niña.
Y cogiendo un paño, se sentó con calma a secar los platos. Miguel se sentó cerca de ella.
–Voy a contarles a VV. un cuento—dijo aquél tomando otro paño y poniéndose a secar platos también.—Viajando un amigo mío por la China, hace ya bastantes años, me contó que había llegado por la noche a un pueblo llamado Cerdópolis. En cuanto estuvo dentro de él, ya no le extrañó el nombre que tenía; no se veían más que cerdos por todas partes; en las huertas, en las calles y hasta dentro de las casas; en fin, no se podía dar un paso sin tropezar con alguno de estos animaluchos.
–¡Qué olor habría allí, madre mía!—exclamó Maximina.
–¡Atroz! me dijo que no se podía respirar. Pues sucedió que fue a alojarse a casa de uno de los principales del pueblo; pero la mayor parte de las casas, aun las de los ricos, no tenían más habitaciones que la cocina y los dormitorios. El dueño le presentó a sus hijas, unas chicas bastante feas, con los ojos torcidos y los pies muy chiquitos… en fin, VV. ya habrán visto a algún chino. Parecían amables, y mi amigo quedó muy satisfecho del recibimiento que le hicieron. No quedó tan contento de la madre, esposa de nuestro chino. Era una vieja que estaba al lado del fogón picando cebolla, así como está ahora Rufa.
Maximina levantó los ojos hacia la cocinera y luego los volvió hacia Miguel con una expresión entre cándida y maliciosa, sospechando alguna broma.
–Cuando mi amigo se dirigió a ella preguntándole cómo estaba de salud, no le contestó más que ¡hum! sin levantar la cabeza siquiera. Mi amigo miró con sorpresa al marido y a las hijas, como diciendo: ¿Qué le he hecho yo a esta señora para que me reciba de este modo? Pero lo mismo él que ellas, en vez de avergonzarse, levantaron los ojos al cielo, con un gesto de resignación que le sorprendió todavía más. Se pusieron a cenar, y mi amigo durante la cena y después de ella trató de captarse las simpatías, o por lo menos la benevolencia de la señora, prodigándole muchas atenciones y dirigiéndole a menudo la palabra. Todo fue inútil: la china contestaba con su gruñido acostumbrado, o a todo más, con algún monosílabo que revelaba su mal humor. El marido y las hijas se contentaban con hacer aquel gesto de resignación y dolor, que cada vez iba maravillando más al viajero. Después de estar algún tiempo de sobremesa, retirose a descansar. Cuando por la mañana se levantó, encontró a toda la familia muy triste y como consternada. Les preguntó en seguida con interés qué les pasaba de malo.
–¡La pobre madre!—exclamó una de las niñas.
–¿Qué le ha pasado? ¿Está enferma?—preguntó.
–Ahí la tiene V.
–¿Dónde?—dijo mirando a todas partes, sin ver rastro de china.
–Ahí.
–¿Pero dónde?
–Esa marrana que tiene V. delante.
–¡Cómo!—exclamó mi amigo, creyendo que el chino se había vuelto loco.
–Sí, señor; ya sabíamos en casa que de esta semana no podía pasar. Usted, señor, por lo visto, no sabe lo que ocurre en este pueblo…
El chino le explicó entonces que en aquella villa había una enfermedad, por desgracia muy común, que se llamaba cerdofalgia, y que consistía en la trasfiguración del hombre en cerdo. De ahí la inmensa cantidad de cerdos con que tropezaba en las calles. El primer síntoma de esta enfermedad era el mal humor: en este primer grado, los enfermos podían curarse como los tísicos, y al efecto siempre que alguno era atacado, se empleaban para volverle a la salud mil clase de fiestas y regocijos, en las cuales tomaba parte toda la familia. Algunos salvaban, pero la mayoría pasaban al segundo período, llamado «del silencio,» porque hablaban muy poco: todavía en este grado, salvaba uno que otro. Pero si desgraciadamente entraban en el período de los «gruñidos,» entonces era cosa perdida: al cabo de algún tiempo, venía la trasfiguración. Su señora hacía ya dos meses que estaba en el tercer grado.
Mi amigo quedó pasmado y comprendió por qué cuando gruñía el ama de casa hacían todos gestos de resignación.
Al terminar Miguel su cuento, Maximina hacía esfuerzos sobrehumanos para contener las carcajadas que se le escapaban de la boca, viendo lo amoscada que se había puesto Rufa.
En aquel momento entró doña Rosalía con otra señora de su misma traza. Miguel al verlas dejó apresuradamente el paño y el plato que tenía en las manos, para que no le viesen ocupado en tarea tan poco varonil. Después de cambiar algunas palabras, Maximina, sin darse cuenta de lo que hacía, le alargó dos platos diciendo:
–Ya no nos quedan más que siete.
Pero el joven, avergonzado y con muy mal humor, se los rechazó.
–Deje V… Deje V. eso.
La niña ruborizada y confusa exclamó con voz débil:
–¡Como hasta ahora me había ayudado!…
XV
«Mi queridísima hermana:—escribía Miguel a Julia—Me preguntas por qué permanezco tanto tiempo en este pueblecillo, y supones, infundadamente, que pasaré la mayor parte en San Sebastián. Asimismo haces algunas reticencias que me desagradan, porque no están bien en boca ni en pluma de una niña tan candorosa como tú eres y deseo que sigas siendo. Te has equivocado en todas tus hipótesis. Permanezco en Pasajes (ya puedes comenzar a reírte) porque estoy enamorado de la sobrina de mi patrona. Es una niña (sigue riendo) que no pasa por bonita, ni es gallarda, ni tiene talento, ni una educación esmerada. Estoy enamorado no sé de qué; acaso del alma, aunque no lo aseguro. Lo que sí puedo afirmar es que no hay mujer (exceptuando tú) que me parezca tan linda, tan amable y tan bien educada. No ha cumplido aún los diez y seis años. ¡Si vieras qué buena y humilde es! Está tan convencida de su insignificancia, que yo he hecho como Jesucristo; queriendo ser la última, la elevé a primera. Ha pasado dos años en un convento de Vergara, y cuando yo llegué, estaba empeñada en hacerse monja: ahora ya se fue a paseo el monjío. Esto no quiere decir que no fuese una buena religiosa; Maximina, que así se llama, en cualquier estado y situación de la vida sería buena, porque así la hizo Dios. Me paso los ratos como un tonto escuchándola; cuando narra su vida de colegiala: las nonadas y puerilidades de sus compañeras, que me cuenta con gran calor, me embelesan lo mismo que la novela más interesante: conozco ya a todas las hermanas del colegio como si las hubiera parido: hay una hermana San Onofre, de diez y ocho años, hermosa, instruida, pero de muy mal genio; en el convento todo el mundo la temía más que a la superiora; ¡figúrate que a una niña, porque manifestó asco al vaso de otra, la hizo comer las sobras de todas las demás en un plato! Hay otra llamada María del Socorro, de la misma edad que Maximina, muy dulce, muy tímida; cuando las niñas enredaban en su clase, no teniendo ánimo para reñirlas o castigarlas, se echaba a llorar. Pero los amores de mi niña eran la hermana San Sulpicio, una andaluza hermosísima, llena de gracia y atractivo; había cuatro chicas enamoradas de ella perdidamente; pero la que se llevó la palma y llegó a ser su favorita al cabo de algún tiempo, fue Maximina; sin embargo, la hermana, que era un poco coqueta al parecer, se complacía algunas veces en mortificarla mostrándole gran frialdad o adoptando con ella un continente severo, hasta que viendo su cara contristada, se echaba a reír y le tiraba suavemente de una oreja, llamándola tonta. Un día vino orden de arriba para trasladar a esta hermana a otro convento, y se marchó secretamente sin despedirse. ¿Quién se lo dice a Maximina? se preguntaron todas las colegialas. Al fin una, más habladora y peor intencionada que las otras, se lo comunicó bruscamente: mi niña recibió un fuerte golpe en el corazón; pero trató de reprimirse, porque le daba vergüenza estallar en sollozos delante de sus compañeras: este esfuerzo sobre sí misma le costó caro, porque al poco rato se sintió mal y hubo que desabrocharle a toda prisa el vestido, para que no se ahogase.
Oyendo el relato de tales escenas infantiles se pasa el mentecato de tu hermano sabrosamente el tiempo, y no tiene ganas de volver a Madrid. ¿Querrás creer, querida hermana, que encuentro más sabiduría en las palabras de Maximina que en los cursos de sistemas coloniales que nos da en su casa el conde de Ríos? Indudablemente, estoy perdido. Razón tiene mi tío Bernardo en decir que no seré en la vida nada de provecho.
Muchos recuerdos a mamá. Salud y Estado Mayor. Un abrazo que casi te asfixie de tu hermano,
Miguel.»
Tres días después la contestación de Julia, que decía así:
«Mi más querido hermano: Si por mi gusto fuese, no te escribiría hoy, porque tengo que darte una noticia desagradable; pero mamá lo manda… y… cartuchera en el cañón, quepa o no quepa. La noticia es que nos vamos a Madrid en la semana próxima, hacía el miércoles o jueves. Por consiguiente, ya sabes que debes ponerte en camino cuanto antes. Mucho siento arrancarte esa felicidad que dices sentir y en la cual no creo. Toda la vida has sido un pillo de playa, y no te arriendo los tizonazos que has de llevar en el otro mundo. Esa pobre chica será bien desgraciada si se fía de tus palabritas de miel; no tardará en ir al panteón de las víctimas, como Teresa, Paquita, etc., etc. ¡Me avergüenzo de ser hermana tuya, gran tuno!
Sabrás como tenemos noticia de que tío Manolo se casa con la viuda de marras. Ya era tiempo. Lo mismo uno que otro necesitan ponerse dentadura nueva, porque están algo duritos. Ahí te envío una carta que por la letra me parece de él: supongo que será dándote parte de la boda.
El cuerpo de Estado Mayor me manda darte recuerdos. Mamá lo mismo. Yo no me contento sino con un fuerte mordisco en una oreja: ya sabes que soy especialista en ese ramo. Avisa cuando sales.
Julia.»
Dentro de ésta venía otra carta de D. Manuel Rivera noticiándole su próximo matrimonio. El antiguo seductor se manifestaba en ella contrito y con grandes deseos de reformarse en lo tocante a la moral y las costumbres, y anunciaba en términos concretos que estaba resuelto a someterse a las leyes generales que rigen los destinos de la humanidad y la encaminan a lo infinito: hablaba de la necesidad imperiosa que siente el hombre de tener una compañera «que le ayude a soportar el fardo de la vida,» de los goces dulces e inefables del hogar doméstico, de los mutuos sacrificios. Por último, llamaba al Ser Supremo en su auxilio y le rogaba se dignase bendecir «su pobre choza.»
Miguel, en vez de enternecerse como debía, se rió mucho leyéndola: mas al instante quedó triste y cabizbajo al recordar que debía abandonar a Pasajes dentro de pocos días. La verdad era que lo estaba pasando bien y que no le halagaba nada tornar de nuevo a la bulliciosa vida de la corte. Por otra parte, ¡qué sentimiento tan vivo experimentaría la pobre Maximina! En cuanto a la generala, hacía ya días que había formado propósito irrevocable de romper con ella, si bien esperaba verse lejos para llevarlo a cabo; no le acomodaba hacerlo en una entrevista por no escuchar sus quejas de codorniz romántica.
En la expresión melancólica y reflexiva de su cara adivinó Maximina que algo triste le pasaba. Trató de mostrarse entonces más alegre y habladora que de ordinario, a fin de disipar su mal humor: adivinaba vagamente que de rechazo iba a caer sobre ella; pero no lo consiguió; Miguel, contra su costumbre, respondía con gravedad a sus instancias.
–¿Qué tienes?—le dijo al fin tímidamente.—¿Estás enfadado conmigo?
–¿Por qué había de estarlo?—contestó sonriendo tristemente.—¿Te remuerde por algo la conciencia?
–A mí no… pero…
Miguel guardó silencio unos instantes: los ojos escrutadores de Maximina estaban posados con anhelo sobre él.
–Tengo que darte una mala noticia—dijo al cabo dulcificando cuanto pudo la voz.
La niña se puso extremadamente pálida; pero no despegó los labios.
–Me ha escrito mi hermana para que vaya a reunirme con mamá y con ella a Santander, y acompañarlas a Madrid.
Maximina continuó silenciosa, doblando la cabeza sobre el pecho. Entonces le tocó a nuestro joven observarla con cierta inquietud.
–No será la última vez que nos veamos, hermosa—dijo cariñosamente.....—Lo mismo te seguiré queriendo en Madrid, y a la primera ocasión que se me presente, vendré a hacerte una visita.
La niña levantó los ojos hacia él esforzándose por sonreír.
–Ahora que estoy próximo a separarme de ti—siguió diciendo el joven,—es cuando veo cuánto has penetrado en mi corazón… Parece mentira que en tan poco tiempo te haya llegado a querer de un modo tan entrañable… ¿Te pasa a ti lo mismo? ¿Me seguirás queriendo cuando dejes de verme?
Maximina movió varias veces la cabeza en señal afirmativa. Conmovido por aquel silencio, que revelaba mejor que ninguna frase lo que su alma sentía, el joven le tomó una mano y la llevó suavemente a los labios: por primera vez desde que se conocieran, ella no hizo resistencia alguna. Cada vez más embargado por la emoción, Miguel dejó que su alma se desbordase; la expresó con lenguaje vivo y apasionado cuánto la amaba y lo feliz que algún día sería uniéndose a ella; la prometió no olvidarla ni un solo instante, escribirla a menudo y venir a verla en cuanto le fuese posible.
La niña se llevó la mano a la frente y dijo con voz alterada:
–Se me está partiendo la cabeza de dolor…
En aquel momento entró doña Rosalía en el estanquillo.
–¡Pobrecita!—exclamó Miguel.—Debe V. acostarse un poco a ver si se le pasa.....
–¿Qué; te duele la cabeza?—preguntó la tía.—La canción de siempre..... Anda ve a recostarte hasta la hora de comer: ya te llevaré el agua sedativa.
Maximina subió a su cuarto y doña Rosalía quedó disertando con Miguel, que apenas la escuchaba. Por la tarde la niña pudo bajar al estanquillo: tenía el semblante un poco descompuesto. Cuando estuvieron solos, ella le dijo tímidamente:
–¿Quieres una cosa que voy a darte?
–¡Ya lo creo! Cuanto tú me des será para mí sagrado.
Maximina sacó del bolsillo un crucifijo de plata pendiente de un cordón y se lo entregó ruborizada diciendo:
–Este crucifijo me lo regaló la hermana San Sulpicio el día de su santo: lo traigo colgado al pecho hace tres años sin quitarlo jamás…
Miguel se lo arrebató con alegría.
–Precisamente iba yo a pedirte una medallita para colgar al cuello. ¡Cuánto me alegro que te hayas anticipado! Te prometo no separarme de él ni de día ni de noche… Pero voy a suplicarte un favor… que tú misma me lo cuelgues.
Maximina vaciló un instante: al fin tomó de nuevo el crucifijo; Miguel bajó la cabeza y el Cristo quedó colgado por la parte de fuera del chaleco.
–Ahora—dijo él con sonrisa maliciosa—es menester que lo ocultes debajo de la camisa.
–No; eso hazlo tú.
Los dos días que siguieron a esta escena trascurrieron suaves y melancólicos. Los amantes estaban mucho tiempo juntos, pero se hablaban poco. Maximina hacía visibles esfuerzos por mostrarse serena. Miguel, adivinando estos esfuerzos, sentía su amor y su compasión crecer.
Tomó pasaje en un vapor que debía salir por la tarde. Maximina aquel día por la mañana se manifestó casi contenta. Sin embargo, estando en conversación con él en la sala, cuando menos parecía indicarlo la expresión de su fisonomía, rompió a sollozar fuertemente. Miguel la acarició y la consoló en los términos mejores que pudo.
Después que arregló su equipaje, el joven recorrió el pueblo despidiéndose de los amigos que durante su estancia se había ganado: próxima ya la hora de partirse y habiendo oído sonar el pito del vapor, volvió a casa con objeto de despedirse de Maximina. Por más que la buscó por todas partes no pudo hallarla: nadie sabía dónde se había metido: doña Rosalía opinó que se habría ido a la iglesia. No es decible lo que esto disgustó a Miguel, quien después de mandar el equipaje, se fue con el corazón oprimido hacia el muelle; pero antes se le ocurrió dar una vuelta por la iglesia. Como el tiempo apuraba, corrió hasta sofocarse; no vio rastro de Maximina en todo el ámbito del templo. Salió cabizbajo y llegó al vapor, que estaba pitando terriblemente en espera suya. Cuando saltó a bordo, el capitán le dijo con malos modos que hacía quince minutos que aguardaban por él: no le causó ningún efecto la reprensión. Subió al puente; en el momento de arrancar el buque, percibió en el balcón corrido de la casa de D. Valentín la figura de la niña. Echó mano apresuradamente a los gemelos del capitán que colgaban de la baranda, y pudo ver a su novia llorosa con un pañuelo en la mano haciéndole señas. Sacó el suyo del bolsillo y contestó lleno de emoción. La tarde estaba tranquila, el cielo nublado, las aguas de la pequeña bahía inmóviles y verdosas espejaban confusamente la columna de humo que el vapor dejaba en pos de sí. Algunas otras figuras humanas se asomaban a los balcones y terrados al oír los prolongados y furiosos ronquidos de la máquina.
En tanto que el barco no salió por la boca estrecha de la bahía, Miguel no apartó los gemelos de los ojos, dirigiéndolos al balcón donde la triste Maximina quedaba. Cuando una peña se la ocultó, dejó caer las manos con dolor: después se limpió las mejillas, que estaban húmedas.