Kitabı oku: «Riverita», sayfa 18

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–¿Por qué no se sienta V. al lado de Paulina?—le preguntó la niña.

–¿Quién es Paulina?

–Aquella chica tan hermosa que está cerca de la puerta.

Miguel se inclinó por verla.

–No la veo bien; parece bonita, en efecto—dijo recostándose otra vez.—Pero V. también lo es… y muy simpática además.

–¡Oh, por Dios!—exclamó la niña ruborizándose.

–¡Vaya si lo es!—replicó Miguel, posando su mano sobre la de ella y dándole un cariñoso apretón.

La chica no se movió: ambos guardaron silencio unos instantes.

–¿Vamos a jugar un poco a las prendas?—dijo una de las jóvenes así que Juanito hubo terminado su repertorio.

Comenzó el juego de prendas. Encendieron un fósforo: se lo fueron entregando unos a otros mediante ciertas palabras que había que pronunciar en voz alta: pagaba prenda aquel en cuyas manos concluyese o se apagase. Nuestro joven tomaba poco interés en el juego. Cuando el fósforo llegó a él bastante disminuido, lo dejó caer sin entregárselo a Maximina, y pagó prenda.

–¿Por qué no me lo ha dado?—le preguntó ésta.

–Porque no quería que V. se quemase.

Se puso en berlina a los dueños de las prendas; se les mandó decir tres veces y tres veces no; se les hizo contentar a los presentes, etc., etc. Miguel, mientras duraban estas operaciones, no dejaba de depositar de vez en cuando algunas palabritas en el oído de Maximina. Con la osadía del cortesano corrido, llegó a apoderarse de una de sus manos y a retenerla entre las suyas. Sorprendiose al observar que la niña no la retiraba. Era una mano de virgen, maciza y fría, un si es no es grande, pero perfectamente torneada: le hizo recordar las de la generala, largas y descarnadas y siempre ardorosas. La apretó tímidamente primero, después con más energía: al cabo la acarició con cariño, rozándola suavemente por encima. Maximina le dejaba hacer, sin soñar con retirarla, como si fuese una cosa muy natural. No manifestó siquiera mayor emoción o inquietud que antes: tan sólo se la quitaba cuando iba a hacer uso de ella en el juego. ¿Qué será esto? se preguntaba Miguel todo confuso. ¿Tendrá esta chica ya tanta malicia? ¿Será pura inocencia? Aunque su experiencia le insinuaba lo primero, una voz interior le decía lo contrario; y atendiendo a ella, contentose con acariciar tierna y noblemente aquella mano que con tal candidez le entregaban. La tertulia se deshizo al fin, y nuestro joven se fue perplejo y caviloso a la cama, proponiéndose observar atentamente a Maximina en los días siguientes.

XII

Lo primero que hizo al día siguiente por la mañana fue escribir a Lucía. «Estoy aquí desde ayer por la tarde. Dime cómo he de arreglarme para verte.» Salió de casa y fue en busca de Úrsula la batelera.

Así que dio con ella le preguntó.

–¿Conoces a la señora del general Bembo?

–¡Vaya!

–Pues vas a llevarle esta carta ahora mismo. Aguarda contestación y vente en seguida. En el muelle te espero.

Cogió la batelera los remos, atravesó la bahía, amarró el bote y desapareció allá entre los árboles. Mientras tornaba con la respuesta, nuestro joven se fue a hacer una visita al capitán del vapor y al piloto de las peteneras.

Poco tardó Úrsula en aparecer de nuevo remando con prisa: saliole al encuentro Miguel así que puso el pie en tierra y recibió de sus manos un billete perfumado que había metido en el seno.

Decía así el billete:

«Querido mío: Una inquietud dulce y misteriosa que ayer noche experimentó mi corazón me anunciaba sin duda que estabas cerca de mí. No podemos vernos como antes, porque Carmen se ha quedado en Madrid y no tengo confianza en los criados. Precisa que tus cartas sean secretas. La chica que lleva ésta es fiel y reservada: te puede traer en su bote a las diez de la noche. Al entrar en él debes encender un fósforo; cuando te halles en medio de la bahía otro, y otro por fin cuando saltes en tierra del lado de acá. A cada uno de estos fósforos contestaré yo con la misma señal desde el mirador de casa. Nos reuniremos junto a la tapia del jardín. Prudencia y discreción. No faltes.

Tuyo hasta la muerte,

Alfredo.»

Al leer la carta no pudo menos de sonreír, diciendo para sus adentros:—¡Cuándo se le concluirá a esta mujer la manía de las aventuras!—Concertose después con la batelera para su expedición nocturna y se despidió de ella recomendándole mucho sigilo.

Cuando entró de nuevo en la habitación encontró en ella a Maximina, que estaba acabando de arreglarla, y a su primo Adolfo, un muchacho de trece a catorce años con grandes cachetes, el cabello corto y erizado y unos ojos cargados de carne, fieros y desvergonzados. Por algunas palabras que logró percibir desde el pasillo comprendió que había reyerta entre los dos primos y adivinó también la causa. Adolfo trataba de curiosear en el equipaje del huésped y Maximina se oponía a ello. Cuando nuestro joven entró, ambos quedaron sorprendidos: Maximina en medio de la sala con la escoba en la mano sonriéndole; Adolfo arrimado a una cómoda mirándole torvamente.

–¡Oh, qué trabajadora es Maximina!—dijo Miguel acercándose a ella sin hacer caso alguno de Adolfo, que le había sido antipático.

A la luz del día pudo apreciar mejor su figura. Era una morena más pálida que sonrosada, la nariz pequeña, la boca fresca, la cabeza y la frente muy bien modeladas, el cabello castaño y los ojos garzos, ni grandes ni pequeños, más baja que alta, apretadita de carnes y abultada de formas, revelando en sus movimientos un gran vigor muscular. Nadie podía llamar hermosa a esta muchacha con justicia, y sin embargo, la expresión humilde e inocente de sus ojos, la sonrisa constante que contraía sus labios, la hacían altamente simpática. Llevaba un vestido de percal claro con un pañuelo de color de rosa, que le tapaba el pecho y parte de la espalda. Al oír la exclamación de Miguel, contestó con otra:

–¡Mucho, sí!

–Ya lo creo. Tan temprano, y ya me tiene V. arreglado el cuarto.

–¡Toma, porque se lo ha mandado mi madre!—dijo Adolfo desde un rincón, con deseo de mortificar a su prima; pero ésta contestó muy naturalmente:

–Es verdad, me lo ha mandado mi tía en cuanto V. salió.

–¿Y tú haces tan prontito lo que te mandan como ella?—dijo Miguel encarándose con el chico.—Entonces serás ya un sabio; porque tus padres de seguro te mandarán estudiar todos los días.

Adolfo le echó una mirada recelosa y bajó los ojos sin contestar.

–He dado una vuelta por el pueblo—siguió el joven dirigiéndose a Maximina,—y después estuve en el vapor con Juanito.

–El pueblo es feo—respondió aquélla.—Eso dicen todos los forasteros…

–¿Y V. no lo dice?

–A mí me es igual un pueblo que otro.

–¿No va V. de vez en cuando a San Sebastián?

–Casi nunca. Mi tía me lleva cuando hay que traer algún encargo; pero ida por vuelta. Una vez me llevó mi padre (que en gloria esté) a Bilbao a pasar unos días… ¡Si supiera V. qué deseos tenía de volverme!

–¿Pues?

–Estaba cansada de andar de un sitio para otro… al teatro… al paseo… a los comercios… Me dolían mucho los pies. Decían que era porque no estaba acostumbrada.

–Me ha dicho su tía que ha estado V. educándose en un colegio…

–Sí, señor, dos años, en un convento de Vergara…

–¿Y le gustaba a V. estar allí?

–Muchísimo. Nunca he sido tan feliz como entonces.

–¿De modo que de buena gana volvería V. con las monjas?

–¡Oh, ya lo creo!

–Ella quiere volver y hacerse monja… pero le faltan monises—dijo el animal de su primo terciando de nuevo en la conversación.

Aquella salida grosera indignó mucho a Miguel, quien dirigió al chicuelo una mirada de desprecio. Maximina se había puesto levemente encarnada.

–No lo crea V… Sí, desearía volver; pero no causando perjuicio a nadie. Comprendo que ahora, mientras las niñas no sean mayores, mi tía me necesita…

–¿Y qué tiene de particular que V. lo desee?—dijo Miguel con dulzura.—Eso no prueba más que tiene V. un corazón agradecido y piadoso.

Maximina se ruborizó entonces hasta las orejas. Adolfo, a quien sin duda pareció muy mal esta alabanza y quería a todo trance desahogar su resentimiento, exclamó sonriendo estúpidamente:

–¡Es una beatona! Se pasa la vida comiendo los santos.

–Pues ahora no estaba comiendo los santos, sino barriendo—respondió Miguel.

–Ya ha estado en la iglesia; comulga los jueves y los domingos y trae una soga atada al cuerpo. ¿Quiere V. verla?

Y el gran bárbaro se fue derecho a su prima, con intención sin duda de abrirla el vestido.

–¡Estate quieto, Adolfo!—exclamó aquélla, asustada, nerviosa.

Pero Adolfo no hizo caso y llegó a poner las manos sobre ella. Entonces la niña, con una fuerza que sorprendió a Miguel, le rechazó haciéndole tambalear. Adolfo volvió a la carga riendo groseramente.

–¡Adolfo, que llamo a mi tía!—gritó Maximina, roja como una cereza y saltándosele las lágrimas, y otra vez le rechazó con brío.

–Eso no se hace, chico—dijo Miguel queriendo intervenir.

Pero Adolfo, irritado por la superioridad muscular de su prima, se había agarrado a ella y forcejeaba por abrirle el vestido, aunque sin resultado. Miguel le arrancó a viva fuerza y le puso a la puerta de la sala diciéndole:

–¡Ya podían tus padres darte un poco mejor educación!

Cuando volvió hacia Maximina, la halló sollozando, tapándose la cara con las manos.

–Vamos, Maximina, serénese V.... eso ya pasó.

Pero Adolfo, desde el pasillo, empezó a vociferar:

–Que salga, que salga esa hipócrita… No me marcho de aquí hasta que le atice unas cuantas piñas.

A las voces que daba y al ruido que acababan de hacer, subió doña Rosalía preguntando enojada:

–¿Pero qué es esto? ¿qué pasa aquí?

–Nada, señora—contestó Miguel,—que ese muchacho quería abrir el vestido a Maximina para enseñar una soga que dice que trae.

–No, madre—gritó Adolfo,—es que ella me pegó, porque la llamé beatona.

–Tú te callas, tunante—le dijo la madre encolerizada, aplicándole al mismo tiempo una soberbia bofetada que le enrojeció la mejilla.

Adolfo se puso a clamar al verdadero Dios. Entonces doña Rosalía, arrepentida sin duda de haber lastimado a su hijo, se revolvió furiosa contra Maximina.

–¡Buena hipocritilla estás tú también! Haces la comedia y lloriqueas, hasta que consigues que yo le pegue…

Ante aquella injusticia, la pobre niña quedó como aturdida un instante; en su semblante descompuesto se adivinaban los esfuerzos que hacía para no romper a llorar a gritos. Dejó escapar un sollozo ahogado, se llevó la mano al corazón y salió corriendo de la estancia.

–Vamos; a encerrarse a su cuarto, como siempre—dijo doña Rosalía, sonriendo irónicamente.

No obstante, como veía claro que Miguel no aprobaba su conducta y su propia conciencia tampoco, se esforzó en demostrar que Adolfo era un muchacho aturdido, pero de un fondo excelente; que Maximina era muy susceptible, que no sabía aguantar una broma y tratar a su primo como lo que era… un niño. Por último, allá se fue con él acariciándole y prometiéndole varias cosas para que se calmase. Miguel quedó tristemente impresionado por aquella escena.

Pasó el día vagando de un lado a otro, leyó un poco, escribió otro rato; al fin llegó la noche. Después que hubo cenado y sufrido media hora a su locuacísima huéspeda, se dispuso a acudir a la romántica cita que le había dado la generala. Mientras iba por la calle en busca de la escalera de piedra donde Úrsula había quedado en esperarle, no podía menos de reírse del amor que Lucía profesaba al misterio. Después de todo, puede que tenga razón, concluyó por decirse; si no fuese por estos granos de pimienta echados sobre nuestras relaciones, la verdad es que llegarían a ser muy fastidiosas. Halló a Úrsula sentada en las escaleras dormitando. Al sentir sus pasos se puso en pie vivamente.

–¿Es V., señorito?

–Yo soy: ¿tienes ahí el bote?

–Lo tengo amarrado donde siempre para que no sospechen. Voy a buscarlo en seguida.

La batelera bajó a la orilla y por ella se fue rozando el agua hasta desaparecer enteramente su silueta de la vista de nuestro joven. Pocos minutos tardó en oír el chapoteo de los remos y en percibir el bulto del esquife. Así que encalló, se apresuró a saltar en él; pero antes de que Úrsula lo pusiese otra vez a flote y se alejase de la orilla, tuvo cuidado de sacar un fósforo y mantenerlo encendido hasta que se concluyó. En el mismo instante surgió otra luz, allá a lo lejos sobre la masa oscura de los árboles de la opuesta orilla. La batelera comenzó a manejar los remos procurando no hacer ruido. El pueblo de Pasajes reposaba. En los buques surtos en la bahía habíanse apagado ya los fogones, y los tripulantes se entregaban descuidadamente al sueño. La noche estaba encapotada y apacible. Aunque avezado a las citas nocturnas y secretas, la de ahora, por lo original, consiguió interesar a nuestro joven. No poco contribuyó a ello también el no haber visto a su amante hacía ya cerca de un mes. Con la separación se había refrescado un poco el recuerdo de sus fortunas, que en los últimos tiempos habían perdido para él bastante atractivo. Al llegar al medio de la ensenada, Úrsula le dijo:

–Estamos a medio camino, señorito.

Miguel se puso en pie, encendió otro fósforo y lo mantuvo vivo todo el tiempo que duró.

–¿Sabe V., señorito—le dijo Úrsula,—que si hay alguno por ahí en vela, y nos observa, no sé qué pensará de nosotros?

–Pensará que somos novios, ¿y qué mal hay en eso?

–Para V. ninguno. ¡A mí, buena me pondrían!

En aquel instante surgió otra luz en tierra, pero no ya sobre los árboles, sino más baja.

–¡Mire V., mire V. el fosforito!—exclamó con acento malicioso.

–Rema, rema: a ver si llegamos pronto a la orilla—repuso Miguel.

Un toque de corneta se dejó oír en el silencio de la noche, claro, estridente, partiendo del Ancho.

–¿Qué es eso?—preguntó el joven, asombrado.

–No sé—contestó la batelera con no menos asombro.

Otro toque contestó al primero desde la opuesta orilla. Oyéronse después voces de mando y ruido de pasos a la carrera.

–Boga, boga de prisa, a ver qué diablos significa ese trajín—dijo Miguel.

Úrsula obedeció, y no tardaron muchos minutos en llegar cerca de tierra. Pero al saltar en ella nuestro joven, un grupo de seis o siete soldados avanzó hacia él, poniéndole las bocas de los fusiles sobre el pecho.

–Darse preso todo el mundo.

Miguel quedó pasmado.

–¿Pero por qué?…

–A ver—dijo el sargento, sin escucharle,—uno de vosotros que registre el bote, y vosotros dos meteos por ahí entre los árboles y pilladme a los cómplices.

–¿De qué se trata, señores?—preguntó Miguel, procurando calmarse y calmar a los carabineros (porque aquellos soldados eran carabineros).

–Ya lo sabrá V. en la cárcel—contestó el sargento.

Lo supo antes, por fortuna. Los carabineros, al ver aquellas señales misteriosas hechas desde la bahía y contestadas en tierra, se figuraron que se trataba de un alijo de contrabando, y promovieron todo aquel alboroto. Grandes esfuerzos hizo Miguel para convencerles de que no había semejante cosa, que iba dando un paseo por placer y nada más. Al cabo de media hora de discusión, el sargento tuvo que rendirse a la evidencia, pues no había motivo alguno que confirmase sus sospechas. El joven madrileño le manifestó que había llegado el día anterior en el vapor Carmen, que allí estaba, y a cuyo capitán podían preguntar si era verdad lo que decía: que estaba hospedado en casa de D. Valentín Vázquez, etc., etc. Después de mucho vacilar, el sargento le permitió volverse a su casa, aunque acompañado de un carabinero que averiguase si efectivamente alojaba en la posada que decía.

XIII

Irritado por aquella aventura peligrosa y ridícula, se presentó al día siguiente en casa de la generala, sin tomar precaución ninguna, y la manifestó que no quería oír hablar de citas misteriosas. Lucía, que la noche anterior le había esperado en vano, se condolió extremadamente de su percance, aunque no pudo menos de reír al oírselo contar. Desde entonces se vieron todos los días a la hora que a Miguel le placía visitar el hotel de D. Pablo Bembo.

El tiempo que estas visitas le dejaban libre aprovechábalo para hacer excursiones a San Sebastián, trabajar para el periódico o salir a la pesca con su huésped. Este D. Valentín, antiguo capitán de El Rápido, bergantín redondo que hacía la carrera de la Habana, era una persona bastante original. Tendría a lo sumo cincuenta años; era alto y enjuto y de complexión recia, si no fuese el reumatismo que a largas temporadas le atormentaba mucho; gastaba el cabello largo y la barba, ya gris, en forma de cazo. En su vida había visto Miguel, ni pensaba ver, hombre más silencioso: estuvo una porción de días sin oírle el metal de la voz: cuando le tropezaba en la calle o en casa, el marino se llevaba la mano al sombrero y gruñía algo que debía ser «buenos días» o «buenas tardes» juzgando por hipótesis. En la casa jamás se le oía pedir ni ordenar nada: parecía una sombra cuando entraba o salía o se sentaba a la mesa a comer. Con su mujer y con Maximina, más se entendía por gestos que por palabras: como sus necesidades eran poco complicadas, no costaba gran trabajo tenerle siempre satisfecho. Si el reuma no le tenía postrado, salía, casi todos los días, a pescar en un bote de su propiedad: horas y horas se pasaba el ex-capitán fondeado cerca de tierra, inmóvil, con el aparejo en la mano, dejándose tostar por el sol y azotar por el aire. A fuerza de no mantener relaciones más que con los peces, se había identificado con su naturaleza fría, grave y silenciosa; era un verdadero derviche del mar, cuya aspiración única parecía consistir en penetrar más y más en este elemento y fundirse y disolverse al cabo en él, como una piedra de sal. Por lo demás, en el pueblo era considerado como un buen vecino y marino muy inteligente.

Este hombre, que cruzaba por el mundo en zapatillas, fue el compañero constante de Miguel en sus excursiones marítimas. Claro está que hablaban poco, casi nada; pero nuestro joven había creído comprender por gestos, por gruñidos, más que por palabras, que era simpático a D. Valentín, lo cual podía achacarse a la afición que mostraba a la pesca. Sobre todo desde cierto día en que enganchó (pura casualidad) una magnífica robaliza y consiguió meterla a bordo, el ex-capitán le guardó, aunque tácitas, altas consideraciones. Además, había adivinado también que el ex-capitán profesaba un afecto vivísimo a su sobrina Maximina, bien pagado por parte de ésta: ambos se comprendían admirablemente, con sólo mirarse, y se tributaban todas las pruebas de cariño que podían. Y digo podían, porque doña Rosalía estaba al tanto de este cariño y no manifestaba tendencias muy decididas a alentarlo.

Por todo esto Miguel fue estrechando su amistad con él. Maximina cada día se mostraba a sus ojos más simpática e interesante. Las personas candorosas y sinceras tienen la ventaja de no repetirse. Así que, sin que ella pudiese sospecharlo, al mismo tiempo que le abría su alma para que hundiese la mirada en ella, iba cautivando la de su joven huésped, en términos que a éste llegaron a fastidiarle todos en la casa si no eran Maximina y su tío. Hablaba con aquélla largos ratos aprovechando los momentos en que venía a arreglar su sala.

–¿Está V. ocupado, D. Miguel?

–Ahora voy a dejar la tarea.

Y mientras salía del cuarto y Maximina se ponía a asearlo, charlaban alegremente. Miguel la embromaba con el convento: ella se defendía negando que tuviese por entonces intención de encerrarse en él. Sin embargo, al través de estas negativas se traslucía que acaso con el tiempo llegase a realizarlo. Un día poniéndose serio le dijo:

–No soy partidario de los conventos. Las virtudes más hermosas de la religión cristiana, que son la caridad y el sacrificio por los demás, no pueden practicarse sino en medio de la sociedad. ¿Para qué sirven todas las que una joven llega a adquirir si han de quedar encerradas entre cuatro paredes; si el mundo no se ha de aprovechar de ellas jamás? Las únicas monjas a quienes respeto y admiro con todo mi corazón son las hermanas de la caridad.

Maximina le miró sorprendida y no contestó. Todo el día estuvo un poco pensativa.

Solían reunirse diariamente a la hora del oscurecer algunos jóvenes delante del estanquillo, aunque no en tanto número como los domingos. Las noches eran apacibles y calurosas, y la tertulia se prolongaba a veces hasta las nueve y media o las diez. Miguel se fue acostumbrando a asistir a ella, dejando las visitas a la generala para otras horas. Sentábase a menudo al lado de Maximina y se complacía en regalarle el oído. Si nos preguntasen si creía lo que la iba diciendo, nos sería casi imposible contestar. Lo único que podemos decir es que no la requebraba por burlarse, ni aun por pasar el rato: es posible que a fuerza de serle simpática, la fuese encontrando hermosa. Pero Maximina estaba tan convencida de lo contrario, que rechazaba las lisonjas del joven con tanto más empeño cuanto más grata le iba siendo su compañía. Una noche le dijo con acento suplicante:

–Por Dios, no me diga V. que soy bonita.

–¿Por qué?

–Porque se me figura que está V. haciendo burla de mí, y me causa mucha pena…

–Aunque V. no lo fuese, a mí me lo parece, y con esto bastaría; pero ya que V. se enfada, la llamaré simpática únicamente.

–Tampoco. No me llame V. nada.

Las demás muchachas que allí había, todas de más edad que Maximina, les echaban miradas penetrantes y comenzaban a murmurar de la persistencia con que el joven forastero se sentaba al lado de aquélla. Los juegos con que se mataba el tiempo en aquella reunión al aire libre, eran poco variados: esconder un objeto para que uno de ellos lo hallase, mientras los demás cantaban, unas veces suave y otras fuerte, según se alejaba o aproximaba a él: adivinar quién era la persona cuyo retrato fuesen trazando de palabra los presentes: correr el florón por la cuerda.... Este juego del florón era el que más agradaba a Miguel: de él conservó toda su vida un recuerdo vivo y placentero. Consistía en introducir una sortija por una cuerda y agarrarse a ésta todos los tertulianos formando corro; uno se quedaba en el medio, y los demás corrían la sortija disimuladamente gritando:

 
El florón está en la mano.
Siga el florón.
Siga el florón.
 

El corifeo hacía una señal: el coro callaba y quedaba inmóvil: si adivinaba quién tenía la sortija, éste pasaba al centro del corro, y aquél ocupaba su sitio; si no, volvía a seguir el florón su carrera. Nuestro joven gozaba con este juego, porque le trasladaba a la infancia, y acaso también porque al agitar las manos sentía el contacto de las de Maximina. Muchas veces se reía pensando: ¡Si el conde de Ríos me viera jugando al florón!

Al domingo siguiente se bailó, como el día en que él llegara había prometido a Maximina entrar en el corro si ella bailaba. La niña, confiando en esta promesa, se decidió a ello, pero el huésped no quiso cumplir la palabra, y se quedó sentado delante del estanquillo como simple espectador. La pobre Maximina, defraudada, le miraba con ojos tristes, dejando adivinar que sin él estaba allí aburrida.

–Oyes, Lolita—dijo el joven llamando a una de las pequeñas de doña Rosalía,—ve a decir a Maximina que en cuanto oscurezca un poco más, bailaré.

Maximina, al recibir la noticia, se puso alegre. Y, en efecto, cuando las sombras de la noche invadieron la plazoleta, seguro ya de no llamar la atención, el forastero se aventuró a tomar parte en el baile. No se mostró todo lo suelto y airoso que fuera de desear, por lo cual tuvo que escuchar algunas carcajadas reprimidas; pero las llevó con paciencia, y a los pocos minutos ya no se fijaba en él nadie… nadie más que Maximina, que le decía en voz baja:—«Levante V. más los brazos.»—«No salte V. tanto.» Consejos todos muy oportunos, que el joven iba siguiendo al pie de la letra. La niña estaba alegre, satisfecha: Miguel la sacaba a bailar con más frecuencia que a las otras: luego procuraba colocarse a su lado para tenerla cogida de la mano, que se complacía en apretar suavemente y acariciar. Después de bailar uno frente a otro, los jóvenes tenían la costumbre de abrazarse un instante al concluir. Miguel, aprovechando uno de estos abrazos, y a favor de la oscuridad, cogió la trenza de Maximina, que colgaba por la espalda con un lazo de seda en la punta, y la llevó a los labios.

–¿Qué hace V.?—dijo la niña volviéndose rápidamente.

–Besar la trenza de su pelo.

–¿Y por qué hace V. eso?—preguntó con sorpresa.

–Porque me gusta.

Maximina bajó los ojos y guardó silencio.

Poco después, el hijo del brigadier quiso besarle una mano; pero la niña la bajó con fuerza sin soltarse, y no le fue posible.

Maximina, desde entonces hasta que el baile se deshizo, se manifestó un poco más circunspecta, aunque sin dejar de estar cariñosa con su amigo. Al concluirse y venir los jóvenes a su acostumbrada reunión, dijo que le dolía un poco la cabeza, y en vez de permanecer en la tertulia, se retiró. Creyó Miguel, en vista de esto, haberla causado algún disgusto, y estaba con deseos de hablar con ella. Al día siguiente de madrugada la halló bordando en el estanquillo. Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía.

–¿Cómo ha descansado V., Maximina?—la preguntó.

–No he podido dormir en toda la noche—respondió la niña.

–¿Pues?

–No sé… daba vueltas y más vueltas… y nada.

Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

En los días siguientes, a medida que buscaba las ocasiones de hablar con ella a solas, la niña las evitaba cuidadosamente. Sin embargo, una vez que doña Rosalía se levantó dejándolos solos en el estanquillo, Miguel la cogió una mano y casi a viva fuerza se la besó. Maximina se puso encarnada y no supo más que decir:

–¡Oh, por Dios!…

Otra vez le dijo al oído hallándose de tertulia:

–Tengo que pedir a V. un favor, Maximina.

–¿Qué es?

–Que me dé V. un rizo de su pelo.

La chica levantó los ojos con sorpresa.

–¿Me lo dará V.?—repitió mirándola atrevidamente.

Maximina bajó los ojos haciendo una señal afirmativa.

Pero trascurrió un día y trascurrieron dos, y tres, y no daba señales de cumplir su promesa. Miguel le preguntaba por señas: ella sonreía sin contestar. Entonces el joven se hizo el enojado y evitó a su vez el encontrarse con ella. Maximina comenzó a echarle miradas tristes y tímidas, que observaba riendo interiormente. Al fin, una noche por propia iniciativa, aquélla vino a sentarse a su lado. Nuestro joven se mostró inflexible; no quiso hablar; afectó tomar una parte muy activa en los juegos de prendas. Entonces la pobre niña dijo con voz débil:

–Tome V.

Miguel no la oyó.

–Tome V.—repitió un poco más alto.

Al volverse vio que tenía en las manos un papelito blanco. Comprendió que era el rizo de pelo y lo tomó apretándole al mismo tiempo los dedos con ternura.

–Muchas gracias, Maximina—le dijo con acento conmovido.—Es V. muy buena, y cada día…

Antes que pudiese concluir, la niña se levantó, entrando en la casa. Miguel quedó saboreando una dulce felicidad que nunca hasta entonces había gustado, la de ser querido de aquel modo tan ingenuo y tan puro. Tenía el corazón henchido de suaves sentimientos; una ternura inefable invadía su alma, y se dijo: ¿Por qué no he de querer yo a esta niña también? ¿Por qué no he de decírselo? Agitado por este deseo súbito, se levantó de la silla y entró en casa con la esperanza de encontrar a Maximina y expresarle lo que en aquel momento sentía. Recorrió a oscuras la sala, el comedor y el pasillo, llamándola suavemente; pero no pudo hallarla. Echó una mirada a la cocina y no vio en ella más que a la taciturna criada mondando patatas. Se habrá ido a su cuarto, se dijo, y bajó tristemente la escalera para restituirse a la tertulia; pero al cruzar por delante de la puerta del estanquillo que estaba a oscuras, se le ocurrió meter la cabeza dentro y decir:

–Maximina.

–¿Qué?—contestó una voz apagada.

–¡Oh, picarilla! ¿está V. aquí?

Y se introdujo en la tienda.

–¿Dónde está V.?

–Aquí.

–Deme V. la mano.

–¿Para qué, para besarla? No quiero; es V. muy malo.

Miguel soltó una carcajada, reprimiéndola para que no le oyesen fuera.

–No, criatura; es para saber dónde está V. nada más.

Se sentó al lado de ella en una silla baja.

–¿Por qué se ha escapado V. de la tertulia?

–¿Y V. por qué me anda buscando?

–Para decirla a V. una cosa.

–¿Qué es?

–…Que la voy queriendo a V. mucho—dijo con acento apasionado, cogiéndola una mano.

La niña guardó silencio.

–Y que V. también me va queriendo a mí un poco, ¿no es verdad?

Tampoco contestó.

–Vamos, dígame V. que sí… aunque sea mentira.

–Yo no digo mentiras—manifestó la niña con voz dulce.

–¿Entonces, no me quiere V.?…

–Tampoco digo eso.

Miguel entusiasmado la abrazó.

–Pues yo te quiero, te quiero por lo hermosa y lo buena que eres…

Maximina al sentirse en los brazos del joven comenzó a temblar fuertemente.

–¡Suélteme V.! ¡por Dios me suelte V.!

–¿Me quieres tú? ¿me quieres?

–¡Suélteme V., por Dios!

–No, sin decirme que me quieres.

–Pues sí, le quiero, le quiero; ¡suélteme V.!

El joven la besó con pasión en los labios y la dejó huir a su cuarto. Él se volvió a la tertulia.

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Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
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370 s. 1 illüstrasyon
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