Kitabı oku: «Tristán o el pesimismo», sayfa 17

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XIX
FIEROS DESENGAÑOS DE TRISTÁN

Tristán se había ido después de almorzar al café según costumbre. Clara en el comedor jugaba con su niño y éste con el perro. El niño había envejecido terriblemente desde la última vez que tuvimos el gusto de verle, que fue, si la memoria no nos es infiel, en el día feliz de su nacimiento. Podría tener ya unos diez y seis meses, mal contados. El perro era mucho más provecto. Aquel Fidel, feroz corredor de conejos y de ánades, hacía ya largo tiempo que estaba jubilado. Su ama al casarse le había traído del Sotillo concediéndole un honroso descanso, al cual ya tenía derecho por sus dilatados servicios. La vida regalona y sedentaria le hizo echar un poco de tripa como esos militares a quienes el ministro premia concediéndoles una plaza en el ministerio o en el Consejo Supremo y al cabo de dos años no pueden meterse el uniforme, porque les estallan las costuras y les saltan los botones. Si le hablaban de las perdices y los conejos hacía un mohín de disgusto y movía el rabo con impaciencia como si tratase de pasar a otro asunto. Las perdices y los ánades eran para él cuentos del tiempo viejo, calaveradas de la juventud; que le dejasen de romanticismos y le hablasen de las buenas siestas al pie de la chimenea y de los buenos platos de cocido con desperdicios.

Pues a pesar de la diferencia de edad Fidel y Paquito (que éste era el nombre del infante) parecían amigos íntimos y se llevaban bastante bien. La experiencia del uno hacía contrapeso a la natural irreflexión y fogosidad del otro. Algo debía de sufrir con ello el veterano sabueso. Cuando Paquito se ponía guasón lo era de todas veras: le tiraba bárbaramente de las orejas, le tapaba el hocico y hasta llegaba en ocasiones ¡oh sutil refinamiento de crueldad! a meterle los dedos por los ojos. Pero Fidel sabía zafarse de estas vejaciones y cuando advertía que su camarada mostraba tendencias a ponerse pelma se largaba pian piano moviendo el rabo hacía la cocina dejándole en la más espantosa soledad. En cambio se aproximaba demasiado cuando Paquito tenía entre manos y boca algún pedacito de pastel o una galleta. Entonces, si el amiguito se hacía el remolón y no se apresuraba a compartir con él la golosina, arrimaba el hocico y, no se la arrancaba violentamente, que esto no cuadraba a su educación ni a su carácter diplomático, pero con sutileza increíble se insinuaba, se insinuaba; principiaba por lamer tímidamente el pastel y concluía por abrir con extrema delicadeza la mano del niño y engullírselo. Hecho lo cual, siempre prudente y previsor, se eclipsaba. Paquito, viéndose estafado, ponía el grito en el cielo.—«¿Quién ha sido, rico? ¿Quién te ha llevado el pastelito?—exclamaba su niñera.—¿Ha sido el Fidel? Vamos a pegarle con el látigo.» ¡Dónde estaba ya el Fidel! En un buen rato no se le veía por ninguna parte.

Clara jugaba con su niño teniéndole en brazos, mientras éste sujetaba con sus tiernas manecitas las orejas del Fidel. Eran los grandes placeres de la gentil hermana de Reynoso, casi puede decirse los únicos. Desde el grave disgusto que aquél había sufrido y su marcha repentina, apenas había vuelto al teatro por temor de encontrarse con Elena; no asistía a ninguna tertulia, ni había tomado en manos la escopeta para cazar. El verano lo habían pasado en Santander. Además, a pesar de las instancias de Tristán, que no veía ya la necesidad, persistía en amamantar a su hijo y se empeñaba en hacerlo hasta que cumpliese los veinte meses. Esto la sujetaba mucho a la casa, pero nada le costaba. Sentía tal voluptuosidad penetrante teniendo a su hijo colgado a sus pechos, mirándola con ojos graves, acariciándole la cara con su manecita mientras saciaba ávidamente el apetito, que no cambiaría aquellos momentos por todos los goces de la tierra. ¿Por ventura se refugiaría la joven esposa en el amor maternal con tanto ímpetu para consolarse de algunas decepciones conyugales? No es fácil decirlo. Seguía tan enamorada de su marido como el primer día de casada; pero Tristán no había respondido a sus anhelos de dicha y amor. No es que se mostrase con ella despegado; al contrario, ordinariamente más que marido era un amante fogoso y rendido, pero las desigualdades y suspicacias de su genio la hacían sufrir bastante. No había instante seguro con él. En medio de una expansión placentera, cuando fluían de la boca de ambos alegres carcajadas, de pronto aparecía una arruga en su frente, quedaba repentinamente grave, luego sombrío y comenzaba a pensar y hablar de las desgracias que en pos de tales alegrías le podía aportar el Destino. ¡Si se muriese aquel niño! ¡Si Clara se quedase ciega como Visita! ¡Si él se arruinase y quedasen en la miseria sujetos a pedir limosna! ¡Si cualquiera de los dos enfermase y se viese obligado a permanecer en la cama paralítico como tal o cual persona de su conocimiento! La vida nunca trae consigo más que sorpresas desagradables. La vida es esencialmente instabilidad y dolor. ¿Cómo es posible pensar en la alegría y la paz aquí donde nada permanece, donde todo está sujeto a un cambio irresistible? Y se lanzaba inmediatamente al análisis y a la exposición de los dolores del mundo dejando a la pobre Clara con el corazón apretado y ganas de llorar. La pobre mujer estaba harta ya de las verdades santas del budhismo, de la verdad santa sobre el dolor. «El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que no se ama es dolor, la separación de lo que se ama es dolor», etc.

«Pero Tristán—le decía ella cuando ya no podía más—, el temor de las desgracias multiplica nuestro sufrimiento. Yo creo que ese temor nos hace padecer aún más que la misma desgracia cuando llega. En la vida hay muchos disgustos, es cierto, pero entre unos y otros Dios nos concede algún respiro y si lo aprovechásemos para ser felices, para vivir alegres, acaso las calamidades nos hallaran más fuertes y pudiéramos soportarlas mejor y sabríamos cuando llega la ocasión mostrarnos valerosos como mi hermano, que no ha sido ante su desgracia ni un cobarde ni una fiera.»

Clara estaba orgullosa de su hermano. Este orgullo inspiraba celos a Tristán, que se sentía humillado. Aunque tenía la consideración de no contradecir estas expansiones del cariño fraternal guardaba, cuando estallaban, un silencio desdeñoso, y este silencio hería a su vez a Clara.

Se hallaba, pues, ésta jugando con su niño como se ha dicho cuando apareció el criado anunciándole que había a la puerta un caballero que deseaba visitar a los señores.

–¿No le has dicho que el señorito ha salido?

–Sí señora, pero me ha dicho que estando la señora es igual.

–¿No te ha dado su tarjeta?

–No señora.

Clara vaciló un instante, pero al cabo dijo alzando los hombros:

–Está bien; pásalo al salón.

Y entregando su hijo a la niñera fuese a ver quién era el visitante. Cuando puso el pie en el salón una ola de rubor subió a sus mejillas. En medio de él, grande, colosal, más colosal aún que antes, se hallaba el marquesito del Lago. Este se puso también fuertemente colorado al verla. Se saludaron afectuosamente, pero ambos extremadamente embarazados. Clara pensaba en los celos tan infundados, tan pueriles que Tristán sentía de aquel chico. El marquesito no podía menos de recordar la escena del día de la boda, cuando un poco ebrio había soltado algunas palabras inconvenientes delante de un corro de señoras. Sin embargo, no tardaron en recobrar su aplomo. Nanín era el mismo niño grande, un poco más grande, un poco más moreno. Su mamá le había tenido cerrado aquellos dos años en una finca enorme, solitaria, de la provincia de Badajoz, sin salir más que una que otra vez a la capital en tiempo de ferias o cuando algún negocio lo requería. Pero al fin le había dejado venir a Madrid para asistir al matrimonio de un primo hermano suyo y aquí estaba desde hacía cuatro días.

–No se habrá usted aburrido mucho, sin embargo, porque me han dicho que por allí hay caza abundante.

¡Oh, Dios mío! ¿Caza? Cuanta se quería y de todas clases, mayor y menor. Inmediatamente el marquesito, puesto ya en el disparadero, se lanzó a una serie interminable de descripciones cinegéticas, de aventuras maravillosas, de lucha espantable con los jabalíes. En todo cazador por honrado que sea dormita siempre un embustero. Cuando despierta cuesta trabajo dormirle. Clara lo sabía, pero así y todo se hallaba arrobada escuchándole. La boca se le hacía agua viendo desfilar por delante de su vista aquellas legiones de perdices, aquellos ejércitos innumerables de conejos, aquellos venados corredores y jabalíes feroces. ¡Ay! ella no había tenido el gusto de tirar a un jabalí. ¡Cuánto apetecía encontrarse frente a uno!

–¿Sí? Pues no tiene usted más que venirse a pasar unos días con nosotros y yo le haré matar una docena de ellos. ¡Poco gusto que le daría a mamá verles a ustedes por allá!

–¿Pero, Nanín, no sabe usted que tengo un niño y que le estoy criando?—exclamó ella riendo.

–¿Y eso qué importa? Se lleva al niño y la servidumbre que ustedes necesiten. Tenemos casa para alojar dos familias numerosas… ¿Y dónde está ese niño? Quiero verle—añadió con su franqueza y aturdimiento habituales.

Clara hizo traer a su hijo. El marquesito le alzó entre sus manos de gigante y le zarandeó un rato con no poca alegría del infante, que soltaba carcajadas y se agarraba a sus orejas con igual confianza que a las de Fidel. Entre aquellos dos niños el uno grande y el otro chico nació súbitamente una tierna simpatía. Cuando la niñera quiso tomarle de nuevo en brazos Paquito se resistió fuertemente, persistiendo en agarrarse al cuello del marqués, que entusiasmado con tal preferencia no cesaba de acariciarle y divertirle con todo el repertorio de sus payasadas.

–Este niño tiene que ser un gran cazador. ¡Mire usted qué manos, Clara! Verá usted… es capaz de alzar una silla en peso.

Y le hacía coger con sus manecitas una silla y le alzaba con ella sin que el chico la soltase.

–¿No lo decía yo? Bastaba ver estas muñecas. ¡Tan fuerte como su mamá! En cuanto pueda coger una escopeta me lo llevo a la dehesa. Ya verá usted qué buena cuenta da de las perdices.

–¡No, no, me lo va usted a fatigar demasiado!—respondió riendo la mamá, entusiasmada por la perspectiva de ver a su hijo hecho un hombre y en traje de cazador.

–¡Qué se ha de cansar! Le montaremos a caballo. Además allí no se necesita andar mucho para hallar las perdices. Desde el balcón de mi cuarto las veo muchas mañanas.

–¡Oh, qué gusto! ¡Qué bien estaría yo allí!

–Si viviera usted allí, mientras el niño echaba un sueñecito podía disparar media docena de tiros y traerse en el morral otras tantas perdices.

El marquesito seguía fantaseando, pero esto le hacía gozar. Clara también hallaba deleite en aquellas exageraciones convenidas ya entre cazadores. Así se estuvo un largo rato de visita, alternando las narraciones cinegéticas con los juegos de Paquito que a cada instante hallaba más de su gusto el nuevo camarada que le había salido. Al cabo se despidió con no poco pesar del chiquillo, a quien dejó llorando. Clara también había pasado un rato agradable. Hacía ya tiempo que nadie le hablaba de caza y sintió renacer dentro de sí aquella antigua afición que la dominaba. Pero cuando el criado cerró la puerta, cuando oyó al marquesito gritar aún desde la escalera: «Muchos recuerdos a Tristán: dígale usted que ya le veré uno de estos días», entonces nació repentinamente en su alma una inquietud. ¿Cómo tomaría su marido aquella visita? Dados sus celos rabiosos por aquel chico que tantos disgustos le habían costado, no podía menos de producirle un efecto desagradable. Entonces le pesó fuertemente de haberlo recibido. Pasó toda la tarde preocupada. A medida que el tiempo transcurría y se acercaba la hora en que Tristán solía regresar a casa su inquietud fue en aumento. No era una mujer nerviosa y fantástica, pero conocía ya bastante bien y a sus expensas el temperamento de su marido, para quien los granos de arena eran montañas y los céfiros violentos huracanes. Recordaba con terror su triste noche de novios y temblaba ante la idea de que se repitiesen aquellas escenas de desesperación y de lágrimas. Felizmente, hacía ya tiempo que Tristán no se mostraba celoso sino por fugaces intervalos. Si en la calle, en los tranvías o en los teatros la miraba demasiado algún hombre solía disgustarse y aun enfurecerse, pero todo aquello pasaba pronto con la ocasión que lo producía. Su vida retirada, el poco o ningún trato que últimamente tenían y sobre todo el carácter de Clara serio, tranquilo, sin asomo de coquetería habían concluido por infundirle sosiego sobre este asunto. Además, otros celos eran los que desde hacía tiempo embargaban su espíritu, los celos del oficio. Cada día se sumergía más y más en esa llamada vida literaria que consiste en maldecir de sus compañeros y vivir constantemente preocupado de lo que hacen. Las rivalidades, las intrigas, las minucias y ruindades de esta vida mantenían su espíritu en un estado de tensión dolorosa y en sus quebrantos y decepciones hallaba siempre la confirmación de sus teorías filosóficas.—«¡Oh, la vida!»—exclamaba cuando algún crítico no encontraba bonitos sus versos.—«¡Oh, la vida!»—cuando veía aplaudir la obra (estúpida por supuesto) de uno de sus amigos.

Cuando llegó a casa venía de un humor extremadamente sombrío. Clara, que iba a comunicarle la visita que había tenido, se sintió tan cohibida, tan paralizada al ver su rostro contraído que no se atrevió a hacerlo.

–¿Qué te pasa? ¿qué es lo que tienes?

Tristán se encogió de hombros sin responder, dio unos cuantos paseos por la estancia y al cabo como si hablara consigo mismo, más que dirigiéndose a su mujer:

–Nada, que jamás, ¡jamás! puede uno convencerse de todas veras de que los desengaños y sinsabores particulares de cada uno no son una excepción, y que la tristeza es la ley general de la vida.

Luego siguió paseando sin pararse a hacer una caricia a su hijo.

Efectivamente, Tristán había sufrido aquella tarde uno de los mayores desengaños de su vida, y eso que ésta, a lo que él decía, no había sido otra cosa que una serie interminable de ellos. Su fraternal, su abnegado amigo García era un traidor como todos los demás. Lo había averiguado del modo siguiente: Iba paseando por una de las avenidas solitarias del Retiro cuando acertó a ver delante de sí y por la espalda dos figuras que le parecieron conocidas. Se acercó un poco más y se cercioró de que una de ellas era la del gran dramaturgo y su enemigo mortal Estévanez. ¿Por qué era su enemigo mortal Estévanez? Tristán lo demostraba por medio de una serie de razonamientos que no a todos convencían. Sin embargo, él cada día parecía más persuadido y cada día le dedicaba mayor odio. Es más, suponía que después de haber inspirado el artículo de Leporello en El Universal que tanto le había herido, después de haber influido para que retirasen prematuramente su drama del cartel, todavía se empleaba villanamente en perseguirle y desacreditarle. No había insinuación en los artículos literarios de los periódicos que pudiera perjudicarle en que no viese la mano de Estévanez, no llegaba a sus oídos ninguna frase mortificante de la cual no le atribuyese la paternidad.

Acercose un poco más y vio con sorpresa y horror que la persona que le acompañaba era ni más ni menos que su amigo García. Sintió un frío extraño en el corazón, el frío que nos causan las grandes decepciones de la vida. Disimuladamente, ocultándose detrás de los setos y de los árboles los siguió largo rato. Observó que se hablaban con franqueza y animación, que García se mostraba con el célebre literato lleno de deferencia y que éste a su vez le pagaba otorgándole una confianza afectuosa. Acercose todavía por ver si podía escuchar algo de su conversación; percibió algunas palabras sueltas, pues hablaban en voz alta, y al cabo de unos instantes creyó oír distintamente la siguiente frase en boca de García: «El pobre Tristán, aunque se cree un gran poeta, no pasa de ser una medianía.» Esta frase jamás fue pronunciada por el buen García, ni era posible, pero Tristán la oyó claramente. Es un fenómeno de autosugestión que casi todos hemos podido comprobar alguna vez. Cuando nos hallamos temerosos o profundamente convencidos de que se ha de decir una cosa, llevamos mucho adelantado para oírla aunque no se diga.

Una rabia insensata le mordió en las entrañas. De buena gana les hubiera tocado en la espalda para decirles: «¡Aquí estoy yo!» y estuvo a punto de hacerlo, pero se contuvo. Dio la vuelta con presteza y se puso a marchar agitadamente por los caminos más solitarios del parque, presa de una violenta cólera.

–¡Miserable…! ¡traidor…! ¡granuja…! ¡Después de lo que yo he hecho por él!

Iba murmurando por intervalos estas y otras frases por el estilo. Recordaba los favores que había hecho a García sin pensar, por supuesto, en los que éste le había hecho a él. Al cabo de algún tiempo de dar vueltas y más vueltas sin saber por dónde andaba, con el cerebro encendido y el cuerpo convulso, al atravesar por uno de los parajes más recónditos del parque oyó detrás de un seto la voz y la risa de persona conocida. Asomó la cabeza por encima del follaje y pudo ver a sus amigos Cirilo y Visita sentados en un banco. El paralítico leía por un libro; la ciega escuchaba y a menudo interrumpían la lectura para reír y comentar con admiración los pasajes que más les agradaban. Aquella simple y tranquila felicidad hirió a Tristán como una bofetada en tal momento. Los contempló con ojos cargados de desdén y de cólera y al fin se alejó murmurando:—«¡Qué par de imbéciles!»

–¿Pero qué te ha ocurrido?—volvió a preguntarle su mujer.

–Nada, hija mía, que hoy se me ha caído la venda de los ojos. El amiguito García, ese desdichado a quien sólo por compasión admitía en mi casa, me estaba arrancando esta tarde la piel de lo lindo con mi otro amigo Estévanez.

Hay que advertir que Tristán sentía particular predilección por esta metáfora de la venda y que solía emplearla con bastante frecuencia. En cuanto cualquier persona de su conocimiento no satisfacía todas sus pretensiones y hasta sus caprichos, era sabido, «le caía la venda de los ojos».

–No puede ser—respondió resueltamente Clara con el instinto seguro que tienen las mujeres para juzgar el carácter de los amigos de sus maridos.

–¿Cómo no ha de ser, si yo mismo le he oído?

Clara quedó un instante suspensa, pero volvió a decir con mayor resolución:

–No puede ser. García es absolutamente incapaz de cometer contigo una villanía.

–¡Qué sabes tú de lo que son capaces o incapaces los seres humanos!—replicó alzando los hombros con desdén—. Lo ha dicho con profunda sabiduría el maestro alemán, el maestro clarividente: sólo cuando llegamos a cierta edad comprendemos en qué cueva de bandidos hemos caído.

–García no sólo te quiere entrañablemente, sino que te admira como a ningún otro hombre.

–De la admiración a la envidia no hay más que un paso. Yo he caído en el error de tratar con excesiva familiaridad a un hombre tan vulgar como García. Estas naturalezas se sublevan al aspecto de otra naturaleza opuesta. Disimularán su envidia durante algún tiempo, el tiempo que les convenga, pero en la primera ocasión favorable la mostrarán. Si se ha hecho amigo de Estévanez, mi amistad le importa ya poco y se vengará del tiempo que ha perdido adulándome.

–¡Oh, qué atrocidad! Tristán, no pienses eso.

En vano con la elocuencia que le dictaba su recto corazón trató de disuadirle y desvanecer aquellas negras sospechas. Agarrado con irresistible presión como siempre a sus ideas, su marido no quiso escucharla, oponiendo a todas sus razones una actitud altiva y desdeñosa.

Comió poco y estuvo sombrío y silencioso mientras duró la cena. Cuando habían llegado a los postres sonó el timbre de la puerta. El criado fue a abrir y entró después sin decir nada.

–¿Quién llamaba?

–El señorito García—respondió con indiferencia—. No quiso pasar: dijo que se iba al despacho.

Tristán se alzó de la silla. Clara también se levantó y sujetándole con mano trémula por una manga le dijo:

–No vayas allá, Tristán. Déjame ir a mí… Le diré que estás indispuesto, que te duele la cabeza y no puedes hablar con nadie.

–¡Suelta, suelta!—respondió él haciendo un movimiento brusco y zafándose de su mano.

Y con paso vivo se dirigió al despacho, dejando a Clara acongojada.

García leía ya atentamente por un libro a la luz del quinqué.

–¡Hola, amigo!—profirió Tristán con una voz tan extraña que García levantó la cabeza sorprendido.

–¿Cómo estamos, amigo?—siguió con la misma inflexión de voz y acercándose a la mesa.

–Bien, ¿y tú?—respondió García mirándole cada vez con mayor sorpresa.

–¿Yo…? ¡Divinamente!

Y se sentó frente a él y le clavó una larga mirada insistente y dura.

–Desde que hago una vida más higiénica—añadió—me encuentro perfectamente. Ya no paso las tardes en el café, como antes; ahora me dedico a dar paseos entre los árboles, buscando atmósfera más pura. Hoy he paseado por el Retiro… y ¡mira tú lo que son las cosas, amigo!—prosiguió con acento irónico—, también debajo de los árboles se suelen encontrar cosas impuras.

García se puso levemente colorado. Tristán mirándole aún con mayor fijeza continuó:

–Su verdura no sólo tiene la propiedad de descomponer el ácido carbónico del aire, sino también de corromper los más puros sentimientos y de poner al descubierto el fondo de los corazones. Es un experimento que pienso comunicar a la Academia de Ciencias y que como todos los grandes inventos se debe a la casualidad…

–¡Basta, Tristán! Si te has ofendido porque haya paseado con Estévanez…

–¿Ofenderme…? No, querido, no; el espectáculo de la miseria humana no ofende; entristece solamente.

–Tristán, ¿qué estás diciendo? Repara que ahora me ofendes tú. Yo no he buscado la amistad de Estévanez. Él me ha hablado en el saloncillo del Español, y sabiendo que estaba haciendo oposiciones a una cátedra se brindó espontáneamente a recomendarme a dos de los miembros del tribunal. ¿Querías que me mostrase ingrato con él?

–Yo no quiero nada—respondió con sequedad desdeñosa Tristán.

–Además, ahora que le trato puedo decírtelo, estás en un error suponiendo que es tu enemigo: las pocas veces que ha hablado de ti conmigo lo ha hecho en términos muy lisonjeros. Te considera como el joven más brillante de la nueva generación literaria y se lamenta de que sin motivo alguno hayas dejado de saludarle.

–¡Ah, sin motivo!—exclamó Aldama con acento sarcástico—. Los hombres perversos nunca encuentran motivo para que se les odie. Y en el fondo tienen razón. ¿Qué culpa tienen ellos de haber nacido perversos? A ti te consta mejor que a nadie la serie de ruindades que ese hombre ha hecho conmigo.

–A mí sólo me consta porque tú me lo has dicho.

–¡Sí te consta, y si no lo confiesas es porque eres un traidor como él!—exclamó con furiosa exaltación.

–¡Tristán!—dijo García levantándose.

–¡Un traidor peor que él, porque él no me debe nada y tú si!—gritó aún con mayor exaltación agarrándose con manos crispadas a la mesa para alzarse.

–Me estás insultando sin motivo y en tu propia casa—profirió el pobre joven pálido ya como la cera.

–Un traidor es quien sin tener en cuenta la amistad fraternal que le liga a otro hombre va a desacreditarle y a murmurar de él con sus enemigos.

–¡Eso es falso!

–No es falso, no, porque son testigos de ello mis propios oídos.

–¡Pues mienten tus propios oídos!—exclamó con valerosa indignación García.

Tristán, muy pálido también, quedó unos instantes silencioso y al cabo dijo haciendo visibles esfuerzos para hablar con calma:

–Es inútil que hablemos más. Todas las cosas tienen un término triste en este mundo y la amistad es de las que primero se marchitan. Yo he cometido la locura de estrechar demasiado mis relaciones contigo sin tener en cuenta que todo lo que se aprieta demasiado acaba por romperse. Ha llegado el momento en que la cuerda estalle, pero conste que se ha roto por tu lado, no por el mío. Alejémonos, García, alejémonos para siempre el uno del otro y comencemos en el mundo otros ensayos que tendrán idéntico resultado.

–Nada se ha roto por mi lado, Tristán. Esa es una de tantas visiones negras como has tenido en tu vida, sobre todo de poco tiempo a esta parte. Mi amistad por ti es tan firme, tan verdadera, que nadie más que tú en el mundo ha podido dudar de ella.

–La amistad verdadera entre los hombres es algo que pertenece a la fábula. Si yo lo hubiera tenido bien presente no tomaría el grave disgusto que me ha causado tu proceder. Debiera analizarla como un mineralogista examina una piedra; hubiera visto que aunque sincera en la apariencia descansaba sobre motivos secretamente egoístas, y viviendo así prevenido la traición me hubiera dejado tranquilo.

–¿Quién habla de traición? ¡Miente! ¡miente quien lo diga!—volvió a exclamar con la misma indignación García.

–Basta, repito. Mi resolución está tomada. Tú y yo hemos concluido para siempre.

Al pronunciar estas palabras dio unos pasos hacia la puerta mirando fijamente a su amigo. Este también le miró estupefacto haciéndose cargo por aquel ademán que le arrojaba de su casa. Hubo un instante en que ambos permanecieron inmóviles mirándose a los ojos. Al fin García se dirigió con paso precipitado a la puerta. Antes de traspasarla se volvió y con los ojos llenos de lágrimas le dijo:

–¡Que no te tome Dios en cuenta, Tristán, la injusticia que estás cometiendo!

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
01 temmuz 2019
Hacim:
350 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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