Kitabı oku: «Tristán o el pesimismo», sayfa 18

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XX
CONSECUENCIAS DE UNOS CELOS

Tristán sólo entró en el comedor para despedirse de su mujer y besar a su hijo. Viéndole pálido y trémulo Clara no quiso darle la noticia de la visita, aquella visita que tanto le pesaba ya sobre el alma. Ella también se hallaba bien turbada por la escena que acababa de adivinar, más que de percibir. Su espíritu, siempre recto, se rebelaba contra el proceder brutal de su marido. Si le hubiera visto menos alterado se lo habría expresado con toda franqueza porque era una valerosa mujer y toda injusticia sublevaba su sangre. Aplazó, pues, también esta explicación para el día siguiente y procuró distraer como siempre sus inquietudes con las gracias de su hijo, mientras Tristán caminaba la vuelta acostumbrada del café. La tertulia literaria, cuando llegó, ardía ya en disputas y bromas. Pronto se dejó vencer por el influjo de aquella ruidosa alegría y se disiparon las sombras que obscurecían su frente. Olvidó su disgusto. Pero cuando más enfrascado se hallaba en la algazara apareció en la puerta la figura siniestra del paisano Barragán con su eterna zamarra negra, su enorme sombrero y sus barbas hasta el medio del pecho. Los ojos de todos los tertulios se volvieron con sorpresa hacia él y hubo un instante de silencio.

–¡Hola! ¿qué vendrá a hacer aquí este pájaro?—dijo uno.

–¡Soberbia figura para mi drama! Estoy por ir a preguntarle si se quiere contratar—dijo otro.

–¡A que no te acercas a él!

Mientras tanto Barragán avanzaba por el medio del café echando miradas sanguinarias a todos los rincones como si buscase a alguno para arrojarse sobre él y degollarlo. Al fin divisó al desgraciado que buscaba. Era un sujeto de faz bermeja. En los labios sinuosos del paisano se dibujó una sonrisa feroz y se dirigió hacia el sitio que ocupaba. Pero al pasar cerca de la mesa de los literatos percibió a Tristán y exclamó sonriente y espantoso:

–¡Adiós, Tristanito! Hace ya una temporadita que no nos hemos visto. ¿Cómo va esa salud? Por Clarita y el chiquitín no le pregunto porque sé que están buenos. Nanín me lo ha dicho esta tarde.

–¿Qué Nanín?—preguntó Aldama por cuyos ojos pasó una nube.

–¿Qué Nanín ha de ser? El marquesito del Lago. Me ha dicho que los ha visto en su casa y que había sentido mucho no encontrarle a usted.

La impresión que Tristán sintió con estas palabras fue tan violenta, que un golpe en la cabeza no le hubiera dejado más aturdido y paralizado. Sólo pudo exclamar con forzada y estúpida sonrisa:—«¡Ah!»

–Bueno—siguió Barragán viendo que Tristán no decía más—. He venido a buscar a aquel amigo que me ha citado aquí y voy a hablar un rato con él. Es maestro cortador de La Confianza, esa gran sastrería de la calle Mayor; un hombre instruidísimo, Tristanito, un verdadero filósofo. Conoce la historia de España al dedillo. Le dice a usted todos los reyes godos de memoria sin faltar uno, ¡es que sin faltar uno, Tristanito, créalo usted! En Calatayud, que es su pueblo, ha publicado unos artículos contra el celibato eclesiástico que levantaron roncha en el clero. Ahora está escribiendo un folleto contra Moisés, ¡una verdadera hermosura!

En aquel momento el sujeto en cuestión acercaba su nariz escarlata a una copa de cognac, haciendo concebir la sospecha de que su rencor contra el caudillo de los israelitas quizá naciese por no haber logrado entrar en la tierra de Canaan y disfrutar de sus famosos viñedos.

Mientras duró esta breve conversación los amigos de Tristán se burlaban de lo lindo, aunque en voz baja, del paisano. «¡Guardias, socorro!»—exclamaba uno—. «Tome usted la cartera. ¡No me haga usted daño por Dios!»—decía otro llevando la mano al bolsillo—. «Pues habla en diminutivo con mucha dulzura.»—«Será un bandido generoso como Diego Corrientes.»—«Mirad qué pálido se ha quedado Aldama.»

En efecto, Tristán se había quedado tan descompuesto que apenas podía articular una palabra. Sin embargo, hizo un esfuerzo heroico sobre si mismo y sonrió balbuciendo que aquel amigo de tan fea catadura era una persona honrada e inofensiva.—«¡Ya, ya, bien inofensivo te dé Dios!—Pues tú buen susto has llevado. Estás más yerto que Hamlet viendo el espectro de su padre.» Hizo cuanto le fue posible por mostrarse tranquilo; pero a los pocos instantes, con no poca sorpresa de los tertulios, se levantó bruscamente y sin despedirse se dirigió con paso rápido al sitio que ocupaba Barragán.

–Amigo Barragán—le dijo en el tono más indiferente que pudo—, ¿sabe usted en qué hotel para el marqués del Lago?

–No está en ningún hotel. Vive, según me ha dicho, en casa de su primo el marqués de Henares… Un hermano de éste creo que se casa ahora con la hija de Roda…

–Ya. ¿Y dónde vive el marqués de Henares?

–Eso sí que no puedo decirle, Tristanito. Mañana puede usted averiguarlo en el Congreso, porque es diputado.

Sin dirigir siquiera una mirada a la mesa donde se hallaban sus amigos salió apresuradamente del café. Una vez en la calle, quedó un instante inmóvil. La cabeza le ardía y el corazón le palpitaba fuertemente. Al cabo emprendió a paso largo el camino de su casa. Se acercó a la portería donde los porteros formaban tertulia en torno de una mesa con algunos amigos. Llamó con los dedos en los cristales.

–Diga usted, Juan, ¿esta tarde ha venido algún caballero a verme?

El portero vaciló un momento sin acordarse, pero su mujer respondió en voz alta:

–Sí, hombre, ¿no te acuerdas de un señorito joven que preguntó por los señores de Aldama?

–¡Ah! sí, un señorito alto, grueso, de pelo rubio. Le dije que no estaba el señorito. Me contestó que era igual y subió…

–Bien; ése ya sé quién es porque ha entrado en casa—respondió para disimular—. ¿No ha venido ningún otro a preguntar por mí?

–Me parece que no señor.

Inmediatamente se trasladó a una librería de la Carrera de San Jerónimo que aún estaba abierta, pidió la Guía de Madrid y se enteró dónde vivía el marqués de Henares. Era en una calle del barrio de Argüelles. Tomó un coche en la Puerta del Sol y dio las señas. Pocos minutos después se bajaba delante del hotel que ocupaba el marqués. Preguntó al portero. El señor y la señora habían salido hacía ya una hora con su primo el marqués del Lago y una señorita.

–¿No sabe usted dónde han ido?

–No, señor…, pero aguarde usted un momento.

Tomó la bocina del tubo acústico y llamó.

–María Luisa, ¿sabes dónde han ido los señores esta noche?

El portero escuchó lo que le respondían y colgando la boquilla dijo:

–Los señores tenían tomado un palco en el teatro de Apolo. Allí deben de estar.

Tristán subió de nuevo al coche dando estas señas. Cuando cruzaba por la Puerta del Sol sonaban en el reloj del ministerio de la Gobernación las diez. Se apeó delante del teatro y despidió el coche, y usando de su privilegio de autor entró sin detenerse en la taquilla. Había comenzado ya el acto segundo. Se acercó a la puerta central de las butacas, la entreabrió y echó una rápida mirada a los palcos. En seguida le vio. Había dos señoras en primer término y él con otro caballero detrás de ellas. Se cercioró bien del número del palco y subió hasta colocarse detrás de la puertecita, y por un movimiento irreflexivo llamó con los nudillos de los dedos sobre ella. El mismo marquesito se levantó para abrir. Su semblante se dilató con una franca y cordial sonrisa.

–¡Amigo Aldama, usted por aquí! Pase usted. ¡Cuántos deseos…!

Pero la frase expiró en sus labios. La sonrisa que contraía el rostro de Tristán era tan extraña y su rostro se hallaba tan descompuesto, que el marquesito quedó paralizado.

–¿Tendría usted la amabilidad de escucharme dos palabras?

–Con mucho gusto… ¿Pero no quiere usted pasar?

–No señor, gracias.

–¿Es tan urgente el asunto?

–Lo es.

Nanín quedó un instante suspenso.

–Bien, bien—dijo al cabo—. Será como usted guste. Y dirigiéndose a sus primos añadió:—Soy con vosotros al instante. Necesito hablar unas palabras con este amigo.

Salió y cerró la puerta del palco.

–Estoy a su disposición—dijo ya con semblante grave para acomodarse al de Tristán.

Este echó a andar hacia la escalera y Nanín le siguió al vestíbulo que se hallaba solitario. Sólo los encargados de recibir los billetes de entrada charlaban a la puerta.

–Acabo de saber que ha estado usted en mi casa.

–Efectivamente, esta tarde he tenido el gusto de ver a Clara…

–¿Y no hubiera usted hecho mejor en haberse privado de ese gusto?—dijo Tristán, a quien la frase del marqués calentó aún más la sangre.

Nanín le miró estupefacto.

–No comprendo…

–Quiero decir que visitar a las señoras jóvenes en ausencia de sus maridos no siempre es oportuno. Generalmente esta confianza se la autorizan los amigos de mucha intimidad… Y francamente, por ahora no puedo contarle a usted entre ellos.

El marquesito, cada vez más sorprendido, balbuceó:

–No pensé que eso tenía nada de particular… Con Clara y con su hermano siempre hemos mantenido relaciones muy íntimas.

–Pero conmigo muy superficiales… y yo soy ahora el amo de la casa y quien puede autorizar o desautorizar las visitas de mi mujer.

Nanín avergonzado y queriendo sacudir el embarazo que sentía replicó:

–¿Y para una tontería como ésta me hace usted salir del palco? ¡Hombre, no merecía la pena!

–Permítame usted que le diga—profirió Tristán con reconcentrada ira—que jamás he concedido ni pienso conceder a nadie el derecho de calificar de tonterías mis actos. Y si alguien es bastante atrevido para tomarse esa libertad se expone a sufrir las consecuencias.

–Pero ¿qué motivo hay para enfadarse de ese modo?—exclamó el marquesito—. Que a usted no le gusta que vaya a su casa, ni quiere ser mi amigo… Bueno; para eso no tenía usted necesidad de venir con esos humos a llamarme estando con señoras. Bastaba con haberme enviado una carta.

–Si a usted le parece que vengo con humos debe tener presente que donde sale humo es que hay fuego. Ni para enfadarme ni para desenfadarme le pido a usted permiso… Por lo demás, me acomoda mejor hacerle a usted esa advertencia de palabra. No quiero que usted ponga los pies en mi casa. ¿Se ha enterado usted?

El marquesito alzó los hombros con desdén.

–Lo mismo usted que su casa me tienen sin cuidado.

–Y a mí menos que mis palabras le desagraden—respondió Tristán dirigiéndole una mirada provocativa.

El marquesito le miró a su vez en silencio unos momentos y volviendo al cabo la espalda con un gesto desdeñoso murmuró:

–Razón tienen en decir que está usted loco.

–Más razón tienen en decir que es usted un imbécil.

Nanín se volvió rojo, exasperado, y avanzando hasta acercar su cara a la de Aldama exclamó con furor:

–¿Qué decía usted?

Tristán, sin retroceder poco ni mucho, respondió con igual fiereza:

–Lo que todo el mundo sabe: que es usted un imbécil.

El marquesito alzó la mano y Aldama rodó por el suelo. Los dependientes de la puerta y un caballero que cruzaba a la sazón y se había detenido al oír la disputa acudieron a levantarle. Mientras esta operación se realizaba Nanín pálido y con los ojos extraviados parecía decidido a repetir la suerte. Tristán por su parte, una vez en pie, también quiso arrojarse sobre él. Ambas cosas fueron impedidas por los porteros y el caballero que les auxiliaba.

–¡Déjenme ustedes!—exclamaba Tristán—. ¿No ven ustedes que me ha abofeteado?

Nanín guardaba silencio. Al fin volvió de nuevo la espalda y con tranquilo paso se dirigió a la escalera para subir al palco. Tristán, sujeto por las manos de los dependientes, le gritó:

–¡Pronto tendrá usted noticias mías!

El marquesito siguió caminando con desdeñosa indiferencia.

Tristán corrió al café. Tenía la mejilla roja y un poco inflamada. Cuando se acercó a la tertulia de sus amigos, éstos le acogieron con las alegres chanzas de siempre, pero al verle tan descompuesto y al observar que se dirigía a un joven capitán, único militar de la reunión, y a otro amigo que tenía fama de tirador de armas y duelista, entendieron de lo que se trataba y se callaron con respeto. Tristán llevó a otra mesa a sus dos amigos y conferenció con ellos brevemente.

–Tengo, sin ninguna clase de duda, la elección de armas, porque he sido abofeteado delante de varias personas. Elegid la pistola en las condiciones más graves que podáis.

Los amigos se dirigieron al Teatro de Apolo. El marquesito, que ya había contado a su primo el de Henares la aventura y esperaba la visita, eligió por padrinos por indicación de éste a González de la Riva, un hombre político muy conocido que se hallaba a la sazón en el teatro, y a un joven teniente de artillería. Como el teatro no era sitio a propósito para ventilar aquel asunto, se dirigieron los cuatro al Círculo de la Peña y conferenciaron en un saloncito completamente solos. González de la Riva, acostumbrado a las transacciones de la política y a los cabildeos del salón de conferencias del Congreso, quiso desde luego arreglar pacíficamente el asunto y empleó para ello aquella facundia persuasiva que todo el mundo le reconocía. Sus frases aliñadas, todas sus habilidades parlamentarias se estrellaron contra la resuelta y arrogante decisión de los padrinos de Aldama.

–No queremos acta, porque el acta que propusiéramos no la aceptaría ningún hombre de honor, y no tenemos intención de ofender al marqués del Lago.

Luego, al tratar de las armas, hubo también su poquito de discusión. Se reconocía el derecho de Aldama a elegir, pero los padrinos del marqués, sobre todo González de la Riva, expresaron su deseo de quitar gravedad al duelo. Con igual firmeza los de Aldama rechazaron este deseo e impusieron sus condiciones. Dos disparos simultáneos a treinta pasos: inmediatamente otros dos a veinte avanzando cinco cada uno. Cuando salían del saloncito después de haberlas convenido llegaba Narciso Luna, aquel joven-viejo o viejo-joven amante de la condesa de Peñarrubia. Había tenido noticia de lo que se trataba y venía desde el billar jadeante, trémulo, como si se tratase realmente del desafío de un hermano. Se dirigió con voz alterada a los padrinos diciéndoles que aquel lance no podía efectuarse, que era necesario arreglarlo y que él estaba dispuesto a hacer cuanto fuese necesario para ello dejando el honor de ambos a salvo. Los padrinos del marqués (con el cual ni su misma hermana la condesa de Peñarrubia se trataba ya) hicieron comprender cortésmente a aquel cuñado sui generis que no debía mezclarse para nada en el asunto que les estaba confiado. Los de Aldama ni siquiera se dignaron contestarle pasando fríos y arrogantes por delante de él. Cuando se hallaban ya a alguna distancia uno de ellos dejó escapar en voz bastante alta una frase sangrienta que Narciso Luna no oyó o no quiso recoger.

Tristán les esperaba en el café impaciente. En cuanto llegaron y le dieron cuenta de las condiciones convenidas quedó repentinamente tranquilo y satisfecho. Se puso a charlar y bromear con sus amigos con una alegría y serenidad que éstos admiraron. Poco después se despidió no sin haber convenido con sus testigos la hora y el sitio en que debían verse. Para evitar sospechas en las familias se concertó el lance por la tarde en una finca situada en Leganés. El marquesito debía salir del Veloz-Club con sus amigos a las dos en punto y Tristán de la Peña a la misma hora con los suyos. Cuando se vio en la calle y solo, una arruga profunda se marcó en su frente: desapareció súbitamente la alegría, un poco forzada, que a última hora había mostrado. Un problema negro, pavoroso se alzó delante de él. Clara. ¿Por qué había recibido la visita del marquesito? ¿Por qué se la había ocultado? Mucho menos que esto necesitaba su espíritu caviloso para lanzarse a todas las sospechas, a las hipótesis más graves. El corazón comenzó a palpitarle fuertemente, las sienes le latían como si su cabeza fuese a estallar: emprendió la carrera hacia su casa. Cuando llegó, Clara aún estaba vestida esperándole aunque era ya más tarde que de costumbre. Al ver la descomposición de su rostro, al sentir sobre sí la mirada fulgurante de su marido comprendió que éste tenía conocimiento de la visita del marqués. La escena que se desarrolló fue violentísima: gritos, lágrimas, recriminaciones, protestas. Sin embargo, la verdad vibraba tan elocuente en la voz de la joven esposa, resplandecía en sus ojos tan nobles, tan sinceros que Tristán no pudo menos de rendirse en el fondo de su corazón a la evidencia. La visita había sido inevitable porque el criado no dijo el nombre del marqués, se había hecho en presencia de la niñera y sólo por el temor de aumentar su desazón había aplazado darle conocimiento hasta verle más tranquilo. Tristán se rindió en el fondo a estas verdades, pero no en la apariencia. Cuando después de un rato de silencio Clara fue a darle un beso la rechazó y levantándose bruscamente se fue a dormir a otro cuarto dejándola bañada en lágrimas.

Clara era inocente, así lo comprendió; mas por una de esas misteriosas depravaciones que experimenta el espíritu de los hombres preocupados por una idea fija, aferrados tenazmente a una abstracción, casi se sentía molesto de que lo fuese. Quisiera poder gritar con furor «¡ah! ¡la vida!» y maldecir como siempre de la creación. Sufrir, morir, tal es el destino del hombre. Todo amor, aun el más tierno, aun el más santo, no es más que el instinto sexual disfrazado. El matrimonio es un lazo que la naturaleza nos tiende, etc.; todos los pensamientos en fin de que estaba atiborrado su cerebro y que buscaban el más mínimo pretexto para exhalarse. Aquello de haber encontrado un ser tan noble, tan puro, tan exento de egoísmo como su esposa constituía para él una verdadera decepción. Pero ya que por este lado no podía refocilarse en sus ideas negras, desesperadas, halló manera adecuada de darles satisfacción pensando en el marquesito. No le cabía duda que aquel majadero insistía en pretender a su mujer, que la visita a solas había sido calculada, y aun llegaban sus sospechas a imaginar que había estado espiando su salida para entrar, sabiéndole ausente. Por esto, por la profunda antipatía que desde luego le inspiraba y sobre todo por la afrenta que de él acababa de recibir, su sangre hervía de odio y ansias de vengarse. Su habilidad suprema en el manejo de la pistola le ponía en condiciones de saciar este deseo, pero al mismo tiempo despertaba en su conciencia ciertos leves escrúpulos que procuraba sofocar por medio de reflexiones más o menos fundadas. «Nanín es un gran cazador—se decía—. Conoce admirablemente el manejo de la carabina. ¿Por qué no ha de tirar también la pistola?»

A la mañana siguiente hizo la vida de siempre. Después de desayunar en compañía de su esposa, estuvo leyendo o trabajando en su despacho. Con aquélla, aunque todavía serio, se mostró dulce y afectuoso. Clara, sorprendida, fue tan dichosa, que antes de encerrarse le besó con transporte y luego lloró de felicidad a solas. Las vagas sospechas de que Tristán pudiese provocar al marqués se disiparon. Almorzaron con tranquilidad, y después de haber pasado un rato jugando con el niño mientras fumaba un cigarro, tomó el sombrero y salió como de costumbre. Se hallaba perfectamente tranquilo. Sin embargo, cuando Clara, que salía siempre a despedirle, cerró la puerta, cuando bajó los primeros escalones, un pensamiento lúgubre atravesó su cerebro: «¡Si ese chico me matase!» Quedó un instante inmóvil y tuvo intenciones de volverse y besar a su hijo y a su esposa con más efusión de lo que lo había hecho. Pero se arrepintió inmediatamente comprendiendo el efecto que esto causaría a Clara. Se trasladó a pie hasta la Peña.

Ya le esperaban allí sus testigos. Con ellos iba un amigo médico. Subieron al carruaje al sonar las dos y cuando montaban vieron que arrancaba también del Veloz otro carruaje donde debía de ir el marqués. Mientras duró el trayecto tanto él como sus amigos afectaron alegría. El médico, que era aragonés, les fue contando una serie de chascarrillos baturros y el capitán, nacido en Málaga, correspondió con buen golpe de timos andaluces. Al llegar a la posesión la gran puerta enrejada de hierro estaba abierta y un criado al pie de ella esperándoles. Les dijo que los otros señores ya estaban dentro. Hechos los saludos de rúbrica los testigos conferenciaron brevemente. Luego uno después de otro hicieron entrar a sus apadrinados en la casa y escribir sobre una mesa de comedor una carta dirigida al juez, la consabida carta del suicida. Salieron de nuevo todos, caminaron largo trecho por la posesión hasta salir de ella y buscar un sitio retirado detrás de sus tapias. El dueño de la finca se había negado a que el duelo se realizase dentro aunque les facilitó todos los medios para que no tuviesen necesidad de hacerlo.

Se cargaron las pistolas, se eligió terreno, se midió, se sortearon los sitios. Por fin se le puso a cada uno una pistola en la mano. Mientras duraron todas estas operaciones Tristán estaba más que grave, ceñudo. El marquesito sonreía. Cuando le entregaron la pistola y le invitaron a ponerse en guardia todavía se dibujó una sonrisa en sus labios, pero aquella sonrisa expresaba una mezcla de sorpresa y confusión. En realidad Nanín se sentía sorprendido y avergonzado de hallarse en una situación que dado su carácter pacífico y bondadoso ni remotamente pudo prever.

–¡Prevenidos!—gritó uno de los testigos. Y dio tres palmadas…

Los dos tiros sonaron casi simultáneamente sin hacer blanco. Tristán no pudo reprimir un imperceptible gesto de sorpresa. Ya contaba con que las pistolas no estarían montadas al pelo, pero no sospechó que estuvieran tan duras, y dio gatillazo como dicen los tiradores. Se cargaron nuevamente, tomó cada uno la suya y el mismo testigo gritó:

–¡Avanzar!

Pero antes de hacerlo González de la Riva se acercó velozmente a la línea de los combatientes y dijo con su voz recia de orador tribunicio:

–Señores: Sean cuales fueren los motivos que a este penoso trance han conducido a los caballeros que tenemos la honra de apadrinar ya no puede ofrecer la menor duda que el honor de ambos ha quedado plenamente satisfecho, limpio de toda mácula, puro y diáfano como un día esplendoroso de sol. El valor, la serenidad, la perfecta hidalguía de que han dado gallarda muestra lo atestiguan mejor que pueden hacerlo mis humildes palabras. Inútil y temerario y contrario a todas las leyes de humanidad sería que prosiguiesen dando iguales pruebas. Nada añadiría ya a su acabada caballerosidad, quitando mucho a su prudencia y a sus sentimientos humanitarios. ¡Ah señores! el hombre no es una fiera de los bosques a quien enardece en vez de calmar la sangre de su enemigo y lucha con él hasta destrozarlo y no queda satisfecha hasta que le arranca sus entrañas palpitantes. El sol de la inteligencia resplandece en nuestro cerebro, el rayo del amor penetra en nuestro corazón. Somos hombres, estamos sellados por la naturaleza como reyes de la creación y nuestros actos deben responder a esta sagrada rúbrica. ¿Queréis por una triste y mentida susceptibilidad arrancaros de la cabeza la corona insignia de vuestra majestad, despojaros del manto de púrpura que señala vuestra grandeza? ¿Queréis que habiendo nacido hombres envidiemos la condición de las fieras? Lejos de mi ánimo el suponerlo. Yo sé que vuestro corazón es demasiado noble para albergar los instintos sanguinarios de la bestia feroz, yo sé que este mismo corazón os dice en este mismo momento que habiéndoos portado como valientes es hora de mostraros generosos… ¡Basta ya, señores! ¡basta ya! Dad la satisfacción a vuestros amigos de depositar en el suelo esas armas y estrecharos la mano como lo que sois, como hombres de honor, como claros y perfectos caballeros.

Hablaba acompañándose con la acción desenvuelta y elegante del orador encanecido en las lides parlamentarias, ahuecando la voz y haciéndola temblar por momentos lo mismo que cuando trataba de hacer pasar un proyecto de ley que la mayoría se obstinaba en rechazar.

Cuando terminó, Tristán, que le escuchaba sin pestañear, volvió la cabeza con desdeñosa indiferencia y avanzó los cinco pasos que le habían señalado. Nanín hizo lo mismo. El testigo volvió a dar las palmadas convenidas. Los dos tiros partieron. Entonces se vio al marquesito soltar la pistola, llevarse ambas manos al pecho, sonreír de un modo doloroso y dando media vuelta desplomarse de bruces sobre la tierra con un ruido sordo que heló la sangre de los circunstantes.

Los dos médicos se precipitaron a su socorro. Desgraciadamente se cercioraron en seguida de que estaba muerto. Con una intensa emoción pintada en los semblantes cambiáronse algunas palabras y Tristán, acompañado de sus amigos, entró apresuradamente en la finca y volvió a salir por la puerta enrejada, subiendo al coche que les aguardaba.

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Litres'teki yayın tarihi:
01 temmuz 2019
Hacim:
350 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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