Kitabı oku: «Vindictas», sayfa 10
DE LA QUE AMÓ A UN TORO MARINO
MAGDA ZAVALA
Se daba aires de proscrito, barba larga y lento fumado entre los dientes, con el atractivo de quien parece amenazante y vigoroso. Así lo conocí, así casi lo estoy olvidando. Por lo demás, se enredaba en los amores viejos, y en los del porvenir, y le gustaba hablar a solas, mientras dejaba caer el agua tibia sobre sus lomos robustos. Allí filosofaba sobre el mundo y sus desastres, hacía cálculos para la próxima cosecha o se pronunciaba en contra de las ocurrencias de los diputados y de las partidas específicas que le compran el alma al diablo, cuando no le daba por cantar, con el más esforzado de los empeños, que no alcanzaban a dar con los ritmos de Celia Cruz y su “Traigo yerba Santa pa’la garganta…”
Yo, el resto del día, desde la lejanía que impone la ciudad amurallada, daba vueltas en círculos a su alrededor, ofreciéndole cuanto podía: que está servido el desayuno, ¿te traigo el periódico?, esa camisa no te va, ¿adivina qué hay de almuerzo hoy? ¿Quieres un café…? Y él allá, conversando consigo mismo, lleno de murmullos, se daba la razón sobre decisiones tomadas o se lamentaba de algún fiasco; muchas veces criticaba a los políticos que se olvidan de la agricultura, como si no fuéramos todos medio maiceros y la sociedad industrial estuviera en la cola de un venado ya muerto, y otras al bipartidismo insoportable que nos tiene totalmente prensados.
Alguna vez perdida, cuando menos lo esperaba, retumba su voz de trueno caribeño desde la ducha:
—Negra, vení acá…, sentáte ahí que tengo que decirte…
En realidad, requería mi escucha silenciosa. Lo supe cuando al principio traté de opinar.
—Bueno, es que a mí me parece…
Él me interrumpió de inmediato:
—No, oíme, quiero que me oigás a ver si tengo razón.
Y empezaba una lluvia de reflexiones, acabadas y contundentes que no ameritaban opinión, sobre Nietzsche y sus epígonos, el surrealismo y sus desencuentros, la Osa Mayor, los huecos negros, Freud y la teoría de la relatividad, la cuestión latinoamericana y el por qué el comunismo soviético desoyó la voz de Lenin y, sobre todo, lo que hay de cierto cuando se dice que Costa Rica es un país sin tanta desigualdad social y sin ejército.
Como no siempre me llamaba a la hora de su baño y yo quería saber con quién me había casado o quién era ese día mi marido, dejaba las celosías del baño entreabiertas y me sentaba a escucharlo desde un banco ocasional en el jardín interior, que se fue haciendo un sitio de permanente encuentro con mi suerte. Así fui penetrando su mundo, con algunas pistas que logré hilar para no perderme en el laberinto. Él no parecía darse cuenta de mi esfuerzo y seguía llamándome de cuando en cuando a gritos, de seguro calculando todavía las dimensiones de su casa materna.
Al cabo de un año supe de mi hombre por pinceladas —unas precisas y vivas; otras diluidas, en marejadas informes—, aspectos que me permitieron comprender el porqué de sus jadeos branquiales cuando lo hería el absurdo de la muerte asesina o de la injusticia social. El mundo del cual, cargado de estupidez humana y sus ingratas convenciones, le era absolutamente insoportable.
—Da pena saberse de la especie —me decía de veras triste.
Por la noche, seguía previniéndome que no oyera si roncaba y me daba cinco minutos con los ojos abiertos, asomado entre las sábanas, para que le resumiera lo ocurrido en su ausencia. Al cabo decía:
—Bueno, ya hemos hablado mucho, callémonos.
Y apagaba la luz.
Al día siguiente, tardaba en levantarse cuando no le tocaba la venta de la madrugada. Se tiraba de la cama con un salto arrastrando las cobijas, llegaba hasta el baño, apretaba medio tubo de pasta sobre el cepillo, se torturaba las encías, escupía tres enjuagadas con ruido y salía arrastrando sus pantuflas heredadas, en busca del periódico.
—Hola Negra.
—Hola, amor.
—Amor, amor… ay… ¡a mordiscos, mamita!
Me sentía estúpida por llamarlo de la forma consabida, a pesar de que conocía de sobra su odio por toda referencia afectiva, en particular cuando se usaban los cauces trillados. Yo estaba confundida y cansada de buscar formas nuevas de mostrarle mi cariño, sin que fuera a parecerle cursi. Por las mañanas, apenas despierta, no lograba dar la talla y respondía con lo primero que me venía a la boca. Así que me fui resignando a dar uso cuidadoso a las pocas palabras que había ya probado con éxito, para no tomar riesgos innecesarios.
—¿Ya está el desayuno?
Le pedía por favor a Rosa —era salvadoreña y había llegado al país huyendo de la guerra— que lo atendiera. Ella, menudita, gorda y fuerte, sabía enfrentarse con desapego de servidora que ha debido desafiar a la muerte, puñal al cinto; mi marido le resultaba solamente un grandulón más, de tantos y tantos conocidos.
Tomaba su café hundido en las noticias de la insurrección en el Norte, o la baja de los malditos precios de las verduras, o de los veinte desaparecidos en la Argentina, o los goles famosos del fin de semana. De rato en rato levantaba los ojos de las páginas para preguntar cosas como: ¿qué vas a hacer hoy? Pero no esperaba mi respuesta.
Al principio, cuando aún tenía yo mis valijas semideshechas en el cuarto pequeño del segundo piso, le hacía bromas sobre los hombres que leen el periódico en la mesa para no ver a su mujer recién salida de la cama y le revolvía las páginas mientras le tiraba besos. Él se molestaba seriamente. Por un tiempo dejó el periódico, pero asistía totalmente mudo a la mesa, salvo para refunfuñar por la mantequilla refrigerada. Yo estaba con cierto miedo desde esas primeras horas, queriendo, sin embargo, extender la mano para tocarlo, bronceado y caliente.
Cuando resulté embarazada, me daba pena engordar porque sabía que él amaba mi aire de niña desvalida y frágil; además, temía incomodarlo con mis vómitos matutinos y la necedad de los antojos. Por aquella época, mis pocas observaciones sobre la vida cotidiana empezaron a parecerle totalmente risibles. Entonces yo lloraba en silencio, dejando correr las lágrimas algunas veces frente a él. Al cabo de varias ocasiones de lo mismo, con una sonrisita, me recordó aquello de las lágrimas de la mujer y de los cocodrilos, y me concedió una ternura momentánea estrujándome contra sus costillas, antes de salir rápido a hacer pupú. Empecé entonces a aceptar que no habíamos nacido el uno para el otro.
Por las noches, al regreso del trabajo, a veces lo encontraba tendido en un sillón, con canciones de Vicente Fernández.
—Sabes, Gordita, es difícil pensar que uno estará el resto de la vida al lado de una sola mujer. Los hombres podemos amar a muchas durante nuestras vidas, no es lógico condenarnos con una sola; por supuesto, esto no quiere decir que uno no ame a su mujer.
—No… —decía yo a media voz.
—Uno puede estar muy enamorado de su compañera, pero hay demasiadas mujeres hermosas por ahí, vos me entendés.
Jamás le diría que, por si no se había dado cuenta, también había hombres guapos y simpáticos, y que tal vez se encontrara, entre tantos, alguno capaz de apreciar a las mujeres, y que nosotras también teníamos un amplio espectro para los afectos, aunque muchas, por cobardía, no nos diéramos permiso ni siquiera de pensar en la posibilidad.
—Sí, así es. La pasión es extraña, uno no la busca, ella lo asalta cuando menos se piensa, esté o no casado. Yo tengo que contarte que en mi último viaje a Panamá conocí a una mujer. No podré olvidarla nunca.
La primera vez que el amor de mi vida me habló de otra mujer, me dio un vuelco el corazón, creí que era el preludio de su despedida, pero no, se trataba simplemente de otra dimensión de la confidencia, para la que yo era indudablemente buena interlocutora.
—Vos me entendés, Gordita.
Y sí, lo entendía, más de lo que se imaginaba. Empecé a sentirme excitada por los relatos íntimos de mi marido. Los esperaba noche a noche con placer extraño. Era como si me estuviera permitido participar en una pequeña orgía donde él recibía mi amor y el de otra, una desconocida a la que yo destinaba admiración porque mi marido le concedía gusto y encuentro. Esos eran los únicos momentos en que me parecía que él permitía que me aproximara verdaderamente a su intimidad.
La vida seguía adelante, mientras mi panza crecía como una enorme sandía que me provocaba calambres en la espalda. Él se ausentaba por las ventas de madrugada y luego se ligó con el Partido que lo ocupaba para tareas de masas muy a menudo. Cuando pasaba la cosecha, lo veía cerrar cuidadosamente las ventanas de la biblioteca y pasar el picaporte a la puerta, como lo había indicado el padre, para hacer las cuentas. Alguna vez toqué, llamándolo, y quise entrar. Me gustaba observarlo quieto y concentrado sobre los cuadernos que luego aparecían deshojados en el basurero. Me dejó entrar algo molesto porque alguien habría podido atisbar desde afuera y me pidió que por ninguna razón abriera. Era sin duda un ritual. Hacía filas de billetes rojos, verdes, grises, celestes, naranjas, mientras yo observaba con paciencia la operación. Finalmente, abría y cerraba la caja fuerte y, luego de revolotear con sus manos de pez en el interior, cerraba con llave. Una vez terminada la operación, hacía el balance:
—Esta vez saldremos tablas, por dicha. Hace rato nos está yendo mal. Ya es hora de que las cosas cambien.
Luego se metía las faldas insolentes que se resistían a mantenerse dentro de los pantalones. Entonces me invitaba a salir. Mientras examinaba sus espaldas anchas, la estrechez de la cadera y el paso tosco, pensaba en lo difícil que me era armonizar su erudición sofisticada con las cuentas del banco, siempre en caída, y sus expectativas sociales.
A veces lo seguía hasta el baño que él alcanzaba en unas cuantas zancadas. Él se miraba en el espejo, luego de sacudirse la nariz con estruendo, arrugando el entrecejo, examinándose los dientes, viéndose a los ojos, se preguntaba o me preguntaba:
—¿Me veo bien? —posando para sí o para mí, sin cámaras pero claramente ceñido a una actuación que no le daba tregua. Luego salía con un portazo de la casa y hacía gemir el carro con un arranque de dureza impremeditada.
—Ahorita vuelvo —gritaba mientras hacía las maniobras de salida.
Volvía efectivamente para un almuerzo rápido en el que se lamentaba porque se había sudado el bistec y las verduras estaban sin suficiente sal. Bufaba entonces, con furia a flor de piel, por cuestiones pequeñas y mínimas, sobre todo si no le quedaba tiempo para la siesta o el ruedo del pantalón se había deshecho porque, según él había reparado, mis puntadas eran más bien bruscas.
Por las noches algunas veces, para mi suerte, volvía de buen humor.
—¿Vos me querés, Negra?
—Sabés que sí —le respondía a media voz—. En cambio dudo mucho de que vos me querrás.
—¡No seás necia! Te repito que te quiero, por supuesto. Viví, eso es todo.
—No estamos siendo felices…
—Y, ¿qué es la felicidad? ¿Cómo identificarla sin equivocaciones?
—No sé, estar tranquilos, tener certezas mutuas, confiar, exponerse con las propias debilidades ante el otro, hacer planes conjuntos para la vida, saber que no te pasarán la cuenta…
—Pedís demasiado. No sé cuánto puedo darte de todo eso.
Me sorprendía su metamorfosis de niño desvalido en sermoneador furioso. Entonces me hacía chiquitita y desaparecía por ahí, a hacer algo que no le fuera a estorbar.
En la cama, yo alcanzaba las dos terceras partes de su cuerpo envuelto en las cobijas hasta por sobre la cabeza; solo dejaba afuera sus dos pies fuertes, con grandes arcos en las plantas. Yo entonces lo besaba despacito en el cuello, le recorría la espalda hasta sorber los vellos rubios de sus ancas. A veces él me concedía un darse vuelta perezoso y yo saboreaba su exaltación de macho. Luego de un amor que tenía siempre alguna proximidad a la violencia por asalto o al abrazo desesperado, se movía todavía inquieto por unos minutos, y me daba la espalda hasta quedarse dormido. Así lo amé, ahora casi lo he olvidado, pero le parí un hijo con ojos color carao, como la abuela, su madre, y un enorme lunar de mancha café en la ingle. Y fui su mujer, por extraño que parezca, durante cinco años. Y él me amó, estoy segura, desde donde estaba. Yo no fui feliz siempre, pero tuve ratos placenteros, y me llevó de la mano algún día por la calle y tuvimos amigos que luego desaparecieron. Me hacía gritar en la intimidad, de miedo o incomprensión, o de placer, para qué negarlo, y entonces de nada valieron las múltiples páginas de la Beauvoir y cuanto sabía de la liberación femenina.
Por un tiempo quiso hacer otra siesta pequeña, obligatoria para los miembros de la casa, a las cinco de la tarde. Me llamaba, insistente, hasta que, dejando lo que tenía entre las manos, iba a tenderme a su lado. Se ovillaba sobre mis pechos, mientras se retorcía de angustia respirando a grandes bocanadas:
—No vayás a dejarme nunca, ¿me oís?
Y lanzaba un sollozo ronco. Yo me debatía entre sentimientos confusos y asombrados. Quería hacerle feliz, más que nada en este mundo, y lo tenía allí, angustiado empedernido, a pesar de mis esfuerzos. La casa empezó a caerme encima y me entraron ganas de volver al lado de mis padres. Quería tomar un tiempo para reflexionar. Se lo dije un día de tantos y le pareció un asunto que merecía una pequeña discusión en la biblioteca que tanto nos había costado instalar, por la enorme cantidad de volúmenes y la disparidad de materias y autores. Me invitó a seguirlo y se tiró con ruido sobre el sillón reclinable que le había regalado su madre en el cumpleaños.
—¡Entonces vos insistís en que estás cansada de esta vida y no le encontrás sentido!
—Así es. Quiero otra cosa para mí y para mi hijo.
—Nuestro hijo. ¿Y vos querés sacarme de la jugada?
—No es que quiera… parece imposible seguir juntos a pesar de todo lo que me gustaría seguir con vos.
—De veras no te entiendo, mujer. Conformáte y ya está.
—No puedo.
—¿Qué te lo impide?
—El miedo.
Vi que sus ojos se ponían húmedos.
—Me temés a mí, y tal vez no solo a mí, sino a algo que represento; revisá ese miedo.
Y se puso de pie, incómodo. Viéndolo frente a mí, en pose de estatua benemérita, me traía el recuerdo de otro, inmensamente más grande que él, que también me asustaba en un tiempo distante. No podía entonces seguir en esa situación, así que recogía una a una mis palabras, antes pensadas cien veces, y las guardaba para otra oportunidad.
Cinco años después pude desandar el laberinto, el oscuro interior de mi toro, sus oquedades inundadas de oleajes sinuosos. Supe que toda esa humedad eran lágrimas que caían hacia adentro, y lo vi encorvado y bramante. Entonces corrí y corrí siguiendo la pista luminosa hacia la salida, aunque habría querido que sus brazos de atleta fueran entonces y por siempre mi refugio. Afuera, pude reconocerme de pie, íntegra, dispuesta a nacer entre las aguas.

DESAPARECIDA
IVONNE RECINOS AQUINO
Es un amplio cuarto cerrado, la ventana con una cortina vaporosa, deja pasar la luz tenuemente. Ella, recién bañada y parada desnuda frente al espejo, observa su figura reflejada. El perfume del jabón inunda el ámbito. Los ojos se detienen en los pies blancos y delgados que se unen a las piernas por unos fuertes tobillos. Las rodillas, redondas y de piel tersa, resaltan unos muslos gruesos y duros. La piel se refleja en el espejo con tonos de luz celestes, blancos y amarillos. El perfume del jabón inunda el ámbito. Ella mira su vientre semi convexo cubierto por un vello fino, casi transparente, lo siente tibio, unido a una cintura angosta que remata las caderas redondas cuyos límites se difuminan con la luz y los objetos reflejados en el espejo frío. El perfume del jabón inunda el ámbito. El pecho y los dos senos anudados por una rosa, van pasando del suave mate de la piel, a un brillante liso casi plano, poco sonoro. Los ojos buscan oquedades en el cuerpo y se detienen en los hombros y en los brazos tersos que se han tornado fríos, y pareciera que no hay límite entre ellos y la luz y los reflejos. El perfume del jabón casi no se siente. El cuerpo es ahora luminoso y se puede reflejar la luz, los colores y los otros cuerpos. El cuello es plano y el perfume ha quedado fuera de él. La boca es dura y la nariz solo líneas. Los ojos ven el cuarto: la cama deshecha, las flores, el libro y el reloj sobre una mesa, una lámpara apagada en otra, los tapetes, las cortinas que se mueven. La luz casi no alcanza ya a herir la imagen del cuerpo en el espejo. El perfume del jabón ya no se siente. Una toalla que se deslizó de un cuerpo, ha quedado sola sobre la alfombra frente al espejo. Los objetos del cuarto se ven poco claros, los ojos miran con angustia que la luz va haciéndose más tenue, la cortina se mueve, la imagen del espejo va tornándose difusa. El perfume no se siente. La luz se va desvaneciendo más y más y, cuando todo ha quedado a oscuras y el espejo es solo una sombra opaca, se escucha un grito dentro de él.


SOLEDAD DE LA SANGRE
MARTA BRUNET
El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban en el vidrio del depósito y una pantalla blanca, esférica, rompía sus polos para dejar pasar el tubo. Aquella lámpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la mesa, sobre una prolija carpeta tejida a crochet, se la encendía tan solo cuando había visita a comer, acontecimiento inesperado y remoto. Pero se encendía también la noche del sábado, de cada sábado, porque esa víspera de una mañana sin apuro podía celebrarse en alguna forma y nada mejor, entonces, que la lámpara derramando su claridad por la maraña colorida del papel que cubría los muros, por el aparador tan simétricamente decorado con fruteros, soperas y formales rimeros de platos; por las puertas de la alacena, con cuarterones y el cerrojo de hierro y su candado hablando de los mismos tiempos que la reja que protegía la ventana por el lado del jardín. Sí, en cada noche de sábado, la luz de la lámpara marcaba para el hombre y la mujer un cuenco de intimidad, generalmente apacible.
De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo translúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En esa madera trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallado el hombre. Los años le habían arado la cara y en ese barbecho le crecían la barba, los bigotes, las cejas, las pestañas. Y las greñas, negrísimas, lo coronaban con una mecha rebelde, que siempre se le iba por la frente y que era gesto maquinal suyo el colocar en su sitio.
Ahora, en la claridad de la lámpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe. Extendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el solitario iba en camino de “salir”, una especie de dulcedumbre le distendía las facciones. Apenas si le quedaban cartas en la mano. Sacó una. La volvió y súbitamente la dulcedumbre se le hizo dureza. Miró con sostenida atención las cartas, la otra carta en la mano. Dejó el mazo restante y se echó el mechón hacia atrás, hundiendo y fijando los dedos en el pelo. Volvió la dulcedumbre a esparcírsele por la cara. Levantó los párpados y aparecieron los ojos como las uvas, azulencos. Una mirada precauciosa que se fijó en la mujer, que halló los ojos de la mujer, grises, tan claros que a cierta luz o de lejos daban la inquietante sensación de ser ciegos.
—Haga cuenta que no lo estoy mirando y haga su trampa no más… —dijo la mujer con voz cantante.
—¿Será muy feo? —preguntó el hombre.
—Como feo, es feo.
—¡Que siempre me ha de fallar! ¡Vaya, por Dios! ¡Lo haré de nuevo! —y juntó las cartas para barajarlas.
A veces el solitario “salía”. Otras “se ponía porfiado”. Pero siempre, a las diez horas que resonaban en la galería caídas del viejo reloj, el hombre se alzaba, miraba a la mujer, se acercaba hasta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba el pelo, una y otra vez, para terminar diciendo, como dijo esa noche:
—Hasta mañana, hijita. No se quede mucho rato, apague bien la lámpara y no meta mucha bolina con su fonógrafo. Déjeme que agarre el sueño primero…
Salió cerrando la puerta. Oyó sus trancos por la galería. Luego lo sintió salir al patio, hablar algo al perro, volver, ir y venir por el dormitorio, crujir la cama, caer uno tras otro los pesados zapatos, crujir de nuevo la cama, revolverse el hombre, aquietarse. La mujer había abandonado el tejido sobre el regazo. Respiraba apenas, entreabierta la boca, toda ella recogiendo los rumores, separándolos, clasificándolos, afinada la sensibilidad auditiva a tal punto que los sentidos todos parecían haberse convertido en un solo oído. Alta, fuerte, tostada de sol la piel naturalmente morena, hubiera sido una criolla cualquiera si los ojos no la singularizaran, haciéndole un rostro que la memoria, de inmediato, colocaba en sitio aparte. La tensión le hizo brotar una gotita de transpiración en la frente. Nada más. Pero sentía la piel enfriada y, con un gesto inconsciente, pasó una lenta mano por ella. Luego, con la misma ausencia, miró esa mano. Cada vez parecía más tensa, más como una antena captadora de señales. Y la señal llegó. Del dormitorio y en forma de ronquido, al que arrítmicamente siguieron otros.
Se le aflojaron los músculos. Los sentidos se abrieron en su exacta estrella de cinco puntas, cada cual en su trabajo. Pero aún siguió inmóvil la mujer, con las pupilas desbordadas fijas en la lámpara.
¿Cuándo había comprado aquella lámpara? Una vez que fue al pueblo, que vendió la habitual docena de trajecitos para niño, tejidos entre quehacer y quehacer, entre quehaceres siempre iguales, metódicamente distribuidos a lo largo de días indiferenciados. Compró aquella lámpara, como había comprado el aparador, y los muebles de mimbre, y el ropero con espejo, y el edredón acolchado y… Sí, como había comprado tanta cosa, tanta… Claro, ¡en tantos años! ¿Cuántos años hacía? Dieciocho. Había cumplido ahora treinta y seis y tenía dieciocho cuando se casó. Dieciocho y dieciocho. Sí… La lámpara. El aparador. Los muebles de mimbre… Nunca creyó ella, de esto estaba segura, que tejiendo podía ganar dinero no solo para vestirse, sino para darse comodidades en el hogar.
Él dijo, apenas casados:
—Tiene que agenciarse para hacer su negocito y ganar para sus faltas. Críe pollos o venda huevos.
Ella contestó:
—Usted sabe que no soy entendida en esas cosas.
—Busque algo que sepa, entonces. Algo que le hayan enseñado en la profesional.
—Podría vender dulces.
—Pierda las esperanzas en estos andurriales. Debe ser algo que se pueda llevar por junto al pueblo una vez al mes.
—Podría tejer.
—No es mala idea. Pero hay que comprar la lana —agregó, súbitamente intranquilo—. ¿Cuánto necesitaría para empezar?
—No sé. Déjeme ver precios. Y hablar en la tienda, a ver si se interesan por tejidos.
—Si no sale muy caro…
Y no resultó caro y sí un buen negocio. La mujer del propio dueño de la tienda compró para su hijo la primera entrega, que era tan solo una muestra. Un lindo trajecito, como nunca niño alguno lo tuvo por aquellos “andurriales”, en que la gente manejaba dinero y adquiría cosas sin gracia en negocios en que el barril de sebo se aparejaba con los frascos de Agua Florida y las casinetas estaban junto al Bálsamo Tranquilo. Fue un buen éxito el suyo. Le hicieron encargos. Tejió para toda la región. Pudo subir los precios. Nunca daba abasto para los pedidos pendientes. Cuando vio que prosperaba, él dijo un día:
—Bueno es que me devuelva los diez pesos que le presté para empezar sus tejidos. Y que no se gaste toda la plata que gana en cosas para usted no más. Claro es que no voy a decirle que me dé esa plata a mí, es suya, sí, bien ganada por usted, y no le voy a decir que me la entregue —repetía siempre lo que acababa de expresar, con una insistencia en que quería a sí mismo puntualizar su idea—, pero ya ve, ahora hay que comprar una olla grande y arreglar la puerta de la bodega. Bien podía hacerse cargo de las cosas de la casa, ahora que maneja tanta plata, sí…, tanta plata…
Compró la olla grande, hizo arreglar la puerta de la bodega. Y después, compró, compró… Porque significaba una alegría ir convirtiendo aquella destartalada casa de campo, comida por el abandono, en lo que ahora era, casa como la suya allá en el norte, en el pueblecito sombreado de sauces y acacias, con el río cantando o rezongando valle abajo y la cordillera ahí mismo, presente siempre, fondo para las casitas como de juguete: azules, rosadas, amarillas, con zaguanes anchos y un jazmín aromando las siestas, y frente al portalón un banco pintado de verde propicio a las charlas de prima noche, cuando los pájaros y el ángelus se iban por los cielos en el mismo aire y los picachos tenían súbitos rosas y lentos violetas, antes de dormirse bajo el cobijo de atentas estrellas fulgurantes.
Cerró los párpados, como si también ella debiera dormirse al amparo de esa cautela. Pero los abrió en seguida, escuchó de nuevo, segura de oír el ritmo del que dormía. Entonces se alzó y con silenciosos movimientos abrió la alacena, y del más alto estante fue sacando y colocando sobre la mesa un viejo fonógrafo, inverosímil de forma, como un armarito cuyas portezuelas mayores abiertas dejaban ver un encordado de cítara, al sesgo sobre la boca del receptor, que no era otra cosa que un pequeño círculo abierto en la caja sonora. Abajo otras portezuelas, más pequeñas, dejaban ver el asiento verde de los discos. Aquél era lujo suyo, no como la lámpara, lujo de la casa, sino suyo, suyo. Comprado cuando la señora de “Los Tapiales”, de paso por el pueblo, la hallara en la tienda y viera sus tejidos y le preguntara si podía hacerle unos abrigos para sus niñitas. ¡Qué linda señora, con una boca grande y tierna y la voz que arrastraba las erres, como si fuera madama, y no lo era, y eso a ella le daba tanta risa! ¡Cómo tuvo de trabajo ese verano! Fue entonces cuando vio cumplido su anhelo de tener un fonógrafo con discos y todo. Él se lo dejó comprar. ¡Para eso ganaba harta plata!
—Cómprelo no más, hijita. Lo suyo es suyo, claro, pero bueno sería que también se ocupara de ver si me puede comprar una manta a mí, que la de castilla está raleando. Porque yo la manta la necesito y como tengo que juntar para otra yunta, no es cosa de distraer pesos, y como usted está ganando tanto… Pero es claro, sí, que se compra el fonógrafo también y antes que nada…
Primero compró la manta e inmediatamente el fonógrafo. Nunca mayor su gozo que de regreso a su casa y el fonógrafo colocado en la mesa y ella transida, oyendo la cadencia del vals o la marcha que se interrumpía de pronto para dejar oír un repique de campanas. Se lo habían vendido con derecho a dos discos que ella eligiera despaciosamente, impaciente él al verla indecisa luego de elegir el primero —que era aquel en que estaban el vals y la marcha—, haciéndose ensayar uno tras otro todo un álbum. Hasta que, cada vez más impaciente, dijo:
—Se está haciendo tarde. Mire cómo baja el sol. Hay que irse, sí; nos va a agarrar la noche si no. Lleve ese que tiene separado y éste. Uno porque le gusta y otro a la suerte… —y sacó al azar un disco del cajón.
Que resultó con canciones españolas llenas de quejumbres, que ni a él ni a ella les gustaron y que una vez intentó vanamente cambiar. Y cuando, tiempo adelante, insinuó tímida el propósito de comprar más discos, él, con la cara terrosa que solía poner en su hora negativa, contestó severamente:
—No más bullanga en la casa… Basta con la que tiene y con que se la aguante.
Nunca insistió. Cuando estaba sola, en el campo trabajando él y sus peones, sacaba el fonógrafo y de pie, con el vago azoro de estar “perdiendo el tiempo” —como decía él—, juntas las manos y rebulléndole en el pecho una espiral de gozo, se dejaba sumergir en la música dulcemente.
A él no le gustaba nada este “perder el tiempo”. Ella lo sabía bien y no se dejaba arrastrar por el imperioso deseo de oír el vals o de oír la marcha. Pero con ese hábito de contarle cuanto hiciera en el día, con minucia a que la había acostumbrado desde el comienzo de su vida matrimonial, decía, abiertos los párpados y las pupilas dilatadas:
—Molí la harina para los peones, cosí su chaqueta de abrigo, amasé para la casa… —hacía una pausa imperceptible y agregaba muy ligero—: oí un ratito el fonógrafo y nada más…
—Ganas de perder el tiempo…, el tiempo que sirve para tanta cosa que deja plata, sí, de perderlo… —Lo decía en distintos tonos, a veces comprobando una debilidad en la mujer, ligeramente protector y condescendiente; a veces distraído, maquinal, echando atrás la mecha rebelde, trabajado por otra idea; a veces entorvecido, leñoso y asustándola, que nunca había podido sobreponerse a una oscura sumisión instintiva de hembra a macho, que antaño se humillaba al padre y ogaño al marido.
Cuando ella, sin insinuación alguna, compró para él aquella chaqueta de cuero, lustrosa como si estuviera encerada, negra y larga, que el tendero decía que era de mecánico y en la cual la lluvia no podía filtrar, así cayera en los tozudos aguaceros de la región; cuando la compró y misteriosamente la trajo a casa y dejó el paquete frente a su sitio en la mesa, para que la hallara sorpresivamente, dulcificado al verla, el hombre pasó la manaza sobre el pelo suave, peinado en trenzas y alzado como una tiara sobre la cabeza:
—¡Buena la vieja! Trabajadora, como deben ser las mujeres, sí. Y oiga, hijita, esta noche que es sábado encienda la lámpara y así yo podré hacer mejor mi solitario. Y cuando me vaya a acostar, usted se queda otro ratito y toca su fonógrafo. Sí, lo toca, pero cuando yo me quede dormido. Sáquese el gusto usted también…