Kitabı oku: «Vindictas», sayfa 3

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Por eso, cuando bajo al café (y Enrique ha desaparecido) me da lo mismo todo. No es paz lo que me invade sino un entumecimiento emocional. A lo mejor es un calambre. Y me preocupa él, Enrique, que debe andar subiendo el monte a toda prisa quién sabe con qué orgullo ciego en el cuerpo, sin fijarse a dónde va, sin admitir tampoco que no va a hacerse nada malo.

En el café me pongo a mirar piernas. Es igual. Tal vez porque es más cómodo para la posición en que he dejado ladear mi cabeza. Y las de Irini son cortas y regordetas. Es la manera en que los pies se han deformado lo que me deja ver cómo está cansada. Casi no los despega al caminar. Parece avanzar sentada en sus caderas. Las piernas de Christos, en cambio, sentado junto a la puerta, somnoliento y desvalido, se adivinan delgadas y muy posiblemente frágiles. Me cuentan que ha tenido una barca en la que llevaba gente a Ítaca. Los domingos. Cuidaba amorosamente su barca. Era la más linda del puerto. Desde que se hundió no ha habido otra tan linda. Y él no ha vuelto a trabajar. No quiere otra barca. Tiene algo de indolencia su enfermedad que a lo mejor no es otra cosa que una paciente espera por la muerte. A lo mejor yo podría hacer lo mismo. Irini es toda movimiento contraído y Christos líneas que fluyen y se deslizan elegantemente en el espacio. Qué hay detrás, debajo de su absoluta apacibilidad. Una vez que con cierta euforia sorprendente quiso entablar conversación con nosotros, nos explicó con afanados gestos cómo es que crecen las verduras en la huerta De Irini. Los pantalones le cuelgan flojos y la camisa se pega a su espalda huesuda. No come, no come, se queja Irini atribulada cuando lo ve sorber apenas un plato de sopa medio pálida. A lo mejor se está muriendo de veras.

Las otras piernas que estudio me producen una fascinación enferma. Son fuertes y velludas. Muy rubias y absolutamente sucias. Alzo la cara y me topo con unos ojos oscuros que me están mirando fijamente. No son los de las piernas, no, no es él mismo. Con un suspiro aburrido me salgo a buscar a Enrique para irnos a nadar.

Porque en Grecia, en una isla alejada de la civilización, sosteníamos animadamente, todo se va a ver más claro. Como unas vacaciones de la realidad que se ha vuelto tan difícil. Huir. Después de todo, me explicó Enrique, no tiene nada de grave. Yo jamás he querido ser un héroe.

Esos ojos oscuros y fijos, tanto que parecían un líquido espeso y pegajoso, comenzaron a aparecerse por todas partes. Enrique también los descubrió. Tienes un admirador gringo, dijo. Sí, respondí. Y todas las mañanas me asomaba al café como si nada para verificar su presencia. Luego volvía a la choza satisfecha de seguir escribiendo mi libro que finalmente había sido aceptado por mi tiránico Enrique. Escriba su libro si quiere, había concedido con cierta ternura y mucha ironía. Ahora además de infiel vas a ser literata. Y nos pasábamos la mañana escribiendo en silencio, unidos en cierta manera y combatiéndonos.

Pero predominaba una triste resignación en ambos como si de pronto hubiéramos dejado de luchar y simplemente nadáramos en la inercia del tiempo que nos llevaba de la choza a nuestra roca y de ahí al café y luego a la cama.

Inútil hablar de las horas angustiosas y tensas en la cama. Y comenzábamos nuestro tercer mes.

La soledad es una conquista difícil. El primer mes es la euforia total del silencio, el segundo el desaliento total y el tercero, en teoría, el comienzo de la paz verdadera, creía yo, pero fue entonces cuando se presentó algo tan inesperado como una tarjeta postal absurdamente iluminada y con un estúpido ¡hola!!! cargado de signos de admiración. Ahí murió, me imagino, todo mi sufrido amor, en ese momento en que Enrique, dejándola caer sobre mi mesa dijo con tono seco: creí que no le habías dado tu dirección. Y no se la había dado pero era lo de menos. El pánico al sentir un soplo de ese mundo olvidado. Se me tiene que haber salido a la cara porque desde ese día Enrique se cerró por completo en un odio duro y áspero.

Yo solo esperaba que anunciara el fin. De nada servía mi insistencia por parecer optimista y feliz (convencido como estaba de que yo tenía algún plan secreto), o incluso mi actitud burlona ante los ojos oscuros que me seguían persiguiendo. Mucho Hollywood, dios, mucho y tan seguro de que era una posición muy suya. Me irritaba la devoción del gringo en un momento en que sentía hasta qué punto necesitaba a Enrique si quería sobrevivir. Curioso. Los papeles se habían cambiado. Era él el enfermo de pronto y yo la que auscultaba ansiosa buscando los síntomas. Pero nada. Un muro absoluto y firme como antes lo había sido su tozudez por no ser abandonado. Y más curioso todavía era cómo añoraba yo esos días anteriores a la tarjeta postal, cómo se habían convertido en mi nostalgia favorita.

Vivía en un miedo helado y paralizante y la música del café en las noches me estaba volviendo loca. Las caras transformadas en carcajadas horrendas de monstruos despiadados que aumentaban el ruido en la misma medida en que mi angustia crecía. Los ojos oscuros adquirían una expresión maniacal y obsesiva que me llevaba a imaginar estranguladores subrepticios (y qué otra cosa podrían ser los estranguladores) los gestos adustos de los griegos, sus tiesas sonrisas ocasionales iban adquiriendo un aire momificado y tenebroso y luego Irini, su actividad afiebrada, todo era un mismo ritmo enloquecido que me obligaba a apretar la mano de Enrique, quien no levantaba los ojos para nada.

Los celos son una cosa terrible, sí, y la culpabilidad es otra. Como una catástrofe natural, arrasan con todo. Las víctimas son incontables y horriblemente, desproporcionadamente, inocentes.

Me levanté como en un vértigo trepidante. (Suena tan absurdo pero es real ese vértigo que sube del estómago como líquido en ebullición cubriendo todo el cuerpo, llenándolo de incontrolables estremecimientos), y me dirigí hacia los ojos oscuros y fijos que habían crecido de una manera asombrosa. Él también se puso de pie y con tristeza salimos.

Cuando después volví al cuarto y me metí en la cama y le rocé la cara a Enrique, los sollozos de ambos mojaron el primer deseo real de nuestros cuerpos.

Al día siguiente nos separamos.


ELLA Y LA NOCHE

MIMÍ DÍAZ LOZANO

¿Cómo medir la noche, sus sombras, su tremenda oscuridad? Se desparrama por las casas y cae sobre los callejones, enlutándolos, salpicando de misterio hasta el último rincón, rodando por los abismos sombríos, metiéndose en la más diminuta gota de silencio. Deambula contoneando su negra silueta, insinuante, profundamente insinuante. ¿Cómo medirla entonces, cómo abarcar su tenebrosa inmensidad, cómo llegar hasta su inefable abstracción? El mundo nocturno, el mundo de las voces calladas. Cada minuto, cada segundo, vaciándose en esa maraña, interminable, sin fronteras. Nada puede alterar su monotonía, el eco prolongado de su unidad indestructible. Aunque se grite, aunque se aúlle de dolor. La noche continúa sin encogerse ni un átomo en su inconmensurable extensión. ¿Para qué entonces gemir, desesperarse, invocar, pedir clemencia? ¿Y Dios? No, Él está arriba, encima de todo. Pero también está en todos lados, allí mismo al alcance de su mano, tan abstracto como la noche, mudo y sordo. Nada oye, nada contesta, nada comprende.

Dios y la noche en su cuarto oscuro, tremendamente oscuro. Detrás de los trapos, debajo del catre, en el más pequeño rincón. Sin embargo ¿para qué desesperarse, gemir, implorar, pedir clemencia? Nadie contesta. Sus gritos quedan mudos, condensándose en la quietud reinante. Las resonancias forman parte de la luz, del día, de la felicidad. Su elemento es claro, burbujeante, bullicioso. Pero, el sufrimiento es parte de la noche, de su mutismo. Porque los dolores también son mudos y oscuros, se van al vacío y también forman parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta. No tienen forma porque no los define ninguna línea. Ni color ni olor. Y para fijar su significado no es suficiente la palabra. Y como Dios y como las sombras también está allí, en la atmósfera húmeda de su cuarto, estirándose, encogiéndose, retorciéndose. Nada lo detiene. Gradúa sus pasos, al principio lentos y poco a poco acentuándose hasta que se vuelca en un torbellino sin sentido. Martiriza tanto que pierde su naturaleza. Se ahoga en su propia intensidad. Golpea aquí y allá, por todos lados remueve, destroza. Entonces ya no se puede llamar dolor. La palabra sale sobrando. Es algo inefable, traspasa los límites de la expresión, va más allá, al vacío, forma parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.

Dios, la noche y el dolor en su cuarto misérrimo. Él lo dijo: “Parirás tus hijos con dolor” y el apotegma no se detiene, se arrastra por su cauce, infinito, va de mujer a mujer, rueda por el tiempo sin división ninguna, con duración ilimitada. Y ese padecer, ese padecer cósmico, que no es materia, que no se puede ver ni tocar, tan abstracto como la noche, se la lleva, ella lo presiente. Su intuición más firme, esa que nunca falla porque se encuentra en la base, en lo que del ser nunca es destruido, se lo afirma. Es engendro de su misma esencia. Porque todo va perdiendo importancia. Porque aunque sus manos se deslicen por todo su cuerpo ya no se palpa ni el vientre hinchado, ni las caderas ensanchadas, ni las facciones de su rostro, ahogadas en sudor. Todo ello se ha vuelto amorfo, una sola masa torturada. Su carne se embrutece, envilecida por el suplicio. Ya no le habla de secretas cosas con el sigilo de lo que se mantiene oculto. Empequeñecida, desmoronándose su arquitectura vital, no dice nada, se hunde en un absoluto vacío. El mismo silencio enmudece, se cuaja en las paredes de adobe, se adhiere a las patas del catre maloliente.

—Tu mujer, Julián, te digo que tu mujer...

—Vete al diablo. Me importa él, lo oís, nada más que él. Sacalo como podas, arrancalo, escarbá bien porque lo quiero enterito. Enterito.

Ya no son varios dolores divididos, son todos juntos, un solo dolor inmenso, indeterminado, rompiendo por dentro, deshaciendo, derrotando sus últimas facultades volitivas. Entonces, gritar más y más, con más fuerza, sin intención, sin deseo, pero se hace porque de lo contrario el cuerpo estalla, se revienta. Existe la necesidad de gritar, es imposible evitarla. Aunque las circunstancias no lo requieran así, porque en tal caso lo mejor es ahogarse en sí mismo, suprimir las manifestaciones de pena. Éstas deben guardarse, acumularse dentro, retenerlas allí porque finalmente se requiere mucha fuerza, mucha energía. Y cuando este final se tarda, cuando éste no llega, cuando no se apresura para matar de una vez todos los dolores, es necesario seguir pujando, pujando hasta agotarse, ya que el dolor no espera, hay que alcanzarlo con otra naturaleza que no es la de una, porque ésta se ha vuelto toda dolor.

—Ya viene, ya le veo la cabeza. Pero, con razón, si es que tiene una cabezota. Debe ser varón...

El momento crítico ha llegado. Toda la angustia, todo lo que se ha guardado se echa fuera con un grito único, insuperable.

—Ya, ya está aquí. Pero... Pero, está muerto... está...

—¿Muerto, muerto decís?... Nació en silencio el pendejo. Esa bestia —y señaló a la madre—, esa bestia no pudo ni siquiera parir bien.

—Pero Julián...

—¡Qué Julián ni qué santo pintado! Este cuarto apesta, hiede a matadero. ¡Me voy! Hiede a matadero...

Otra vez el silencio, un silencio cargado de zozobras. ¡Nada! De nuevo el vacío, lo intangible, su soledad. Porque aquello que está a su lado, aquello no es de ella ni es de nadie. Tiene su propia soledad, su particular manera de existir, su rareza única e incompatible. No, no es de ella ni de nadie. Se pertenece únicamente a sí mismo, a la peculiaridad de su mutismo, a su naturaleza introvertida. Él no le pertenece porque está fuera de la singularidad de ella, con su esencia y propiedad características. Pensar en él es pensar en una tercera persona, muy distante de su yo, de su individualidad. Está a su lado sin un grito, sin un llanto, en su actitud hermética. No puede verlo ni tocarlo pero adivina su presencia, presintiendo la cercanía de su cuerpecito inmóvil.

—¡Julián!...

El nombre se le queda en la garganta. ¿Para qué llamar si nadie la oiría? Sin embargo...

—¡Juliaaán!...

Necesita sentirse apoyada aunque sea solo por el nombre. Lo repite con los más agudos llamados de su pensamiento, porque éste es más rápido, porque en éste las sílabas se alcanzan unas a otras sin que la palabra pierda su estructura. ¿Por qué se mantendría tan mudo, tan quieto? ¿Alcanzarlo? ¿Pero, cómo? Tocar sus miembros, su cabecita, sus piececitos fríos. ¿Fríos? “Está aquí, pero está muerto, muerto...” Ni angustia, ni congoja. Ningún sufrimiento. A veces también las penas son vacías, sin contenido. Él no le pertenece, no es de nadie. Está fuera de su singularidad, con su esencia y propiedad características. ¿Cómo llegar a él, cómo juntársele?

Dios y la noche en su cuarto oscuro, tremendamente oscuro. Aunque afuera el sol se desparrama por sobre los tejados y las calles, por sobre la ciudad entera, allí adentro continúa la noche. Porque las resonancias forman parte de la luz, del día, de la felicidad. Su elemento es claro, burbujeante, bullicioso. Pero el sufrimiento es parte de la noche, de su silencio, porque los dolores también son mudos y oscuros, se van al vacío, forman parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.


NADIE LLAMA DE LA SELVA

MIRTA YÁÑEZ

El perro había quedado atrás. Quizá no se llamaba Buck, aunque tampoco leía periódicos, así que no sospechó nada. La casa fue cerrada y el jardín se detuvo tras una cerca de dos metros de altura, cubierta a tramos por una enredadera. El perro estaba de pie en el portal, vigilante, con las orejas enhiestas y en actitud de espera. Desde la calle no se le podía distinguir mucho. Desde la ventanilla del ómnibus se veía no solo al perro, sino el sello oficial que clausuraba la casa.

El perro era blanco, con algunos mechones oscuros en el pecho y en el lomo, de pelo corto y lustroso, bien cuidado. En los primeros días se afirmaba en las cuatro patas con seguridad y altivez. No olfateaba el viento ni se movía, simplemente esperaba. La casa era una de esas añosas de El Vedado, ya despintada y con aires de decadencia. Sin embargo, el jardín se notaba verdecido y daba muestras de haber sido podado en fechas recientes. El soplo de abandono que se iría posesionando de todos sus recovecos, todavía no había borrado la memoria de las manos que una vez lo atendieron.

Al cabo de unos días, el perro continuaba en igual posición, al lado de la puerta principal. Sin duda no quería moverse para ser el primero en notar el regreso de quienes él sabía que tenían derecho a entrar en la casa y reanudar la vida, la única vida que el perro había conocido. Se mantenía en su sitio, con la misma expresión orgullosa, confiada, aunque su bella estampa comenzaba a deteriorarse. Podría pensarse que estuviera ya impaciente, había dejado de gustarle el juego, como broma ya bastaba.

Una semana más tarde, el perro acusaba algún desconcierto. ¿Qué pasaba? ¿Qué podía haber hecho mal? ¿Por qué sus amos, sus dioses, no regresaban? Seguía de pie y mirando fijamente hacia el punto exacto por donde había visto a su familia por última vez, pero ya con cierta inquietud y fatiga, con toda certeza también hambre y sed. No le importaba mucho, en realidad, la falta de alimento. Ni tan siquiera no poder entrar a su cubil predilecto, hacerse un ovillo, suspirar y dormirse con el corazón en calma. Toda su pequeña cabeza estaba concentrada en entender a qué se debía aquel castigo que no creía merecer.

El perro no había oído hablar de Buck, así que no se sentía un héroe. No había visto nunca nieves, ni trineos, ni ventisqueros, ni aquellas eran las heladas comarcas del Klondike. Nadie le había pegado nunca con un palo. Cuando paseaba por el barrio lo llevaban con unas cómodas correas que más bien lo hacían sentirse protegido y ni siquiera tenía idea de que otros perros como él podían matarse a mordidas. Esta era la casa donde había vivido siempre desde que lo trajeron como cachorro. Detrás de la puerta sellada quedaron sus escondrijos, su pozuelo de agua y el cacharro de comer. Aunque todo eso era lo de menos. ¿Por qué lo habían abandonado?

Quince días después permanecía aún de pie, con resignación, como víctima de un error incomprensible. Pero el agotamiento terminó por acorralarlo y se vio obligado, a pesar suyo, a reclinarse contra la puerta. Se le cerraron los ojos y soñó. Soñaba que la familia regresaba, la casa se llenaba de voces y ruidos conocidos, las ventanas se abrían al sol de la mañana y se despertó gozoso, dando un ladrido que se transformó en silencio y en jalones de ira. Se sintió engañado, furioso, de nuevo estaba allí la pesadilla de la casa cerrada, del jardín que se secaba como su propio cuerpo. Ya no se preguntaba qué había hecho mal, solo quería que el castigo terminara.

Pasado un tiempo, tenía un aspecto miserable, aunque se mantenía todavía mirando hacia al mismo lugar. Las orejas alertas eran el único residuo que quedaba de su prestancia de los primeros días. Tenía el cuerpo enjuto y consumido, el pelo viscoso y la mirada vidriosa. La espera estaba llegando a su fin y algo parecido a la piedad, al perdón, entraba en su leal corazón de perro. Ellos, sus dioses, sabrían por qué lo habían hecho.

Hortensia, la mamá de Julia, vivía en el último piso del edificio vecino a la casa del perro. La escalera no tenía bombillos y Hortensia había ido perdiendo la vista, así que no salía nunca y solo se sentaba en el balcón a escuchar los sonidos de la calle. Hortensia, como Buck, tampoco leía periódicos. Le hubiera gustado escuchar el radio, sus novelones, como decía Julia, pero estaba roto hacía mil años. Antes de que se muriera, Manchita era su compañía. Hortensia le daba los buenos días, la regañaba y, a veces, le conversaba sus problemas. Con Manchita la existencia transcurría más entretenida. Hortensia la extrañaba tanto, qué se le iba a hacer, si ya no podía ni con ella misma, dime tú, cómo cuidar de otro perrito. La vecina que la ayudaba de vez en cuando nunca hablaba mucho, tenía sus propias tribulaciones, y gracias que venía a airear la casa y a traerle los mandados de la bodega. A Hortensia le daba hasta vergüenza molestarla y pedirle que, por favor, le leyera las cartas de la hija que, de tanto en tanto, llegaban de la Argentina. Cuando Julia le mandaba uno de aquellos paqueticos con jabones y la medicina para el corazón, Hortensia le regalaba los jabones a la vecina. Le hubiera gustado también escuchar la voz de Julia, pero, ave maría santísima, mira que las llamadas de ese lugar tan lejano eran caras. Y pasaban los años, y seguían pasando los años, en espera de que vinieran tiempos mejores. Bendito sea el cielo que la medicina y los jabones nunca le faltaban. Y, por suerte, estaba casi ciega, así que no podía distinguir al perro.

Un mes más tarde el perro ya no estaba. No lo habían vencido las nevadas, ni los lobos, ni el hambre, sino aquella tristeza que le impedía hacer otra cosa que seguir cuidando la casa y esperar, solitario, el regreso.



REUNIÓN

GILDA HOLST


A Simone de Beauvoir


Si de ser precisa se trata, tendría que tomar en cuenta la reunión de ex compañeros de mi esposo como punto de partida de los cambios que se han dado en mí. No se veían en ocho años. La mayoría ya eran profesionales, con sus respectivos papeles que defender: abogados, ingenieros, marihuaneros, comerciantes, psicólogos, médicos, escritores, y con sus respectivas esposas o enamoradas que presentar. Las presentaciones iban y venían, reconocimientos, las bromas del colegio, los apodos, el “te acuerdas...”, el “qué es de la vida de...”, el “te juro, hermano...” A las mujeres nos dejaron en un rincón, mirándonos con caras neutras y aburridas, obviamente sin nada de qué hablar. Poco a poco se empezó con lo del “qué vestido tan lindo, ¿dónde te lo compraste?”, y en la sección de los hombres ya se había superado la etapa de los carros adquiridos o carros comentados y de los goles del domingo y se encontraban en el cómo tirarse a las mujeres buenotas de la manera más efectiva. Sin embargo, los temas volvían siempre al colegio, al cura maricón, el hijo’e puta de Rodríguez, la media aritmética colgada en la pizarra, las risas. En la sección de mujeres ni siquiera se pretendía saber o hablar de otros temas que no fueran las empleadas y los niños. Me levanté y caminé hacia los hombres. Debí haber llevado una bandeja o haberme hecho la disimulada en las afueras del grupo, pero me instalé en el centro. Se hizo el silencio y vi la cara de Roberto desencajada saltando al suelo y entre zapatos terminar profundamente avergonzada. Los otros no sabían dónde mirar y se sentían incómodos sin saber qué hacer. Entre mis piernas, un olor a sexo se había empezado a filtrar y todo el mundo lo había percibido. Fue una suerte que en ese momento anunciaran la cena.

Cuando llegamos a la casa, Roberto me dijo desde sucia para abajo; por más que le aseguré que me había bañado antes de salir y que tampoco me explicaba lo que había pasado, no me creyó.

Los primeros días después del incidente no salí en absoluto, pendiente todo el tiempo de si se repetía el fenómeno. Me lavaba de tres a cinco veces diarias y me ponía talco y colonia otras tantas veces. Como no ocurrió de nuevo volví a mis actividades de siempre pero, eso sí, tomando precauciones estrictas. Jamás, bajo ninguna circunstancia, salía a la calle sin lavarme. Usaba pantalones y cada dos horas reemplazaba las toallas perfumadas. A Roberto lo noté contento porque en esos meses nunca tuve que decirle “espérate, que me voy a bañar”.

Todo igual, ningún indicio de lo que iba a venir. El lugar era pequeño, pocas personas, caras sin maquillaje, ropa sencilla, cerveza, humo y desde algún sitio, una canción. Después de dos horas todos conversábamos juntos, pero no cabía duda de que nuestra atención estaba en Andrés. Sorprendía con sus observaciones, nos hacía reír con sus chistes, escuchaba cuando era menester. A todas las mujeres nos miró con reconocimiento, reflexionaba sobre política, se sabía superior con la humildad debida y estaba feliz. Yo también intervine muchas veces pero dentro de los límites precisos para hacer continuar la conversación, afirmaciones de respaldo con la cabeza, unas cuantas miradas admirativas, un número discreto de apoyos verbales. Se empezó a discutir un tema del cual yo estaba bastante documentada. No me di cuenta de nada hasta que sentí mezclas de sorpresa, desdén y horror en las miradas detenidas en mi piel. Mi voz había sido templada y el contenido planteaba simplemente otro punto de vista. Intenté quedarme en el último reducto posible y dije: “puede ser que tengas razón”, pero fue inútil, Andrés siguió. Se levantaron tapándose las narices y se situaron en grupos en los extremos de la habitación. Nunca me había puesto tan roja en mi vida ni me he sentido tan humillada. Guardé mi cara en las manos y percibí ese horrible olor en todo mi cuerpo. Salí corriendo sin esperar a Roberto, que también salía disculpándose de toda la gente.

No cogí carro por temor de que el taxista me oliera. Caminé, caminé mucho, y cuando por fin llegué a la casa, corrí desesperada al baño y me lavé diez, quince, veinte veces y nada. El olor se dilataba en ondas, irrumpía en las cosas, impregnaba las paredes, se filtraba por las puertas y ventanas, no podía esconderme en ningún lugar, el olor me acusaba: en mi boca, ademanes, piel; hasta las palabras olían. No había nada que hacer, el olor quedó quieto, presente siempre. Roberto no regresó.

No salía, no podía resistirme a mí misma, pero cosa extraña, mi olfato empezó a habituarse. Acepté la idea de que tenía que ser así. La costumbre de tenerlo siempre hacía que a veces ni siquiera me acordara. Otras, yo misma lo buscaba. Adquirió vida propia, unas veces era muy fuerte, otras tenue y dulzón, otras, extraño y nuevo. Sigue habiendo mucha gente incapaz de tolerarme pero ya no me importa, me gusta percibirme con mis olores, y pensar que el final de la conversación fue una ridiculez, eso de que Andrés me dijera que yo pensaba así porque era una mujer y yo contestándole que no, que pensaba así porque estaba en lo correcto.


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