Kitabı oku: «Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)», sayfa 137

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Amberley sobresalía en este juego. Fíjese, Watson, en que ése es un indicio de una inteligencia maquinadora. Como todos los avaros, era hombre celoso, y sus celos trocáronse en manía frenética. Con razón o sin ella, sospechó una intriga amorosa; decidió vengarse y lo planeó con habilidad diabólica... ¡Venga!

Holmes nos llevó por un pasillo con la misma seguridad que si hubiese vivido en la casa y se detuvo delante de la puerta abierta de la cámara fuerte.

—¡Puf! ¡Qué antipático olor de pintura! —exclamó el inspector.

—Ésta fue nuestra primera pista —dijo Holmes—. Puede agradecérsela a la observación del doctor Watson, aun que éste no supo sacar la consecuencia. Fui yo quien puso el pie en el rastro. ¿Por qué llenaba este individuo la casa, en una ocasión así, de fuertes olores? Evidentemente, para ocultar con ellos otros olores. Algún olor culpable que podría despertar sospechas. Luego se presentó la idea de una cámara como ésta que ve usted aquí, que tiene la puerta y los postigos de hierro; es decir, una habitación herméticamente cerrada. Junte usted esos dos hechos, ¿a dónde llevan? Sólo examinando la casa por mí mismo podía yo averiguarlo. Estaba yo seguro de que se trataba de un caso grave, porque había examinado la hora del billetaje del teatro de Haymarket, otra de las dianas del doctor Watson, comprobando que ni el número treinta ni el treinta y dos de la fila B del paraíso habían sido vendidas aquella noche. Por consiguiente, la coartada de Amberley se venía abajo, porque no había entrado en el teatro. Cometió un grave resbalón al dejar que mi astuto amigo viese el número de asiento que había comprado para su esposa. El problema que ahora se presentaba era el de encontrar la manera de examinar la casa. Envié a un agente mío hasta la más absurda de las aldeas en que se me ocurrió pensar y le hice ir a mi hombre a una hora que le imposibilitase el regresar aquella noche. Para evitar que Amberley nos burlase, hice que le acompañara el doctor Watson. El apellido del buen vicario lo saqué, como es natural, de mi Crockford. ¿Me explico con claridad?

—Estupendamente —dijo el inspector con voz reverente.

—Sin peligro ya de que nadie me interrumpiese en mi tarea, procedí al estudio de la casa. La profesión de salteador de casas ha constituido siempre una posible alternativa a la profesión que ejerzo. No me cabe duda de que si me hubiese decidido por aquélla habría destacado. Fíjense en los descubrimientos que hice. Vean la tubería del gas que viene por aquí, a todo lo largo de la cenefa. Al llegar al ángulo de la pared, sigue hacia arriba, y aquí, en el rincón, hay una llave. La tubería entra en la cámara fuerte y va a terminar en este rosetón de yeso que hay en el centro del cielo raso, donde queda disimulada por los adornos decorativos. El tubo está abierto de par en par. En cualquier momento y con solo abrir la llave exterior, se podría inundar de gas la cámara. Con la puerta y los postigos de la ventana cerrados, no le daría yo dos minutos de conservar el conocimiento a la persona encerrada en la pequeña habitación. Ignoro de que endiablada añagaza se valió para que él y ella entrasen, pero una vez dentro y la puerta cerrada, estaban a merced suya.

El inspector examinó con gran interés la tubería y dijo:

—Uno de nuestros funcionarios habló de olor a gas; pero la puerta y la ventana estaban entonces abiertas y ya habían procedido a pintar por lo menos una parte. Según Amberley nos dijo, había empezado esa tarea el día anterior. ¿Y qué más, míster Holmes?

—Pues entonces ocurrió un incidente bastante inesperado para mí. Empezaba a clarear el día y yo estaba colándome por la ventana de la despensa cuando sentí que una mano me agarraba por el cuello de la ropa, y oí una voz que me dijo: «¡Eh, granuja, ¿qué haces aquí dentro?». Cuando pude doblar la cabeza, me encontré frente a los cristales ahumados de mi amigo y rival, el señor Barker. Lo curioso de aquel encuentro inesperado nos hizo sonreír a los dos. Por lo visto, la familia del doctor Ray Ernest le había encargado a el que llevase a cabo algunas investigaciones, y también había llegado a la conclusión de que allí se habla jugado sucio. Llevaba vigilando la casa varios días, y se había fijado en el doctor Watson como en uno de los personajes evidentemente sospechosos que habían ido de visita. No podía en modo alguno proceder a la detención de Watson, pero cuando vio a un individuo escabullirse fuera por la ventana de la despensa, no pudo ya contenerse. Le expliqué cómo estaban las cosas y proseguimos juntos las investigaciones.

—¿Por qué con él sí y con nosotros no?

—Porque pensaba ya someter a Amberley a esa pequeña prueba que tan admirablemente ha resultado. Temí que quizás ustedes no quisiesen llevar las cosas tan adelante.

El inspector se sonrió.

—En efecto, quizá no hubiésemos querido. De modo, míster Holmes, que tengo su palabra de que usted se hace desde este momento a un lado y nos entrega el resultado de sus investigaciones.

—Así lo he hecho siempre.

—Bien. Se lo agradezco en nombre del cuerpo. Tal como usted lo ha explicado, el caso se presenta claro, y no creo que haya una gran dificultad para dar con los cadáveres.

—Y ahora le voy a mostrar una pequeña prueba algo macabra —dijo Holmes—. Estoy seguro de que ni el mismo Amberley se fijó nunca en ella. Si quiere usted conseguir buenos resultados, inspector, colóquese siempre en el lugar de los demás y piense lo que usted haría en su caso. Exige imaginación, pero compensa siempre. Pues bien, supongamos que usted se viese encerrado en esta pequeña habitación, que sólo le quedasen dos minutos de vida y quisiese quedar a mano con el criminal, que probablemente estaba en ese instante mofándose de usted desde el otro lado de la puerta. ¿Qué haría usted?

—Escribiría un mensaje.

—Exactamente. Querría usted informar a los demás de cómo moría. De nada le serviría escribir en un papel, porque él lo descubriría... Pero si escribiese usted en la pared, quizá lo viese alguien. Y ahora, ¡vean ustedes aquí! Encima mismo del zócalo hay algo escrito con lápiz de tinta encarnada: «Nos as...». Y nada más.

—¿Y que saca usted en consecuencia?

—El escrito está a treinta centímetros de altura del suelo. Cuando lo escribió, el pobre hombre estaba caído en el suelo y moribundo. Perdió el sentido antes de que pudiera terminar la frase.

—Sí; él quería escribir: «Nos asesina».

—Así lo veo yo, y si ustedes encuentran encima del cadáver un lápiz de tint...

—Puede usted estar seguro de que lo buscaremos. Pero, ¿y los valores? Es evidente que no hubo tal robo. Y él, eso sí, poseía esos valores. Lo hemos comprobado.

—Tenga la seguridad de que los tiene ocultos en lugar seguro. Cuando toda la historia de la fuga hubiese pasado al olvido, el los habría descubierto de pronto, bien anunciando que la pareja culpable se había arrepentido y le había devuelto el botín o que lo había perdido.

—Veo que usted ha encontrado respuesta a todas las dificultades —dijo el inspector—. Desde luego, a nosotros tenía que venir para darnos parte, pero no me explico el que se haya dirigido también a usted.

—Un puro refinamiento —contestó Holmes—. Tenía conciencia de su habilidad, y estaba tan seguro de sí mismo que se creía a salvo de todos. De esa manera podía decir, si llegaba el caso, a cualquier vecino receloso: «Fíjese en todos los pasos que he dado. No sólo he consultado a la Policía, sino que lo he hecho también al mismo Sherlock Holmes.»

El inspector se echó a reír, y dijo:

—Míster Holmes, no tenemos más remedio que perdonarle eso de «lo he hecho también al mismo», porque su trabajo en esta ocasión ha sido tan perfecto como el mejor de los que yo recuerdo.

Un par de días después, mi compañero me echó desde donde él estaba sentado un ejemplar del bisemanario North Surrey Observer. Bajo una serie de titulares deslumbrantes que empezaban con lo de «El terrible crimen de “El refugio”» y terminaba con el de «Brillantes pesquisas de la Policía», había el primer relato completo del asunto. El párrafo final era una muestra típica del conjunto. Decía así:

«La extraordinaria sagacidad con que el inspector Mackinnon dedujo del olor de pintura, que quizá con ello se ocultase otro olor, por ejemplo el de gas; la audaz hipótesis de que quizá la cámara fuerte fuese también la cámara de la muerte, y la investigación subsiguiente que llevó a descubrir los cadáveres dentro de un pozo que no se usaba, y cuya boca estaba hábilmente oculta por la caseta del perro, quedarán en la historia del crimen como ejemplo destacado de la inteligencia de nuestros detectives oficiales...»

—¡Vaya, vaya! Este Mackinnon es un buen muchacho —exclamó Holmes con sonrisa bonachona—. Páselo a nuestros archivos, Watson. Quizá pueda contarse algún día toda la verdad.

11. La aventura de la inquilina del velo

Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente su profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se comprenderá fácilmente que dispongo de una gran masa de material. Mi problema ha consistido siempre en elegir, no en descubrir. Aquí tengo la larga hilera de agendas anuales que ocupan un estante, y ahí tengo también las cajas llenas de documentos que constituyen una verdadera cantera para quien quiera dedicarse a estudiar no sólo hechos criminales, sino los escándalos sociales y gubernamentales de la última etapa de la era victoriana. A propósito de estos últimos, quiero decir a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome que no toque el honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres antepasados, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentido del honor profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen actuando sobre mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será traicionada ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo para apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos la fuente de que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten estoy yo autorizado por Holmes para anunciar que se dará publicidad a toda la historia referente a cierto político, al faro y al cuervo marino amaestrado. Esto que digo lo entenderá por lo menos un lector.

No es razonable creer que todos esos casos de que hablo dieron a Holmes oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de instinto y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos esfuerzos; otras se le venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en esos casos que menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban implicadas las más terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que ahora deseo referir. He modificado ligeramente los nombres de personas y de lugares, pero, fuera de eso, los hechos son tal y como yo los refiero.

Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la silla que caía frente por frente de él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión.

—Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton —dijo mi amigo, indicándomela con un ademán de la mano—. Señora Merrilow no tiene inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa sucia debilidad suya. Señora Merrilow tiene una historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia de usted.

—Todo lo que yo pueda hacer...

—Comprenderá usted, señora Merrilow, que si yo me presento a la señora Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender antes que nosotros lleguemos.

—¡Bendito sea Dios, míster Holmes! —contestó nuestra visitante—. Ella tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se haga usted seguir de todos los habitantes de la parroquia.

—Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es, pues, preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud todos los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace siete años tiene de inquilina a la señora Ronder, y que en todo ese tiempo sólo una vez le ha visto la cara.

—¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! —exclamó señora Merrilow.

—Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada.

—Tanto, míster Holmes, que ni cara parece. Esa fue la impresión que me produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que un segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso superior, y cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de la leche y ésta, corrió por todo el jardincillo delantero. Ahí verá usted qué clase de cara es la suya. En la ocasión en que yo la vi la pillé desprevenida, y se la tapó rápidamente, y luego dijo: «Ya sabe usted, por fin, la razón de que yo no me levante nunca el velo.»

—¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior?

—Absolutamente nada.

—¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa?

—No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha cantidad. Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no discutió precios. Una mujer pobre como yo, no puede permitirse en estos tiempos rechazar una oportunidad como ésa.

—¿Alegó alguna razón para dar la preferencia a su casa?

—Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida que otras muchas. Además, yo sólo tengo una inquilina y soy mujer sin familia propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le resultó de mayor conveniencia suya. Lo que ella busca es vivir oculta, y está dispuesta a pagarlo.

—Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo en esa ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia extraordinaria, muy extraordinaria, y no me sorprende que desee hacer luz en ella.

—No, míster Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con cobrar mi renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé menos trabajo.

—¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar este paso?

—Su salud, míster Holmes. Me da la impresión de que se está acabando. Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino!» —grita— «¡Asesino!» Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!» Era de noche, y sus gritos resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui a verla por la mañana, y le dije: «Señora Ronder, si tiene usted algún secreto que conturba su alma, para eso están el clero y la Policía. Entre unos y otros le proporcionarían alguna ayuda.» Ella exclamó: «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al clero, no es posible cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del alma que alguien se enterase de la verdad, antes que yo me muera.» «Pues bien —le dije yo—; si no quiere usted nada con la Policía, tenemos a ese detective del que tanto leemos», con su perdón, míster Holmes. Ella se agarró a esa idea inmediatamente, y dijo: «Ése es el hombre que necesito. ¿Cómo no se me ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, señora Merrilow, y si pone inconvenientes a venir, dígale que yo soy la mujer de la colección de fieras de Ronder. Dígale eso y cítele el nombre de “Abbas Parva”.» Aquí está como ella lo escribió: «Abbas Parva.» «Eso le hará venir si él es tal y como yo me lo imagino.»

—Me hará ir, en efecto —comentó Holmes—. Muy bien, señora Merrilow. Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a su casa de Brixton a eso de las tres.

Apenas sí nuestra visitante había salido de la habitación con sus andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se había lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que había en un rincón. Escuchóse durante algunos minutos un constante roce de hojas y de pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado con lo que buscaba. Era tal su excitación que no se levantó, sino que permaneció sentado en el suelo, lo mismo que un Buda extraño, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes, y con uno de ellos abierto encima de las rodillas.

—Watson, éste es un caso que en su tiempo me trajo preocupado. Fíjese en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no logré explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de Abbas Parva?

—En absoluto, Holmes.

—Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde luego, también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no disponía de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes había solicitado mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos.

—¿No podría señalarme usted mismo los detalles sobresalientes?

—Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda conforme yo vaya hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo. Era el rival de Wombwell y de Sanger. Uno de los más grandes empresarios de circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la bebida y de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su circo ambulante en decadencia. La caravana se había detenido para pasar la noche en Abbas Parva, pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde ocurrió este hecho horrendo. Iban camino de Wimbledon y viajaban por carretera. Se limitaron, pues, a acampar, sin hacer exhibición alguna, porque se trataba de un lugar tan pequeño que no les habría compensado el trabajo.

»Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico ejemplar de león de África. Le llamaban el Rey del Sáhara, y tanto Ronder como su mujer tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo corpulento, y su esposa, una espléndida mujer. Alguien testimonió durante la investigación que el león había ofrecido síntomas de estar de humor peligroso, pero que, como de costumbre, la familiaridad engendra el menosprecio, y nadie hizo caso.

»Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer al león por la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos; pero nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría como bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso habían entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso horrendo, pero cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro.

»Parece que el campamento todo se despertó hacia medianoche por los rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A la luz de éstas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el suelo, con la parte posterior del cráneo hundida y con señales de profundos zarpazos en el cuero cabelludo; a unos diez metros de distancia de la jaula, que estaba abierta. Cerca de la puerta de la jaula yacía la señora Ronder, de espaldas, con la fiera acurrucada y enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la cara de tal manera que no se creyó que sobreviviera. Varios de los artistas del circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs, acometieron a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás y se metió en la jaula, que aquéllos se apresuraron a cerrar.

»Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la suposición de que la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el instante en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces dolores, no cesaba de gritar: «¡Cobarde! ¡Cobarde!», cuando la conducían al carromato en que vivían. Transcurrieron seis meses antes que ella pudiera prestar declaración, pero se cumplieron debidamente todos los trámites, y el veredicto del jurado del juez de instrucción fue de muerte sobrevenida por una desgracia.

—¿Cabía otra alternativa? —pregunté yo.

—Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había un par de detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo destinaron a Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto, porque se dejó caer por aquí y fumamos un par de pipas hablando del mismo.

—¿Era un individuo delgado y de pelo rubio?

—Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su pista inmediatamente.

—¿Y qué fue lo que le preocupaba?

—La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba endiabladamente difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista del león. Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Éste se da media vuelta para huir, puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte posterior de la cabeza; pero el león le derriba. Entonces, en vez de dar otro salto y escapar, se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de la jaula, la derriba de espaldas y le mastica la cara. Por otro lado, los gritos de la mujer parecían dar a entender que el marido le había fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer el pobre hombre para socorrerla? ¿No ve usted la dificultad?

—Desde luego.

—Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que vuelvo a repasar el asunto. Algunas de las personas declararon que, coincidiendo con los rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se oyeron gritos de terror que daba un hombre.

—Serían de Ronder, sin duda.

—Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo destrozado. Dos testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre mezclados con los de una mujer.

—Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento entero. Por lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una solución.

—La tomaré muy a gusto en consideración.

—Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban juntos, a diez metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado. La mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la puerta. Era aquél su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica, pero cuando ya llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la derribó. La mujer, irritada contra su marido, porque, al huir éste, la fiera se había enfurecido. Si ambos le hubiesen hecho frente, quizá la hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus estentóreos gritos de «¡Cobarde!»

—¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más que un defecto.

—¿Qué defecto, Holmes?

—Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula, ¿cómo llegó la fiera a encontrarse con la puerta abierta?

—¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que éste la abrió?

—¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si estaba acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades dentro de la jaula?

—Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito de enfurecerlo.

Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos momentos.

—Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis. Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón, maltrataba de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo creo que aquellos gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra visitante, son reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin embargo, todo esto no son sino cábalas fútiles mientras no conozcamos todos los hechos. Tenemos en el aparador una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes que tengamos que exigirles un nuevo esfuerzo.

Cuando nuestro coche hamson nos dejó junto a la casa de la señora Merrilow, nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el hueco de la puerta de su morada humilde, pero retirada. Era evidente que su precaución principal era la de no perder una buena inquilina, y antes de conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni hiciésemos nada que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin, después de haberle dado toda clase de seguridades, nos condujo por la escalera, estrecha y mal alfombrada, hasta la habitación de la misteriosa inquilina.

Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio, como no podía menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las fieras en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una jaula. Se hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro del cuarto. Los largos años de inactividad habían quitado algo de esbeltez a las líneas de su cuerpo, que debió de ser hermoso, y conservaba aún su plenitud y voluptuosidad. Un grueso velo negro le cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba justamente encima del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta y una barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser una mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y agradable.

—Míster Holmes, usted conoce ya mi nombre —explicó—. Pensé que bastaría para que viniese.

—Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que yo estuve interesado en el caso suyo.

—Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por el detective del condado, míster Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás había sido más prudente decirle la verdad.

—Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente. ¿Y por qué mintió usted?

—Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un ser indigno por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese sobre mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca!

—¿Ha desaparecido ya ese impedimento?

—Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto.

—¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la Policía todo lo que sabe?

—Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra persona soy yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que acarrearía el que la Policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho lo que me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin embargo, deseaba dar con una persona de buen criterio a la que poder confiar mi terrible historia, de modo que, cuando yo muera, pueda ser comprendido cuanto ocurrió.

—Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy, además, una persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le prometo que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su caso en conocimiento de la Policía.

—Creo que no lo hará usted, míster Holmes. Conozco demasiado bien su carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace varios años. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la lectura, y pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan inadvertidas. En todo caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del empleo que usted pudiera hacer de mi tragedia. Mi alma sentirá alivio contándola.

—Tanto mi amigo como yo, nos alegraríamos de oírla.

La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre. Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos brazos cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que asomaba por entre sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre conquistador de mujeres.

—Es Leonardo —nos dijo.

—¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración?

—El mismo. Y este otro es... mi marido. —Era una cara espantosa. La cara de un cerdo humano, o más bien de un jabalí formidable en su bestialidad. Era fácil imaginarse aquella boca repugnante, rechinando y echando espumarajos en sus momentos de rabia, y aquellos ojillos malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban. Rufián, fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa mandíbula—. Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo, educada en el aserrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me convertí en mujer, se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le puede dar el nombre de amor. En un mal momento me casé con él. Desde ese día viví en un infierno, y él fue el demonio que me atormentó. No había una sola persona en toda la compañía que no supiese cómo me trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me quejaba, solía atarme y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le odiaban, pero, ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último le temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión y por crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le importaban muy poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y el espectáculo empezó a ir cuesta abajo. Únicamente Leonardo y yo lo sosteníamos, con la ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este pobre hombre no tenía muchos motivos para estar de buen humor, pero se esforzaba cuanto podía en evitar que todo se derrumbase.

»Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi vida. Ya han visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el espíritu encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido, parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta que nuestra intimidad sé convirtió en amor; un amor profundo, profundísimo, apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que nunca esperé sentir. Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía tanto de cobarde como de bravucón, y que Leonardo era el único hombre al que temía. Se vengó a su manera, atormentándome cada vez más. Una noche mis gritos trajeron a Leonardo hasta la puerta de nuestro carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi amante y yo no tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no tenía derecho a vivir. Planeamos su muerte.

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