Kitabı oku: «Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)», sayfa 139
—¡Ya veo! En ese caso debemos trabajar sin usted, señor Mason. Puede enseñarnos la cripta y dejarnos luego.
Estaba completamente oscuro y sin luna, pero Mason nos llevó por terrenos con hierba hasta que una masa oscura se destacó frente a nosotros, resultando ser la vieja capilla. Entramos por la brecha abierta que había sido el pórtico, y nuestro guía, tropezando entre montones de mampostería suelta, halló su camino hasta la esquina del edificio, donde una abrupta escalera bajaba a la cripta. Encendiendo una cerilla, iluminó el melancólico lugar, funesto y maloliente, con viejas paredes de piedra toscamente tallada y derrumbándose, y montones de ataúdes, unos de plomo y otros de piedra, extendiéndose por un lado hasta el techo abovedado en forma de ingle, que se perdía en las sombras de nuestras cabezas. Holmes había encendido su linterna, que proyectaba un delgado túnel de viva luz amarilla sobre el fúnebre escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los ataúdes, muchas de ellas adornadas con el grifón y la corona de esa vieja familia que llevaba sus honores hasta las puertas de la Muerte.
—Hablaba usted de unos huesos, señor Mason. ¿Podría enseñármelos antes de marcharse?
—Están ahí, en el rincón. —El entrenador cruzó al otro lado y luego se quedó parado, mientras nuestra luz se dirigía a aquel lugar—. Han desaparecido —dijo.
—Lo esperaba —dijo Holmes, con una risita—. Supongo que sus cenizas podrían encontrarse ahora mismo en ese horno que ya ha consumido una parte.
—Pero ¿por qué querría alguien quemar los huesos de un hombre que lleva mil años muerto? —preguntó John Mason.
—Estamos aquí para averiguarlo —dijo Holmes—. Puede representar una larga búsqueda y no tenemos que entretenerle. Me imagino que tendremos nuestra solución antes de la mañana.
Cuando nos dejó John Mason, Holmes se puso a trabajar haciendo un cuidadoso examen de las tumbas, empezando por una muy antigua, que parecía sajona, en el medio, a través de una larga fila de Hugos y Odos normandos, hasta que llegamos a sir William y sir Denis Falder, del siglo XVIII. Al cabo de una hora o más, Holmes llegó a un ataúd de plomo que estaba puesto de pie a la entrada de la cripta. Oí su pequeño grito de satisfacción, y me di cuenta, por sus movimientos apresurados pero con un objetivo, de que había alcanzado una meta. Entonces sacó del bolsillo una corta palanqueta, que metió en una rendija, hasta levantar toda la parte de delante, que parecía estar sujeta sólo por un par de cierres. Hubo un ruido desgarrador y de rotura al ceder, pero apenas tenía goznes y mostró parcialmente su contenido antes de que tuviéramos una interrupción intempestiva.
Alguien andaba por la capilla de arriba. Era el paso firme y rápido de quien venía con un propósito definido y conocía muy bien el suelo que pisaba. Una luz bajó por las escaleras y, un momento después, el hombre que la llevaba quedó enmarcado en el arco gótico. Era una terrible figura, de estatura enorme y feroz aspecto. Una gran linterna cuadrada que sostenía delante de él iluminaba hacia arriba una fuerte cara de grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraron en torno suyo por todos los rincones de la cripta, deteniéndose al fin con mortal fijeza en mi compañero y yo.
—¿Quiénes diablos son ustedes? —atronó—. ¿Y qué hacen en mis propiedades?
Luego, como Holmes no respondiera, avanzó unos pasos hacia él y levantó el pesado bastón que llevaba.
—¿Me oye? —gritó—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
Su estaca vibraba en el aire.
Pero en vez de encogerse, Holmes avanzó a su encuentro.
—Yo también tengo una pregunta que hacerle, sir Robert —dijo con tono más que severo—. ¿Quién es éste? ¿Y qué hace aquí?
Se volvió y, de un tirón, arrancó la tapa del ataúd que tenía detrás. Al fulgor de la linterna, vi un cadáver envuelto todo de pies a cabeza en una sábana, con terribles rasgos de bruja, nariz y barbilla salientes por un extremo, con los ojos muertos y helados mirando desde una cara descolorida que se desmigajaba.
El baronet retrocedió tambaleándose con un grito y se apoyó en un sarcófago de piedra.
—¿Cómo ha podido saberlo? —gritó. Y luego, recuperando sus maneras amenazadoras—. ¿A usted qué le importa eso?
—Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Quizá conozca mi nombre. En todo caso, me importa lo que le importa a cualquier buen ciudadano: defender la justicia. Me parece que tiene usted mucho que responder.
Sir Robert lanzó durante un momento una mirada fulgurante, pero la tranquila voz de Holmes y sus maneras frías y seguras tuvieron su efecto.
—Delante de Dios, señor Holmes, todo está bien —dijo—. Las apariencias están en contra mía, lo reconozco, pero no pude actuar de otro modo.
—Me gustaría creerlo, pero me temo que sus explicaciones debe darlas ante la policía.
Sir Robert encogió sus anchos hombros.
—Bueno, si tiene que ser, tiene que ser. Suban a la casa y podrán juzgar por sí mismos cómo está el asunto.
Un cuarto de hora después nos encontramos en lo que me pareció, por la fila de pulidos cañones tras capas de cristal, que era el cuarto de armas de la vieja casa. Estaba cómodamente amueblado, y allí nos dejó unos momentos sir Robert. Al volver, traía dos acompañantes consigo: uno, la florida joven que ya habíamos visto en el coche; el otro, un hombrecillo con cara de rata y modales desagradablemente furtivos. Los dos tenían un aire de absoluto desconcierto, revelador de que el baronet no había tenido tiempo todavía de explicarles el giro que habían tomado los acontecimientos.
—Aquí tiene —dijo sir Robert, haciendo un gesto con la mano—. El señor y la señora Norlett. La señora Norlett, bajo su nombre de soltera Evans, ha sido la doncella de confianza de mi hermana durante varios años. Les he traído aquí porque me parece que lo mejor que puedo hacer es explicarles la verdadera situación, y ellos son dos personas que pueden confirmar lo que diga.
—¿Es necesario, sir Robert? ¿Ha pensado lo que hace? —exclamó la mujer.
—En cuanto a mí, rehúso toda responsabilidad —dijo su marido.
Sir Robert le lanzó una mirada de desprecio.
—Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Ahora, señor Holmes, escuche una sencilla explicación de los hechos. Está claro que usted se ha metido a fondo en mis asuntos, pues si no, no le habría encontrado donde le encontré. Por tanto, con toda probabilidad, ya sabe que voy a hacer correr un caballo poco conocido en el Derby y que todo depende de mi éxito. Si gano, todo será fácil. Si pierdo..., bueno, ¡no me atrevo a pensarlo!
—Comprendo su situación —dijo Holmes.
—Dependo para todo de mi hermana, lady Beatrice. Pero es bien sabido que su usufructo de estas propiedades vale sólo durante su vida. En cuanto a mí, estoy atrapado en manos de los judíos. Siempre he sabido que si muriera mi hermana, mis acreedores caerían sobre mis propiedades como una bandada de cuervos. Se apoderarían de todo: mis cuadras, mis caballos, todo. Bueno, señor Holmes, mi hermana, en efecto, murió hace una semana.
—¡Y usted no se lo dijo a nadie!
—¿Qué podía hacer? Me amenazaba la ruina absoluta. Si pudiera aplazar las cosas durante tres semanas, todo iría bien. El marido de su doncella, este hombre, es actor. Se nos ocurrió, se me ocurrió, que él podía representar el papel de mi hermana durante un breve período. Se trataba sólo de aparecer todos los días en el coche, pues no hacía falta que entrara en su cuarto nadie más que su doncella. No fue difícil de arreglar. Mi hermana murió de la hidropesía que padecía desde hacía tiempo.
—Eso lo decidirá el forense.
—Su médico certificará que hacía meses que sus síntomas presagiaban ese final.
—Bueno, ¿qué hizo usted?
—El cadáver no podía seguir aquí. La primera noche, Norlett y yo lo llevamos fuera, a la vieja casa del pozo, que ahora no se usa nunca. Sin embargo, nos seguía su perro de aguas preferido, que ladraba continuamente a la muerta, de modo que pensé que hacía falta un lugar más seguro. Me desembaracé del perro y llevamos el cadáver a la cripta de la iglesia. No hubo indignidad ni irreverencia, señor Holmes. No creo que haya injuriado a una muerta.
—Su conducta me parece inexcusable.
El baronet sacudió la cabeza con impaciencia.
—Es fácil predicar —dijo—. Quizá le habría parecido otra cosa si hubiera estado en mi situación. Uno no puede ver todas sus esperanzas y sus planes destrozados en el último momento sin hacer un esfuerzo para salvarlos. Me pareció que no sería un lugar indigno de ella si la poníamos por el momento en uno de los ataúdes de los antepasados de su marido, yaciendo en una tierra que sigue siendo sagrada. Abrimos uno de esos ataúdes, sacamos el contenido y la pusimos como ya ha visto. En cuanto a las viejas reliquias que sacamos, no podíamos dejarlas en el suelo de la cripta. Norlett y yo las quitamos de allí y él bajo por la noche y las quemó en el horno central. Esta es mi historia, señor Holmes, aunque no comprendo cómo usted me ha obligado a contársela.
Holmes se quedó un rato cavilando.
—Hay un defecto en su narración —dijo por fin—. Sus apuestas en la carrera, y por tanto sus esperanzas en el futuro, seguirían valiendo aunque sus acreedores se apoderaran de sus propiedades.
—El caballo sería parte de las propiedades. ¿Qué me importan a mí mis apuestas? Probablemente, ellos no le dejarían correr. Mi principal acreedor es, por desgracia, un tipo desvergonzado, Sam Brewer, a quien una vez me vi obligado a darle de latigazos. ¿Supone usted que él trataría de salvarme?
—Bueno, sir Robert —dijo Holmes, levantándose—, este asunto, desde luego, debe comunicarse a la policía. Mi deber era sacar a la luz los hechos y ahí tengo que dejarlo. En cuanto a la moralidad o a la decencia de su conducta, no me toca expresar mi opinión. Es casi medianoche, Watson, y creo que podemos volver a nuestra humilde residencia.
Todo el mundo sabe ahora que este singular episodio acabó de un modo más feliz de lo que merecían las acciones de sir Robert. El «Príncipe» de Shoscombe ganó el Derby, el propietario se embolsó ochenta mil libras en apuestas y los acreedores permanecieron tranquilos hasta que se terminó la carrera, y entonces se les pagó por completo, quedando lo sufriente para restablecer a sir Robert en una decente posición en la vida. Tanto la policía como el forense vieron con benevolencia lo ocurrido y, salvo por una leve censura por la tardanza en registrar el fallecimiento de la señora, el feliz propietario salió sin tacha de ese extraño incidente en una carrera que ahora ha sobrevivido a sus sombras y promete acabar en una vejez honorable.