Kitabı oku: «Los sonámbulos», sayfa 2

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1 Ency. Brit. Ed. 1955, I–582

2 Ibid., II–582d.

3 F. SHERWOOD TAYLOR, Science Past and Present, Londres, 1949, pág. 15.

“Desde el comienzo del reinado de Nabonasar. 747 a. C.” informaba Ptolomeo unos novecientos años después, “poseemos las observaciones antiguas, prácticamente de manera continua, hasta hoy” (TH. L. HEATH, Greek Astronomy, Londres, 1932, págs. 15 y sig.).

Las observaciones de los babilonios, incorporadas por Hiparco y Ptolomeo al cuerpo principal de datos griegos, eran todavía una ayuda indispensable para Copérnico.

4 PLATÓN, Teeteto, 174 A, citado por Heath, op. cit., pág. 1.

5 Entresacado de los Fragmentos, citado por John Burnet, en Early Greek Philosophy, Londres, 1908, págs. 126 y sig.

6 Ibid., pág. 29.

CAPÍTULO II

La armonía de las esferas


I. PITÁGORAS DE SAMOS

Pitágoras nació en las primeras décadas de aquel formidable siglo de alborada: el VI. Y pudo ver cómo pasaba todo el siglo, pues vivió, por lo menos, ochenta años y acaso hasta noventa. En esa prolongada vida abarcó, según las palabras de Empédocles, “todas las cosas contenidas en diez, y hasta en veinte generaciones de hombres”.

Es imposible establecer si cada detalle particular del universo pitagórico fue obra del maestro o de algún discípulo, observación esta que se aplica igualmente a Leonardo o a Miguel Ángel. Pero no cabe abrigar duda alguna de que los elementos básicos fueron concebidos por una sola mentalidad; no puede tampoco dudarse de que Pitágoras de Samos haya sido el fundador de una nueva filosofía religiosa y el fundador de la ciencia, tal como se comprende este vocablo en nuestros días.

Parece razonable admitir como seguro que era hijo de un platero y cincelador de piedras llamado Mnesarco; que fue discípulo de Anaximandro el ateo, y también de Ferécides, el místico que enseñaba la doctrina de la transmigración de las almas. Debió de viajar extensamente por Asia Menor y Egipto, como lo hicieron muchos ciudadanos ilustrados de las islas griegas, y parece que Polícrates, el emprendedor autócrata de Samos, le encomendó misiones diplomáticas. Polícrates era un tirano ilustrado, que favoreció el comercio, la piratería, la ingeniería y las bellas artes; el más grande poeta de la época, Anacreonte, y el más grande ingeniero, Eupalinos de Mégara, vivieron en la corte del tirano. Según Heródoto, Polícrates llegó a hacerse tan poderoso que, para aplacar la envidia de los dioses, arrojó su más precioso anillo de sello a la profundidad de las aguas. Pocos días después, el cocinero, al abrir un enorme pez recién pescado, encontró el anillo en el estómago. El desdichado Polícrates no tardó en caer en una trampa que le tendió un sátrapa persa de menor cuantía y fue crucificado. Pero, para entonces, Pitágoras y su familia ya habían emigrado de Samos, y alrededor de 530 a. C. se establecieron en Crotona, que después de Síbaris, su rival, era la ciudad griega más grande del sur de Italia. La reputación que le precedió debió de ser enorme, pues la Fraternidad Pitagórica, que fundó al llegar, pronto gobernó la ciudad y, durante un tiempo, ejerció supremacía sobre una parte considerable de la Magna Grecia; pero el poder secular de los pitagóricos no duró mucho; en los últimos días de su vida, Pitágoras fue desterrado de Crotona a Metaponto. Los discípulos corrieron igual suerte o fueron muertos, y sus centros de reunión, incendiados.

Este es el escaso tronco de los hechos, más o menos bien establecidos, alrededor del cual la hiedra de la leyenda comenzó a crecer aun en vida del propio maestro, quien alcanzó pronto una condición semidivina. Según Aristóteles, los de Crotona lo tenían por un hijo de Apolo Hiperbóreo, y se decía que “entre las criaturas racionales hay dioses, hombres y seres como Pitágoras”. Pitágoras obró milagros, tuvo trato con demonios del cielo, descendió al Hades y tenía tal poder sobre los hombres que después del primer discurso que dirigió a las gentes de Crotona, seiscientas personas abrazaron la vida comunal de la Fraternidad sin haber ido siquiera a sus hogares para despedirse de los familiares. Entre sus discípulos la autoridad de Pitágoras era absoluta. Su ley era: “así lo dijo el maestro”.

II. LA VISIÓN UNIFICADORA

Los mitos crecen como los cristales, según su propia y repetida estructura; pero es menester que haya un núcleo propicio para que comience el crecimiento. Los espíritus mediocres o caprichosos carecen del poder de engendrar mitos. Pueden crear una moda, que empero, pronto perece. Sin embargo, la visión pitagórica del mundo fue tan duradera que aún penetra nuestro pensamiento e incluso nuestro propio vocabulario. El mismo término “filosofía” es de origen pitagórico; otro tanto ocurre con el vocablo “armonía” en su sentido más amplio. Y cuando se llama a los números figures,1 se emplea la jerga de la Fraternidad.2 La esencia y el poder de esa visión estriban en su carácter unificador, que todo lo abarca: une la religión y la ciencia, la matemática y la música, la medicina y la cosmología, el cuerpo, la mente y el espíritu, en una inspirada y luminosa síntesis. En la filosofía pitagórica todas las partes componentes están entretejidas: presenta una superficie homogénea, como la de una esfera, de modo que resulta difícil decidir por qué parte será mejor penetrar en ella. Pero la manera más sencilla de abordarla es la que brinda la música. El descubrimiento pitagórico de que el tono de una nota depende de la longitud de la cuerda que la produce, y de que los intervalos concordantes de la escala se deben a simples proporciones numéricas (2:1 octava, 3:2 quinta, 4:3 cuarta, etc.) fue un descubrimiento que hizo época: constituyó la primera reducción de la calidad a la cantidad, el primer paso que se dio hacia la matematización de la experiencia humana y, por lo tanto, el comienzo de la ciencia.

Pero corresponde establecer aquí una importante distinción. El europeo del siglo XX mira con justificado recelo la “reducción” del mundo que lo rodea, de sus experiencias y emociones, a una serie de fórmulas abstractas, desprovistas de todo colorido, calor, significación y valor. Para los pitagóricos, en cambio, la matematización de la experiencia significaba no un empobrecimiento, sino un enriquecimiento. Para ellos los números eran sagrados, pues representaban las ideas más puras, etéreas e incorpóreas, y de ahí que el maridaje de la música con los números no pudiera sino ennoblecerla. El éxtasis religioso y emotivo producido por la música era canalizado por el adepto en éxtasis intelectual, esto es, en la contemplación de la divina danza de los números. Se reconocía que las gruesas cuerdas de la lira eran de importancia menor: podían estar hechas de diversos materiales, en varios espesores y longitudes, siempre que se conservaran las proporciones; porque lo que produce la música son las proporciones, los números, la estructura de la escala. Los números son eternos, en tanto que toda otra cosa es perecedera. No tienen la naturaleza de la materia, sino la del espíritu; permiten operaciones mentales de la clase más sorprendente y deliciosa, sin referencia alguna al tosco mundo exterior de lo sensible. Y así es como se suponía que funcionaba el espíritu divino. La contemplación extática de formas geométricas y de leyes matemáticas es, por ende, el medio más eficaz de purgar al alma de la pasión terrenal y el principal lazo que une al hombre con la divinidad.

Los filósofos jónicos habían sido materialistas en cuanto cargaban el acento de su indagación en la materia de que estaba hecho el universo; los pitagóricos cargaban el acento de sus indagaciones en la proporción, en la forma y la estructura, en el eidos y en el esquema, en la relación, no en las cosas relacionadas. Pitágoras es a Tales lo que la filosofía de la forma es al materialismo del siglo XIX. Y allí se puso en movimiento el péndulo, y en todo el curso de la historia habrá de oírse su oscilación, entre las dos posiciones extremas y alternadas de “todo es materia” y “todo es espíritu”, según que el énfasis se desplace de la “sustancia” a la “forma”, de la “estructura” a la “función”, de los “átomos” a la “disposición”, de los “corpúsculos” a las “ondas”, o inversamente. La línea que relaciona la música con los números se convirtió en el eje del sistema pitagórico. Luego ese eje se extendió en ambas direcciones: hacia los astros, por un lado, y hacia el cuerpo y el alma del hombre, por el otro. Los puntos de apoyo en que giraban el eje y todo el sistema eran los conceptos básicos de armonía y catarsis (purga, purificación).

Entre otras cosas, los pitagóricos también eran médicos. Se nos dice que “empleaban la medicina para purgar el cuerpo y la música para purgar el alma”.3 En verdad, una de las formas más antiguas de psicoterapia consiste en hacer que el paciente, excitado por una violenta música de instrumentos de viento o de percusión, dance hasta el frenesí para caer luego en un sueño reparador, semejante a un rapto, provocado por el agotamiento, lo cual no es ya, sino versión antigua del tratamiento por el shock y la terapia de la reacción. Pero solo se necesitaban medidas tan violentas cuando las cuerdas del alma del paciente estaban desafinadas, demasiado flojas o demasiado tensas. Y ha de entenderse esto literalmente, pues los pitagóricos consideraban el cuerpo como una especie de instrumento musical en que cada cuerda debe tener la tensión justa y mantener el correcto equilibrio entre opuestos tales como “alto” y “bajo”, “caliente” y “frío”, “húmedo” y “seco”. Las metáforas que, tomadas de la música, aún aplicamos en medicina –“tono”, “tónico”, “bien templado”, “temperancia”– son también parte de nuestra herencia pitagórica.

Sin embargo, el concepto de armonía no tenía exactamente la misma significación que hoy damos a la voz “armonía”. No se trataba del efecto grato del sonido simultáneo de cuerdas concordantes –en este sentido la “armonía” no existía en la música griega clásica–, sino de algo más austero. Armonía era, sencillamente, el ajuste de las cuerdas a los intervalos de la escala y la estructura de la propia escala. Lo cual significa que el equilibrio y el orden, no el dulce placer, son la ley del mundo.

La dulzura del placer no entra en el universo pitagórico. Sin embargo, este contiene uno de los más vigorosos tónicos que se hayan aplicado al cerebro humano, cifrado en los principios pitagóricos de que “la filosofía es la música suprema” y de que “la forma suprema de la filosofía se refiere a números pues, en última instancia, todas las cosas son números”. Acaso sea lícito parafrasear así la significación de estas palabras citadas casi literalmente: “todas las cosas tienen forma; todas las cosas son forma, y todas las formas pueden definirse por números”. De suerte que la forma del cuadrarlo corresponde al “número cuadrado”, esto es 16=4x4, en tanto que 12 es un número oblongo, y 6 un número triangular:


Los pitagóricos consideraban los números como estructuras de puntos que formaban figuras características como las de las caras de un dado; y aunque nosotros usemos símbolos árabes que no tienen semejanza alguna con aquellas estructuras de puntos, todavía llamamos a los números figures, es decir, formas.

Se comprobó que entre estas formas numéricas existían inesperadas y maravillosas relaciones. Por ejemplo, la serie, de ‘”números cuadrados” se formaba sencillamente sumando sucesivos números impares:


y así sucesivamente:


La suma de números pares formaba “números oblongos”, en los cuales la proporción de los lados representaba, exactamente, los intervalos concordantes de la octava musical: 2 (2:1, octava) +4=6 (3:2, quinta) +6=12 (4:3, cuarta).


De análoga manera se obtenían “números cúbicos” y “números piramidales”. Mnesarco era cincelador de piedras, de manera que, en su juventud, Pitágoras debió de familiarizarse con aquellos cristales cuyas formas imitaban la de las puras formas numéricas: el cuarzo, la pirámide y la pirámide doble; el berilo, el hexágono; el granate, el dodecaedro. Todo ello mostraba que la realidad podía reducirse a series numéricas y proporciones numéricas si se conocían las reglas del juego. Descubrirlas era la principal misión del philosophos, aquel que ama la sabiduría.

Un ejemplo de la magia de los números es el famoso teorema por el cual se recuerda aún conscientemente a Pitágoras en nuestros días: él es la cúspide visible del iceberg sumergido4. No hay ninguna relación obvia entre las dimensiones de los lados de un triángulo rectángulo, pero si construimos un cuadrado en cada lado, el área de los dos cuadrados más pequeños será exactamente igual al área del mayor. Si la contemplación de las formas numéricas podía descubrir tales leyes maravillosamente ordenadas y ocultas hasta entonces al ojo humano, ¿no era legítimo abrigar la esperanza de que pronto se revelaran todos los secretos del universo a través de esas formas numéricas? Los números no fueron arrojados al mundo al azar: estaban dispuestos en estructuras equilibradas, como las formas de los cristales y los intervalos concordantes de la escala, de conformidad con las leyes universales de la armonía.

III. “SUAVE QUIETUD DE LA NOCHE”

Extendida a los astros, la doctrina asumió la forma de la “armonía de las esferas”.

Los filósofos jónicos habían comenzado a abrir la ostra cósmica y ponían la Tierra al garete; en el universo de Anaximandro el disco terrestre ya no flota en el agua; se halla en el centro, sin sostén ninguno rodeado de agua. En el universo pitagórico el disco se cambia por una esfera.5 Alrededor de ella, el Sol, la Luna y los planetas giran en círculos concéntricos, fijo cada uno a una esfera o rueda. La veloz revolución de cada uno de estos cuerpos produce un silbido o susurro musical en el aire. Evidentemente, cada planeta silbará con tono distinto según la proporción de su órbita respectiva, así como el tono de una cuerda depende de su longitud. De manera que las órbitas en que se mueven los planetas forman una especie de lira gigantesca cuyas cuerdas están curvadas en círculos. Parecía de igual modo evidente que los intervalos interpuestos entre las cuerdas de las órbitas fuesen gobernados por las leyes de la armonía. Según Plinio,6 Pitágoras pensaba que el intervalo musical formado por la Tierra y la Luna era de un tono; el de la Luna y Mercurio, un semitono; el de Mercurio y Venus, un semitono; el de Venus y el Sol, una tercera menor; el del Sol y Marte, un tono; el de Marte y Júpiter, un semitono; el de Júpiter y Saturno, un semitono; el de Saturno y la esfera de las estrellas fijas, una tercera menor. La resultante “escala pitagórica” es si, do, re bemol, fa, sol, la bemol, do, aunque varía ligeramente la representación de la escala, dada por diferentes autores.

Según la tradición, solo el maestro tenía el don de oír verdaderamente la música de las esferas. A los mortales comunes les faltaba ese don, ya porque desde el momento mismo del nacimiento estaban constante aunque inconscientemente bañados en el susurro celestial, ya porque –como Lorenzo explica a Jessica– están demasiado groseramente constituidos:

...soft stillness and the night Become the touches of sweet harmony... Look how the floor of heaven Is thick inlaid with patines of bright gold; There’s not the smallest orb which thou behold’st But in this motion like an angel sings... Such harmony is in immortal souls; But, whilst this muddy vesture of decay Doth grossly close it in, we cannot hear it.

(...la suave quietud y la noche convienen a los acentos de la dulce armonía... Mira cómo la bóveda del firmamento está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente. No hay uno solo de esos globos que contemplas, ni el más pequeño, que con sus movimientos no produzca una angelical melodía... Las almas inmortales tienen en ellas una música así, pero hasta que caiga esta envoltura de barro que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podremos escucharla).7

El sueño pitagórico de la armonía musical que regía el movimiento de las estrellas nunca perdió su misterioso impacto, su poder de suscitar respuestas de las profundidades del inconsciente. Ese sueño reverbera a través de los siglos, desde Crotona hasta la Inglaterra isabelina: citaré de él dos versiones más y luego se verá claramente con qué fin. La primera son los bien conocidos versos de Dryden:

From harmony, from heavenly harmony, This universal frame began: When nature underneath a heap Of jarring atoms lay And could not heave her head, The tuneful voice we heard from high: Arise, ye more than dead. (De la armonía, de la armonía celestial, nació esta universal figura: cuando la naturaleza yacía bajo un montón de vibrantes átomos, sin poder levantar la cabeza, la armoniosa voz que oímos desde lo alto: Levantaos, vosotros, más que muertos...).

La segunda pertenece a Arcades, de Milton:

But els in deep of night when drowsiness Hath lockt up mortal sense, then listen I To the celestial sirens harmony... Such sweet compulsion doth in music ly, To lull the daughters of Necessity, And keep unsteddy Nature to her law, And the low world in measur’d motion draw After the heavenly tune, which. none can hear Of human mould with grosse unpurged ear.

(Pero solo en la profundidad de la noche, cuando el sueño ha

encerrado los mortales sentidos, escucho yo

la armonía de las celestiales sirenas...

Ese dulce premio tiene la música

para calmar a las hijas de la Necesidad,

para mantener la inestable naturaleza en su ley

y en mesurado movimiento al bajo mundo,

según los acordes celestes que nadie

de barro humano y tosco oído, puede oír).

Pero cabría preguntarse: ¿era la “armonía de las esferas” una fantasía poética o un concepto científico? ¿Una hipótesis valedera o los ensueños del oído de un místico? A la luz de los datos que los astrónomos reunieron en los siglos siguientes, parecería por cierto un sueño, y hasta Aristóteles desterró burlonamente “la armonía, la celestial armonía”, del campo de la ciencia seria y exacta. Pero hemos de ver cómo al cabo de un inmenso rodeo, en el siglo XVI, un Johannes Kepler se enamoró del sueño pitagórico y, fundándose en esa fantasía, construyó, mediante métodos de razonamiento igualmente defectuosos, el sólido edificio de la astronomía moderna. Trátase de uno de los más asombrosos episodios de la historia del pensamiento, y constituye un antídoto contra la engañosa creencia de que la lógica rige el progreso de la ciencia.

IV. LA RELIGIÓN Y LA CIENCIA SE UNEN

Si el universo de Anaximandro recuerda un cuadro de Picasso, el mundo pitagórico se parece a una caja de música cósmica, que toca el mismo preludio de Bach, de eternidad en eternidad. No es sorprendente pues, que las creencias religiosas de la Fraternidad Pitagórica se relacionaran estrechamente con la figura de Orfeo, el divino tañedor de la lira, cuyas melodías mantenían bajo su hechizo no solo al príncipe de las tinieblas, sino también a los animales, árboles y ríos.

Orfeo llegó tardíamente al escenario griego, atestado de dioses y semidioses. Lo poco que sabemos de su culto se pierde entre conjeturas y controversias; pero sabemos, por lo menos en términos generales, cuáles eran sus antecedentes. En fecha desconocida, pero probablemente no muy anterior al siglo VI, el culto de Dionisos-Baco, el ardoroso dios cabrío de la fertilidad y el vino, se difundió desde la bárbara Tracia hasta Grecia. El triunfo inicial del baquismo se debió probablemente a aquel sentido general de frustración que Jenófanes expresó con tanta elocuencia. El panteón olímpico había llegado a parecer una asamblea de figuras de cera, cuyo culto formalizado no podía ya satisfacer verdaderas necesidades religiosas mejor que el panteísmo, ese “ateísmo civilizado’’, como hubo de llamárselo, de los sabios jónicos. Los vacíos espirituales tienden a producir estallidos emotivos. Las bacantes de Eurípides, adoradoras enloquecidas del cornígero dios, vienen a ser las precursoras de los danzarines enloquecidos de la Edad Media, de los brillantes jóvenes de la rugiente década del veinte, de las ménades de la juventud de Hitler. Los estallidos parecen haber sido esporádicos y breves, pues los griegos, siendo griegos, pronto comprendieron que tales excesos no conducían ni a la unión mística con Dios, ni de nuevo a la naturaleza, sino tan solo a la histeria en masa de:

Mujeres tebanas que dejaron

sus telares y tejidos,

aguijoneadas por el rapto enloquecedor

de Dionisos!

Brutales, con las sangrantes mandíbulas abiertas

desafiando al dios obsceno y torvo,

degradan la forma humana.8

Parece que las autoridades obraron muy razonablemente: promovieron a Dionisos-Baco al panteón oficial en igualdad de condiciones que Apolo. Quedó así apaciguado el frenesí del dios, aguado su vino, su culto regulado y empleado como inofensiva válvula de seguridad.

Pero los anhelos místicos debieron de persistir por lo menos en una minoría sensible, y el péndulo comenzó a moverse en la dirección opuesta: del éxtasis carnal al éxtasis del más allá. En la variante más notable de la leyenda, Orfeo aparece como una víctima del furor báquico: a la postre, perdida su mujer, decide volver las espaldas al sexo, y entonces las mujeres de Tracia lo despedazan y arrojan la cabeza, que aún cantaba, al Hebrus. Este mito parece una advertencia; pero con una significación diferente: un dios vivo, desgarrado y devorado, que luego renace, es un leitmotiv que se repite en el orfismo. En la mitología órfica, Dionisos (o su versión tracia, Zagreus) es el hermoso hijo de Zeus y de Perséfona; los malvados titanes lo despedazan y se lo comen, salvo el corazón, que es entregado a Zeus. Y Dionisos nace por segunda vez. El rayo de Zeus da muerte a los titanes; pero de sus cenizas nace el hombre. Al devorar la carne del dios, los titanes adquirieron una chispa de divinidad que se ha transmitido al hombre, del mismo modo que la maldad irrevocable de los titanes. Pero el hombre puede redimir ese pecado original, puede purgarse de la mala porción de su herencia, llevando una vida ultraterrena y realizando ciertos ritos ascéticos. De esa manera puede librarse de la “rueda de las reencarnaciones” –hallarse preso en sucesivos cuerpos animales y hasta vegetales, que son como tumbas carnales de su alma inmortal– y tornar a su perdida condición divina.

De manera que el culto órfico representaba, en casi todos sus aspectos, una antítesis del dionisíaco: conservaba el mismo nombre del dios y algunos rasgos de su leyenda; pero todo con un sentido diferente (proceso que habrá de repetirse en otros momentos culminantes de la historia religiosa). La técnica báquica de obtener alivio emocional mediante el expediente de aferrarse con furia al aquí y al ahora se remplaza por el renunciamiento con miras a otra vida. La embriaguez física se remplaza por la embriaguez mental, el “jugo que mana de los racimos de uva para darnos alegría y olvido” sirve ahora solo como un símbolo sacramental; y, ulteriormente, el cristianismo hubo de recogerlo, junto con el rito de devorar simbólicamente al dios muerto, y con otros elementos básicos del orfismo. “Perezco de sed, dame a beber el agua de la memoria”, dice un versículo de una tablilla de oro órfica, aludiendo al origen divino del alma: la meta ya no es el olvido, sino el recuerdo del conocimiento que una vez poseímos. Hasta los términos cambian de significación: “orgía” ya no significa una francachela báquica, sino el éxtasis religioso que conduce a la liberación de la rueda de los renacimientos.9 Otro caso análogo es el de la transformación de la unión carnal del Rey y la Sulamita en la unión mística de Cristo y de su Iglesia; y, en tiempos más recientes, el desplazamiento de significación de voces como “rapto” y “embeleso”.

El orfismo fue la primera religión universal, es decir, una religión que no se consideraba monopolio de una tribu o una nación, sino que era accesible a cualquiera que aceptara sus principios. Y el orfismo influyó profundamente en todo el desarrollo religioso ulterior. No obstante, sería erróneo atribuirle demasiado refinamiento intelectual y espiritual; los ritos órficos de purificación, que constituyen el centro de todo el sistema, aún contienen una serie de tabúes primitivos: no comer carne o habas, no tocar un gallo blanco, no mirarse en un espejo junto a la luz.

Pero este es precisamente el punto en que Pitágoras dio al orfismo una nueva significación: el punto en que la intuición religiosa y la ciencia racional se unieron en una síntesis de extraordinaria originalidad. El eslabón es el concepto de catarsis. La catarsis era un concepto fundamental en el baquismo, en el orfismo, en el culto del Apolo de Delos y en la medicina y la ciencia pitagóricas; pero tenía sentidos diversos y comportaba diferentes técnicas en cada caso (como aún ocurre en las varias escuelas de psicoterapia moderna). ¿Había algo de común entre el furor báquico, el distanciamiento del matemático, la lira de Orfeo y una píldora purgante? Sí, el mismo anhelo de verse uno libre de las varias formas de esclavitud, de las pasiones y tensiones del cuerpo y del espíritu, de la muerte y del vacío, del legado que el hombre recibió de los titanes, es decir, el anhelo de reencender en uno la chispa divina. Pero los procedimientos para alcanzar tal meta difieren según las personas. Deben graduarse de acuerdo con las luces y el grado de iniciación del discípulo. Pitágoras sustituyó las curas generales de purificación anímica propias de las sectas rivales, por una jerarquía elaborada de técnicas catárticas. Purificó, por decirlo así, el concepto mismo de purificación.

En la parte más baja de la escala aparecen los sencillos tabúes tomados del orfismo, tales como la prohibición de comer carne y habas. Para las naturalezas burdas, la pena de renunciar a algo es la única purga eficaz. En el nivel supremo, la catarsis del alma se logra mediante la contemplación de la esencia de toda la realidad, la armonía de las formas, la danza de los números. La “ciencia pura” –una extraña expresión que aún usamos– es, pues, tanto un deleite intelectual como un modo de liberación espiritual. Es el camino que lleva a la unión mística entre los pensamientos de la criatura y el espíritu de su creador. “La función de la geometría”, dice Plutarco refiriéndose a los pitagóricos, “consiste en apartarnos del mundo de los sentidos y de la corrupción, para llevarnos al mundo del intelecto y de lo eterno. Porque, en efecto, la contemplación de lo eterno es el fin de la filosofía, así como la contemplación de los misterios es el fin de la religión”.10 Pero para los verdaderos pitagóricos ambas cosas habían llegado a identificarse

Difícilmente podrá exagerarse la importancia histórica de la idea de que la ciencia desinteresada lleva a la purificación del alma y a su liberación última. Los egipcios embalsamaban sus cadáveres para que el alma pudiera volver a ellos y no tuviera la necesidad de reencarnarse; los budistas practicaban el desapego para escapar a la rueda de la existencia. Las dos actitudes eran negativas y socialmente estériles. El concepto pitagórico de emplear la ciencia para contemplar lo eterno penetró a través de Platón y Aristóteles en el espíritu del cristianismo y se convirtió en un factor decisivo en la formación del mundo occidental.

En un lugar anterior de este capítulo tratamos de mostrar cómo, refiriendo la música a la astronomía y ambas a la matemática, la experiencia emotiva se enriquecía y profundizaba por obra de la comprensión intelectual. Las maravillas cósmicas y el deleite estético no estuvieron ya separados del ejercicio de la razón, sino que se interrelacionaron. Se daba ahora el paso final: las intuiciones místicas de la religión también quedaron incorporadas al conjunto. Aquí también el proceso va acompañado por sutiles cambios producidos en la significación de ciertas voces claves, tales como theoria, teoría. El vocablo derivaba de theorio, contemplar (thea, espectáculo; theoris, espectador, público), pero en el empleo órfico, theoria vino a significar “un estado de ferviente contemplación religiosa, en que el espectador se identifica con el dios sufriente, muere la muerte de este y se levanta otra vez con el nuevo nacimiento del dios”.11 A medida que los pitagóricos canalizaron su fervor religioso en fervor intelectual y transformaron el éxtasis de los ritos en el éxtasis del descubrimiento, la palabra theoria fue cambiando gradualmente de significación, hasta alcanzar el sentido moderno de “teoría”. Pero, aunque el ronco grito de los adoradores rituales fuese remplazado por el Eureka de los nuevos teorizadores, estos seguían teniendo conciencia de la fuente común de donde ambos surgían. Tenían conciencia de que los símbolos de la mitología y los símbolos de la ciencia matemática eran diferentes aspectos de la misma realidad indivisible.12 No vivían en una “casa dividida” de fe y razón; estaban relacionadas, como la planta baja y la planta alta del dibujo de un arquitecto. Al hombre del siglo XX le es muy difícil imaginar tal situación del espíritu; más aún, creer siquiera que puede existir. Sin embargo, tal vez ayude a su comprensión el recuerdo de que algunos de los más grandes sabios presocráticos formularon su filosofía en verso: aún se daba por sentada la fuente unitaria de inspiración del profeta, del poeta y del filósofo.

Pero esa situación no duró mucho. Al cabo de unos pocos siglos, se desvaneció la conciencia de lo unitario, el filosofar religioso y el filosofar racional se separaron, volvieron a unirse parcialmente, luego a divorciarse de nuevo, con resultados que aparecerán con el avance de la exposición.

La síntesis pitagórica habría sido incompleta, si no hubiera contenido también preceptos orientadores de la conducta.

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