Kitabı oku: «Los sonámbulos», sayfa 11

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IV. EL HERMANO ANDREAS

Puesto que, evidentemente, Andreas ejerció una influencia vigorosa y duradera en Nicolás puede ser interesante conocer algunos otros datos sobre él. Cada hecho relacionado con Andreas confirma la diferencia de carácter que había entre ambos hermanos. Andreas es el mayor, pero se inscribe en la universidad de Cracovia solo por un tiempo, y en Bolonia dos años después que Nicolás. Paga solo parte de los derechos arancelarios en Cracovia, en tanto que Nicolás paga la totalidad. El tío Lucas hace canónigo a Nicolás en 1497 y al hermano mayor dos años después en 1499. En 1501 ambos solicitan una extensión de tres años en el permiso de ausencia. A Nicolás se le acuerda la solicitud, porque mediando una promesa de su parte para estudiar medicina, se espera “que en el futuro pueda ser útil a la reverenciada cabeza de la diócesis y a los canónigos del capítulo”, mientras que en la misma sesión, si bien se concede lo solicitado por Andreas, se alega escuetamente que “se le considera capaz de continuar sus estudios”.

Cada hecho parece indicar que Andreas era ese tipo de joven a quien el mundo respetable de las pequeñas ciudades de mercaderes pronostica un mal fin. Y, en efecto lo tuvo. Concluidos sus estudios en Italia, Andreas volvió a Frauenburg con una enfermedad incurable que los registros del capítulo llaman lepra. Esta expresión se usaba por aquella época en el continente tan libremente como se usaba en Inglaterra la palabra “viruelas”, y pudo significar realmente lepra o, con mayor probabilidad, sífilis, enfermedad que estaba devastando Italia, en tanto que la lepra se hallaba en decadencia.

En verdad importaba bien poco que el canónigo Andreas padeciera de lepra o de sífilis, pues ambas enfermedades suscitaban por igual horror y descrédito. Un par de años después de su regreso la condición de Andreas empezó a declinar rápidamente, y él pidió permiso para volver a Italia y hacerse tratar allí. Se le concedió, en 1508, y cuatro años después Andreas estaba de nuevo en Frauenburg, pero era tan repulsiva su apariencia que aterrorizó al capítulo y lo decidió a desembarazarse de él por cualquier medio. En septiembre de 1512 se verificó una reunión del capítulo, a la cual asistió incluso el hermano Nicolás, y en ella se resolvió que se cortara toda relación personal con el canónigo Andreas, que este diese cuentas de la suma de mil doscientos florines de oro, húngaros, que le habían sido confiados con fines eclesiásticos, que se lo privara de su prebenda y de todas las otras rentas, y que se le acordase una pequeña anualidad, con la condición de que él mismo se separara del capítulo.

Andreas se negó a someterse a tal decisión, y devolvió el golpe, sencillamente, permaneciendo en Frauenburg y exhibiendo su rostro de leproso como un memento mori entre sus hermanos en Cristo atildados y amantes de los placeres. Por fin tuvieron que ceder: quedó sin efecto la decisión anterior y se le concedió una pensión más elevada, que dependía de la decisión final de la sede apostólica, siempre que “el mortalmente infecto y contagiado de lepra” dejara la ciudad. Andreas aceptó lo resuelto, pero se demoró en Frauenburg unos dos o tres meses más y apareció por lo menos otras dos veces más en el escenario de las sesiones del capítulo para vejar a sus colegas, incluso a su amado hermano Nicolás. Luego volvió a la Roma que tanto le gustaba y que había conocido por primera vez bajo el gobierno de los Borgia.

Sin embargo, en su estado “mortalmente infecto” tomó parte activa en las intrigas de la corta papal suscitadas por la sucesión del episcopado de Ermland. Y un tributo a su notable carácter es el hecho de que, en una fase de las intrigas, cuando Segismundo de Polonia sintió la necesidad de protestar contra las maquinaciones del capítulo, dirigió su carta no a sus delegados oficiales en Roma, sino al leproso Andreas, desterrado e indeseable. Pocos años después, Andreas falleció en circunstancias y en fecha desconocidas.

El canónigo Nicolás nunca mencionó la enfermedad de Andreas, ni su vida escandalosa, ni su muerte. Todo lo que Rético dice sobre el tema es que el astrónomo tenía “un hermano llamado Andreas, que había sido amigo del famoso matemático Georg Hartman, en Roma”.14 Los biógrafos posteriores fueron igualmente discretos en cuanto se refiere al hermano de Nicolás. Solo en 1800, un Johan Albrecht Kries menciona la enfermedad de Andreas en un oscuro diario.15 Pero se arrepintió rápidamente, y tres años después, cuando Kries hizo publicar una biografía de Copérnico por Lichtenberg, guardó silencio sobre el tema.

Si los Koppernigk hubieran nacido en Italia, en lugar de nacer en territorio limítrofe prusiano, Andreas habría sido un temerario condottiere, y el tío Lucas el gobernante autocrático de una ciudad-estado. Entre estos dos caracteres vigorosos y brillantes, intimidado por el primero, despreciado por el segundo, Nicolás se refugió en la cautela, la oblicuidad, el secreto. Los primeros grabados y los retratos posteriores, de dudosa autenticidad, muestran todos un rostro vigoroso, pero de expresión débil: pómulos salientes, ojos grandes y oscuros, mentón cuadrado, labios sensuales; pero la mirada es incierta y sospechosa; los labios se curvan en una mueca amarga; el rostro es hermético, como el de un hombre a la defensiva.

El sistema heliocéntrico comenzó a cobrar forma en el espíritu de Nicolás hacia la época en que él estaba por concluir sus estudios en Italia. La idea, desde luego, no era nueva, y se la discutía mucho en Italia en aquellos mismos días; ya volveré a ocuparme más adelante de este punto. Nicolás sintió un activo interés por la astronomía durante una fase temprana de sus estudios en Italia y la astronomía llegó a convertirse en el principal solaz de su frustrada vida. Cuando llegó a conocer la idea de Aristarco, quien concebía el universo con el Sol como centro, se aferró a ella y ya nunca la abandonó. Durante treinta y seis años, según su propio testimonio, abrigó la teoría en su ansioso corazón. Y solo accedió a regañadientes a divulgar su secreto cuando se hallaba en los umbrales de la muerte.

V. EL SECRETARIO

En 1506, a la edad de treinta y tres años, el canónigo Koppernigk, doctor en derecho canónico, concluyó sus estudios en Italia y volvió a Prusia. Pasó los seis años siguientes con el tío Lucas, en el castillo de Heilsberg, residencia de los obispos de Ermland.

Habían transcurrido trece años desde que lo habían elegido canónigo de la catedral de Frauenburg, y hasta entonces ni había ejercido aún sus funciones ni había hecho más de dos fugaces visitas a su capítulo. Se le concedió el nuevo permiso de ausencia indefinida por un motivo oficial: que iría a servir de médico privado al tío Lucas. En verdad, el obispo deseaba que su fidus Achates lo atendiera constantemente, y hasta el fin de su vida mantuvo en la corte a Nicolás. Con todo, el nombramiento de Nicolás como médico privado no era solo un pretexto oficial. Aunque nunca se graduó en medicina, había estudiado esta disciplina, como correspondía en aquellos días a los caballeros del clero, en la famosa Universidad de Padua. Uno de sus profesores fue el célebre Marco Antonio de la Torre, para quien Leonardo dibujó sus estudios anatómicos de caballos y hombres. Ignoramos si Nicolás tuvo ocasión de desempeñar sus funciones de médico con el tío Lucas; pero, posteriormente, trató a los sucesores de Lucas, a los obispos Ferber y Dantisco, de varias enfermedades, en parte personalmente y en parte por correo; además, el duque Alberto de Prusia lo llamó para que atendiese a uno de sus consejeros. Lo cierto es que Copérnico era conocido en Ermland más como médico que como astrónomo.

Podemos hacernos cargo de la manera en que ejercía la medicina por las recetas que él mismo copió de varios manuales. En medicina su espíritu era tan conservador como el que observaba en la ciencia en general. Creía tan sin reservas en las doctrinas de Avicena como en la física de Aristóteles y en los epiciclos de Ptolomeo. Una de las recetas que copió dos veces (una en la contratapa de Los elementos de geometría, de Euclides, y otra en el margen de un volumen de cirugía) contiene los siguientes ingredientes: esponja armenia, canela, madera de cedro, sanguinaria, díctamo, madera de sándalo rojo, raspaduras de marfil, azafrán, manzanilla, camomila en vinagre, cortezas de limón, perlas, esmeraldas, circones rojos y zafiros, médula y corazón de un ciervo, un escarabajo y cuerno de unicornio; coral rojo, oro, plata y azúcar.16 Era una receta típica de la época, como las de lagartos cocidos en aceite de oliva y lombrices de tierra remojadas en vino, hiel de ternera y orina de asno. Pero fue también la época que presenció el surgimiento de Paracelso, Servet y Vesalio, y la caída de Avicena y la escuela árabe medieval. Surge un tipo de genio: Bacon y Leonardo, Kepler y Newton, quienes, como si estuvieran cargados de electricidad, hacían saltar una chispa original de cualquier tema que tocasen, por extraño que fuese a su propio campo de actividad. Copérnico no fue uno de ellos.

Con todo, los principales deberes que debía llenar Copérnico durante los seis años de su estada en el castillo de Heilsberg fueron no de índole médica, sino diplomática. La pequeña Ermland –un territorio limítrofe– era motivo de constantes fricciones, intrigas y guerras, como iba a ser su vecina Danzig cuatrocientos años después. Las principales ciudades de Ermland eran Frauenburg, la ciudad de la catedral; Heilsberg, donde residía el obispo; luego, más hacia el interior Allenstein. Cada una de ellas tenía como centro un castillo medieval, en una loma, y estaba fortificada por un muro y un foso. Ermland era la mayor de las cuatro diócesis prusianas y la única que, gracias a la astucia del obispo Lucas, logró conservar su independencia, tanto respecto de la Orden Teutónica como del rey polaco. Aunque políticamente estaba de parte de este último, el obispo Lucas nunca cedió sus derechos de autonomía, y gobernó su remoto territorio según el gran estilo de un príncipe del Renacimiento.

Una “Ordenanza del castillo de Heilsberg”,17 del siglo XV, describe con menudos detalles el personal de la corte del obispo, su orden de prelación y las reglas de la etiqueta. Al sonar la campana que llamaba a las comidas, todos cuantos residieran en el castillo, y todos los huéspedes, debían aguardar a las puertas de sus departamentos hasta que el obispo entrara en el patio pavimentado, cosa que anunciaban los ladridos de sus sabuesos, que se soltaban en ese momento. Cuando el obispo, con mitra y báculo y purpúreos guantes, aparecía en el patio, se formaba una procesión que lo escoltaba hasta la sala de los caballeros. Los sirvientes daban aguamanos a los comensales; y, después de dar gracias al Señor, el obispo subía al tablado alto donde estaba la mesa principal, destinada a los dignatarios y huéspedes más importantes. Había en total, nueve mesas; la segunda se reservaba a los funcionarios superiores; la tercera, a los funcionarios inferiores; la cuarta, a los sirvientes principales; la quinta, a los pobres; la sexta, la séptima y la octava, a los sirvientes inferiores y a los sirvientes de los sirvientes; la novena, a los juglares, bufones y saltimbanquis que entretenían a los comensales.

No sabemos cuál era la mesa que le correspondía al canónigo Nicolás; probablemente, la segunda. En esa época frisaba ya en los cuarenta años. Sus deberes eran los de acompañar al tío Lucas en sus viajes y misiones diplomáticas a Cracovia y Thorn, a las dietas prusiana y polaca, a la coronación y bodas del rey Segismundo. También tenía que redactar cartas y documentos políticos. Es de presumir que ayudase al obispo a concretar dos proyectos favoritos de este último: desembarazarse de los caballeros teutónicos, enviándolos a una cruzada contra los turcos, y fundar una universidad prusiana en Elbing. Ambos proyectos quedaron en agua de borrajas.

Así y todo, el pulso de la vida en Ermland observaba un ritmo de ocio, de suerte que sus deberes dejaban al canónigo Koppernigk libertad bastante para entregarse a cuanto le interesara personalmente. Y por cierto que observar el cielo no era una de las cosas que le interesaban. En los seis años que pasó en Heilsberg no anotó ninguna observación; pero preparó dos manuscritos: uno, una traducción al latín; el otro, un esbozo del sistema copernicano del universo. El primero se publicó; el segundo, no.

El manuscrito astronómico no publicado se conoce con el nombre de Commentariolus18 o Breve esbozo, sobre el cual luego volveremos. El otro manuscrito se publicó en Cracovia, en 1509, cuando Copérnico tenía treinta y seis años de edad y, exceptuado el De las Revoluciones, fue el único libro que publicó en vida. La obra representa asimismo la única incursión que realizó Copérnico en el terreno de las belles lettres, y por eso arroja luz sobre su personalidad y sobre sus gustos.

El librito es una traducción que el canónigo Koppernigk hizo al latín de las epístolas griegas de Teofilacto o Simocata. Teofilacto fue un historiador bizantino del siglo VII, cuya obra más conocida es una historia del reinado del emperador Mauricio. De sus méritos literarios, Gibbon dice que era amplio en las fruslerías, y breve en las cosas esenciales.19 Y Bernhardy observa que “el estilo de Teofilacto, poco profundo, florido e hinchado... revela, ello no obstante, antes y más cabalmente de lo que uno pudiera imaginarse, la vacuidad y el cansancio de su época”.20 También publicó un volumen de ochenta y cinco epístolas en la forma de cartas imaginarias cambiadas entre varios personajes griegos. Y esta fue la obra que Copérnico eligió para traducir al latín, como contribución literaria a la literatura del Renacimiento.

Las epístolas de Simocata se dividen en tres especies: morales, pastorales y amorosas. Los siguientes ejemplos (completos) de cada una de los tres genres son retraducciones de la versión latina de Copérnico.21 Son los tres últimos de la colección:

Epístola LXXXIII. Antino a Ampelinas (pastoral)

Ha terminado la vendimia y las uvas están llenas de dulce jugo. Vigila, pues, cerca del camino y toma como compañero a un listo perro de Creta, pues las manos de los vagabundos están demasiado ansiosas de arrebatarlas y de privar al agricultor del fruto de sus sudores.

Epístola LXXXIV. Crisipa a Sosipater (amorosa)

Estás preso en las redes del amor, Sosipater. Tú amas a Antusia. Merecedores de alabanza son los ojos que, enamorados, se vuelven a una hermosa muchacha. No te lamentes de que el amor te haya conquistado, pues mayores son las delicias que recompensarán tus trabajos de amor. Aunque las lágrimas sean señal de dolor, las de amor son dulces, pues están mezcladas con alegría y placer. Los dioses del amor aportan deleites al propio tiempo que tristeza; de muchas pasiones está rodeada Venus.

Epístola LXXXV. Platón a Dionisio (moral)

Si deseas dominar tu dolor, ve a pasearte entre las tumbas. Allí encontrarás la cura de tus aflicciones y, al mismo tiempo, comprenderás que ni siquiera la suprema felicidad del hombre sobrevive a la tumba.

¿Qué pudo haber movido al canónigo Koppernigk a dedicar trabajos precisamente a esta sarta de cosillas pomposas y pedestres? No era un escolar, sino un hombre maduro; no era tampoco un rudo campesino, sino un humanista y un cortesano que había vivido diez años en Italia. He aquí que él mismo dice para explicar su curiosa elección, en el prefacio dedicado al tío Lucas:

AL REVERENDÍSIMO OBISPO LUCAS DE ERMLAND DEDICA NICOLAUS COPÉRNICUS. REVERENDÍSIMO SEÑOR Y PADRE DE LA PATRIA:

Paréceme que, con grande excelencia, Teofilacto, el erudito, compiló estas epístolas morales, pastorales y amorosas. Seguramente lo guio en su obra el pensamiento de que la variedad place, y que, por tanto, sería preferible. Muy variadas son las inclinaciones de los hombres y muy diferentes cosas los deleitan. A unos les gustan los pensamientos de peso; otros responden a la ligereza. A unos agrada la gravedad; a otros los atrae el juego de la fantasía. Para que el público se deleite en cosas tan diversas, Teofilacto alterna temas ligeros con temas graves y la frivolidad con la seriedad, de suerte que el lector, como si estuviera en un jardín, pueda elegir la flor que más le guste. Pero todo cuanto ofrece es tan provechoso que sus poemas en prosa parecen, antes que epístolas, reglas y preceptos para el útil ordenamiento de la vida humana. Prueba de ello es su brevedad y sustancia. Teofilacto tomó su material de varios autores y lo compiló de manera breve y muy edificante. Nadie se atreverá a negar el valor de las epístolas morales y pastorales. Acaso las epístolas de amor reciban un juicio distinto en razón de su tema, que puede parecer ligero y frívolo; pero así como el médico suaviza una medicina amarga agregándole elementos dulces que la hagan más agradable al paciente, así precisamente se agregan estas epístolas ligeras, incidentalmente, y, ello no obstante, son tan puras que bien pudiera llamárselas epístolas morales. Por estas circunstancias pensé que no era justo que las epístolas de Teofilacto pudieran leerse solamente en lengua griega. Para hacerlas más accesibles, traté de traducirlas, según mis luces, al latín.

A vos, reverendísimo señor, dedico esta pequeña ofrenda, que, de seguro, no guarda relación alguna con los beneficios que me habéis dispensado. Cuanto haya conseguido por la capacidad de mi espíritu lo considero de vuestra pertenencia por derecho, pues verdadero y más allá de toda duda es lo que Ovidio escribió una vez a César Germánico: “Según la dirección de tu mirada, mi espíritu cae y se levanta”.22

Debemos recordar que aquella era una época de fermento intelectual y de revolución espiritual. Resulta deprimente comparar el gusto y el estilo del canónigo Koppernigk con los de sus ilustres contemporáneos, Erasmo y Lutero, Melanchton y Reuchlin o el obispo Dantisco, de la Ermland del propio Copérnico. Sin embargo, la empresa de traducir no era un capricho fortuito y, si consideramos más atentamente la cuestión, comprobaremos que el haber elegido al oscuro Teofilacto fue en verdad un acto sagaz. En efecto, era una época en que la traducción de textos griegos de la Antigüedad, recién redescubiertos, se consideraba una de las tareas primordiales y más nobles de los humanistas. Era la época en que la traducción del griego que Erasmo hizo del Nuevo Testamento, al revelar las corrupciones de la Vulgata latina, “contribuyó a la liberación del espíritu humano del dominio del clero, más que toda la vehemencia y el fuego de muchos folletos de Lutero”;23 y era la época en que se produjo una clase distinta de liberación intelectual, por obra del redescubrimiento de los hipocráticos y de los pitagóricos.

Sin embargo, en la Europa septentrional la minoría más fanática del clero estaba aún librando una acción de retaguardia contra el renacimiento de la erudición antigua. Durante la juventud de Copérnico el griego no se enseñaba en ninguna universidad alemana o polaca. El primer profesor de griego en Cracovia, Georg Libanius, se quejaba de que los fanáticos religiosos trataran de prohibir sus conferencias y de excomulgar a quienes aprendían hebreo y griego. Algunos dominicos alemanes fueron particularmente entusiastas en cuanto a denunciar como herética toda indagación de los textos griegos y hebreos no expurgados. Uno de ellos, el monje Simón Grunau, rezongaba en su crónica: “Algunos ni siquiera vieron un judío o un griego en toda su vida y, sin embargo, leen el griego y el hebreo en los libros. Son poseídos”.24

Este oscuro Grunau y el antes mencionado Libanius aparecen citados con frecuencia en la literatura sobre Copérnico no solo para mostrar que era menester gran valor por parte del canónigo para publicar una traducción del griego, sino para probar que, con tal acto simbólico, había tomado ostensiblemente partido por los humanistas contra los oscurantistas. Por cierto que se trataba de un acto calculado, pero, en la medida que implicaba decidirse por una posición, Copérnico se decidió por el bando de los vencedores: en la época que publicó su librito, Erasmo y los humanistas parecían haber ganado la batalla. Era el momento del gran Renacimiento europeo, anterior a aquel en que el mundo occidental se dividió en dos campos hostiles, antes de los horrores de la Reforma y de la Contrarreforma, antes de que Roma trabara el progreso de la imprenta con su index librorum prohibitorum. Erasmo era todavía el indiscutido jefe intelectual, que pudo escribir sin jactancia que entre sus discípulos estaban

el emperador, los reyes de Inglaterra, Francia y Dinamarca, el príncipe Fernando de Alemania, el cardenal de Inglaterra, el arzobispo de Canterbury y más príncipes, más obispos, más hombres ilustrados y honorables de los que puedo mencionar, no solo de Inglaterra, Flandes, Francia y Alemania, sino hasta de Polonia y Hungría.25

Estas circunstancias tal vez puedan explicar la peculiar elección que hizo Copérnico del texto. Trátase de un texto griego y, por tanto, su traducción era meritoria a los ojos de los humanistas. Sin embargo, no era un texto griego antiguo; era un texto compuesto por un cristiano bizantino del siglo VII, con un prosaísmo y una piedad tan impecables que ni siquiera un monje fanático podía formular objeciones contra él. En suma, las epístolas de Teofilacto eran tanto griegas como cristianas y, por lo mismo, incapaces de crear complicaciones a su traductor. No atrajeron la atención ni de los humanistas ni de los oscurantistas, y quedaron prontamente olvidadas.

VI. EL CANÓNIGO

En 1512 murió repentinamente el obispo Lucas. Había viajado a Cracovia para asistir al matrimonio del rey polaco, y había concurrido a las ceremonias en perfecto estado de salud. Al volver del viaje, una súbita intoxicación le arrebató la vida en su ciudad natal de Thorn. Su fiel secretario y médico privado, evasivo como siempre, no estuvo junto a él en el momento de morir. Desconocemos las razones de su ausencia.

Poco después de la muerte del tío, Copérnico –hombre ya de cuarenta años– abandonó el castillo de Heilsberg y tras quince años de dilación, se hizo cargo de sus deberes de canónigo de la catedral de Frauenburg –deberes nada agotadores–, que desempeñó fielmente hasta el fin de su vida.

Los dieciséis canónigos llevaban la vida ociosa, mundana y opulenta de los nobles de provincia. Portaban armas (salvo en las reuniones del capítulo) y se les exigía que, para conservar su prestigio, empleasen por lo menos dos servidores y tuviesen tres caballos cada uno. La mayor parte de ellos procedía de familias patricias de Thorn y Danzing, y estaban emparentados entre sí por los matrimonios de sus deudos. Cada uno de ellos poseía una casa o curia que se le adjudicaba dentro de los muros fortificados, y una de ellas era la torre de Copérnico. Y también dos allodia, o pequeñas heredades privadas, en el campo. Independientemente de todo esto cada canónigo gozaba de los beneficios de una o varias prebendas, de manera que sus rentas eran considerables.

Solo uno de los dieciséis canónigos había hecho los votos superiores y podía oficiar misa. El resto tenía la obligación de asistir a los servicios matutinos y vespertinos –y ayudar ocasionalmente en ellos– cuando no se hallaba ausente en alguna misión oficial. Sus demás deberes eran de índole mundana: la administración de las vastas heredades del capítulo en que los canónigos ejercían poder casi absoluto: cobraban impuestos, recaudaban las rentas y los diezmos, nombraban a los alcaldes y funcionarios de las aldeas, administraban justicia, dictaban la ley y la aplicaban. Estas actividades debieron de atraer al canónigo Koppernigk, de naturaleza metódica y frugal, pues durante cuatro años conservó el nombramiento de administrador de los dominios adyacentes que el capítulo tenía en Allenstein y Mehlsack, y fue durante otro período el administrador general de todas las posesiones del capítulo en Ermland. Llevaba un libro mayor y un diario de negocios en el cual se consignan minuciosamente todas las transacciones realizadas con terratenientes, siervos y trabajadores.

En el ínterin –en 1519–, tornó a inflamarse la lucha entre los polacos y los caballeros teutónicos. No hubo grandes batallas, pero el campo de Ermland fue devastado por la rapaz soldadesca de ambas partes. Los soldados dieron muerte a campesinos, raptaron mujeres e incendiaron granjas; pero no atacaron las ciudades fortificadas. Catorce de los dieciséis canónigos pasaron aquel turbulento año en Thorn o Danzig. Koppernigk prefirió quedarse, en compañía de un cofrade mayor, en su torre, dentro de los muros protectores de Frauenburg, y desde allí cuidó de los negocios del capítulo. Luego administró Allenstein por otro año. Parece que también tomó parte en un abortado intento de mediación entre las dos partes hostiles. Cuando por fin se restableció la paz en 1521, Copérnico tenía ya cerca de cincuenta años. Los veinte años que todavía le quedaban de vida, hubo de pasarlos, primordialmente, en su torre, sin intervenir en ningún hecho notable.

Disponía de mucho tiempo para dedicar al ocio. En 1530, o aproximadamente en esa fecha,26 completó el manuscrito del libro De las Revoluciones, que dejó de lado y en el que ulteriormente solo introdujo algunas correcciones ocasionales. No hizo nada más de alguna importancia. A requerimiento de un amigo escribió una crítica de las teorías de otro astrónomo,27 la cual, lo mismo que el Commentariolus, circuló en forma manuscrita; redactó un memorándum de los daños ocasionados por los caballeros teutónicos durante la guerra; y escribió un tratado sobre reforma monetaria para la dieta prusiana.28 Ningún gran filósofo u hombre de ciencia publicó nunca tan poco.

En todos esos años solo tuvo un amigo íntimo, un colega de Frauenburg que llegó a ser luego obispo de Kulm y de Ermland, Tiede-mann Giese. El canónigo Giese era un hombre bondadoso e ilustrado, que a pesar de ser siete años más joven que Copérnico, se tomó por este un interés afectuoso y protector. Fue Giese quien tras varios años de esfuerzos y ayudado por el joven Rético, consiguió por fin inducir a su cofrade –que se resistía a hacerlo– a que publicara el libro De las Revoluciones y fue él quien, cuando Copérnico se vio envuelto en un sórdido conflicto con el nuevo obispo, suavizó las cosas con su influencia. Nicolás siempre tuvo necesidad de una personalidad más fuerte que la suya para apoyarse en ella; pero mientras el tío Lucas y el hermano Andreas lo intimidaban, Giese lo guio, durante los años restantes de su vida, con paciencia y dulce persuasión. Fue él, antes de que Rético apareciera a último momento en escena, el único que reconoció al hombre de genio en aquel anciano apagado, a quien nadie quería; el único que aceptó la debilidad de carácter de su amigo y que comprendió su tortuoso modo de ser, sin que por ello disminuyese la admiración intelectual que le inspiraba. Era una notable hazaña de caridad e imaginación, pues en aquella época el intelecto y el carácter de un hombre aún se concebían como una unidad indivisible. Se aceptaba o se rechazaba en su totalidad a una persona, y la mayor parte de la gente que tuvo contacto con el canónigo Koppernigk adoptó la segunda actitud. Tiedemann Giese, firme, pero suave protector, guía y acicate, es uno de esos silenciosos héroes de la historia que allanan el camino de esta, sin dejar empero en él ninguna huella personal

Hay un episodio típico en la relación entre ambos amigos que ilustra su actitud ante el conflicto central de su época: la Reforma de la Iglesia a la cual servían.

Copérnico tenía cuarenta y cuatro años cuando, en 1517, Martín Lutero clavaba sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia y del castillo de Wittenberg. No pasaron más de cinco años y “mirad, todo el mundo se ha visto arrastrado a la lucha, a la salvaje matanza. Y todas las iglesias caen en el abuso como si Cristo, al retornar a los cielos, nos hubiera legado no la paz, sino la guerra”, como escribió el manso Giese, lleno de desesperación.29 Desde sus comienzos, el movimiento luterano se difundió rápidamente por toda Prusia y llegó también a Polonia. El ex Gran Maestre de los caballeros teutónicos, que cuando se disolvió la Orden, en 1525, tomó el título de duque de Prusia, abrazó el nuevo credo; el rey de Polonia, por su parte, permaneció fiel a Roma y sofocó por la fuerza una rebelión luterana en Danzig. De manera que la pequeña Ermland volvió a convertirse en una tierra de nadie, situada entre dos campos hostiles. El obispo Fabiano von Lossainen, sucesor del tío Lucas, observó una actitud de benévola neutralidad respecto de Lutero, a quien llamó “un monje ilustrado que tiene sus propias opiniones sobre las Escrituras; ha de ser hombre osado aquel que se ponga a discutir con él”. Pero su sucesor, el obispo Mauricio Ferber, apenas ocupó su puesto, inició una violenta campaña contra el luteranismo. Su primer edicto, publicado en 1524, amenazaba a todos los que escuchaban a los cismáticos “con la maldición eterna y con la espada del anatema”. Durante la misma semana en que se publicó este edicto en Ermland, el obispo de la vecina diócesis de Samland también publicó un edicto, en el cual exhortaba al clero para que leyese diligentemente los escritos de Lutero y siguiera la práctica luterana de predicar y bautizar en la lengua del pueblo común.

Dos años después, el canónigo Giese publicó un librito.30 Su propósito ostensible era refutar un tratado del vecino luterano inmediato a Ermland, el obispo de Samland. En verdad, se trataba de un alegato en favor de la tolerancia y la conciliación, escrito enteramente dentro del espíritu de Erasmo. En el prefacio, el canónigo Giese decía, lisa y llanamente: “Rechazo la batalla”. Y terminaba el libro con estas palabras:

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