Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - James Joyce», sayfa 10

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—L —dijo el señor Bloom—, Leopold. Y podría también poner el nombre de M’Coy. Me lo pidió.

—Charley —dijo Hynes escribiendo—. Ya sé. Estuvo en otros tiempos en el Freeman.

Así que estuvo antes de encontrar el empleo en el depósito de cadáveres a las órdenes de Louis Byrne. Buena idea la autopsia para los médicos. Encuentran lo que imaginan que saben. Ha muerto un martes. Echado. Se escapó con el dinero de unos pocos anuncios. Charley, tú eres mi cariño. Por eso me pidió. Ah bueno, no es nada malo. Ya me ocupé de eso, M’Coy. Gracias, viejo: muy agradecido. Hacerle quedar agradecido: no cuesta nada.

—Y díganos —dijo Hynes—, ¿conoce a ese tipo del, el tipo que estaba ahí con un...?

Miró alrededor.

—Macintosh. Sí, le vi —dijo el señor Bloom—. ¿Dónde está ahora?

—MacIntosh —dijo Hynes, garrapateando—. No sé quién es. ¿Es así como se llama?

Se apartó, mirando a su alrededor.

—No —empezó el señor Bloom, volviéndose y deteniéndose—. ¡Oiga, Hynes!

No oyó. ¿Qué? ¿A dónde ha desaparecido? Ni señal. Bueno por todos los. ¿Ha visto alguien aquí? Ka e ele ele. Se ha vuelto invisible. Dios mío, ¿qué ha sido de él?

Un séptimo sepulturero llegó al lado del señor Bloom a buscar una azada que no usaban.

—Ah, perdone.

Se echó a un lado ágilmente.

Un barro, pardo, húmedo, empezaba a verse en el hoyo. Subía. Casi terminado. Un montículo de terrones húmedos subió más, subió, y los sepultureros dejaron las azadas. Todos se volvieron a descubrir unos momentos. El muchacho apoyó la corona contra una esquina: el cuñado la suya en un montón. Los sepultureros se pusieron las gorras y se llevaron las azadas embarradas al carretón. Luego golpearon ligeramente los filos en la hierba: limpios. Uno se inclinó a quitar del mango un largo mechón de hierba. Otro, dejando a sus compañeros, echó a andar lentamente con el arma al hombro, la hoja en reflejos azules. Silenciosamente, a la cabecera de la tumba, otro enrollaba las cuerdas del ataúd. Su cordón umbilical. El cuñado, apartándose, le puso algo en la mano libre. Gracias en silencio. Lo siento, señor: molestia. Sacudida de cabeza. Ya lo sé. Para ustedes nada más.

Los del duelo se fueron retirando lentamente, sin objetivo, por caminos en rodeos, parándose un rato a leer un nombre en una tumba.

—Vamos a dar una vuelta por la tumba del jefe —dijo Hynes—. Tenemos tiempo.

—Vamos —dijo el señor Power.

Se volvieron a la derecha, siguiendo sus lentos pensamientos. Con reverencia, habló la voz vacía del señor Power.

—Algunos dicen que no está en absoluto en esa tumba. Que llenaron el ataúd de piedras. Que volverá algún día.

Hynes movió la cabeza.

—Parnell no volverá nunca —dijo—. Está ahí, todo lo que era mortal en él. Paz a sus cenizas.

El señor Bloom avanzó junto a un seto sin ser observado, entre ángeles entristecidos, cruces, columnas rotas, panteones familiares, esperanzas de piedra que rezaban con los ojos elevados, viejos corazones y manos de Irlanda. Más sensato gastar el dinero en alguna caridad para los vivos. Rogad por el reposo del alma de. ¿Reza alguien realmente? Le plantan y han acabado con él. Como por una rampa de carbón abajo. Luego los amontonan juntos para ahorrar tiempo. Día de difuntos. El veintisiete estaré en su tumba. Diez chelines para el jardinero. Lo tiene libre de hierbajos. El mismo viejo. Encorvado con la podadera chascando. Cerca de la puerta de la muerte. Que falleció. Que partió de esta vida. Como si lo hicieran por su propia iniciativa. Les dieron la patada, a todos ellos. Que estiró la pata. Más interesante si le dijeran a uno lo que eran. Fulano, carretero. Yo era viajante de linóleum. Yo pagaba cinco chelines por libra. O una mujer con su cacerola. Yo guisaba un buen estofado irlandés. Elogio en un cementerio de campo es como debería llamarse ese poema de quién es de Wordsworth o de Thomas Campbell. Entró en el descanso así dicen los protestantes. La del viejo doctor Murren. El Gran Médico le llamó a casa. Bueno, es camposanto para ellos. Bonita residencia de campo. Recién revocada y pintada. Lugar ideal para echar un cigarro en paz y leer el Church Times. Los anuncios matrimoniales, ellos nunca tratan de embellecerlos. Coronas mohosas, colgadas en remates, guirnaldas de hoja de bronce. Mejor valor eso por el precio. Sin embargo, las flores son más poéticas. Lo otro se hace fatigoso, sin marchitar nunca. No expresa nada. Siemprevivas.

Un pájaro estaba posado mansamente en una rama de chopo. Como disecado. Como el regalo de boda que nos hizo el concejal Hooper. ¡Uh! No se le saca un movimiento. Sabe que no hay tiradores con que dispararle. El animal muerto es aún más triste. Milly fililí enterrando el pajarito muerto en la caja de cerillas de cocina, una coronita de margaritas y trozos de collares rotos en la tumba.

El Sagrado Corazón es ése: enseñándolo. Con el corazón en la mano. Debería estar de lado y rojo: tendría que estar pintado como un corazón de verdad. Irlanda le está dedicada o como se diga. Parece cualquier cosa menos satisfecho. ¿Por qué infligirme esto? Entonces vendrían los pájaros a picar como el chico con el cesto de fruta pero él dijo que no porque tendrían que haberse asustado del muchacho. Apolo fue.

¡Cuántos! Todos estos de aquí estuvieron en otro tiempo dando vueltas por Dublín. Fieles ausentados. Como sois ahora así fuimos nosotros en otro tiempo.

Además ¿cómo podría uno recordar a todo el mundo? Ojos, andares, voz. Bueno, la voz, sí: un gramófono. Tener un gramófono en cada tumba o guardarlo en casa. Después de la comida, el domingo. Pon al pobrecillo bisabuelo. ¡Craahaare! Holaholahola mealegromuchísimo craarc mealegromuchísimodeverosotravez holahola gromuchisi copzsz. Recordar la voz como la fotografía recuerda la cara. Si no uno no podría recordar la cara al cabo de quince años, digamos. Por ejemplo, ¿quién? Por ejemplo alguien que murió cuando yo estaba en Wisdom Hely.

¡Rtststr! Un crujido de gravilla. Esperar. ¡Alto! Bajó los ojos atentamente a una cripta de piedra. Algún animal. Esperar. Ahí va.

Una obesa rata gris trotó por un lado de la tumba, moviendo las piedras. Tiene muchas tablas; bisabuela; conoce el paño. El vivo gris se aplastó bajo el plinto, retorciéndose hasta meterse debajo. Buen escondite para un tesoro.

¿Quién vive ahí? Yacen los restos de Robert Emery. A Robert Emmet le enterraron aquí alumbrándose con linternas, ¿no es verdad? Haciendo la ronda.

La cola ha desaparecido ya.

Una de estas acabaría pronto con cualquiera. Dejan los huesos limpios sin importar quién era. Carne corriente para ellas. Un cadáver es carne echada a perder. Bueno ¿y qué es el queso? Cadáver de leche. Leí en esos Viajes a la China que los chinos dicen que los blancos huelen a cadáver. Mejor la cremación. Los curas están emperrados en contra. Guisando a la diabla para la otra empresa. Quemadores al por mayor y negociantes en hornos holandeses. En el tiempo de la epidemia. Fosas de cal viva. Cámara letal. Cenizas a las cenizas. O sepultar en el mar. ¿Dónde está esa torre del silencio parsi? Comidos por los pájaros. Tierra, fuego, agua. Ahogarse dicen que es lo más agradable. Ver tu vida entera en un relámpago. Pero al ser devueltos a la vida no. No se puede sepultar en el aire sin embargo. Desde una máquina voladora. No sé si se corre la noticia cuando dejan caer uno nuevo. Comunicación subterránea. Aprendimos eso de ellos. No me sorprendería. Alimentación normal completa para ellos. Las moscas llegan antes que esté bien muerto. Les llegó el pálpito de Dignam. No les importa el olor de eso. Papilla blancosal de cadáver desmigándose: olor, sabor como nabos blancos crudos.

Las verjas relucían delante: aún abiertas. De vuelta al mundo otra vez. Basta de este sitio. A cada vez te acerca un poco más. La última vez que estuve aquí fue en el entierro de la señora Sinico. El pobre papá también. Amor que mata. E incluso escarbando la tierra de noche con una linterna como en aquel caso que leí para conseguir hembras recién sepultadas o incluso podridas con llagas abiertas por la tumba. Verás mi fantasma después de la muerte. Mi fantasma te perseguirá después de la muerte. Hay otro mundo después de la muerte llamado infierno. No me gusta el otro mundo escribió ella. Ni a mí. Mucho que ver y oír y tocar todavía. Sentir seres vivos calientes cerca de uno. Dejadles dormir en sus lechos gusanientos. No me van a pescar de esta hecha. Camas calientes: vida caliente llena de sangre.

Martin Cunningham salió de un sendero lateral.

Abogado, me parece. Conozco esa cara. Menton, John Henry, abogado, procurador para declaraciones juradas y atestados. Dignam solía estar en su despacho. Con Mat Dillon hace mucho. El alegre Mat. Las noches de convite. Aves fiambres, cigarros, los vasos Tántalo. Corazón de oro realmente. Sí, Menton. Se puso furioso aquella noche en la bolera porque le metí mi bola por en medio. Pura chiripa mía: el desnivel. Por qué le entró una antipatía tan arraigada contra mí. Odio a primera vista. Molly y Floey Dillon del brazo bajo el árbol de lilas, riendo. Ese tipo siempre así, mortificado si hay mujeres delante.

Se le ha abollado el sombrero por un lado. El coche probablemente.

—Perdone, señor —dijo el señor Bloom junto a ellos.

Se detuvieron.

—Tiene el sombrero un poco aplastado —dijo el señor Bloom, señalando.

John Henry Menton se le quedó mirando fijamente un momento sin moverse.

—Ahí —ayudó Martin Cunningham, señalando también.

John Henry Menton se quitó el sombrero, empujó fuera la abolladura y alisó el pelo cuidadosamente con la manga. Se volvió a encajar el sombrero en la cabeza.

—Ahora está muy bien —dijo Martin Cunningham.

John Henry Menton inclinó la cabeza de una sacudida en reconocimiento.

—Gracias —dijo secamente.

Siguieron andando hacia las verjas. El señor Bloom, alicaído, se echó atrás unos pasos para no oír lo que hablaban. Martin dictando la ley. Martin sabía enredar a un imbécil como ése, sin que él se diera cuenta.

Ojos de ostra. Qué más da. Lo sentirá después quizá cuando caiga en la cuenta. Tener entonces ventaja sobre él de ese modo.

Gracias. ¡Qué grandes estamos esta mañana!

––––––––


7

EN EL CORAZÓN DE LA METRÓPOLI HIBERNIANA

Ante la columna de Nelson los tranvías iban más despacio, entraban en agujas, cambiaban el trole, arrancaban hacia Blackrock, Kingstown y Dalkey, Clonskea, Rathgar y Terenure, Palmerston Park y Upper Rathmines, Sandymount Green, Rathmines, Ringsend y Sandymount Tower, Harold’s Cross. El ronco controlador de la Compañía Unida de Tranvías de Dublín les daba la salida aullando:

—¡Rathgar y Terenure!

—¡Tira allá, Sandymount Green!

A derecha e izquierda paralelos campaneantes tintineantes un tranvía de dos pisos y otro de uno se pusieron en marcha desde su comienzo de línea, se desviaron hacia la línea descendente y se deslizaron paralelamente.

—¡Salida, Palmerston Park!

EL MENSAJERO DE LA CORONA

Bajo el pórtico de la oficina central de correos unos limpiabotas voceaban y abrillantaban. Aparcados en la calle North Prince los coches postales de Su Majestad, ostentando en sus costados las iniciales reales, E. R., recibían, lanzadas ruidosamente, sacas de cartas, postales, avisos, paquetes, certificados de respuesta pagada, con destino local, provincial, británico y de ultramar.

ESOS SEÑORES DE LA PRENSA

Carreteros de torpes botas sacaban rodando barriles de sordo retumbo del almacén Prince y los subían entrechocándolos al carro de la cervecería. En el carro de la cervecería se entrechocaban barriles de sordo retumbo sacados rodando del almacén de Prince por carreteros de torpes botas.

—Aquí está —dijo Red Murray—. Alexander Llavees.

—Recórtelo por favor, ¿no? —dijo el señor Bloom—, y yo me daré una vuelta por las oficinas del Telegraph para llevarlo.

La puerta del despacho de Ruttledge volvió a crujir. Davy Stephens, diminuto en un gran gabán con esclavina, con un pequeño sombrero de fieltro coronándole los rizos, pasó de largo con un rollo de papeles bajo el gabán, correo del rey.

Las largas tijeras de Red Murray desprendieron el anuncio del periódico en cuatro golpes limpios. Tijeras y pegamento.

—Pasaré por la imprenta —dijo el señor Bloom, llevándose el cuadrado cortado.

—Claro que si quiere un entrefilet —dijo seriamente Red Murray, con una pluma en la oreja—, se lo podemos hacer.

—Muy bien —dijo el señor Bloom, con una cabezada—. Me lo trabajaré.

Nosotros.

EL CABALLERO WILLIAM BRAYDEN, DE OAKLANDS, SANDYMOUNT

Red Murray le tocó al señor Bloom el brazo con las tijeras y susurró:

—Brayden.

El señor Bloom se volvió y vio al portero con librea quitándose la gorra mientras una solemne figura entraba entre los tablones de noticias de la edición semanal del Freeman and National Press y el Freeman’s Journal and National Press. Barriles de sordo retumbo de Guinness. Pasó, importante, escaleras arriba pilotado por un paraguas, rostro solemne enmarcado en barba. La espalda de paño peinado subía a cada escalón: espalda. Lleva los sesos todos en la nuca, dice Simon Dedalus. Refuerzos de carne por detrás en él. Gordo pliegue de cuello, gordo, cuello, gordo, cuello.

—¿No cree que esa cara es como la de Nuestro Salvador? —susurró Red Murray.

La puerta del despacho de Ruttledge susurró: ii: criii. Siempre construyen una puerta enfrente de otra para que el viento. Entrada. Salida.

Nuestro Salvador; rostro ovalado enmarcado en barba; hablando en el oscurecer María, Marta. Pilotado por un paraguas espada hacia las candilejas: Mario el tenor.

—O como la de Mario —dijo el señor Bloom.

—Sí —asintió Red Murray—. Pero decían que Mario era la imagen de Nuestro Salvador.

Jesús Mario con mejillas de colorete, jubón y piernas de huso. En Martha.

Ve-en tú, perdida,

ve-en tú, querida.

EL BÁCULO Y LA PLUMA

—Su Eminencia telefoneó dos veces esta mañana —dijo gravemente Red Murray.

Observaron desaparecer las rodillas, piernas, botas. Cuello.

Un repartidor de telegramas entró rápido, lanzó un sobre en el mostrador y se marchó a la carrera con una palabra.

—¡Freeman!

El señor Bloom dijo lentamente:

—Bueno, éste es también uno de nuestros salvadores.

Una mansa sonrisa le acompañó al levantar la tabla del mostrador, al entrar dentro por la puerta lateral, por las calientes escaleras oscuras y el pasillo, y por las tablas que ahora resonaban. Pero ¿salvará la tirada? Retumbando, retumbando.

Empujó la puerta oscilante de cristal y entró, pasando sobre papel de embalaje esparcido. A través de un callejón de rotativas traqueteantes se dirigió al cuartito de lectura de Nannetti.

Hynes aquí también: información de entierro probablemente. Retumbando. Tumb.

CON EL MÁS SINCERO DOLOR ANUNCIAMOS LA DESAPARICIÓN DE UN RESPETADÍSIMO CIUDADANO DUBLINÉS

Esta mañana los restos del difunto señor Patrick Dignam. Máquinas. Deshacen a un hombre en átomos si le pillan. Rigen el mundo hoy. Sus maquinarias también están descuajándose. Como éstas, se fue de la mano: fermentando. Trabajando hasta deshacerse. Y aquella vieja rata gris deshaciendo para entrar.

CÓMO SE PRODUCE UN GRAN ÓRGANO DIARIO

El señor Bloom se detuvo detrás del flaco cuerpo del regente, admirando una reluciente coronilla.

Extraño que nunca vio su verdadero país. Irlanda mi país. Diputado por College Green. Hinchó todo lo que pudo aquella campaña del trabajador a jornal. Son los anuncios y las informaciones secundarias lo que hacen venderse un semanario no las noticias rancias de la gaceta oficial. Ha muerto la reina Ana. Publicado con autorización en el año mil y. Finca situada en el término de Rosenallis, baronía de Tinnachinch. A quien pueda interesar estadística con arreglo a las disposiciones legales dando cuenta del número de mulas y jacas exportadas desde Ballina. Cuaderno de la naturaleza. Chistes. El cuento semanal de Pat y Bull por Phil Blake. La página del Tío Toby para los pequeñuelos. Consultorio del rústico ingenuo. Querido Director, ¿qué buen remedio hay para la flatulencia? Me gustaría esa parte. Aprender la mar enseñando a los demás. Los ecos de sociedad. T. F. Especialmente Todo Fotografías. Bien formadas bañistas en dorada playa. El mayor aerostato del mundo. Celebrada doble boda de unas hermanas. Los dos novios riéndose cordialmente uno de otro. Cuprani, también, impresor. Más irlandés que los irlandeses.

Las máquinas chascaban en compás de tres por cuatro. Dale, dale, dale. Y si se quedara paralizado allí y nadie supiera pararlas seguirían chascando y chascando todo el tiempo lo mismo, imprimiéndolo una vez y otra y arriba y abajo. Una estupidez todo. Hace falta una cabeza serena.

—Bueno, métalo en la edición de la noche, concejal —dijo Hynes.

Pronto le llamará alcalde. Dicen que le apoya Long John.

El regente, sin contestar, garrapateó tírese en una esquina de la hoja e hizo una señal a un tipógrafo. Le entregó la hoja en silencio por encima de la sucia mampara de cristal.

—Eso es: gracias —dijo Hynes, poniéndose en marcha.

El señor Bloom le cerró el paso.

—Si quiere cobrar el cajero se va a ir a almorzar —dijo, señalando atrás con el pulgar.

—¿Y usted cobró?

—Hm —dijo el señor Bloom—. Dese prisa y le pescará.

—Gracias, viejo —dijo Hynes—. También yo le pincharé.

Se apresuró ansiosamente hacia el Freeman’s Journal.

Tres chelines le presté en Meagher. Tres semanas. Tercera alusión.

VEMOS AL CORREDOR DE PUBLICIDAD EN SU TRABAJO

El señor Bloom puso el recorte en la mesa del señor Nannetti.

—Perdone, concejal —dijo—. Este anuncio, ¿comprende? Llavees, ¿recuerda?

El señor Nannetti consideró el recorte un rato y asintió.

—Lo quiere para julio —dijo el señor Bloom.

El regente acercó el lápiz al recorte.

—Pero espere —dijo el señor Bloom—. Lo quiere cambiar. Llaves, ya comprende. Quiere dos llaves encima.

Demonio de estrépito que hacen. No lo oye. Nan-nan. Nervios de hierro. Quizá no entiende lo que yo.

El regente se volvió para escuchar pacientemente y, levantando el codo, empezó a rascarse lentamente el sobaco de su chaqueta de alpaca.

—Así —dijo el señor Bloom, cruzando los índices encima.

Que se entere primero de esto.

El señor Bloom, lanzando una ojeada de lado, desde la cruz que había hecho, vio la cara amarillenta del regente, me parece que tiene un poco de ictericia, y más allá las obedientes bobinas dando en alimento vastas telas de papel. Chasca. Chasca. Millas de eso desembobinado. ¿Qué se hace de eso después? Ah, envolver carne, paquetes: usos diversos, mil y una cosas.

Deslizando sus palabras hábilmente en las pausas del chascar dibujó rápidamente sobre el tablero lleno de cicatrices.

LA CASA DE LAS LLAVES

—Así, mire. Dos llaves cruzadas aquí. Un círculo. Luego aquí el nombre Alexander Llavees, comercio de té, vino y bebidas. Etcétera.

Mejor no enseñarle su propio oficio.

—Ya sabe usted mismo, concejal, lo que él quiere exactamente. Luego en una orla arriba en tipos grandes: La Casa de las Llaves. ¿Comprende? ¿No le parece una buena idea?

El regente trasladó hacia las costillas inferiores la mano que rascaba y siguió rascando allí en silencio.

—La idea —dijo el señor Bloom— es la casa de las llaves. Ya sabe, concejal: el parlamento de la Isla de Man. Insinuación sobre la autonomía. Ya sabe usted, los turistas de la Isla de Man. Llama la atención, ya comprende. ¿Puede hacerlo?

Quizá podría preguntarle cómo se pronuncia ese voglio. Pero entonces si no lo supiera sólo le dejaría mal. Mejor que no.

—Podemos hacerlo —dijo el regente—. ¿Tiene el dibujo?

—Puedo buscarlo —dijo el señor Bloom—. Estaba en un periódico de Kilkenny. Tiene también una casa ahí. Haré una escapada a pedírselo. Bueno, puede hacer eso y un pequeño entrefilet para llamar la atención. Ya sabe, lo de costumbre. Establecimiento registrado para bebidas de alta calidad. Necesidad sentida hace mucho tiempo. Etcétera.

El regente lo pensó un momento.

—Lo podemos hacer —dijo—. Pero que nos renueve por tres meses.

Un tipógrafo le trajo una floja galerada. Él empezó a corregirla silenciosamente. El señor Bloom esperó, oyendo los ruidosos latidos de las maquinarias y observando a los silenciosos tipógrafos ante sus cajas.

ORTOGRAFÍA

Quiere estar seguro de su ortografía. Fiebre de las pruebas. Martin Cunningham se olvidó de darnos su adivinanza de ortografía esta mañana. Es divertido observar el horrible hache o erre doble aburrimiento be u erre doble de un vagabundo absorto en la visión de un bello ejemplo de simetría bajo una valla de cementerio. Estúpido, ¿no es verdad? Cementerio claro está puesto a causa de simetría.

Yo habría podido decir cuando se encajó la chistera. Gracias. Debería haber dicho algo sobre un sombrero viejo o algo así. No. Podría haber dicho. Parece como nuevo ahora. Ver qué cara ponía entonces.

Sllt. El cilindro inferior de la primera máquina empujó adelante su tablero móvil con sllt con la primera hornada de hojas dobladas en resma. Sllt. Casi humano el modo de llamar la atención. Haciendo todo lo que puede por hablar. Esa puerta sllt crujiendo, pidiendo que la cierren. Todo habla a su manera. Sllt.

COLABORADOR OCASIONAL UN CONOCIDO ECLESIÁSTICO

El regente devolvió de repente la galerada diciendo:

—Espere. ¿Dónde está la carta del arzobispo? Hay que repetirla en el Telegraph. ¿Dónde está como se llame?

Miró a su alrededor por sus ruidosas máquinas sin respuesta.

—¿Monks, dice usted? —preguntó una voz desde la caja de tipos.

—Eso. ¿Dónde está Monks?

—¡Monks!

El señor Bloom recogió su recorte. Hora de marcharse.

—Entonces me buscaré el dibujo, señor Nannetti —dijo—, y usted lo pondrá en buen sitio, ya lo sé.

—¡Monks!

—Sí, señor.

Renovación por tres meses. Voy a tener que gastar mucha saliva primero. Probarlo de todos modos. Insistir en agosto; buena idea; el mes de la feria de caballos. Ballsbridge. Vienen forasteros a la feria.

UN CRONISTA EN JEFE

Atravesó por la sala de cajas, pasando junto a un viejo, inclinado, con gafas, con mandil. El viejo Monks, el cronista en jefe. Curiosa cantidad de material que ha debido pasar por sus manos en su vida: avisos de fallecimiento, anuncios de tabernas, discursos, pleitos de divorcio, encontrados ahogados. Ahora acercándose al extremo de sus fuerzas. Hombre decente y serio con su poco en la caja de ahorros diría yo. Su mujer buena cocinera y lavandera. La hija cosiendo a máquina en la salita. Una fea Andrea, sin fantasías idiotas.

Y ERA LA FIESTA DE LA PASCUA HEBREA

Se paró por el camino a observar a un tipógrafo distribuyendo limpiamente los tipos. Lo lee primero hacia atrás. Lo hace muy deprisa. Debe requerir cierta práctica. mangiD. kcirtaP. El pobre papá con su libro de la Hagadah, leyéndome con el dedo marcha atrás. Pessach. El año que viene en Jerusalén. ¡Ay, Dios mío, ay! Todo ese largo asunto que nos trajo de la tierra de Egipto y a la casa de servidumbre alleluia. Shema Israel Adonai Elohenu. No, eso es lo otro. Luego los doce hermanos, hijos de Jacob. Y luego el cordero y el gato y el perro y el palo y el agua y el carnicero y luego el ángel de la muerte mata al carnicero y éste mata al buey y el perro mata al gato. Suena un poco estúpido hasta que se llega a ver bien lo que es. Justicia es lo que significa pero es que todos se comen a otros. Eso es la vida después de todo. Qué deprisa hace este trabajo. La práctica le hace a uno perfecto. Parece que ve con los dedos.

El señor Bloom pasó adelante, saliendo desde los chasquidos estrepitosos por la galería hasta el descansillo. ¿Voy ahora a hacer todo ese camino en tranvía para luego quizá encontrarle fuera? Mejor telefonearle primero. ¿Número? El mismo de la casa Citron. Veintiocho. Veintiocho cuatro cuatro.

SÓLO UNA VEZ MÁS ESE JABÓN

Bajó por las escaleras de la casa. ¿Quién demonios ha garrapateado por todas las paredes con cerillas? Parece como si lo hubieran hecha por una apuesta. Pesado olor a grasa hay siempre en estas imprentas. Cola tibia de la puerta de al lado en casa de Thom cuando estuve allí.

Sacó el pañuelo para aplicárselo a la nariz. ¿Citrón-limón? Ah, el jabón que me metí ahí. Lo pierdes en ese bolsillo. Al meter otra vez el pañuelo sacó el jabón y lo puso a buen recaudo, abotonándose el bolsillo de atrás del pantalón.

¿Qué perfume usa tu mujer? Podría ir a casa todavía; en tranvía; algo que olvidé. Sólo para ver; antes; vistiéndose. No. Aquí. No.

Una carcajada repentina salió de la oficina del Evening Telegraph. Sé quién es. ¿Qué pasa? Me meteré un momento a telefonear. Es Ned Lambert.

Entró suavemente.

ERÍN, VERDE GEMA DEL MAR DE PLATA

—El espectro avanza —murmuró el profesor MacHugh, suavemente, rebosando galleta, hacia el polvoriento cristal de la ventana.

El señor Dedalus, mirando con fijeza desde la vacía chimenea a la cara intrigante de Ned Lambert, preguntó agriamente a esa cara:

—Por los clavos de Cristo, ¿no es como para darle a uno ardores de estómago en el culo?

Ned Lambert, sentado a la mesa, siguió leyendo:

—O bien, poned atención en los meandros de algún rumoroso arroyuelo que avanza charloteando, abanicado por los más gentiles céfiros si bien querellándose con los pedregosos obstáculos, hacia las tumultuosas aguas de los azules dominios de Neptuno, por entre musgosas riberas, bajo el juego de la luz del sol o bajo las sombras proyectadas sobre su pensativo seno por el embovedado follaje de los gigantes de la floresta. ¿Qué me dices de eso, Simon? —preguntó por encima del margen del periódico—. ¿Qué tal eso como elevación?

—Cambiando de trago —dijo el señor Dedalus.

Ned Lambert, riendo, golpeó el periódico en las rodillas, repitiendo:

—El pensativo seno y el abobado follaje. ¡Ah qué gente, qué gente!

—Y Jenofonte miró a Maratón —dijo el señor Dedalus, volviendo a mirar a la chimenea y a la ventana—, y Maratón miró al mar.

—Basta con eso —gritó el profesor MacHugh desde la ventana—. No quiero oír más tales cosas.

Terminó de comerse la media luna de galleta que había estado mordisqueando y, con el apetito abierto, se dispuso a mordisquear la galleta que tenía en la otra mano.

Alta retórica. Globos hinchados. Ya veo que Ned Lambert se está tomando un día de descanso. Un entierro le trastorna a uno bastante el día, ¿no es verdad? Éste tiene influencia, dicen. El viejo Chatterton, el vicecanciller, es tío abuelo suyo o tío bisabuelo. Cerca de los noventa dicen. El artículo de fondo por su muerte quizá escrito hace mucho tiempo. Viviendo para fastidiarles. Podría morirse él mismo primero. Johnny, hazle sitio a tu tío. El muy honorable Hedges Eyre Chatterton. Estoy seguro de que de vez en cuando le extiende temblorosamente algún cheque que otro en momentos de apuro. Qué golpe de suerte cuando estire la pata. Alleluia.

—Otro espasmo nada más —dijo Ned Lambert.

—¿Eso qué es? —preguntó el señor Bloom.

—Un fragmento de Cicerón descubierto recientemente —contestó el profesor MacHugh en tono pomposo—. Nuestra hermosa patria.

BREVE PERO APROPIADO

—¿La patria de quién? —preguntó con sencillez el señor Bloom.

—Una pregunta muy pertinente —dijo el profesor mientras masticaba—. Con acento en el de quién.

—La patria de Dan Dawson —dijo el señor Dedalus.

—¿Es su discurso de anoche? —preguntó el señor Bloom.

Ned Lambert asintió.

—Pero escuchen esto —dijo.

El pestillo de la puerta golpeó al señor Bloom en los riñones al abrirse de un empujón.

—Perdón —dijo J. J. O’Molloy, entrando.

El señor Bloom se echó a un lado, ágilmente.

—Perdone usted —dijo.

—Buenos días, Jack.

—Adelante. Adelante.

—Buenos días.

—¿Cómo está usted, Dedalus?

—Bien. ¿Y usted?

J. J. O’Molloy movió la cabeza.

TRISTE

Era el más listo de los abogados jóvenes. En decadencia pobre tipo. Esos accesos febriles significan el final de un hombre. Está de mírame y no me toques. Qué se masca en el aire, me pregunto. Preocupaciones de dinero.

—O bien basta que trepemos a los dentados picos de las montañas.

—Tiene usted muy buena cara.

—¿Se puede ver al director? —preguntó J. J. O’Molloy, mirando a la puerta interior.

—Ya lo creo que sí —dijo el profesor MacHugh—. Se le puede ver y se le puede oír. Está en su sancta sanctórum con Lenehan.

J. J. O’Molloy se acercó lentamente al inclinado pupitre y empezó a pasar las hojas rosas de la carpeta.

La clientela disminuye. Uno que podría haber sido. Perdiendo ánimos. Jugando. Deudas de honor. Cosechando tempestades. Solía recibir buenas comisiones de D. y T. Fitzgerald. Sus pelucas para exhibir su materia gris. Los sesos de manifiesto como el corazón de la estatua de Glasnevin. Creo que tiene algún trabajo literario para el Express con Gabriel Conroy. Un tipo muy leído. Myles Crawford empezó en el Independent. Es curioso de qué modo estos periodistas dan un viraje en cuanto se huelen una nueva oportunidad. Veletas. Caliente y frío en el mismo soplo. No sabría uno qué creer. Una historia es buena hasta que oyes la siguiente. Se arrancan los pelos unos a otros en los periódicos y luego aquí no ha pasado nada. Hola chico me alegro de verte un momento después.

—Ah, escuchen esto, por lo que más quieran —suplicó Ned Lambert—. O bien basta que trepemos a los dentados picos de las montañas...

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