Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - James Joyce», sayfa 12

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Cerró los largos labios finos un momento, pero, ávido de seguir, levantó la mano abierta a las gafas, y, con el pulgar y el anular tocando temblorosamente los aros negros, los consolidó en un nuevo enfoque.

IMPROVISACIÓN

En tono ferial se dirigió a J. J. O’Molloy:

—Taylor había llegado, usted debe saberlo, levantándose de la cama donde estaba enfermo. Que hubiera preparado su discurso, no lo creo, pues ni siquiera había un taquígrafo en la sala. Una barba de varios días rodeaba su oscuro rostro macilento. Llevaba una corbata floja y en conjunto parecía (aunque no lo era) un hombre en la agonía.

Su mirada se volvió de pronto pero lentamente desde J. J. O’Molloy hacia la cara de Stephen y luego se inclinó en seguida al suelo, buscando. Su cuello blanco sin almidonar apareció tras su cabeza inclinada, manchado por su marchito pelo. Aún buscando, dijo:

—Cuando acabó el discurso de Fitzgibbon, se levantó John F. Taylor para contestar. Brevemente, en cuanto puedo traerlas a la memoria, sus palabras fueron éstas.

Elevó la cabeza firmemente. Sus ojos volvieron a ponerse pensativos. Bobos moluscos nadaban en las gruesas lentes de un lado para otro, buscando escape.

Empezó:

—Señor Presidente, señoras y señores: Grande fue mi admiración al escuchar las observaciones dirigidas a la juventud de Irlanda hace un momento por mi docto amigo. Me pareció haber sido transportado a un país muy lejano de este país, a una edad remota de esta edad: que me encontraba en el antiguo Egipto y escuchaba el discurso de algún alto sacerdote de esa tierra dirigiéndose al joven Moisés.

Sus oyentes sostenían sus cigarrillos en vilo para oír, con el humo ascendiendo en frágiles tallos que florecían con su discurso. Y que nuestros tortuosos humos. Nobles palabras viniendo.

¿Podrías probar tú también?

—Y me pareció que oía la voz de ese alto sacerdote egipcio elevarse en un tono de análoga altivez y análogo orgullo. Oía sus palabras y su significado me fue revelado.

DE LOS PADRES

Me fue revelado que son buenas aquellas cosas que sin embargo están corrompidas, las cuales no podrían corromperse si fueran supremamente buenas o si no fueran buenas. ¡Ah, maldito seas! Eso es San Agustín.

—¿Por qué los judíos no aceptáis nuestra cultura, nuestra religión y nuestra lengua? Vosotros sois una tribu de pastores nómadas: nosotros somos un pueblo poderoso. No tenéis ni ciudades ni riqueza: nuestras ciudades son colmenas de humanidad, y nuestras galeras, trirremes y cuatrirremes, cargadas con toda clase de mercancías, surcan las aguas de todo el globo conocido. No habéis más que emergido de condiciones primitivas: nosotros tenemos una literatura, un sacerdocio, una historia secular y una organización política.

Nilo.

Niño, hombre, efigie.

Junto a la orilla del Nilo se arrodillan las nodrizas, cuna de juncos: un hombre ágil en combate: cuernos de piedra, barba de piedra, corazón de piedra.

—Rezáis a un oscuro ídolo local: nuestros templos, majestuosos y misteriosos, son las moradas de Isis y Osiris, de Horus y Ammon Ra. Vuestra es la esclavitud, el temor y la humildad: nuestro el trueno y los mares. Israel es débil y pocos son sus hijos. Egipto es una hueste y terribles son sus armas. Vagabundos y mercenarios se os llama: el mundo tiembla ante nuestro nombre.

Un sordo eructo de hambre partió su discurso. Elevó la voz por encima de él, valientemente:

—Pero, señoras y caballeros, si el joven Moisés hubiera prestado oídos y aceptado ese modo de ver la vida, si hubiera inclinado la cabeza e inclinado su espíritu ante esa arrogante admonición, nunca habría sacado al pueblo elegido de su casa de servidumbre ni seguido durante el día a la columna de nube. Nunca habría hablado con el Eterno entre relámpagos en la cumbre del Sinaí ni tampoco habría bajado con la luz de la inspiración refulgiendo en su rostro y llevando en sus brazos las tablas de la ley, grabadas en la lengua de los proscritos.

Terminó y les miró, disfrutando el silencio.

DE MAL AGÜERO ¡PARA ÉL!

J. J. O’Molloy dijo, no sin pesar:

—Y sin embargo, murió sin haber entrado en la tierra prometida.

—Un repentino-en-el-momento-aunque-por-prolongada-enfermedad-a-menudo-anteriormente-expectorado-fallecimiento —dijo Lenehan—. Y con un gran porvenir por detrás de él.

Se oyó el tropel de pies descalzos precipitarse por el vestíbulo y subir pateando la escalera.

—Eso es oratoria —dijo el profesor, sin hallar contradicción.

Lo que el viento se llevó. Las huestes de Mullaghmast y la Tara de los reyes. Millas de oídos en los pórticos. Las palabras del tribuno aulladas y esparcidas a los cuatro vientos. Un pueblo cobijado dentro de su voz. Ruido muerto. Vestigios acásicos de todo lo que fue jamás en algún sitio en cualquier sitio. Amadle y alabadle: ya no más a mí.

Tengo dinero.

—Señores —dijo Stephen—. Como propuesta inmediata en el orden del día, ¿puedo sugerir que se levante la sesión?

—Me dejas sin aliento. ¿No es por ventura un cumplido a la francesa? —preguntó el señor O’Madden Burke—. Esta es la hora, se me antoja, cuando la jarra de vino, metafóricamente hablando, resulta más placentera en la antigua posada.

—Se resuelve resueltamente que sea así por la presente. Todos los que estén a favor digan que sí —anunció Lenehan—. Los contrarios, que no. Declaro aprobada la propuesta. ¿A qué determinado local de tragos?... Mi voto decisivo es: ¡A Mooney!

Abrió paso, amonestando:

—Rehusaremos estrictamente ingerir bebidas fuertes, ¿no es verdad? Sí, no lo haremos. De ningún modo de maneras.

El señor O’Madden Burke, siguiendo de cerca, dijo, con un golpe de complicidad de su paraguas:

—¡En guardia, Macduff!

—¡De tal palo, tal astilla! —gritó el director, dando una palmada a Stephen en el hombro—. Vamos. ¿Dónde están esas malditas llaves?

Hurgó en el bolsillo, sacando las aplastadas hojas a máquina.

—Glosopeda. Ya sé. Irá bien. Lo meteremos. ¿Dónde están? Está bien.

Volvió a guardar las hojas y entró a la oficina de dentro.

TENGAMOS ESPERANZAS

J. J. O’Molloy, a punto de seguirle adentro, dijo en voz baja a Stephen:

—Espero que vivirá bastante como para verlo publicado. Myles, un momento.

Entró a la oficina de dentro, cerrando la puerta tras él.

—Vamos allá, Stephen —dijo el profesor—. Es estupendo, ¿no? Eso tiene la visión profética. Fuit Ilium! El saqueo de la tempestuosa Troya. Reinos de este mundo. Los dueños del Mediterráneo son hoy fellahin.

El primer vendedor de periódicos bajó pisándoles los talones por la escalera y salió precipitado a la calle, aullando:

—¡Extraordinario de las carreras!

Dublín. Tengo mucho, mucho que aprender.

Doblaron a la izquierda por la calle Abbey.

—Yo también tengo una visión —dijo Stephen.

—¿Sí? —dijo el profesor, dando un salto para ponerse al paso—. Crawford nos seguirá.

Otro vendedor de periódicos les adelantó disparado, gritando mientras corría:

—¡Extraordinario de las carreras!

QUERIDA SUCIA DUBLÍN

Dublineses.

—Dos vestales de Dublín —dijo Stephen—, maduras y piadosas, llevan viviendo cincuenta y cincuenta y tres años en el callejón de Fumbally.

—¿Dónde está eso? —dijo el profesor.

—Pasado Blackpitts.

Húmeda noche con hedor a masa que da hambre. Contra la pared. Cara refulgiendo sebo bajo el chal de lana. Corazones frenéticos. Vestigios acásicos. ¡Más pronto, guapo!

Adelante ahora. Atreverse. Hágase la vida.

—Quieren ver la vista de Dublín desde lo alto de la columna de Nelson. Ahorran tres chelines y diez peniques en una hucha un buzón rojo de lata. Sacudiéndolo, sacan fuera las tres piezas de chelín y consiguen extraer los peniques con la hoja de un cuchillo. Dos con tres en plata y uno con siete en cobres. Se ponen los sombreros y sus mejores vestidos, y llevan los paraguas por temor a que empiece a llover.

—Vírgenes sabias —dijo el profesor MacHugh.

VIDA EN CRUDO

—Compran un chelín y cuatro peniques de carne en conserva y cuatro rebanadas de pan en el restaurante North City, calle Marlborough, propietaria señorita Kate Collins. Adquieren veinticuatro ciruelas maduras a una chica al pie de la columna de Nelson para quitarse la sed de la carne en conserva. Dan dos monedas de tres peniques al caballero del torniquete y empiezan a subir balanceándose por la escalera de caracol, gruñendo y animándose la una a la otra, con miedo a la oscuridad jadeando, la una preguntando a la otra tienes tú la carne, alabando a Dios y a la Virgen bendita, amenazando bajar, atisbando por los respiraderos. Gloria a Dios. No tenían idea de que fuera tan alto.

Se llaman Anne Kearns y Florence MacCabe. Anne Kearns tiene un lumbago para el cual se frota con agua de Lourdes que le dio una señora que recibió una botella de un padre pasionista. Florence MacCabe se toma de cena todos los sábados un pie de cerdo y una botella de cerveza doble.

—Antítesis —dijo el profesor, asintiendo dos veces—. Vírgenes vestales. Me parece verlas. ¿Qué es lo que retiene a nuestro amigo?

Se dio vuelta.

Un enjambre de vendedores de periódicos se precipitó escaleras abajo, dispersándose en todas direcciones, aullando, con los blancos periódicos al viento. Inmediatamente después de ellos apareció Myles Crawford en las escaleras, con el sombrero aureolándole la cara escarlata, hablando con J. J. O’Molloy.

—Vamos allá —gritó el profesor, agitando el brazo.

Echó a andar otra vez al lado de Stephen.

—Sí —dijo—. Me parece verlas.

RETORNO DE BLOOM

El señor Bloom, sin aliento, aprisionado en un remolino de salvajes vendedores de periódicos cerca de las oficinas del Irish Catholic y el Dublin Penny Journal, gritó:

—¡Señor Crawford! ¡Un momento!

—¡El Telegraph! ¡Extraordinario de las carreras!

—¿Qué es eso? —dijo Myles Crawford, retrasándose un paso.

Un vendedor le gritó a la cara al señor Bloom:

—¡Terrible tragedia en Rathmines! ¡Un chico mordido por un fuelle!

ENTREVISTA CON EL DIRECTOR

—Es sólo este anuncio —dijo el señor Bloom, abriéndose paso a empujones, soplando y sacando el recorte del bolsillo—. Hablé ahora mismo con el señor Llavees. Hará una renovación por dos meses, dice. Después ya verá. Pero quiere un entrefilet para llamar la atención también en el Telegraph, en la hoja rosa del sábado. Y lo quiere, si no es muy tarde, se lo dije al concejal Nannetti, como en el Kilkenny People. Puedo mirarlo en la Biblioteca Nacional. Casa de las Llaves, ¿comprende? Él se llama Llavees. Es un juego con el nombre. Pero ha prometido prácticamente que haría la renovación. Sólo que quiere un poco de bombo. ¿Qué le digo, señor Crawford?

B.E.C.

—¿Quiere decirle que me bese el culo? —dijo Myles Crawford, extendiendo el brazo para dar énfasis—. Dígale eso derechito de parte mía.

Un poco nervioso. Cuidado con la tormenta. Todos van a beber. Del brazo. La gorra de marino de Lenehan allá atrás a ver quién paga. El jaleo de costumbre. No sé si es el joven Dedalus el espíritu animador. Llevaba hoy puestas unas buenas botas. La última vez que le vi enseñaba los talones al aire. Había andado por el barro no sé dónde. Tipo descuidado. ¿Qué hacía en Irishtown?

—Bueno —dijo el señor Bloom, volviendo a mirarle—, si puedo conseguir el dibujo supongo que vale la pena un entrefilet. Tomaría el anuncio, me parece. Se lo diré...

B.M.R.C.I.

—Me puede besar mi real culo irlandés —Myles Crawford gritó ruidosamente por encima del hombro—. En cualquier momento, dígaselo.

Mientras el señor Bloom se quedaba ponderando la cuestión y a punto de sonreír, él siguió adelante a zancadas nerviosas.

A LEVANTAR PASTA

—Nulla bona, Jack —dijo, llevándose la mano a la barbilla—. Estoy hasta aquí. Yo también he pasado mi apuro. Buscaba un tipo que me aceptase una letra la semana pasada sin ir más lejos. Tiene que contentarse con la buena voluntad. Lo siento, Jack. De todo corazón si pudiera levantar la pasta de algún modo.

J. J. O’Molloy puso una cara larga y siguió andando en silencio.

Alcanzaron a los demás y avanzaron al lado de ellos.

—Después de comerse la carne en conserva y el pan y de limpiarse los veinte dedos en el papel en que estaba envuelto el pan, se acercan a la baranda.

—Algo para usted —explicó el profesor a Myles Crawford—. Dos viejas de Dublín en lo alto de la columna de Nelson.

¡VAYA COLUMNA!

ES LO QUE DIJO LA PRIMERA FULANA

—Eso es nuevo —dijo Myles Crawford—. Eso es publicable. Saliendo a celebrar San Crispín. ¿Dos viejas locas, ¿no?

—Pero tienen miedo de que se caiga la columna —siguió Stephen—. Ven los tejados y discuten dónde están las diferentes iglesias: la cúpula azul de Rathmine, Adán y Eva, San Lorenzo de O’Toole. Pero les da vértigo mirar, así que se suben las faldas...

ESAS FÉMINAS LIGERAMENTE ESTREPITOSAS

—Despacito todos —dijo Myles Crawford—, sin licencias poéticas. Aquí estamos en la archidiócesis.

—Y se sientan en sus enaguas rayadas, mirando a lo alto, a la estatua del adúltero manco.

—¡El adúltero manco! —exclamó el profesor—. Me gusta eso. Ya veo la idea. Ya entiendo lo que quiere decir.

DAMAS DONAN A CIUDADANOS DUBLINESES PÍLDORAS DE VELOCIDAD CREÍDAS VELOCES AEROLITOS

—Les da tortícolis —dijo Stephen— y están demasiado cansadas para mirar arriba o abajo o para hablar. Ponen en medio la bolsa de ciruelas y se van comiendo las ciruelas una tras otra, limpiándose con el pañuelo el zumo que les rebosa de la boca y escupiendo los huesos lentamente por entre la baranda.

Como remate lanzó una ruidosa carcajada juvenil. Lenehan y el señor O’Madden Burke, al oírlo, se volvieron, hicieron una seña y cruzaron por delante de ellos hacia Mooney.

—¿Se acabó? —dijo Myles Crawford—. Mientras no hagan cosa peor...

SOFISTA GOLPEA A ALTIVA HELENA EN MISMA TROMPA. LOS ESPARTANOS RECHINAN LAS MUELAS. LOS DE ÍTACA JURAN QUE PEN ES CAMPEONA.

—Me recuerda a Antístenes —dijo el profesor—, un discípulo de Gorgias, el sofista. Se dijo de él que nadie podía decir si estaba más amargado con los demás que consigo mismo. Era hijo de un noble y de una esclava. Y escribió un libro en que le quitaba la palma de la belleza a la argiva Helena para entregársela a la pobre Penélope.

Pobre Penélope. Penélope Rich.

Se dispusieron a cruzar la calle O’Connell.

¡OIGA, OIGA, CENTRAL!

En diversos puntos, a lo largo de las ocho líneas, había tranvías con troles inmóviles, quietos en las vías, con destino a o procedentes de Rathmines, Rathfarnham, Blackrock, Kingstown y Dalkey, Sandymount Green, Ringsend y Sandymount Tower, Donnybrook, Palmerston Park y Upper Rathmines, todos quietos, en la calma de un cortocircuito. Coches de punto, cabriolets, carros de reparto, furgones postales, coches privados, carros de agua mineral gaseosa con traqueteantes cajas de botellas, traqueteaban, rodaban, tirados por caballos, rápidamente.

¿QUÉ? —Y ASIMISMO— ¿DÓNDE?

—Pero ¿cómo lo titula? —preguntó Myles Crawford—. ¿Dónde compraron las ciruelas?

VIRGILIANO, DICE EL PEDAGOGO.

NOVATO VOTA POR EL VIEJO MOISÉS

—Llámelo, espere —dijo el profesor, abriendo a todo lo ancho sus largos labios para reflexionar—. Llámelo, vamos a ver. Llámelo: Deus nobis haec otia fecit.

—No —dijo Stephen—, lo llamo Vista de Palestina desde el Pisgah o La Parábola de las Ciruelas.

—Ya entiendo —dijo el profesor.

Se rio con rica sonoridad.

—Ya entiendo —dijo otra vez con nuevo placer—. Moisés y la tierra prometida. Esa idea se la dimos nosotros —añadió, para J. J. O’Molloy.

HORACIO ES PUNTO DE MIRA ESTE HERMOSO DÍA DE JUNIO

J. J. O’Molloy lanzó una cansada mirada de medio lado hacia la estatua y no dijo nada.

—Ya entiendo —dijo el profesor.

Se detuvo en la isla de tráfico de Sir John Gray y atisbó al aire hacia Nelson a través de las redes de su amarga sonrisa.

DISMINUIDOS DEDOS RESULTAN DEMASIADO COSQUILLEANTES PARA MACHUCHAS LOCUELAS.

ANNE VACILA, FLO SE BALANCEA — PERO ¿QUIÉN PUEDE ACUSARLAS?

—El adúltero manco —dijo sombríamente—. Eso me cosquillea, debo decir.

—También cosquilleó a las viejas —dijo Myles Crawford— si se supiera toda la santa verdad.

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8

Roca de piña, limón escarchado, caramelos blandos. Una niña pegajosa de azúcar paleando cucharonadas de helado para un Hermano de las Escuelas Cristianas. Algún convite escolar. Malo para sus barriguitas. Proveedores de confites y caramelos para Su Majestad el Rey. Dios. Salve. A. Nuestro. Sentado en su trono, chupando yuyubas rojas hasta dejarlas blancas.

Un sombrío joven de la Y. M. C. A., vigilante entre los dulces humos tibios de Graham Lemon, le puso un prospecto en la mano al señor Bloom.

Conversaciones de corazón a corazón.

Bloo... ¿Yo? No.

Blood of the Lamb, sangre del Cordero.

Sus lentos pies le transportaron hacia el río, leyendo. ¿Estás salvado? Todos están lavados en la sangre del Cordero. Dios quiere víctimas en sangre. Nacimiento, himeneo, martirio, guerra, fundación de un edificio, sacrificio, ofrecimiento de riñón quemado, altares de los druidas. Elías viene. El Dr. John Alexander Dowie, restaurador de la Iglesia en Sión, viene.

¡Viene! ¡¡Viene!! ¡¡¡Viene!!!

Todos cordialmente bienvenidos.

Un juego que da dinero. Torry y Alexander el año pasado. Poligamia. Su mujer acabará con ese asunto. ¿Dónde estaba aquel anuncio de una empresa de Birmingham, el crucifijo luminoso? Nuestro Salvador. Despertarse en plena noche y verle en la pared, colgado. La idea del fantasma de Pepper. Inocente Nos Restituyó Inmortalidad.

Con fósforo debe hacerse eso. Si se deja un poco de bacalao por ejemplo. Vi el plateado azulado por encima. La noche que bajé a la despensa de la cocina. No me gustan todos esos olores dentro esperando a salir disparados. ¿Qué es lo que quería ella? Pasas de Málaga. Pensando en España. Antes que naciera Rudy. La fosforescencia, ese verdoso azulado. Muy bueno para el cerebro.

Desde la esquina de la casa monumento de Butler, lanzó una ojeada por Bachelor’s Walk. La hija de Dedalus todavía ahí, delante de la sala de subastas de Dillon. Debe estar rematando algunos muebles viejos. Le conocí los ojos en seguida por su padre. Dando vueltas por ahí esperándole. La casa siempre se deshace cuando desaparece la madre. Quince hijos tuvo él. Un nacimiento casi cada año. Eso está en su teología o el cura no le dará a la pobre mujer la confesión, la absolución. Creced y multiplicaos. ¿Se ha oído nunca semejante cosa? Te comen vivo hasta dejarte sin casa ni hogar. Ellos mismos no tienen familias que alimentar. Viviendo de la sustancia de la tierra. Sus despensas y bodegas. Me gustaría verles hacer el ayuno negro del Yom Kippur. Panecillos con la cruz. Una comida y una colación por temor a que se desmayara en el altar. Una ama de llaves de uno de esos tipos, si se le pudiese hacer desembuchar. Nunca se les saca nada. Como sacarle cuartos a él. Se conserva bien. Nada de invitados. Todo para el número uno. Observando su orina. Traiga su propio pan con mantequilla. Su reverencia: chitón.

Dios mío, el traje de esa pobre niña en jirones. También parece mal alimentada. Patatas y margarina, margarina y patatas. Después es cuando lo notan. A la larga se verá. Socava el organismo.

Al poner el pie en el puente O’Connell una bola de humo subió como un penacho desde el parapeto. Una gabarra de la cervecería con cerveza de exportación. Inglaterra. El aire del mar la echa a perder, he oído decir. Sería interesante algún día conseguir un pase a través de Hancock para ver la fábrica. Un mundo completo por sí mismo. Toneles de cerveza, estupendo. También se meten los ratones. Beben hasta hincharse, flotando, grandes como un perro de pastor. Muertos de borrachera de cerveza. Beben hasta vomitar como cristianos. ¡Imagínate beber eso! Ratones: toneles. Bueno, claro que si lo supiéramos todo.

Mirando abajo, vio gaviotas aleteando con fuerza, girando entre las sombrías paredes del muelle. Mal tiempo afuera. ¿Y si me tirara abajo? El hijo de Reuben J. tuvo que tragar una buena panzada de esa agua de alcantarilla. Un chelín y ocho peniques de más. Hummmm. Es la gracia con que sale con esas cosas. Sabe contar una historia también.

Daban vueltas más bajo. Buscando qué zampar. Espera.

Tiró en medio de ellas una bola de papel aplastado. Elías viene a treinta y dos pies por segundo. Ni pizca. La bola subió y bajó inobservada siguiendo los remolinos y derivó bajo el puente entre los pilones. No son tan malditas idiotas. También el día que tiré el pastel pasado del Erin’s King lo recogieron en la corriente cincuenta yardas más abajo. Viven de su ingenio. Dieron vueltas, aleteando.

La famélica gaviota

sobre el agua turbia flota.

Así es como escriben los poetas, con los sonidos semejantes. Pero en cambio Shakespeare no tiene rimas: verso blanco. El fluir de la lengua, eso es. Los pensamientos. Solemnes.

Hamlet, soy el espectro de tu padre

condenado a vagar por este mundo.

—¡Dos manzanas un penique! ¡Dos por un penique!

Su mirada pasó por las lustrosas manzanas alineadas en el puesto. Deben ser australianas en esta época del año. Cáscaras relucientes: les saca brillo con un trapo o con un pañuelo.

Espera. Esos pobres pájaros.

Se volvió a detener y le compró a la vieja de las manzanas dos pasteles de Banbury por un penique y rompió la pasta quebradiza y tiró los pedazos al Liffey. ¿Lo ves? Las gaviotas se dejaron caer en silencio, dos, después todas, desde sus alturas, precipitándose sobre la presa. Desapareció. El último bocado. Consciente de su codicia y su astucia, se sacudió las migas polvorientas de las manos. Nunca se lo esperaban. Maná. Viven de carne de pez, no tienen más remedio, todas las aves marinas, gaviotas, somormujos. Los cisnes de Anna Liffey bajan nadando hasta aquí a veces para alisarse las plumas. Sobre gustos no hay nada escrito. No sé de qué clase será la carne de cisne. Robinsón Crusoe tuvo que vivir de ellos.

Dieron vueltas, aleteando débilmente. No voy a tirar más. Un penique ya es de sobra. Las muchas gracias que me dan. Ni un graznido. También contagian la glosopeda. Si se ceba a un pavo, digamos, con pasta de castañas sabe así. Come cerdo y te vuelves cerdo. Pero entonces ¿por qué los peces de agua salada no son salados? ¿Cómo es eso?

Sus ojos buscaron respuesta en el río y vieron una barca de remos anclada balanceando perezosamente en la melaza de las ondulaciones un tablón enlucido.

Kino.

11 chelines.

Pantalones.

Buena idea esa. No sé si pagará alquiler al ayuntamiento. Realmente, ¿cómo puede uno ser propietario de agua? Siempre está fluyendo en corriente, nunca la misma que en la corriente de la vida perseguimos. Porque la vida es una corriente. Todos los sitios son buenos para anuncios. Aquel curandero de las purgaciones solía estar pegado en todos los urinarios. Nunca se le ve ahora. Estrictamente confidencial. Dr. Hy Franks. No le costaba una perra como la autopublicidad de Maginni, el maestro de baile. Tenía unos tíos que los pegaran o los pegaría él mismo, a lo mejor, con disimulo al entrar a la carrera para hacer aguas. Braguetazo con nocturnidad. El sitio apropiado también. CARTELES NO. CÓRTESELO. Algún tío abrasado de purgaciones.

¿Si él...?

¡Oh!

¿Eh?

No... No.

No; no. No creo. Seguro que no lo haría, ¿verdad?

No, no.

El señor Bloom avanzaba levantando sus ojos inquietos. No pienses en eso. Más de la una. Está baja la bola de la hora en la capitanía del puerto. Hora de Dunsink. Un librito fascinante es el de Sir Robert Ball. Paralaje. Nunca lo entendí exactamente. Ahí hay un cura. Podría preguntarle. Par es griego: paralelo, paralaje. Métense cosas lo llamó ella, hasta que le expliqué lo de la transmigración. ¡Qué estupidez!

El señor Bloom sonrió qué estupidez a dos ventanas de la capitanía del puerto. Tiene razón ella después de todo. Sólo palabras grandiosas para cosas corrientes por el gusto del sonido. No es que ella sea ingeniosa precisamente. También puede ser grosera. Echar fuera lo que yo estaba pensando. Sin embargo, no sé. Solía decir ella que Ben Dollard tiene una voz de barríltono. Tiene las piernas como barriles y uno diría que cantaba dentro de un barril. Bueno, ¿no es eso ingenio? Solían llamarle Big Ben. Ni la mitad de ingenioso que llamarle barríltono. Un apetito como un albatros. Se engulle un cuarto de buey. Tenía gran energía para meterse entre pecho y espalda cerveza Bass Número Uno. Barril de Bass. ¿Ves? Resulta muy bien.

Una procesión de hombres con blusones blancos avanzó lentamente hacia él siguiendo el bordillo, con fajines escarlata a través de sus tablones. Gangas. Están como aquel cura el de esta mañana: ingratos hemos sido: inocentes hemos sufrido. Leyó las letras escarlatas en sus cinco chisteras blancas: H, E, L, Y, S. Wisdom Hely’s. Y, rezagándose atrás, sacó un zoquete de pan de debajo del tablón de delante, se lo encajó en la boca y mascó sin dejar de andar. Nuestro alimento básico. Tres chelines al día, andando por los bordillos, calle tras calle. Sólo para conservar juntos huesos y carne, pan y sopa. No son de Boyl: no, gente de MacGlade. Tampoco atrae negocio. Le sugerí un carro transparente de exhibición con dos chicas elegantes sentadas dentro escribiendo cartas, cuadernos, sobres, papel secante. Apuesto a que eso habría dado en el blanco. Unas chicas elegantes escribiendo algo llaman la atención en seguida. Todo el mundo muriéndose de ganas de saber qué escribe ésa. Si uno mira fijamente a nada se le reúnen veinte alrededor. Meter cuchara en el asunto. Las mujeres también. Curiosidad. Estatua de sal. Claro que no lo quiso aceptar porque no se le había ocurrido a él antes. O el tintero que sugerí con una mucha falsa de celuloide negro. Sus ideas de anuncios son como la carne Ciruelo en conserva debajo de los fallecimientos, departamento de fiambres. Chúpate ésa. ¿Qué? La goma de nuestros sobres. ¡Hola, Jones!, ¿a dónde vas? No puedo pararme, Robinson, voy a toda prisa a adquirir el único borratintas de confianza, Kansell, en venta en Hely’s Limited, calle Dame 85. Ya estoy bien libre de esa porquería. Era un trabajo endemoniado el cobrarles las cuentas a aquellos conventos. El convento Tranquilla. Había allí una monja muy simpática, una cara de veras dulce. La toca le sentaba muy bien en la cabecita. ¿Hermana? ¿Hermana? Estoy seguro de que había tenido disgustos de amor, por sus ojos. Muy difícil regatear con esa clase de mujer. La interrumpí en sus devociones esa mañana. Pero contenta de comunicar con el mundo exterior. Nuestro gran día, dijo. Fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Dulce nombre también: caramelo. Lo sabía, creo que lo sabía por la manera como. Si se hubiera casado habría cambiado. Supongo que realmente andaban escasas de dinero. Sin embargo lo freían todo en la mejor mantequilla. Nada de grasa para ellas. El corazón se me abrasa comiendo y goteando grasa. Les gusta quedar untuosas por dentro y por fuera. Molly probándolo, con el velo levantado. ¿Hermana? Pat Claffey, la hija del de los empeños. Dicen que fue una monja la que inventó el alambre de espino.

Cruzó la calle Westmoreland cuando apóstrofo S acabó de pasar arrastrando los pies. La tienda de bicicletas de Rover. Esas carreras son hoy. ¿Cuánto tiempo hace de eso? El año que murió Phil Gilligan. Estábamos en la calle Lombard West. Espera, yo estaba en Thom. Encontré el empleo en Wisdom Hely’s el año que nos casamos. Seis años. Hace diez años: murió el noventa y cuatro, sí, eso es, el gran incendio en Arnott. Val Dillon era alcalde. El banquete de Glencree. El concejal Robert O’Reilly se echó el oporto en la sopa antes que arriaran bandera. Bobbob lamiendo bien para sus tripas de concejal. No podía oír lo que tocaba la banda. Por lo que acabamos de recibir que el Señor nos haga. Milly era una chiquilla entonces. Molly tenía aquel vestido gris elefante con pasamanería trenzada. Traje sastre con botones forrados de tela. No le gustaba porque me torcí el tobillo el día que lo estrenó en el picnic del coro en el Pan de Azúcar. Como si eso. La chistera del viejo Goodwin arreglada con algo pegajoso. Un picnic para las moscas también. Nunca se echó encima un traje como ése. Le sentaba como un guante, hombros y caderas. Empezaba a estar bien metida en carnes entonces. Hubo aquel día pastel de conejo. La gente la seguía con la mirada.

Feliz. Más feliz entonces. Un cuartito agradable era aquel del papel de pared rojo. Dockrell, un chelín y nueve peniques la docena. La noche de baño de Milly. Compraba jabón americano: flor de saúco. Lindo olor el de su agua de baño. Estaba graciosa toda enjabonada. También de buen tipito. Ahora, la fotografía. El estudio de daguerrotipo de que me hablaba el pobre papá. Gustos hereditarios.

Avanzó siguiendo el bordillo.

Corriente de la vida. ¿Cómo se llamaba aquel tío de cara de cura que siempre echaba dentro una ojeada bizca cuando pasaba? Ojos débiles, de mujer. Se alojaba en Citron, Saint Kevin’s Parade. Pen no sé cuántos. ¿Pendennis? Mi memoria empieza a. ¿Pen...? Claro, hace años. El ruido de los tranvías probablemente. Bueno, si ése no era capaz de recordar el nombre del cronista en jefe al que está viendo todos los días.

Bartell d’Arcy era el tenor, entonces empezando a destacar. La acompañaba a casa después del ensayo. Un tipo presumido con el bigote engomado. Le dio aquella canción Los vientos que soplan del sur.

Qué noche de viento era aquella cuando fui a buscarla había esa reunión de la logia por esos billetes de lotería después del concierto de Goodwin en la sala de banquetes o en la sala de recepciones del ayuntamiento. Él y yo detrás. Una hoja de su música se me voló de la mano contra la barandilla de la escuela media. Suerte que no. Una cosa así le echa a perder el efecto de una noche a ella. El profesor Goodwin delante enganchándose a ella. Tembloroso en las zancas, pobre viejo chocho. Sus conciertos de despedida. Absolutamente última aparición en ninguna escena. Puede ser cuestión de meses o puede ser nunca. La recuerdo riendo al viento, con el cuello de las neviscas levantado. Esquina a Harcourt Road recuerdo aquella ráfaga. ¡Brrfu! Le levantó todas las faldas y su boa casi le asfixió al viejo Goodwin. Sí que se puso colorada con el viento. Recuerdo cuando llegamos a casa reanimando el fuego y friendo aquellos pedazos de falda de cordero para que cenara, con la salsa Chutney que le gustaba a ella. Y el ron caliente. La vi en la alcoba desde la chimenea desatándose el corpiño del corsé: blanca.

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