Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - James Joyce», sayfa 15

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—¿Quiere usted cruzar? —preguntó el señor Bloom.

El muchacho ciego no contestó. Su cara de pared se puso débilmente ceñuda. Movió la cabeza con incertidumbre.

—Está usted en la calle Dawson. Tiene enfrente la calle Molesworth. ¿Quiere cruzar? No hay nada por en medio.

El bastón se movió temblando hacia la izquierda. Los ojos del señor Bloom siguieron su línea y volvieron a ver el carro de la tintorería detenido delante de Drago. Allí es donde vi su cabeza con brillantina precisamente cuando iba yo. El caballo con la cabeza colgando. El cochero en John Long. Apagando la sed.

—Hay un carro ahí —dijo el señor Bloom—, pero no se mueve. Ya le cruzaré yo. ¿Quiere ir a la calle Molesworth?

—Sí —contestó el muchacho—. A la calle Frederick South.

—Venga —dijo el señor Bloom.

Le tocó suavemente el flaco codo: luego le tomó la floja mano vidente para guiarla adelante.

Decirle algo. Mejor no ser condescendiente. Desconfían de lo que les dice uno. Hacer una observación corriente.

—La lluvia sigue sin llegar.

Manchas en la chaqueta. Se salpica cuando come, supongo. Todo le sabrá diferente a él. Primero le tuvieron que alimentar con cuchara. Su mano es como una mano de niño. Como era la de Milly. Sensitiva. Tomándome las medidas, estoy seguro, por mi mano. No sé si se llamará de algún modo. El carro. Tener su bastón separado de las patas del caballo: cansada bestia echando un sueñecito. Ya está bien. Libres. Con un toro, detrás, con un caballo, delante.

—Gracias, señor.

Sabe que soy un hombre. La voz.

—¿Está bien ahora? La primera esquina a la izquierda.

El muchacho ciego golpeó el bordillo y siguió adelante, llevando atrás el bastón y volviendo a tocar.

El señor Bloom caminó detrás de los pies sin ojos, un traje demasiado ancho de paño en espiguilla. ¡Pobre muchacho! ¿Cómo diablos sabía que estaba ahí ese carro? Debió sentirlo. Ven cosas en la frente quizá. Una especie de sentido del volumen. Peso o tamaño de ello, algo más negro que lo oscuro. No sé si notaría si quitaran algo de en medio. Notar un hueco. Extraña idea de Dublín debe tener, andando por ahí a golpecitos por el empedrado. ¿Podría andar en línea recta si no tuviera ese bastón? Cara exangüe piadosa como la de uno que fuera a ser cura.

¡Penrose! Así se llamaba aquél.

Mira cuántas cosas pueden aprender a hacer. Leer con los dedos, afinar pianos. O es que nos extraña que tengan sesos. Bueno pensamos que una persona deforme o un jorobado son listos si dicen algo que podemos decir. Claro que los demás sentidos son más. Bordar. Trenzar cestos. La gente debería ayudar. Una cesta de labores le podría comprar a Molly para su cumpleaños. Le fastidia coser. Podría tomarlo a mal. Les llaman hombres en la oscuridad.

El sentido del olfato debe ser más fuerte también. Olores por todas partes, en gavilla. Cada calle un olor diferente. Cada persona también. Luego la primavera, el verano: olores. Sabores. Dicen que no se pueden saborear los vinos con los ojos cerrados o con un resfriado. También fumar en la oscuridad dicen que no da gusto.

Y con una mujer, por ejemplo. Más desvergonzados no viendo. Aquella chica que pasaba delante del Asilo Stewart, con la cabeza a lo alto. Mírame a mí. Los tengo a todos encima. Debe ser extraño no verla. Una especie de forma en los ojos de su mente. La voz, temperaturas: cuando él la toca, con los dedos deben casi ver las líneas, las curvas. Las manos de él en su pelo, por ejemplo. Digamos que sea negro por ejemplo. Bueno. Lo llamamos negro. Luego pasando por su piel blanca. Diferente tacto quizá. Sensación de blanco.

La Oficina de Correos. Tengo que contestar. Qué lata hoy. Mandarle un giro postal de dos chelines, media corona. Acepta mi pequeño obsequio. Una papelería aquí mismo también. Espera. Lo pensaré.

Con un dedo suave se tocó muy despacio el pelo peinado hacia atrás sobre las orejas. Otra vez. Fibras de paja fina fina. Luego suavemente su dedo tocó la piel de su mejilla derecha. También ahí hay pelusa. No está bastante liso. La barriga es lo más suave. No hay nadie por aquí. Ahí va ése a la calle Frederick. Quizá al piano de la academia de baile Levenston. Podría estar arreglándome los tirantes.

Pasando por delante de la taberna de Doran deslizó la mano entre el chaleco y los pantalones y, echando suavemente a un lado la camisa, tocó un flojo pliegue de su barriga. Pero ya sé que es blancoamarillo. Quiero probar en la oscuridad a ver.

Retiró la mano y se estiró el traje.

¡Pobre hombre! Un verdadero muchacho. Terrible. Realmente terrible. ¿Qué sueños tendrá, no viendo? La vida es sueño para él. ¿Dónde está la justicia de que haya nacido así? Todas esas mujeres y niños en excursión de fiesta quemados y ahogados en Nueva York. Holocausto. Karma se llama esa transmigración por los pecados que uno hizo en una vida pasada la reencarnación métense cosas. Vaya, vaya, vaya. Lástima, claro: pero no sé por qué uno no está a gusto con ellos.

Sir Frederick Falkiner entrando en la logia masónica. Solemne como Troya. Después de su buen almuerzo en Earlsfort Terrace. Viejos compadres leguleyos abriendo una botella grande de champán. Cuentos del juzgado y anales de la escuela de huérfanos. Le sentencié a diez años. Supongo que torcería la nariz ante eso que he bebido yo. Para ellos vino de marca, con el año de la vendimia señalado en una botella polvorienta. Tiene sus ideas propias sobre la justicia cuando está en el tribunal. Viejo bien intencionado. Atestados de la policía rebosantes de casos con su tanto por ciento en la manufactura del delito. Los manda al cuerno. Una furia con los prestamistas. A Reuben J. le echó una buena peluca. Pero ése es realmente lo que llaman un sucio judío. El poder que tienen esos jueces. Viejos cascarrabias beodos con pelucas. Un oso herido en la garra. Y que el Señor tenga misericordia de tu alma.

Hola, un cartel. Tómbola de beneficencia. Su excelencia el Lord lugarteniente. Hoy es dieciséis. Para recoger fondos para el hospital Mercer. El Mesías se dio por primera vez para esto. Sí. Haendel. Y qué tal ir allá: Ballsbridge. Dejarme caer por Llavees. No sirve para nada pegársele como una sanguijuela. Me echo a perder la bienvenida. Seguro que conozco a alguien en la entrada.

El señor Bloom llegó a la calle Kildare. Primero tengo que. Biblioteca.

Sombrero de paja a la luz del sol. Zapatos claros. Pantalones con vuelta. Es. Es.

Su corazón se aceleró suavemente. A la derecha. El museo. Diosas. Se desvió a la derecha.

¿Es? Casi seguro. No voy a mirar. El vino en mi cara. ¿Por qué lo tomé? Demasiado fuerte. Sí, sí que es. Los andares. No ver. No ver. Tirar adelante.

Dirigiéndose a la puerta del museo con largas zancadas airosas levantó los ojos. Bonito edificio. Lo proyectó Sir Thomas Deane. ¿No me sigue?

Quizá no me vio. Le daba la luz en los ojos.

El sofoco de su aliento salía en cortos suspiros. Deprisa. Estatuas frías: tranquilo aquí. A salvo en un momento.

No, no me vio. Más de las dos. En la puerta mismo.

¡Mi corazón!

Sus ojos latiendo miraban fijamente curvas cremosas de piedra. De Sir Thomas Deane fue la arquitectura griega.

Buscando algo que yo.

Su mano apresurada entró deprisa en un bolsillo, sacó, leyó desplegado Agendath Netaim. ¿Dónde he?

Atareado buscando.

Volvió a meter deprisa Agendath. Por la tarde dijo ella.

Lo estoy buscando. Sí, eso. Probar en todos los bolsillos. Pañue. Freeman. ¿Dónde lo he? Ah, sí. Pantalones. Patata. Portamonedas. ¿Dónde lo he?

Deprisa. Andar tranquilamente. Un momento más.

Mi corazón.

Su mano buscando el dónde lo he puesto encontró en el bolsillo de atrás jabón loción tengo que recoger tibio papel pegado. Ah, el jabón ahí yo sí. La verja.

¡A salvo!

––––––––


9

Bien educado, para hacerles sentirse a gusto, el bibliotecario cuáquero ronroneó:

—Y tenemos, ¿no es verdad?, aquellas inestimables páginas del Wilhelm Meister. Un gran poeta sobre un gran poeta hermano. Un alma vacilante tomando armas contra un mar de dificultades, desgarrado por dudas contradictorias, tal como uno lo ve en la vida real.

Avanzó un paso en paso de danza sobre crujiente cuero de vaca y retrocedió un paso en paso de danza sobre el solemne enmaderado.

Un auxiliar sin ruido, abriendo la puerta muy ligeramente, le hizo una señal sin ruido.

—En seguida —dijo, crujiendo en su marcha, aunque demorándose—. El bello soñador ineficaz que llega a estrellarse contra la dura realidad. Uno siempre tiene la impresión de que los juicios de Goethe son tan verdaderos. Verdaderos en un análisis muy amplio.

Dosvecescrujiendo análisis, desapareció a paso de courante. Calvo, muy celoso, junto a la puerta prestó sus grandes oídos a las palabras del auxiliar; las oyó; y se marchó.

Dos quedaron.

—Monsieur de la Palisse —se burló Stephen— estaba vivo quince minutos antes de su muerte.

—¿Ha encontrado a esos seis valientes estudiantes de medicina —preguntó John Eglinton con bilis de anciano— para dictarles el Paraíso perdido? Las penas de Satán lo llama él.

Sonríe. Sonríe la sonrisa de Cranly.

Primero le hizo cosquillas,

luego le dio golpecitos,

luego le metió la sonda femenina

porque estudiaba medicina

un pícaro estu...

—Tengo la impresión de que usted necesitaría uno más para el Hamlet. El siete es caro a la mente mística. Los fúlgidos siete, los llama W. B.

Con ojos destellantes, el cráneo rojizo cerca de su lámpara de mesa con casquete verde, barbado entre sombra más verdeoscura, un sagrado bardo, ojos sagrados. Se reía por lo bajo; una risa de becario de Trinity; no respondida.

El orquestal Satán lloró un buen trecho

lágrimas tales como llora un ángel.

Ed egli avea del cul fatto trombetta.

Tiene mis locuras en rehenes.

Los once de Cranly, fieles hombres de Wicklow para liberar su tierra padre. La mellada Kathleen, sus cuatro hermosos campos verdes, el forastero en su casa. Y una más para saludarle; ave, rabbi; los doce de Tinahely. En la sombra del barranco él les llama con grito de paloma. La juventud de mi alma le di a él, noche tras noche. Vete con Dios. Buena caza.

Mulligan ha recibido mi telegrama.

Locura. Persistir.

—Nuestros jóvenes bardos irlandeses —censuró John Eglinton— todavía no han creado una figura que el mundo ponga junto al Hamlet del sajón Shakespeare, aunque yo le admire, como el viejo Ben, sin llegar a la idolatría.

—Todas esas cuestiones son puramente académicas —oraculeó Russell desde su sombra—. Quiero decir, si Hamlet es Shakespeare o Jacobo I o Essex. Discusiones de clérigos sobre la historicidad de Jesús. El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema sobre una obra de arte es desde qué profundidad de vida emerge. La pintura de Gustave Moreau es la pintura de ideas. La más profunda poesía de Shelley, las palabras de Hamlet ponen a nuestra mente en contacto con la sabiduría eterna, el mundo de las ideas de Platón. Todo lo demás es la especulación de escolares para escolares.

A. E. le ha contado a algún entrevistador yanqui. ¡Vaya, que el diablo me lleve!

—Los escolásticos fueron primero escolares —dijo Stephen supercortésmente—. Aristóteles fue un tiempo escolar de Platón.

—Y no ha dejado de serlo, cabría esperar —dijo reposadamente John Eglinton—. Se le ve, un escolar modelo con el diploma bajo el brazo.

Se volvió a reír hacia la cara barbuda ahora sonriente.

Espirituales sin forma. Padre, Hijo y Aliento Santo. Padre universal, el hombre celestial. Hiesos Kristos, mago de lo bello, el Logos que sufre en nosotros en cada momento. Esto en verdad es aquello. Yo soy el fuego sobre el altar. Yo soy la manteca sacrificial.

Dunlop, Juez, el más noble romano de todos ellos, A. E., Arval, el Nombre Inefable, en lo alto del cielo, K. H., el maestro de ellos, cuya identidad no es ningún secreto para los adeptos. Hermanos de la gran logia blanca siempre observando a ver si pueden ayudar. El Cristo con la hermanaesposa, esperma de luz, nacido de una virgen enalmada, sophia arrepentida, partida hacia el plano de los buddhi. La vida esotérica no es para la persona común. O. P. debe primero trabajar para quitarse de encima el mal karma. La señora Cooper Oakley una vez vio un atisbo de lo elemental de nuestra ilustrísima hermana H. P. B.

¡Ah, qué vergüenza! ¡Fuera con eso! Pfuiteufel! No está bien mirar, señora mía, no está bien, cuando una dama enseña su elemental.

Entró el señor Best, alto, joven, suave, ligero. Llevaba en la mano con gracia un cuaderno, nuevo, grande, limpio, claro.

—Ese escolar modelo —dijo Stephen— encontraría las cavilaciones de Hamlet sobre la vida futura de su alma principesca, ese inverosímil, insignificante y nada dramático monólogo, tan superficiales como las de Platón.

John Eglinton, frunciendo el ceño, dijo con enojo:

—Palabra de honor que me hierve la sangre cuando oigo a alguien comparar a Aristóteles con Platón.

—¿Cuál de los dos —preguntó Stephen— me habría desterrado de su república?

Desenvaina tus definiciones-puñales. La caballidad es la quiddidad del caballo universal. Corrientes de tendencia y eones es lo que ellos adoran. Dios; ruido en la calle; muy peripatético. Espacio: todo eso maldito sea que hay que ver. A través de espacios más pequeños que glóbulos rojos de sangre humana se deslizarrastran tras las nalgas de Blake penetrando en la eternidad de que este vegetal mundo no es sino una sombra. Agárrate al ahora, al aquí, a través de lo cual todo futuro se zambulle en el pasado.

El señor Best se adelantó, amigable, hacia su colega.

—Haines se ha ido —dijo.

—¿Ah sí?

—Le estaba enseñando el libro de Jubainville. Está entusiasmado, sabe, con los Cantos de amor de Connacht, de Hyde. No le pude hacer entrar aquí a oír la discusión. Se ha ido a Gill a comprarlo.

Obrilla mía, deja ya mi mano:

ve a saludar al público inhumano.

Te escribí, aunque en verdad bien que me pesa,

en la triste y acerba lengua inglesa.

—El humo de turba se le está subiendo a la cabeza —opinó John Eglinton.

Tenemos la impresión en Inglaterra. Ladrón arrepentido. Se fue. Fumé su mataquintos. Piedra verde centelleante. Una esmeralda engastada en el anillo del mar.

—La gente no sabe qué peligrosas pueden ser las canciones de amor —avisó ocultamente el huevo áureo de Russell—. Los movimientos que producen revoluciones en el mundo nacen de los sueños y visiones en el corazón de un campesino en la ladera. Para ellos la tierra no es un terreno explotable sino la madre viva. El aire enrarecido de la academia y del terreno de competición producen la novela de seis chelines, la canción de café cantante, Francia produce la más bella flor de corrupción en Mallarmé pero la vida deseable se les revela sólo a los pobres de corazón, la vida de los feacios de Homero.

A partir de estas palabras, el señor Best volvió a Stephen una cara sin ofensa.

—Mallarmé, sabe —dijo—, ha escrito esos maravillosos poemas en prosa que me solía leer Stephen MacKenna en París. Aquel sobre Hamlet. Dice: il se promène, lisant au livre de lui-même, sabe, leyendo el libro de sí mismo. Describe el Hamlet dado en una ciudad francesa, sabe, una ciudad de provincia. Lo anunciaron.

Su mano libre escribió con gracia diminutos signos en el aire.

HAMLET

ou

LE DISTRAIT

Pièce de Shakespeare

Repitió hacia el ceño nuevamente fruncido de John Eglinton:

—Pièce de Shakespeare, sabe. Es tan francés, el punto de vista francés. Hamlet ou...

—El mendigo distraído —terminó Stephen.

John Eglinton se rio.

—Sí, supongo que eso sería —dijo—. Gente excelente, sin duda, pero lamentablemente miopes en algunas cuestiones.

Suntuosa y detenida exageración del asesinato.

—Un verdugo del alma, le llamó Robert Greene —dijo Stephen—. No por nada era hijo de un matarife que manejaba el hacha de sacrificar escupiéndose en la palma de la mano. Nueve vidas se quitan por la de su padre. Padre Nuestro que estás en el purgatorio. Los Hamlets de caqui no vacilan en disparar. El matadero desbordante de sangre en el quinto acto es un presagio del campo de concentración por el señor Swinburne.

Cranly, y yo su mudo ordenanza, siguiendo batallas desde lejos.

Madres y cachorros de sanguinarios enemigos

a quienes sólo nosotros habríamos dejado a salvo...

Entre la sonrisa sajona y el ladrido americano. La espada y la pared.

—Se empeña en que Hamlet es un cuento de fantasmas —dijo John Eglinton para beneficio del señor Best. Como el muchacho gordo en Pickwick, quiere ponernos carne de gallina.

¡Escucha! ¡Escucha! ¡Escucha!

Mi carne le oye: erizándose, oye.

Si alguna vez...

—¿Qué es un fantasma? —dijo Stephen con vibrante energía—. Uno que se ha desvanecido en impalpabilidad a través de la muerte, a través de la ausencia, a través de un cambio de modos. El Londres elisabetiano estaba tan lejos de Stratford como el corrompido París lo está de la virginal Dublín. ¿Quién es el fantasma que viene del limbo patrum, regresando al mundo que le ha olvidado? ¿Quién es el rey Hamlet?

John Eglinton desplazó su delgado cuerpo, echándose atrás para juzgar.

Elevado.

—Es a esta hora del día en mitad de junio —dijo Stephen, rogando con una rápida ojeada que le oyeran—. La bandera está izada en el teatro junto a la orilla del río. El oso Sackerson ruge en la arena de al lado, el teatro Paris. Lobos de mar que navegaron con Drake mascan sus salchichas entre los espectadores del patio.

Color local. Mete ahí todo lo que sabes. Hazles cómplices.

—Shakespeare ha salido de la casa del hugonote en la calle Silver y va andando por la orilla del río, junto a los recintos de los cisnes. Pero no se detiene a echar de comer a la hembra que antecoge a sus patitos hacia los juncos. El cisne de Avon tiene otras cosas en qué pensar.

Composición de lugar. ¡Ignacio de Loyola, corre en mi ayuda!

—Empieza la representación. Avanza un actor en la sombra, vestido con la cota que dejó un elegante de la corte, un hombre bien plantado con voz de bajo. Es el fantasma, el rey, rey y no rey, y el actor es Shakespeare que ha estudiado Hamlet todos los años de su vida que no fueron vanidad, para representar el papel del fantasma. Dice sus palabras a Burbage, el joven actor que está delante de él, más allá de la tela encerada, llamándole por su nombre:

Hamlet, soy el fantasma de tu padre,

mandándole prestar atención. A un hijo habla, el hijo de su alma, el príncipe, el joven Hamlet y al hijo de su cuerpo, Hamnet Shakespeare, que ha muerto en Stratford para que su homónimo viva para siempre.

—¿Es posible que ese actor Shakespeare, fantasma por ausencia, y con las ropas del sepultado rey de Dinamarca, fantasma por muerte, diciendo sus propias palabras al nombre de su propio hijo (si hubiera vivido Hamnet Shakespeare habría sido mellizo del príncipe Hamlet), es posible, quiero saber, o probable, que no sacara ni previera la conclusión lógica de esas premisas; tú eres el hijo desposeído; yo soy el padre asesinado; tu madre es la reina culpable, Ann Shakespeare, de soltera Hathaway?

—Pero ese hurgar en la vida familiar de un gran hombre —empezó Russell con impaciencia.

¿Estás ahí, buena pieza?

—Es interesante sólo para el funcionario del registro. Quiero decir, tenemos las obras. Quiero decir, cuando leemos la poesía de Rey Lear ¿qué nos importa cómo vivió el poeta? En cuanto a vivir, nuestros criados pueden hacerlo por nosotros, dijo Villiers de l’Isle. Curioseando y hurgando en los comadreos entre bastidores de aquel tiempo, que si bebía el poeta, que si tenía deudas. Tenemos el Rey Lear: y es inmortal.

La cara del señor Best, apelada, asintió.

Fluye sobre ellos con tus olas y tus aguas,

Mananaan, Mananaan MacLir...

Pardiez, mozo, ¿y esa libra que os prestó cuando teníais hambre? A fe mía, la había menester.

Tomad vos este doblón.

¡Andad allá! Gastasteis la mayor parte de ella en el lecho de Georgina Johnson, hija de un clérigo. Agenbite of inwit, remordimiento de conciencia.

¿Os proponéis devolverla?

Oh, sí.

¿Cuándo? ¿Ahora?

Pues... no.

¿Cuándo, entonces?

He pagado siempre. He pagado siempre.

Pasito. Él es de la otra orilla del Boyne. El rincón del nordeste. Lo tienes a deber.

Espera. Cinco meses. Todas las moléculas cambian. Soy otro ahora. Otro recibió la libra.

Zumba. Zumba.

Pero yo, entelequia, forma de formas, soy yo por la memoria porque bajo formas siempre cambiantes.

Yo que pequé y recé y ayuné.

Un niño que salvó Conmee de los correazos.

Yo, yo y yo. Yo.

A. E. I. O. U. I owe you, le debo.

—¿Pretende enfrentarse con la tradición de tres siglos? —preguntó la voz capciosa de John Eglinton—. Por lo menos el fantasma de ella reposa en paz para siempre. Ella murió, al menos para la literatura, antes de haber nacido.

—Murió —replicó Stephen— sesenta y siete años después de nacer. Ella le vio entrar y salir del mundo. Ella recibió sus primeros abrazos. Ella concibió sus hijos y le puso a él peniques en los ojos para sujetarle cerrados los párpados cuando yacía en su lecho de muerte.

Lecho de muerte de madre. Vela. El espejo cubierto. Quien me trajo a este mundo yace ahí, bajo tapa de bronce, bajo unas pocas flores baratas. Liliata rutilantium.

Lloré solo.

John Eglinton miró el retorcido gusano de luz de su lámpara.

—El mundo cree que Shakespeare cometió un error —dijo— y salió de él lo antes y lo mejor que pudo.

—¡Bah! —dijo Stephen groseramente—. Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los pórticos del descubrimiento.

Pórticos del descubrimiento se abrieron para dejar paso al bibliotecario cuáquero, pies suavemente crujientes, calvo, orejudo y asiduo.

—Una furia —dijo astutamente John Eglinton— no es un pórtico de descubrimiento muy útil, uno imaginaría. ¿Qué descubrimiento útil aprendió Sócrates de Xantipa?

—La dialéctica —contestó Stephen—, y de su madre, cómo traer al mundo pensamientos. Lo que aprendió de su otra esposa Myrto (absit nomen!), el Epipsychidion de Socratididion, ni hombre ni mujer lo sabrán jamás. Pero ni el saber tradicional de la comadrona ni lo que ella le hizo tragar le salvaron de los arcontes del Sinn Fein y de su cáliz de cicuta.

—Pero ¿y Ann Hathaway? —dijo con olvido la tranquila voz del señor Best—. Sí, parece que la olvidamos, como la olvidó el propio Shakespeare.

Su mirada pasó de la barba del cavilador al cráneo del capcioso, para recordar, para regañarles no sin benevolencia, luego a la calvarrosa mollera del Lollardo, inocente aunque calumniado.

—Tenía su buen maravedí de ingenio —dijo Stephen—, y una memoria nada infiel. Llevaba un recuerdo en la bolsa cuando marchó a la capital silbando La moza que dejé atrás. Aunque el terremoto no lo situara en el tiempo, sabríamos dónde poner al pobre Wat, gazapo acurrucado en su madriguera, con el aullar de las jaurías, las bridas con tachuelas y las ventanas azules de ella. Esa memoria, Venus y Adonis, estaba en la alcoba de todas las frescas de Londres. ¿Es poco agraciada Catalina la furia? Hortensia la llama joven y bella. ¿Creen que el autor de Antonio y Cleopatra, apasionado peregrino, tenía los ojos en la nuca para elegir a la putilla más fea de todo Warwickshire y acostarse con ella? Bueno: la dejó y ganó el mundo de los hombres. Pero sus mujeres-muchachos son las mujeres de un muchacho. Sus vidas, pensamientos y habla se los prestan los varones. ¿Eligió mal? Fue elegido, me parece. Si otros se salen con la suya, Ann hath a way, se las arregla. Qué demonios, ella tuvo la culpa. Ella le metió la sonda, dulce y de veintiséis años. La diosa de ojos grises que se inclina sobre el mozo Adonis, humillándose para conquistar, como prólogo a la hinchazón del acto, es una descarada moza de Stratford que revuelca en un trigal a un amante más joven que ella.

¿Y mi turno? ¿Cuándo?

¡Vamos!

—Campo de centeno —dijo el señor Best, claro, alegre, levantando su cuaderno nuevo, con clara alegría.

Murmuró luego con rubio placer para todos:

Por entre aquellos campos de centeno

los campesinos prueban qué es lo bueno.

Paris: el complacido complacedor.

Una alta figura vestida de peludo homespun se elevó de la sombra y desveló su cooperativo reloj.

—Me temo que es hora de que vaya al Homestead.

¿A dónde se marcha? Terreno explotable.

—¿Se va? —preguntaron las activas cejas de John Eglinton—. ¿Le veremos esta noche en Moore? Viene Piper.

—¡Piper! —pió el señor Best—. ¿Ha vuelto Piper?

Peter Piper picó una pizca de pico de pizca de picante picadillo.

—No sé si podré. El jueves. Tenemos nuestra reunión. Si me puedo escapar a tiempo.

Caja de coco yogui en las habitaciones de Dawson. Isis desvelada. Su libro Pali que intentamos empeñar. Cruzado de piernas bajo un árbol-quitasol está entronizado, un Logos azteca, funcionando en niveles astrales, la superalma de ellos, mahamahatma. Los fieles hermetistas aguardan la luz, maduros para el noviciado búdico, en anillo alrededor de él. Louis H. Victory. T. Caulfield Irwin. Damas del loto se ofrecen a sus ojos, con las glándulas pineales encendidas. Lleno de su dios está entronizado, Buda bajo el llantén. Engullidor de almas, engolfador. Ánimos, ánimas, manadas de almas. Engullidas con aullantes chillidos llorones, en torbellino, torbellineando, se quejan.

En quintaesencial trivialidad

durante años un alma hembra residió en esta

envoltura de carne.

—Dicen que vamos a tener una sorpresa literaria —dijo el bibliotecario cuáquero, amigable y serio—. El señor Russell, según se rumorea, está reuniendo un manojo de versos de nuestros poetas jóvenes. Todos aguardamos ansiosamente.

Ansiosamente lanzó una ojeada al cono de luz de lámpara donde brillaban tres caras, iluminadas.

Mira esto. Recuerda.

Stephen bajó los ojos hacia un ancho chambergo acéfalo, colgado del puño de su bastón sobre la rodilla. Mi casco y mi espada. Toca ligeramente con dos dedos índices. El experimento de Aristóteles. ¿Uno o dos? Necesidad es lo que en virtud de lo cual es imposible que una cosa pueda ser de otra manera. Ergo, un sombrero es un sombrero.

Escucha.

El joven Colum y Starkey. George Roberts se ocupa de la parte comercial. Longworth le dará bombo en el Express. ¿Ah, de veras? Me gustó el Drover de Colum. Sí, creo que tiene esa cosa rara, genio. ¿Crees realmente que tiene genio? Yeats admiraba ese verso suyo: Como en tierra salvaje un vaso griego. ¿Lo admiraba? Espero que pueda venir esta noche. Malachi Mulligan viene también. Moore le pidió que trajera a Haines. ¿Habéis oído el chiste de la señorita Mitchell sobre Moore y Martyn? ¿Que Moore es la locura juvenil de Martyn? Muy ingenioso, ¿verdad? Le recuerdan a uno a Don Quijote y Sancho Panza. Nuestra epopeya nacional está todavía por escribir, dice el doctor Sigerson. Moore es el hombre para eso. Un caballero de la triste figura aquí en Dublín. ¿Con una falda escocesa azafrán? ¿O’Neill Russell? Ah sí, debe hablar la grandiosa lengua antigua. ¿Y su Dulcinea? James Stephens está haciendo algunos esbozos muy agudos. Nos volvemos importantes, parece.

Cordelia. Cordoglio. La más solitaria hija de Lir.

Acorralado. Ahora vuestro mejor barniz francés.

—Muchas gracias, señor Russell —dijo Stephen, levantándose—. Si tiene la bondad de darle la carta al señor Norman...

—Ah, sí. Si la considera importante, se publicará. Tenemos tanta correspondencia.

—Ya comprendo —dijo Stephen—. Gracias.

Dios se lo pague. El periódico de los cerdos. Benefactor del buey.

—Synge me ha prometido un artículo para el Dana, también. ¿Vamos a ser leídos? Tengo la impresión de que sí. La Liga Gaélica quiere algo en irlandés. Espero que se dé una vuelta por allí esta noche. Traiga a Starkey.

Stephen se sentó.

El bibliotecario cuáquero se acercó desde los que se despedían. Ruborizándose, su máscara dijo en voz baja:

—Señor Dedalus, sus opiniones son muy iluminadoras.

Crujió de acá para allá, de puntillas, más cercano al cielo en la altura de un chapín, y cubierto por el ruido de los que salían, dijo en voz baja:

—¿Su opinión es, entonces, que ella no le fue fiel al poeta?

Una cara alarmada me pregunta. ¿Por qué ha venido? ¿Cortesía o luz interior?

—Donde hay una reconciliación —dijo Stephen— debe haber primero una separación.

—Sí.

Zorro-cristo John Fox con calzón de cuero, escondido, fugitivo entre ramajes de árboles asolados, huyendo del griterío de persecución. Sin conocer zorras, caminando solitario en la persecución. Mujeres que ganó para él, gente tierna, una puta de Babilonia, esposas de jueces, mujeres de taberneros chulos. Zorro y gansos. Y en New Place un flojo cuerpo deshonrado que en otro tiempo fue hermoso, en otro tiempo tan dulce, tan fresco como canela, ahora todas sus hojas cayendo, despojado, asustado de la estrecha tumba y sin perdonar.

—Sí. Así que usted cree...

La puerta se cerró detrás del que salía.

La calma repentinamente tomó posesión de la discreta celda abovedada, calma de aire tibio y meditativo.

Una lámpara de vestal.

Aquí pondera él cosas que no fueron: lo que César habría vivido para hacer si hubiera creído al adivino; lo que podría haber sido; posibilidades de lo posible en cuanto posible; cosas no conocidas; qué nombre tomó Aquiles cuando vivía entre mujeres. Pensamientos en ataúd alrededor de mí, en cajas de momia, embalsamados en especias de palabras. Toth, dios de las bibliotecas, un dios-pájaro, coronado de luna. Y oí la voz de ese sumo sacerdote egipcio. En pintadas cámaras cargadas de libros de ladrillería.

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