Cosmopolitismo y nacionalismo

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Podría continuar ocupándome de la visión intelectualista del mundo de Sen. «La democracia trata primariamente del razonamiento público» (p. 122). Dudo que la mayor parte de las personas en las democracias crean esto. Puede que crean que tratan de ser capaces de votar para expresar sus intereses, necesidades y emociones. Pero puede que no piense que todos éstos están basados en el razonamiento. Sen piensa que la gente que rompe con su contexto cultural lo hace «a partir de la reflexión y el razonamiento» (p. 157). Mi conjetura es que algunas personas lo hacen sin mucho razonamiento, simplemente porque están preocupadas por algo o ven otra cosa que les gusta. Pero no tiene mucho sentido continuar con esto. Me parece haber dejado claro que el punto de vista de Sen es una visión intelectualista sobre la constitución de nuestras identidades, y que no es probable que atraiga a las personas ordinarias.

Concluyendo, creo que nos estamos engañando a nosotros mismos si negamos que la república de las letras es, y será siempre, una república aristocrática, regida por los inteligentes, hombres y mujeres de letras más sofisticados, y no necesariamente en beneficio de los no-letrados.49 Si en cierto sentido es una república aristocrática, es probablemente una buena cosa que al menos algunos miembros de esa aristocracia, como Bayle, crean en el principio de noblesse oblige, y estén deseosos de instruir y ayudar a los menos capaces. No sería bueno que pensaran que tienen el deber de imponer sus creencias a los menos capaces.

2.2 Republicanismo literario versus republicanismo nacional

Comenzaré esta sección con un reconocimiento personal que me llevó a pensar más sobre este tema. Me relaciono mejor con hombres y mujeres de letras de otros países que con muchos de mis conciudadanos norteamericanos, cuyo entusiasmo por el béisbol, las motocicletas o el golf –o simplemente ganar dinero– francamente no comprendo. Admito que esto nunca ha sido puesto a prueba por algo tan serio como una guerra, así que no sé si traicionaría a mi país en nombre de mis compañeros de la república de las letras. Sólo como algo que da que pensar destacaré que se dice que cuando se le consultó durante la Segunda Guerra Mundial sobre la posibilidad de bombardear Kyoto, Edwin Reischauer se derrumbó y se echó a llorar ante la posibilidad de perder tanta cultura. Un nacionalista convencional no le confiaría el tomar decisiones en un tiempo de guerra. Todo esto, por supuesto, plantea la siguiente pregunta: si hacemos que los pensamientos sobre la ciudadanía pasen de la esfera nacional a la literaria, ¿qué implica esto para nuestra ciudadanía nacional? ¿Cuál es la relación entre la república literaria y la nacional?

Éste no es un tema del que Bayle se ocupara directamente en sus reseñas, pero hay implícita una respuesta en sus escritos. En tanto que un francés viviendo en el exilio, algunas veces utiliza el «nosotros» para referirse a los franceses y otras veces para referirse a los Países Bajos. Desde el nivel psicológico más profundo, probablemente siempre fue un francés.50 Esto afectó a su política de una forma importante. Una de las razones por las que la teoría política reciente no se ha ocupado de él es porque adoptó el punto de vista reaccionario –desde una posición whig– de ser políticamente leal a la monarquía. En última instancia, creo, hizo esto por su esperanza de que si los hugonotes expresaban su lealtad serían invitados a volver a Francia. Una tradición que funcionó razonablemente bien en la primera parte del siglo.

Reinhart Koselleck y Françoise Waquet han sugerido que la configuración específica de Bayle de la república de las letras sólo era concebible bajo el absolutismo.51 De acuerdo con este punto de vista, los hombres de letras concedían la política real a la monarquía, a cambio de la libertad intelectual dentro de los límites de la república de las letras. Tenemos ejemplos de esto en Gordon (1994). Pero pienso que cosas parecidas pueden decirse de la república de las letras bajo lo que denominamos democracia representativa. Se tolera todo tipo de puntos de vista siempre que se limiten a la academia; y las comodidades de ésta previenen que quienes mantienen esos puntos de vista salgan al mundo real y hagan mucha política real. Me gustaría añadir que probablemente es bueno que la mayoría de los puestos políticos no estén ocupados por gentes de letras. Si así fuera, probablemente estarían imponiendo sus propios puntos de vista complejos como la verdad, y ello de una forma que los no-letrados apenas hacen, simplemente porque los no-letrados están normalmente más interesados en la conducta y en unos pocos preceptos básicos que en los detalles de complejos sistemas de creencias.

La paradoja de que Bayle defendiera a la monarquía francesa mientras vivía en una república real52 se resuelve parcialmente al observar que él y sus amigos en el Refuge hugonote sólo estaban muy marginalmente implicados en la política de los Países Bajos, y en una medida muy importante excluidos por la barrera lingüística. Sus escritos, algunas veces radicales, eran tolerados por las autoridades holandesas porque eran un buen negocio y porque eran más una amenaza para la legitimidad francesa que para la holandesa, por lo menos mientras estuvieran escritos en francés y se exportaran a Francia. Paradojas similares, como la defensa de dictaduras en este siglo desde la comodidad de los cafés parisinos o de las aulas americanas, pueden explicarse por una incapacidad de hacer daño similar.

En otros lugares Bayle se ocupó del tema del patriotismo nacional. En el Avis afirmó que podía darse por supuesto que un honnête homme amaría a su país.53 En el Projet, citó a Aníbal manifestando que ningún hombre que luchara a su lado era un extranjero. La alternativa preferida de Bayle es que ningún hombre que busca la verdad es un extranjero en la república de las letras.54 Argumentó con pasión en el Diccionario que si uno tiene que elegir entre el propio país y el alma de un amigo, uno debería escoger al amigo.55

Me gustaría concluir estableciendo un paralelismo entre Pierre Bayle en las Nouvelles y Max Weber en su conferencia de 1918 «Wissenschaft als Beruf». No creo que este paralelismo se haya establecido antes, pero Bayle y Weber están luchando claramente contra los mismos problemas y obtienen las mismas respuestas. Weber afirma que «la primera tarea de un profesor competente es enseñar a sus estudiantes a reconocer hechos “inconvenientes”», pero que la ciencia no puede ayudarlos a decidir entre Weltanschauungen últimas (Weber, 1946: 147). Esto parecería corresponder al punto de vista crítico de Bayle y su confianza en la fe y en la conciencia para los propósitos últimos. «La profecía académica solo creará sectas fanáticas, pero no una comunidad genuina», añade Weber (Weber, 1946: 155). Esto podría afirmarlo Bayle escribiendo sobre su rival, Pierre Jurieu.

A partir de ambos casos aprendemos que si alguien trata de desarrollar una ética de la responsabilidad académica va a ser atacado por los dos flancos. Algunos lo acusarán de no estar lo suficientemente comprometido para ser un buen ciudadano. Otros de estar demasiado comprometido. Los nacionalistas lo acusarán de ser demasiado cosmopolita, y los cosmopolitas autoproclamados, de estar demasiado apegado a sus raíces. ¿Por qué no hemos resuelto esta disputa hoy en día mejor que se hizo en tiempos de Bayle o de Weber? Quizá porque es una de esas áreas que deben gobernarse inevitablemente por lo que Aristóteles llamó razón práctica. Quizá es justamente una de esas áreas de la vida en la que uno tiene que ocupar una posición de alguna manera en el medio y recibir críticas de todos los lados.

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1. Véase Barnes, 1938: 13. Para una visión general, Waquet, 1989. Véase también Betz, 1896; Yardeni, 1973: 210; Bots y Waquet, 1997, con una extensa bibliografía; Bots y Waquet, 1994; Neumeister y Wiedemann, 1987.

2. Goodman (1994) muestra cómo la república de las letras llegaría pronto a incluir también a hermanas.

3. Bayle, 1964: 2.

4. Bayle, 1964: 335.

5. Bayle, 1964: 429-431; Bost, 1994: 18 y 51.

6. Bayle, 1964: 2.

7. Lennon (1999) proporciona una lectura bakhtiniana de una parte muy importante de la obra de Bayle, en la que Bayle permite que cada interlocutor hable por sí mismo. El resultado es que uno no puede asumir que lo que dice Bayle sean sus propias ideas; más bien, sus argumentos toman vida, a menudo fuera de su control.

8. Véase Bost, 1994: 48ff. Véase también Bots, 1977.

9. Bayle, 1964: 2.

10. Bayle, 1964: 1.

11. Bost, 1994: 114 y 116; Bost, 2006: 243-244.

12. Por ejemplo, Bayle, 1964: 497. Véase Rorty, 1989, y Bost, 2006: 257.

13. Bost, 1994: 114, 116; Bost 2006: 243-244.

14. Bayle, 1999, vol. 1: 118; comentado en Bost, 2006: 60.

15. Bayle, 1964: 479.

16. Bayle, 1964: 440.

17. Bayle, 1964: 2.

18. Bayle, 1964: 2.

19. Véase Bost, 1994: 22 y 30.

20. Bayle, 1964: 330.

21. Bayle, 1964: 330.

22. Bayle, 1964: 335-336. Tinsley (1996) sugiere que el principal propósito de Bayle al escribir sobre los socinianos es defender una política de tolerancia hacia éstos. Destaca que aquí ataca tanto la misoginia de los socinianos como la intolerancia de los protestantes ortodoxos hacia ellos.

23. Bayle, 1964: 335-336.

24. Bayle, 1964: 412-413, 433, 442, 497 y 522. Véase Bost, 1994: 18 y 48-50.

25. Véase, por ejemplo, Labrousse, 1987, y Bost, 1994: 99 y ss.

26. Bayle, 1964: 508.

27. Waquet, 1989: 484. Ver también Bots, 1988; sobre el uso y la evaluación de las publicaciones periódicas por parte de Bayle en el Diccionario, ver pp. 205 y ss.

28. Ver Laursen, 1998, y Laursen, 2000.

29. Herzog, 1986, y Roche, 1988.

30. D’Argonne, 1700, vol. 2: 60-63, citado en Waquet, 1989: 485; también citado en Dibon, 1990: 154.

31. Bahr (2008: 68) describe el pesimismo de Bayle como un «agustinismo secular». Puede que fuera un agustinismo religioso.

32. Goldgar (1995) informa: «La República no era una monarquía, pero tampoco era una democracia» (116). Y esta escritora (y otros) la describe como una especie de aristocracia del mérito, o de la inteligencia y la suerte.

33. Waquet (1994) cita la pretensión de Elizabeth Eisenstein de que «se ha escrito muy poco sobre el surgimiento de las intelectuales como una clase social específica», y señala que ya hemos dejado de llamarnos ciudadanos de la república de las letras, citando igualmente a Julián Marías (488 y 502). Desde hace tiempo la sociología de los intelectuales es un campo importante de estudio; por lo que deben de estar pensando en que ha habido muy poca autorreflexión sobre nosotros mismos en relación con los no-intelectuales. Hay que destacar la existencia del Grupo de Investigación sobre la Historia de los Intelectuales en París (Trebitsch, 1997).

34. Véase Bost, 1994: 41.

35. Esta observación se aplica especialmente a Kymlicka (1995).

36. Menchú y Burgos-Debray, 1984.

37. Véase las tres contribuciones en Nussbaum y Glover, 1995, y en otras obras de los mismos autores.

38. Véase Stoll, 1998.

39. Taylor, 1994. Mi simpatía está claramente con Anthony Appiah, quien escribe que «el deseo de algunos habitantes de Quebec de exigir a las personas que son “étnicamente” francófonas enseñar a sus hijos en francés sobrepasa un límite» (p. 163, en el mismo volumen).

40. Bourdieu, 1989/1996.

41. Waquet, 1989: 500.

42. Véase Jenkinson, 1999.

43. Véase Bost, 2006: 238.

44. Ésta es la idea de Bayle (1686) y de otros escritos suyos.

45. Véase Lilienthal, 1713, citado en Waquet, 1989: 483.

46. Véase, por ejemplo, Gutmann y Thompson, 1996, leídos a la luz de Berkowitz, 1996.

47. Veáse el inusitado uso frecuente por parte de Bayle de «tiranía» y palabras relacionadas para describir políticas gubernamentales contra las herejías, en Bayle, 1688.

48. Appiah, 2006: XVIII.

 

49. Dibon (1990: 157, y en otros lugares) escribe acerca de los «aristócratas de las letras». Diderot comprendió que los philosophes no eran necesariamente útiles a la sociedad. Ver Geissler, 1997: 133.

50. Esto tenía fuentes lingüísticas. Bayle rechazó una cátedra en Franeker en parte porque no había allí un número suficiente de hablantes de francés (Labrousse, 1987: 71-89). Para más ejemplos del nacionalismo lingüístico de Bayle, véase Bayle, 1964: 112-114, 121-123, 296-297 y 416.

51. Waquet, 1989: 499-500 (citando a Koselleck).

52. Destacado por Bots, 1986: 86.

53. Citado en Deregibus, 1990, vol. 1: 185.

54. Bayle, 2000.

55. Bayle, 1991: 58.

IRENISMO Y COSMOPOLITISMO
EN LOS PROYECTOS DE PAZ DEL SIGLO XVIII

Francisco Javier Espinosa

Universidad de Castilla-La Mancha

Durante el siglo XVIII se vivió en Europa una honda preocupación por la cantidad y la crueldad de las guerras que en los últimos tiempos habían asolado el continente. Podríamos decir que hubo guerra perpetua durante el siglo XVII y gran parte del XVIII, y que esta guerra era el mecanismo normal de solución de los problemas entre potencias, entre dinastías, entre parlamentos y reyes o entre religiones. Fruto de esa profunda inquietud, surgieron algunos escritores que rechazaban la guerra como medio de resolver los conflictos y que afirmaban la posibilidad y el deseo de una paz permanente, lo que llamaré «irenismo». Así entendido, el término es muy amplio y en él cabe el amplio elenco de posturas de este siglo, mientras que el término pacifismo, similar desde el punto de vista etimológico, aunque ligado al latín en vez de al griego, está muy vinculado a actitudes más específicas de no-violencia ligadas a la religión, la ética o la izquierda política. También uso este término porque el principal iniciador de este camino, Saint Pierre, lo utiliza.1

Este irenismo del siglo XVIII estuvo generalmente vinculado a algún tipo de cosmopolitismo, ya fuera cultural, ético o político. Un cosmopolita cultural es aquel que no quiere vivir encerrado en los estrechos márgenes de su cultura y le gusta conocer muchas otras diferentes de la suya de origen. Un cosmopolita ético es el que afirma la igualdad de todos los seres humanos por encima de razas, culturas y lugares y, en consecuencia, siente tener deberes iguales para con todos los seres humanos. Un cosmopolita político es el que piensa que debe haber algún tipo de instituciones jurídicas y políticas que regulen las relaciones internacionales y las relaciones de los individuos con las entidades políticas que no son su país de origen. Como todas las clasificaciones, ésta es también una mera distinción conceptual, pues en la realidad se dan mezclas en diferentes grados de los tres tipos de cosmopolitismo. Por ejemplo, lo corriente es que las personas a las que gusta conocer otras muchas culturas sientan los problemas que aquejan a sus miembros y manifiesten una preocupación ética por su bienestar; también parece lógico que los que consideran a todos los hombres como sus iguales aprecien la culturas de los otros o que quien aboga por unas Naciones Unidas, o cualquier otro tipo de institución política internacional, crea en la igualdad de los seres humanos y en la necesidad de abrir unas culturas a otras. Pero la distinción es útil, porque puede darse el caso, por ejemplo, de cosmopolitas ético-culturales que rechacen el cosmopolitismo político (cf. Espinosa, 2009a: 80 y ss.; 2009b).

En este trabajo utilizaré cosmopolitismo en la variedad de sentidos que acabo de mencionar, no tanto en el significado que la palabra tenía en el XVIII, que era mucho más ambiguo. A veces significó un ardiente universalismo moral y se utilizaba como remedio contra los prejuicios nacionales. También para hablar de los escritores y pensadores que se sentían miembros de la «república universal de las letras». Pero en otras ocasiones tenía un significado negativo, como cuando se utilizaba para criticar al ciudadano que no sentía patriotismo por su nación o como cuando se utilizaba la experiencia cosmopolita de conocimiento de diversas culturas para relativizarlas y despreciarlas a todas, como se ve en el siguiente texto:

El universo es una especie de libro del que no se ha leído más que la primera página cuando uno no ha visto más que su país. Yo he ojeado un gran número de páginas que he encontrado casi iguales de malas que la de mi país. Este examen no me ha sido infructuoso. Yo odiaba mi patria y todas las impertinencias de los pueblos entre los que he vivido me han reconciliado con ella (Fougeret de Montbron, 1750: 3).

También podríamos decir que muchos pensadores de la época se engañaron sobre el sentido de la palabra cosmopolita, pues ellos aplicaban esta palabra al que pensaba a la francesa, y así se confundía París con Cosmópolis (Hazard, 1985: 333; cf. Herrero y Vázquez, 1995: 11-24).

Como el personaje más influyente en este tiempo es Saint Pierre, empezaré por él. Podríamos decir que pasó su vida entre la beneficencia para con las personas más necesitadas y la escritura de proyectos sociales y políticos reformistas. De entre todos ellos, su proyecto más querido y al que dice que va a dedicar su vida es su proyecto de paz.2 Había asistido a la Conferencia de paz de Utrecht en 1713 como secretario del Abbé Polignac, uno de los tres ministros plenipotenciarios franceses en la conferencia, lo que le dio de primera mano experiencia en los tratados de paz y lo estimuló a buscar otra vía diferente, al comprobar su ineficacia. Saint Pierre se sentía cosmopolita y se describe a sí mismo como un «pequeño ciudadano del mundo» y un «filósofo pacífico, amigo del género humano» (Saint Pierre, 1986: 627). Desde el principio hace leer a mucha gente sus esbozos y sus publicaciones sobre la paz y recoge su opinión. Por eso ya sabe que muchos lo ridiculizan afirmando que sus ideas son el sueño imposible de un visionario, y para contrarrestarlo dedica muchas páginas a demostrar que sus ideas no se basan en una concepción de lo que los hombres debieran ser, sino en cómo realmente son: seres que buscan su utilidad y su aumento de poder. Él considera que cualquier hombre que sea egoísta y que tenga miedo a la muerte aceptará su plan (Saint Pierre, 1986: 55, 56, 81, 245, 246 y 267). Además, exceptuando algunas animosas frases optimistas, señala que es un plan que tardará mucho tiempo en ser realizado y que posiblemente él no lo vea cumplido (Saint Pierre, 1986: 418; cf. Saint Pierre, 1933: 16-19).

El punto de partida es la constatación de los males que causa la guerra y de que los medios hasta ahora utilizados (tratados de paz y creación de un equilibro entre potencias) no valen para nada, porque los soberanos no tienen miedo de no cumplir lo que han firmado o de romper el equilibrio en Europa, y sólo si tuvieran temor al poder de Europa unida podrían controlar su pasión por la ambición (Saint Pierre, 1986: 10-11, 21, 29-31 y 33). Por eso tiene que haber un cuerpo superior europeo que los obligue (Saint Pierre, 1986: 24, 25 y 35). Pensaba que el comercio, fruto de la paz mantenida por una entidad política superior y permanente, iba a traer mucha más prosperidad a cada uno de los estados que las posibles conquistas territoriales mediante la guerra (Saint Pierre, 1986: 34 y 35).

Saint Pierre propone una confederación de estados que llama «Unión Europea», «Sociedad Europea», «Patria común» y «República de la paz» (Saint Pierre, 1986: 52, 68, 208 y 290). En su proyecto hay un Consejo General de cuatro miembros por cada Estado, lo que implica igualdad entre los estados grandes y los pequeños, pues piensa que los menos poderosos deberían tener el mayor número de votos, ya que esto es lo que daría la mayor solidez a la Sociedad Europea (Saint Pierre, 1986: 189). Este consejo es un tribunal para dirimir los conflictos que puedan surgir entre los estados, y debe tener poder suficiente contra cualquier Estado que se oponga a sus veredictos (Saint Pierre, 1986: 123). Propone Utrecht como sede del consejo porque admiraba el espíritu comercial, la tolerancia y el ambiente cosmopolita de esta ciudad (Saint Pierre, 1986: 199-200).

El proyecto de Saint Pierre es verdaderamente cosmopolita en su intención. Es verdad que al final se restringe a la Unión Europea, de la que excluye a los turcos (Saint Pierre, 1986: 549, 689, 690 y 692), pero esa limitación a Europa es una estrategia para que no sea rechazado por mucha gente que ve, sobre todo, al islam y, especialmente, a los turcos como enemigos. Por eso dice que en el segundo esbozo el proyecto abrazaba todos los estados de la Tierra, pero que sus amigos le han hecho ver que esto lo teñiría de un aire de imposibilidad y que parecería más factible si se restringía a la Europa cristiana. Además, señala, en los siglos sucesivos se podrían ir incorporando a la Unión otros soberanos de Asia y África (Saint Pierre, 1986: 18). Más adelante señala que, aunque se le dice que no incluya a los soberanos de religión islámica, piensa que la Unión, para mantener la paz y el comercio con los musulmanes, podría hacer un tratado con ellos, tener las mismas seguridades que con el resto de estados europeos y concederle a cada país un residente en la villa de la paz (Saint Pierre, 1986: 160 y161), aunque posteriormente aclara que no les concede la categoría de miembros, sino de asociados (Saint Pierre, 1986: 191 y 192). También afirma la posibilidad y la necesidad de construir, al igual que la Unión Europea, una Unión Asiática, con la que aquélla firmaría tratados de paz (Saint Pierre, 1986: 320, 321, 376 y 539).

Por otra parte, para él, el principal problema del islam es que es una religión en la que sus soberanos mantienen al pueblo en la ignorancia y la superstición, aunque señala que, cuando vean que la Europa cristiana se une y se fortalece por medio de la tolerancia y el progreso de la razón, pensarán que la educación y la Ilustración conducen a la paz y al bienestar, y quizá así aceptarán el camino del avance de las ciencias y las artes; incluso, al tener más luces, estarán más cerca de convertirse al cristianismo (Saint Pierre, 1986: 385 y 386), religión que para Saint Pierre es fundamentalmente una moral de bondad para con el prójimo.

Sus ideas de tolerancia e ilustración le llevan a creer en el intercambio cosmopolita de ideas, aunque, como la mayoría de los pensadores de su tiempo, piensa que son las ideas europeas y, en concreto, la religión cristiana las que deben aceptarse por ser las más racionales. No es ajeno, en este sentido, al etnocentrismo de la Ilustración europea. Tampoco lo es al contexto político de principios del XVIII, por lo que su proyecto está centrado en los soberanos y no en instituciones democráticas. Además, el tratado que propone garantiza el status quo de las casas reales europeas, no sólo frente a las reivindicaciones de las vecinas, sino también contra los intentos interiores de derrocamiento y contra las revoluciones (Saint Pierre, 1986: 163). De alguna manera, parece una alianza de los soberanos contra los pueblos (Molinari, 1857: 85). Pero, por otra parte, afirma que cada ciudadano puede vivir en el Estado que quiera y, como los estados republicanos están mejor organizados y hay muchos príncipes que se hacen odiosos para sus súbditos, hay que esperar que muchos súbditos de estos monarcas se fueran con sus riquezas y sus talentos a los estados republicanos (Saint Pierre, 1986: 163), lo que supone, como se ve, un cierto precedente del derecho cosmopolita de Kant.