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En el País Valenciano, por su parte, las finanzas, pero sobre todo la agricultura, son las principales vías de penetración de las nuevas formas de organización productiva. Las finanzas, en concreto, vivieron una efímera eclosión de modernidad, a mediados de siglo, con la creación de la Sociedad Valenciana de Crédito y Fomento (a iniciativa de José Campo –con el tiempo marqués de Campo–, el representante más genuino de la burguesía emergente) y de la Sociedad de Crédito Valenciano (a iniciativa del rival de Campo, Gaspar Dotrés).
Aunque las dos sociedades de crédito (era el nombre que recibían los bancos entonces) estaban vinculadas inteligentemente a negocios de las infraestructuras derivadas de la revolución de los transportes (la construcción del ferrocarril y la del puerto del Grao de Valencia, respectivamente), fueron los problemas de gestión de estos mismos negocios los que crearon dificultades añadidas a la gran crisis financiera de 1866, que se volvió, de este modo, insuperable.
Pero, para una economía que aún se sostenía sobre las actividades primarias principalmente, son los avatares de la agricultura los que marcarán de manera determinante los cambios del conjunto de la economía. Así, debemos constatar que, a partir de la década de los cuarenta del siglo XIX, se inicia el proceso de tránsito de la agricultura de subsistencia a la agricultura comercial. Un tránsito que sólo era posible si había una demanda que no hiciera vano el esfuerzo de mejora cuantitativa y cualitativa de la oferta productiva.
Así ocurrió cuando la pasa y el vino, primero, y la naranja, después, protagonizaron un gran auge de la demanda (externa). La naranja, en concreto, se vio beneficiada por el incremento de las rentas familiares en la Europa industrializada y por la mejora dietética que comportaba, lo que permitió el consumo masivo de fruta de invierno de importación. La naranja valenciana se beneficia, además, de que los países consumidores no tenían, ni tienen, las condiciones climáticas para pasar a ser productores.
La incorporación de una serie de innovaciones técnicas –máquinas de vapor para elevar aguas subterráneas, uso de fertilizantes importados, naturales, o artificiales más tarde– permitió incrementar la producción, así como los nuevos medios de transporte –el ferrocarril y la navegación a vapor– facilitaron el acceso a los mercados europeos. Eso no quita que hubiese también una cierta expansión del cultivo de los cereales –incluido el arroz–, de las hortalizas y una recuperación de la ganadería, que completarían las transformaciones del panorama agrario del último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
La mayor propensión a exportar de la agricultura valenciana se mantiene a pesar de las vicisitudes de la estricta política proteccionista practicada por el Gobierno español, lo que hace que la controversia que enfrenta a los proteccionistas (fundamentalmente los industriales catalanes y vascos y los cerealistas castellanos y andaluces) y los librecambistas (fundamentalmente vinateros, naranjeros y productores de frutos secos mediterráneos) se viva, por lo tanto, de manera particular en las tierras valencianas.
Los sectores proteccionistas (manufacturas –Alcoy, como paradigma– y cereales, también el arroz –Sueca, como paradigma–), mayoritarios a nivel español, eran minoritarios en la economía valenciana, mientras que los sectores exportadores librecambistas, minoritarios a nivel del Estado, eran claramente predominantes en el País Valenciano gracias a la presencia del vino, los productos hortícolas y, especialmente, la naranja.
Pero la evidente hegemonía agraria no debe hacer olvidar la presencia de una relativamente importante base manufacturera. En la primera mitad del XIX, ya sucede el tránsito a la industria de la manufactura textil lanera y del sector papelero en Alcoy. Otras actividades manufactureras existentes en la época, como la sedería de la ciudad de Valencia o el textil de Morella o Enguera, perderán fuerza a lo largo del tiempo. Pero es a finales del XIX cuando se extiende por todo el país la actividad manufacturera, aunque este sector no fue nunca un importante receptor de capitales.
Esta base industrial finisecular estaba formada por una manufactura diversa y dispersa en el territorio, pero aglomerada por sectores en ciertas comarcas. En unos casos estaba vinculada al comercio de la exportación agraria (papel, madera, química-fertilizantes), en otros al crecimiento urbano (mueble, calzado, cerámica y azulejo, transformados metálicos, etc.) o, incluso, a las insuficiencias de las rentas agrarias (caso paradigmático del textil o el metalomecánico alcoyano). Se inicia también la producción de máquinas de vapor y turbinas y arrancan las primeras industrias metálicas, químicas y de la alimentación.
• 1914-1959
La segunda etapa se despliega en el mundo occidental entre 1913 y 1945 e incluye dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945), la revolución bolchevique (1917), la gran crisis del 29, una hegemonía económica compartida por EE. UU. y los grandes países europeos y unas reglas de juego en el comercio y el sistema de pagos permanentemente en crisis, dado que aún predominaba el bilateralismo.
En España este período se alarga hasta 1959. Es un período en el que España mantiene el aislamiento económico, el cual tendrá en los primeros veinte años de la dictadura franquista (1939-1959) su expresión más radical en forma de autarquía económica. El profesor García Delgado nombrará a este largo período el de la vía nacionalista española de crecimiento económico.
El crecimiento económico se basará, por lo tanto, en la sustitución de importaciones, hecho que permitirá la existencia de actividades económicas que serían inviables en otras circunstancias. Ahora bien, esta forzada reserva del mercado interior dificulta, por la parte de la demanda, el propio crecimiento económico porque, como los niveles de renta per cápita son muy bajos, la capacidad de compra de las unidades familiares es muy limitada y, en consecuencia, también la demanda agregada.
Pero hay, durante las primeras décadas del siglo XX, una cierta extensión y diversificación del tejido industrial alimentadas por las innovaciones técnicas de la época, la repatriación de capitales a raíz de la pérdida de las colonias en 1898 (que se traduciría, también, en una expansión del negocio bancario) y los beneficios extraordinarios derivados de la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial.
Los efectos de la crisis del 29 que afectan a la estabilidad económica y social del período republicano, la Guerra Civil (1936-1939) y el período autárquico posterior detienen esta aproximación a los estándares europeos y ampliarán aún más la brecha tecnológica y de nivel de vida.
En el País Valenciano, una vez pasada la coyuntura extraordinaria de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) –que había beneficiado en exclusiva a la industria y cereales como el arroz–, el auge comercial de la naranja comporta que cantidades ingentes de capitales se inviertan en la transformación de terrenos y en la captación de aguas subterráneas: a la década de los veinte se la llamará la década dorada de la naranja. En 1930 se llega al hito de un millón de toneladas exportadas, cifra que no se volverá a alcanzar hasta bien entrados los cincuenta. Sin embargo, la modernización y la capitalización de la agricultura no fueron generales porque amplias zonas interiores del País quedaron al margen.
La base manufacturera, por su parte, se refuerza durante la coyuntura extraordinaria de la Primera Guerra Mundial gracias a las exportaciones a los países en guerra y a la profundización del fenómeno de la sustitución de importaciones. El proteccionismo, en todo caso, ayudó a la pervivencia de esta manufactura, pero también puso límites –como ya se ha señalado antes para el conjunto de la economía española–, dada la escasa importancia del mercado interior español como marco de expansión potencial. Además, el complicado decenio de los años treinta –guerra civil incluida– y, particularmente, el período autárquico de 1939-1959 frenaron bruscamente la línea de progreso económico secular, como en el resto de España.
Por una parte, por las dificultades en el mercado exterior para acceder a inputs de importación vitales para mantener la productividad económica en los diversos sectores –particularmente, los abonos químicos en la agricultura de exportación– o el efecto negativo de un sistema de tipo de cambio múltiple en casi todo el período. Por otra parte, en el mercado interior, por el impacto que ocasiona el estancamiento o retroceso de los niveles de vida sobre una actividad industrial incipiente orientada a la manufactura de bienes de consumo y por el sofocante intervencionismo gubernamental (Fabra, 2000: 128). Lógicamente, el aislamiento impide beneficiarse de la recuperación europea posbélica.
• 1959-1975
La tercera etapa empieza a nivel mundial con la finalización de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Será de un auge continuado de la Europa occidental sin precedentes, de un mundo bipolarizado políticamente entre EE. UU. y la URSS, de una economía americana indiscutiblemente pionera (que fijará las nuevas reglas de juego mediante el sistema monetario de Bretton Woods y la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial para ayudar a los países más retrasados) y de unos importantísimos acuerdos comerciales –por primera vez, de carácter multilateral– en el seno del GATT (Acuerdo General de Comercio y Aranceles). Asimismo, en esta etapa tiene lugar la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) (1957) –la futura Unión Europea (UE)–, con seis miembros, los tres del Benelux (Holanda, Bélgica y Luxemburgo), Italia, Francia y Alemania Federal.
Pero para la economía española y la valenciana el comienzo de la etapa se retrasa hasta 1959, cuando las cosas empiezan a cambiar profundamente gracias al Plan de Estabilización. La razón es que, a pesar del imponente crecimiento económico que la Europa occidental estaba viviendo desde la reconstrucción posbélica, con la ayuda del Plan Marshall (la Segunda Guerra Mundial había sido intensísima en el escenario europeo), España, en su cerrazón autárquica, sólo recibía los impulsos de este crecimiento del entorno europeo de manera muy débil. Aun así, los acuerdos con el Vaticano y EE. UU. en 1953 y ciertos cambios en los ministerios económicos hacen de los cincuenta una década de transición. Los acuerdos mencionados facilitan la entrada de España en la ONU en 1955 y, posteriormente, en las grandes instituciones económicas internacionales: FMI y Banco Mundial y, finalmente, OCDE (el club de los países avanzados).
De hecho, el año 1959 es, sin duda, un año clave en la historia económica española porque, con el mencionado Plan de Estabilización –una iniciativa en buena parte exigida por los organismos internacionales en los que se acaba de entrar–, se inicia la definitiva apertura económica.3 Pero tan importante, o más, es el comienzo de un lento pero imparable proceso de desintervencionismo estatal en la economía, lo cual, en la medida que permite que la lógica de mercado vaya teniendo más papel en la asignación de recursos, hace que la eficiencia de la economía crezca significativamente.4
Una etapa, pues, en la que la economía española obtendrá muchas ventajas y se enfrentará a algunos retos importantes. Una etapa en la que se dan unos cambios en profundidad que llegan a la vida cotidiana porque se pasa de un mundo de escaseces a una sociedad de consumo. La adquisición masiva de electrodomésticos y la generalización de la motorización, emblematizada por el Seat 600, son los paradigmas de esta nueva etapa.
En resumidas cuentas, hay una importante mejora de la capacidad adquisitiva en el mercado interior gracias a la entrada de capitales extranjeros, pero también a los importantes ingresos generados por un turismo constituido por olas de trabajadores europeos que acaban de conseguir el derecho a las vacaciones pagadas y que buscan fundamentalmente, sol, playa y precios bajos. Tampoco debemos olvidar los cuantiosos envíos de ahorros de los tres millones largos de trabajadores emigrantes españoles repartidos por Europa.
Al crecimiento de la demanda interna se sumará, a finales de los sesenta, la expansión de las exportaciones, favorecidas por la devaluación de la peseta de 1967 y el Acuerdo de Preferencias Arancelarias con la CEE, de 1970.
La economía valenciana se beneficiará significativamente de la nueva situación creada por el Plan de Estabilización y el aumento del nivel de vida. Muchas de sus potencialidades latentes podrán desplegarse en un mercado interior con creciente capacidad adquisitiva y en un mercado exterior cada vez más accesible, y aprovechando en parte el know how acumulado durante décadas mediante las exportaciones agrarias a Europa.
Uno de los fenómenos más trascendentales fue el intenso proceso industrializador que transformó sustantivamente la estructura económica valenciana. Un proceso más intenso que el vivido por la economía española y que se trasladó a la balanza comercial de manera clara en la segunda mitad de los sesenta con el aumento significativo de las partidas de exportación manufacturera. Un proceso que se realizó a partir de la base industrial previa que se había configurado a finales del XIX –el profesor Ernest Lluch lo llamará el hilo industrial- y sin la que difícilmente habría sido posible.
Se vivirá, pues, un crecimiento y unos cambios y transformaciones sin precedentes bajo el liderazgo de la industria. Desde entonces, la dimensión de la economía valenciana, medida por la producción de bienes y servicios, se ha multiplicado por más de seis, al mismo tiempo que se ha producido una profunda ampliación y diversificación de la oferta productiva.
Esta diversificación incluye una terciarización progresiva (los servicios aumentarán significativamente su peso en el valor del PIB valenciano, a precios corrientes) tal y como ha sucedido habitualmente en el resto de economías avanzadas. En el caso valenciano, además, ayudada por la extraordinaria expansión del sector turístico, particularmente a partir de los años setenta.
• De 1976 a la actualidad
Finalmente, la última etapa se caracterizará en un primer momento por la larga crisis económica mundial (1974-1985). Después habrá unos años de recuperación, 1985-1991, seguidos de una corta pero durísima crisis, 1992-1993, y una larga etapa de expansión económica que llegará, con altibajos, hasta el 2008. Una crisis de alcance y naturaleza inéditos interrumpirá abruptamente esta etapa expansiva hasta sumir a la mayoría de las economías avanzadas en una recesión.
La primera de las crisis de los setenta, debida, principalmente, a la crisis del sistema monetario de Bretton-Woods (de 1971-1972, que lleva a la flotación de tipo de cambio) y al encarecimiento del precio del petróleo y de otras materias primas (1972-1973), significó un punto de inflexión en la lógica del crecimiento económico del mundo occidental.
Europa, por ejemplo, había vivido una expansión basada en la capacidad para beneficiarse de la generalización de una trayectoria tecnológica desarrollada fundamentalmente en EE. UU. La ruptura de estas pautas en Europa no se debió únicamente al encarecimiento de la energía, sino a un conjunto de factores que operaron poco a poco: el posfordismo, el acercamiento a la frontera tecnológica y la necesidad –no cubierta plenamente hasta el momento presente– de mayor flexibilidad en los mercados de trabajo y financieros y en las formas de organización empresarial.
Además, simultánea y progresivamente, tiene lugar la emergencia de nuevos países industrials en el sudeste asiático y la profundización de la globalización económica, la consolidación de bloques continentales como la Unión Europea y un nuevo salto tecnológico vinculado a las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) –la tercera gran revolución tecnológica–, ya en los años noventa.
En España, el inicio de esta etapa –es decir, la crisis económica mundial, retrasada aquí un año y agravada por la impericia gubernamental– coincide con la transición democrática. Esta coincidencia impidió la toma de medidas rigurosas anticrisis durante mucho tiempo, a diferencia de lo ocurrido en los países del entorno, por la impericia, efectivamente, de los gobiernos españoles del último franquismo y por la debilidad de los primeros de la transitión.
Hay que esperar a las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 para ver iniciativas ambiciosas. La más importante, sin duda, la constituyen los llamados Pactos de la Moncloa, por los que partidos y sindicatos acordaban, en otoño de ese mismo año, hacer frente a la crisis mediante, principalmente, la consecución de los equilibrios macroeconómicos.
Pero el ruido de la crisis mundial no permite escuchar los problemas de fondo: la economía española empieza a quedar afectada por los cambios en la geografía de las ventajas comparativas cuando aparecen en escena países industriales emergentes, particularmente en el sudeste asiático (Corea del Sur, Hong-Kong, Taiwan y Singapur). Una situatión que se agrava, entre otros motivos, porque los cambios institucionales derivados de la superación del régimen dictatorial y la consolidación de la democracia tendrán efectos importantes sobre las estrategias competitivas, ya que crearán una presión alcista salarial incompatible tendencialmente con la estrategia tradicional basada en los precios bajos.
Efectivamente, las libertades sindicales permitirán a los trabajadores mejorar la capacidad de negociación y, por consiguiente, se conseguirán aumentos sustantivos de los salarios nominales, sin relación con el comportamiento de la productividad, lo que hará aumentar los costes laborales unitarios (CLU). A todo eso hay que añadir el incremento simultáneo de cargas fiscales vinculadas al factor trabajo, como es el caso de las contribuciones a la Seguridad Social.
Por suerte para la economía valenciana y española, los problemas llegan cuando el cambio estructural iniciado en los sesenta ya está muy avanzado. Aun así, la crisis tendrá graves repercusiones. Por ejemplo, el paro, que en 1975 era del 2,4% (en España, el 4,4%), en 1985 había subido al 21,8% (en España, al 22,0%). La contracción económica supone que, si en el período anterior (1960-1975) la tasa de crecimiento permitía duplicar el volumen de bienes y servicios cada diez años, en este segundo período esta duplicación habría necesitado treinta.5
A pesar de las dificultades políticas y económicas con las que tropezó la transición a la democracia, la Constitución de 1978 permitió transformar profundamente la estructura del viejo Estado centralista en una de base plural, al crear el Estado de las Autonomías. Una etapa nueva, pues, en la que un gobierno propio, la Generalitat, podrá elaborar políticas económicas específicas para la economía valenciana.6 Al mismo tiempo, el ingreso en la Comunidad Europea –la actual Unión Europea–, en 1986, abrirá plenamente las economías española y valenciana a los avatares de un mercado entonces de más de 300 millones de personas.
La recuperación económica –española y valenciana–, iniciada en 1985, fue preparada por las políticas estructurales más perentorias que había emprendido la administración socialista a raíz de su victoria electoral de octubre de 1982, como también por las expectativas que había alimentado el previsible ingreso de España en la Comunidad Europea. En resumidas cuentas, había creado las condiciones para aprovecharse plenamente de la recuperación económica europea, que durará hasta principios de los noventa y estará animada por el descenso de los precios del petróleo. Hay que decir que, a partir de entonces, se intensificará la convergencia del ciclo económico español y valenciano con el europeo, que ya había tomado cuerpo con las medidas de apertura económica de los años sesenta.
Recordemos que las fluctuaciones cíclicas de las economías se deben a que los factores de oferta que determinan su crecimiento (población, productividad y precio de los factores de producción) y los de demanda (consumo, inversión y exportaciones limpias) no evolucionan de manera gradual y sostenida, sino con frecuencia de forma súbita (shocks), lo que origina desajustes como inflación, desempleo, déficit exterior o déficit público.7
Posteriormente, el ciclo económico se dirige hacia una crisis, corta pero aguda (1992-1993), en prácticamente todos el países de la OCDE, precedida de una desaceleración económica desde mediados de 1990. Varios factores habían intervenido en esta desaceleración económica, entre los que hay que destacar la inicial dificultad para comprimir la tasa de inflación. Coincide la ampliación de las actividades terciarias, que suele ser el sector más inflacionario,8 y un fenómeno coyuntural, el encarecimiento del precio del petróleo como consecuencia de la invasión iraquí de Kuwait.
En Europa, además, la crisis coyuntural había sido alimentada por las dificultades alemanas para financiar la reconversión de la economía de la zona oriental (a raíz de la unificatión que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989), que presionaron al alza los tipos de interés. Eso derivaría en tensiones monetarias en el seno del Sistema Monetario Europeo y, en consecuencia, en inestabilidades cambiarias cuando justamente este sistema se había creado para conseguir una zona de estabilidad en el camino hacia la Unión Monetaria y para hacer viable el Mercado Único, que entró en vigor a principios de 1993.
En España, la crisis se había particularizado en altas tasas de inflación y de paro. Además, el elevado precio del dinero hizo caer la rentabilidad esperada de los proyectos de inversión y, en consecuencia, la tasa de inversiones. En el País Valenciano, la crisis fue especialmente dura porque la política monetaria, que sostenía una peseta de alta cotización (desde que había entrado en el Sistema Monetario Europeo en 1989), creaba problemas a las exportaciones y, por lo tanto, hacía que la crisis adoptara perfiles más agudos porque era una economía con más alta propensión a exportar. Asimismo, cuenta el fin del ciclo del sector de la construcción, explicado en buena parte por los excedentes de la oferta inmobiliaria acumulados, por la endeble actividad turística y por el aumento de los tipos de interés.
Así, una economía como la valenciana que tradicionalmente había crecido por encima de la media española, entonces lo hará por debajo durante dos años, 1992 y 1993, y la tasa de paro superará a la española –dada la especial sensibilidad de nuestro mercado de trabajo a los altibajos económicos, por su especialización productiva en actividades intensivas en el uso del factor trabajo–, lo que no pasaba desde hacía diez años.
A partir de 1994, la economía española y la valenciana siguieron –como ya no podía ser de otro modo, por el alto grado de apertura en el que se encontraban– la recuperación económica de los países de la OCDE, con las exportaciones como principal fuente de crecimiento –favorecidas inicialmente por sucesivas devaluaciones de la peseta en 1992 y 1993– y sin que la demanda interior, a pesar de la bajada de la tasa de inflación y de los tipos de interés, despuntara hasta 1998. A partir de este año, fue el consumo interior –y la construcción– el pilar que sostuvo el diferencial de crecimiento respecto a la media europea.
Hay que decir que la mayor propensión a exportar de la economía valenciana permitió que la recuperación se avanzase a la española, además de mantener una dinámica de crecimiento ligeramente superior –incluso en la pequeña sacudida de 1996-97– hasta el 2002. Con la disminución del ritmo de crecimiento general a partir del 2003, la economía valenciana también empieza a crecer por debajo de la española, hecho inédito en etapas expansivas.
En resumidas cuentas, hablamos de un ciclo expansivo muy largo y que sólo empezó a aflojar cuando los primeros síntomas del estallido de la burbuja inmobiliaria en EE. UU. y la crisis financiera subsiguiente –con el protagonismo originario de las hipotecas sub prime- originaron la desaceleración del otoño del 2007. Aunque esta desaceleración se convertirá en recesión un año más tarde, cuando ambas crisis, inmobiliaria y financiera, afecten de lleno a la economía real de España y del País Valenciano, como a la del resto del planeta.
1.3 Crecimiento y cambio estructural
1.3.1 El caso español
1.3.1.1 Crecimiento
Al margen de los aspectos coyunturales, en el análisis a largo plazo podemos encontrar algunos rasgos específicos en la economía española desde los años sesenta. En cuanto al crecimiento económico (Myro, 2007: 48), entre 1961 y el 2006, medido en términos de crecimiento de la renta nacional, éste ha sido importante: se ha multiplicado por seis. Y la tasa media anual ha sido del 3,1, mientras que la de los países comunitarios fue del 2,5, lo que muestra la mayor capacidad de crecimiento de las economías más retrasadas –la española lo era relativamente– cuando las tasas de ahorro y de incremento de la población son parecidas. En todo caso, el perfil temporal seguido por este indicador se parece mucho al comunitario, según se refleja en el gráfico 1.2.
GRÁFICO 1.2
Crecimiento relativo en España y la Unión Europea, 1961-2006 (tasas anuales de variación del PIB per cápita)
Nota: Desde 1991 se recogen los datos de la Alemania unificada.
Fuente: Eurostat y elaboración de Rafael Myro.
La mayor tasa de crecimiento ha permitido que la convergencia con la UE-15 en términos de renta per cápita, por ejemplo, haya alcanzado prácticamente 20 puntos en poco más de 20 años. Según Eurostat, en 1985 se lograba sólo el 71,5% de la media europea y en el 2007 el nivel es del 91,2%. En tres fases: un recorte de 9,2 puntos en el tramo 1985-1991, una divergencia de 3,1 en el período 1991-1994 y una nueva convergencia de 13,6 puntos entre 1994 y el 2007. Aunque la desaceleración económica posterior crea las peores condiciones para mantener la lógica de la convergencia.
Vale la pena dedicar especial interés al largo período de crecimiento que se inició en 1994, por la proximidad temporal, pero también por la singularidad de su naturaleza. Empezamos por hacer patente que esto se puede explicar por varias causas. En principio y como hemos señalado antes, la expansión de las exportaciones a raíz de las devaluaciones de la peseta de 1992 y 1993. Posteriormente, tuvieron un papel más importante los beneficios esperados y reales de un marco económico estable, con la entrada en el proceso de unión monetaria y la consiguiente convergencia a la baja de los tipos de interés, todo aderezado con una política fiscal prudente y una recuperación de la tasa de ahorro público. Fue decisiva la bajada del tipo de interés, que permitió incrementar la inversión empresarial y reducir los costes financieros.
Por su parte, el sector de la construcción se benefició mucho de que el sector inmobiliario fuera el más importante receptor del ahorro en este período, hecho que se explica en buena medida no sólo por la bajada del tipo de interés hipotecario, sino también por las sacudidas e incertidumbres bursátiles de los últimos años. Hay que mencionar que, a principios de la década de los noventa, los valores mobiliarios contratados en la bolsa habían sido de especial interés, incluso para los pequeños ahorradores, dada la creciente cultura financiera que se había extendido por todas partes en una sociedad que ampliaba su capacidad de ahorro por el aumento de la renta disponible.
Todo ello hace que el crecimiento a partir de 1998 cambie de lógica y se haga de manera bastante desequilibrada, porque toman protagonismo la expansión del consumo interno y de la construcción (inversión residencial y negocios conexos) y no la de la demanda exterior y la formación bruta de capital o inversiones productivas. Todo ello genera, entre otros efectos, un alto endeudamiento de las familias y de las empresas, totalmente vulnerables, por lo tanto, a cualquier eventual subida de los tipos de interés. Tradicionalmente, el recurso a la deuda solucionaba temporalmente la escasez de ahorro que era necesaria para mantener una tasa de crecimiento de estas inversiones superior al 4% anual acumulativo.
Recordemos que, desde la entrada en la UE (1986), esta escasez de ahorro era solucionada en parte por importantes transferencias de capital con cargo a los fondos estructurales europeos. Después, se sumarían los fondos de cohesión, también procedentes de la UE; pero es que, desde 1999, se dispondrá de una importante entrada de capital privado procedente principalmente del área del euro, lo que ha permitido incrementar aún más las dotaciones de capital físico (residencial y productivo) y servicios.
De hecho, en los últimos años, a pesar de los superávits públicos, la demanda dineraria ha superado de lejos el ahorro interior en España, de manera que la financiación exterior ha sido decisiva. Por otra parte, la convergencia nominal, imprescindible para entrar en la moneda única, redujo la presión en los mercados financieros, como ya se ha señalado anteriormente, y originó la caída de los tipos de interés y, por lo tanto, de las cargas financieras de las deudas.
Por contraste, la subida de los tipos de interés durante el 2007 y, sobre todo, la falta de liquidez en el mercado interbancario posterior, a partir del otoño del 2008, han creado problemas muy graves en la economía real, a pesar de la bajada del tipo de interés de referencia realizada por el Banco Central Europeo posteriormente.
Hay que reiterar que se trata de unas circunstancias que han detenido gravemente la dinámica económica anterior y que hacen pensar en una crisis de características inéditas, tanto por su profundidad como por su alcance literalmente global.