Kitabı oku: «Feminismos y antifeminismos», sayfa 2

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[19] Entre otros, véase Elisabeth G Sledziewski: «Revolución Francesa. El giro», en George Duby y Michelle Perrot (dirs.): Historia de las mujeres en Occidente, Madrid, Taurus, 1993, vol. 4, pp. 44-45; En el mismo volumen, Dominique Godineau: «Hijas de la libertad y ciudadanas revolucionarias», pp. 23-39; Françoise Thébaud: «Mujeres, ciudadanía y Estado en el siglo XX», en Ana aguado (coord.): Las mujeres entre la historia y la sociedad contemporánea, Valencia, Generalitat Valenciana, 1999, pp. 13-32.

[20] Marie-Aline Barrachina, Danièle Bussy Genevois y Mercedes Yusta (coords.): Femmes et démocra­tie. Les Espagnoles dans l’espace public (1868-1978), Éditions du Temps, 2007. Véase también: M.ª Dolores Ramos: «Identidad de género, feminismo y movimientos sociales en España», Historia Contemporánea, 21. Dossier: Estudios de Género, 2000 (II), pp. 523-552.

[21] Sobre consideraciones teóricas del concepto de «ciudadanía», consúltense los siguientes trabajos: Thomas Humphrey Marshall: «Ciudadanía y clase social», en Thomas Humphrey Marshall y Tom Bottomore: Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998, pp. 15-82; Manuel Pérez Ledesma: «Ciudadanos y ciu­dadanía. Un análisis introductorio», en Manuel Pérez Ledesma (comp.): Ciudadanía y democracia, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 2000, pp. 1-35; y también Manuel Pérez Ledesma (dir.): De súbditos a ciudadanos. Una Historia de la ciudadanía en España, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.

[22] Julián Casanova: «Ficción, Historia, Verdad, Historia. Presentación», Historia Social, 50 (2004), pp. 3-6; Geoff Eley y Keith Nield: «Volver a empezar: el presente, lo postmoderno y el momento de la his ­toria social», Historia Social, 50 (2004), pp. 47-58.

[23] Marie-Claude Chaput y Christine Lavail (eds.): Sur le chemin de la citoyenneté. Femmes et cultures politiques...

[24] Joan Scott: «El eco de la fantasía...», p. 123. También Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid, Cátedra, 2001.

[25] M.ª Dolores Ramos: «Feminismo y acción colectiva en la España de la primera mitad del siglo XX», en Manuel Ortiz Heras, David Ruiz González e Isidro Sánchez (coords.): Movimientos sociales y Estado en la España contemporánea, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, pp. 379-403. De la misma autora, véase la coordinación del Dossier «Laicismo, identidades y culturas políticas: mujeres fragmentadas», Arenal. Revista de Historia de las Mujeres (Universidad de Granada-Ministerio de Asuntos Sociales), 11, 2 (2004), pp. 5-111.

[26] Keith Michael Baker et alii.: The French Revolution and the creation of modern political culture, 4 vols., Oxford-Nueva York, Pergamon Press, 1987-1994, y Patrick Joyce (ed.): The social in question. New bearings in history and the social sciences, Nueva York, Routledge, 2002.

[27] Véanse al respecto las siguientes aportaciones consideradas como algunas de las que mejor re­cogen las premisas teóricas de la historia postsocial: Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad...; y «La crisis de la historia social y el surgimiento de una historia Postsocial», Ayer, 51 (2003), pp. 201-224.

[28] Miguel Ángel Cabrera: «De la historia social a la historia de lo social», pp. 165-192.

[29] Elena Hernández Sandoica: «Joan Scott y la historiografía actual», en Cristina Borderías (ed.): Joan Scott y las políticas de la historia, Barcelona, Icaria-AEIHM, 1996, pp. 259-281.

[30] Seminario Internacional Ciudadanía femenina y Culturas Políticas, dirigido por Ana Aguado y Danièle Bussy Genevois, Valencia, UIMP, 2008.

[31] Las ponencias de estas Jornadas pueden consultarse en la siguiente publicación: Mary Nash y Gemma Torres (eds.): Feminismos en la Transición, Barcelona, Grup de Recerca Consolidat Multicultura ­lisme i Gènere, Universitat de Barcelona, Ministerio de Cultura, 2009.

FEMINISMO LAICISTA: VOCES DE AUTORIDAD, MEDIACIONES Y GENEALOGÍAS EN EL MARCO CULTURAL DEL MODERNISMO

María Dolores Ramos

Universidad de Málaga

SOBRE FEMINISMO, MODERNIDAD Y MODERNISMOS

Paso a la mujer...

AMALIA CARVIA

Quiero iniciar estas líneas recurriendo a la metáfora como forma de conocimiento. Para abordar el tema me serviré de un juego de espejos donde van a verse reflejadas identidades, ideas, relaciones, prácticas políticas, voces de autoridad, genealogías feme­ninas y circunstancias plurales. Las imágenes proyectadas contribuirán a iluminar con sus reflejos, de manera directa o indirecta, determinados aspectos de la realidad. A veces lo conocido en un espejo alumbra lo desconocido en otro, y viceversa. Este recurso ya fue utilizado por Iris Zavala en su ensayo La otra mirada del siglo XX. La mujer en España, donde invitaba al público lector a recorrer los espejos del madrileño callejón del Gato con la finalidad de contemplar las identidades femeninas desde perspectivas diferentes. Fue utilizado, así mismo, por Juan Sisinio Pérez Garzón en el libro colectivo Isabel II. Los espejos de la reina para recrear, igual que en los juegos de imágenes refractantes del film La dama de Shangai, numerosas visiones y estudios sobre este personaje histórico, su reinado y la sociedad de su tiempo.[1]

El juego de espejos reflejará la otredad –las otredades, más bien– del período com­prendido entre 1890 y 1914, sus límites políticos y culturales y también algunas claves identitarias de unos años que fueron, dentro y fuera de España, particularmente intensos y complejos. No en vano la gestación de la sociedad burguesa durante la segunda mitad del siglo XIX había producido la irrupción de nuevos sujetos históricos definidos en términos de clase, sexo-género, raza y etnia, sujetos marcados por las consecuencias de la revolución industrial, la configuración de la familia nuclear y las intersecciones entre los espacios públicos y privados. Estos dispositivos originaron también, conforme se aproximaba el cruce de los siglos, numerosas contradicciones. Así, aunque el liberalismo postulaba la libertad esencial del individuo, cuya voluntad, sumada o enfrentada a otras voluntades, constituía la base de gobierno y subrayaba la neutralidad del yo –un falso argumento, evidentemente–; aunque negaba las redes de privilegios como «cosas del pasado», marginaría de la vida política a amplios sectores, entre ellos a la población femenina, cuyos cometidos sociales y culturales había regulado previamente.[2]

En realidad, las mujeres permanecieron inmersas en sus funciones reproductivas, fieles al papel de esposas abnegadas y madres bondadosas que la cultura burguesa les hacía representar, mientras los hombres –no todos, desde luego– eran considerados su ­jetos políticos capaces de acometer grandes empresas, preparados para vincular su in ­terés personal al bien universal. Con el objetivo de superar esta dicotomía algunos sujetos liberales –mujeres y hombres–, obviando pautas de conducta interiorizadas y claves de autocontrol, potenciaron la crítica del espacio político, cultural e ideológico y desarrollaron diferentes movimientos sociales reclamando prácticas políticas demo­cráticas y derechos sociales igualitarios para los excluidos y las excluidas del escenario político. Así, las mujeres se consideraron a sí mismas –y pasaron a ser consideradas, aunque con reticencias– sujetos reguladores de los dispositivos éticos de la sociedad, engranajes fundamentales en la conquista y desarrollo de la ciudadanía social, proceso al que contribuyeron los feminismos históricos durante la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, básicamente los vinculados a las culturas políticas fourieristas, republicanas, socialistas y ácratas.

El cruce de los siglos certificó que había llegado la hora de que las multitudes –y en cierta medida, las mujeres– «entraran» en la Historia. Esa irrupción dio lugar a la difusión de nuevos productos culturales, contribuyó a la creación de un lenguaje pro­pio y promovió un conjunto de pautas de conducta y expresiones reivindicativas a las cuales no resultó ajena la guerra colonial de 1895-1898. En cualquier caso, el profundo malestar suscitado por el conflicto funcionó como un revulsivo social e impregnó los anhelos de cambio y las prácticas regeneracionistas en una etapa que ha sido calificada como la «edad de plata» de la cultura española y que se extiende hasta los inicios de la guerra civil española. En este periodo los intelectuales, guiados por la idea de compro­miso surgida en Francia a raíz del asunto Dreyfus, intentaron reformar sin éxito la vida pública española, muy crispada por el progresivo desgaste del sistema canovista y por los aires políticos y culturales de signo anticlerical procedentes de Europa.

La modernidad, acelerada con la segunda revolución industrial –electricidad, tur­binas, bombillas, nuevas maquinarias–, debilitó la división «natural» del trabajo entre hombres y mujeres, diluyó la frontera entre familia y sociedad, entre vínculo sexual y vínculo social, aun cuando el desigual valor otorgado a los espacios privados lastrara gravemente los intentos de redefinir el matrimonio, la familia y las relaciones sociales de género desde bases más igualitarias. Buena parte de las polémicas finiseculares se centraron en despejar el «enigma de la feminidad». Los modernos estaban obsesionados por averiguar qué era la mujer, qué querían las mujeres.[3]Pero el interés que mostraron en relación con este asunto fue bastante ambiguo, contradictorio e instrumental, de acuerdo con sus intereses privados y sus afanes públicos, esforzándose en definir los rasgos de la identidad femenina desde el punto de vista del erotismo y la sexualidad, al margen del edificio simbólico de las instituciones, las leyes y los reglamentos, mientras las modernas propiciaban una reconstrucción del sujeto femenino, en lucha por su emancipación y, consecuentemente también, la expansión de los movimientos finiseculares de mujeres que tendrían continuidad en las primeras décadas del siglo XX.[4]Los círculos políticos radicales no quedaron al margen del debate y mostraron su preocupación por establecer un modelo de feminidad acorde con sus ambiciones regeneradoras.[5]En estos ámbitos se encontraban republicanos y librepensadores, quienes otorgaban a sus compañeras de filas un papel socializador, secularizador, cívico, social, «público» en el sentido restringido del término. Al hacerlo tuvieron que reconocer un hecho consumado: la condición de agentes sociales y culturales que ellas habían demostrado en círculos políticos y ateneos populares, cuando no en sus propios domicilios, donde algunas habían tenido la opor­tunidad de asistir –por lo general desempeñando el rol de testigos mudos– a tertulias y conspiraciones políticas, leer libros racionalistas y periódicos radicales como Las Dominicales del Librepensamiento, El Motín, El País, La Tramontana, La Campana de Gracia o El Diluvio, antes de crear su propia prensa política, feminista y anticlerical.

Tales comportamientos se situaban en las antípodas de lo que había aconsejado el Padre Claret en sus devocionarios y catecismos; de lo que postulaban los manuales de urbanidad, la «novela doméstica», la prensa femenina, dirigida a ensalzar la belleza exterior e interior de las mujeres, los textos constitucionales y jurídicos del siglo XIX, que sancionaron, a partir de 1812, una ciudadanía sesgada, una división sexual de esfe­ras, trabajos y funciones, así como una moral social, muy estricta para las mujeres, que en España estaba fuertemente impregnada, como en otros países mediterráneos, por la educación católica. En particular, el Código Civil de 1889 «envileció a las mujeres», cuyo débil estatuto salió reforzado con la separación de los planos político y civil, hecho que facilitó la dominación masculina e incrementó «el malentendido entre los sexos». En Francia, Víctor Hugo lo había captado con absoluta precisión: «Resulta doloroso decirlo. En la civilización actual, hay una esclava. La ley tiene eufemismos... El Código Civil la llama “menor de edad”; esta menor, según la ley, esta esclava según la realidad es la mujer».[6]

La modernidad, recorrida por pautas sexualizadas, no mejoró la situación feme­nina desde el punto de vista normativo, pero dio paso a discursos, opiniones, visiones apocalípticas y prácticas de vida asociadas al radicalismo, la rebeldía vital, la bohemia, la civilidad y la barbarie, según las imágenes proyectadas en nuestro particular juego de espejos. Evidentemente, las transformaciones socioculturales encontraron cauces de representación en las pautas de vida y también en narrativas, ensayos, artículos y edito­riales, de acuerdo con el carácter diversificado de los papeles de género y la jerarquiza­ción de las relaciones de poder. En esta polifonía de voces y objetos culturales algunos colectivos femeninos intervinieron, como he explicado en otro lugar,[7]en el proyecto moderno/modernista mientras construían, desde diversas culturas políticas, sus propios proyectos de emancipación y, con ellos, una nueva subjetividad, desenmascarando el contrato simbólico que las excluía de la esfera pública y el lenguaje.

No hay que olvidar que en el periodo de entresiglos se multiplicaron los discursos y las iniciativas que insistían en la necesidad de formar intelectualmente a las mujeres de las clases medias para facilitar su entrada en el mercado laboral: las Sociedades de Amigos del País promovieron círculos con esta finalidad, el Estado impulsó la creación de Escuelas Normales de Maestras dispensadoras de títulos y de saber, la Institución Libre de Enseñanza organizó una rama femenina que tuvo en María de Maeztu y la Residencia de Señoritas a dos de sus grandes representantes, y las escuelas laicas, en muchos casos vinculadas al proyecto educativo de Ferrer Guardia, se extendieron con la finalidad de arrancar a las mujeres de las garras de la Iglesia y conducirlas por el camino de la razón y el progreso. De manera destacada, los liberalismos radicales trataron de combatir la ignorancia y el tedio de las mujeres burguesas y pequeñoburguesas, sumidas en «vanas futilidades», y reivindicaron una formación intelectual femenina que cumpliera como mínimo tres objetivos: el primero se sustentaba en la necesidad de construir una socie­dad más armónica, regida por la conciencia del cumplimiento del deber; el segundo proclamaba la necesidad de que las mujeres ejercieran un oficio o una profesión, hecho que pondría las bases materiales de su autonomía y emancipación –La habitación pro­pia de Virginia Wolf adquiere pleno sentido en otro de sus textos: Tres guineas–[8]; el tercero reivindicaba el desarrollo en los hogares de una pedagogía materna dirigida a la formación de hijas e hijos. Pues bien, los dos últimos objetivos contribuyeron a que se reconociera la importancia que tenía el ejercicio de una maestría ligada al concepto de maternidad social, cívica e intelectual, y a la noción de autoridad, elemento constitutivo del primero de los dos ejes –el vertical– de un orden cultural «propio» desde el que las mujeres se resignificaron y transformaron sus realidades; el segundo eje, horizontal, les desveló el interés de la práctica política derivada de las relaciones de mediación, factor de vital importancia para marcar las genealogías femeninas canceladas en la sociedad por los códigos normativos, el contrato social y el contrato sexual, que implicaban una heterosexualidad obligatoria.

La educación se enraizará, pues, en la modernidad; permitirá formular preguntas y posibilitará las respuestas, contribuirá a abrir nuevos espacios socioculturales y será uno de los principales motores de los cambios detectados en el primer tercio del siglo XX. La apertura de las aulas universitarias a las mujeres en 1910 (sin permiso de los rectores, sin carabinas ni disfraces), así como la revolución demográfica y los cambios económicos crearon un ambiente favorable a la incorporación femenina a los espacios públicos.[9]Insistiendo en estos aspectos, la masonería había señalado que las dos condi­ciones necesarias para que las mujeres se remodelaran a sí mismas y pudieran incidir en la sociedad civil eran la autoestima, que devendría luego en amor a la humanidad, y la educación. A partir de ahí se impulsaría su disposición y actitud hacia las instituciones, se regularían las relaciones de poder y los comportamientos colectivos, y se incidiría en el conjunto de creencias, experiencias, rituales y símbolos que requieren pautas de socialización formales e informales. En este sentido, la presencia o ausencia de valores como la tolerancia, la racionalidad y la civilidad solían conformar un nosotras/nosotros, unas formas de conciencia y actuación que tropezaban frecuentemente con formas de conciencia y actuación diferentes defendidas por otras/otros. Desde esta perspectiva, las posiciones clericales y anticlericales se perfilarían como subculturas políticas y originarían conocimientos y productos culturales elaborados por mujeres y hombres, si bien los dispositivos femeninos, debido al lastre de la sociedad patriarcal, resultan históricamente menos conocidos que los masculinos. En todo caso, lo fundamental es reconocer que las mujeres han contribuido a forjar las culturas políticas y han creado redes formales e informales, además de espacios propios, para enmarcar sus objetivos e intereses, promoviendo, en función de las circunstancias, oportunidades y estrategias utilizadas, asociaciones femeninas, acciones colectivas y rituales cívicos.[10]

Así las cosas, quiero resaltar que en la última década del siglo XIX, más concreta­mente en el marco de la primera etapa modernista, un núcleo de maestras, periodistas, escritoras, propagandistas y activistas forjaron un linaje femenino iniciador de «otras tradiciones». Este inspirado grupo de «cartógrafas de la liberación»,[11]objeto de estudio en el presente trabajo, no sólo manifestó su talante rupturista en la esfera pública, or­ganizando los primeros núcleos del feminismo laicista en España y adhiriéndose a los planteamientos republicanos, sino también en la esfera privada. Figuraron en sus filas mujeres «divorciadas», antes que el derecho de familia normalizara su situación en el código civil; mujeres solteras por elección, que optarían en ciertos casos por compartir su existencia, y mujeres acogidas en comunidades amplias como ocurría en la «gran familia espiritista».[12]Mujeres modernas. En tanto que activistas, se movilizaron, viajaron, cambiaron de residencia y de ciudad, incluso de país, dejando una estela de discursos, enseñanzas, asociaciones, periódicos y correspondencia en su empeño por eliminar la monarquía, el clericalismo y el patriarcado, tres poderosos símbolos del siglo que acaba­ba.[13]Mujeres doblemente «raras» por ligar su trabajo intelectual, su fortaleza moral, su libertad de pensamiento, su autonomía y su impugnación del utilitarismo burgués –rasgos atribuidos por Rubén Darío a modernos, rebeldes, bohemios, radicales y vanguardistas en su libro Los raros–[14]a su condición femenina.

El fin de siglo fue, pues, una encrucijada en la que confluyeron modernidad y modernismos. Éstos elevaron la esfera del arte y la cultura como un valor supremo, posi­bilitaron la crítica de las viejas ideologías, promovieron el auge de los cosmopolitismos, la difusión de la literatura social filoanarquista y anarquista, y un concepto de república revolucionaria, social y radical, en un período donde confluían el ansia de renovación estética y una conciencia revolucionaria inclinada a subvertir de raíz el orden político y social. Este hecho contraviene la creencia de que los modernismos fueron globalmente apolíticos.[15]

En este sentido, la modernidad constituyó el espacio/tiempo de emergencia de las ocultas, semiocultas y difusas voces, experiencias y prácticas sociales femeninas, que ejemplifican el avance de los feminismos –y concretamente del feminismo laicista– en el marco de los procesos históricos finiseculares. En consecuencia, las mujeres –no todas– irrumpieron en el ámbito civil y político y combatieron los discursos hegemó­nicos relacionados con la institución monárquica, la iglesia, el trabajo, la prostitución y el matrimonio, como demostró Carmen de Burgos en sus encuestas sobre el divorcio publicadas en El Diario Universal el año 1904 y recogidas después en el libro El divor­cio en España.[16]Por otra parte, las prácticas culturales feministas, entre las que cobraría especial relieve la fundación de periódicos, la publicación de artículos, ensayos, narrati­vas, traducciones y otros textos escritos, contribuyeron a que la circulación de las ideas fuera cada vez más rápida e intensa. Al hilo de estas actuaciones, el «germen de la mo­dernidad» impregnó las relaciones entre las esferas pública y privada, sacando a relucir una de las grandes contradicciones que sustentaban las relaciones sociales de género: la existencia de una justicia fraternal para la sociedad y de una justicia patriarcal para la familia.[17]De acuerdo con esta dualidad, lo que estaba en juego no sólo era estipular qué hacer con las mujeres, uno de los grandes dilemas de «entresiglos», sino el hecho de aceptar o rechazar sus prácticas de vida, discursos, actos cívicos y proyectos civilizadores.

LAS CONTRADICCIONES DEL MODELO DE FEMINIDAD REPUBLICANA: LAS MUJERES-GUÍA

Salvo excepciones, las trayectorias femeninas ubicadas en los márgenes de la ideología de la domesticidad se consideraban un «festival de desorden femenino», el testimonio de un «mundo patas arriba» por el que deambulaban mujeres heterodoxas, radicales y rebeldes, dispuestas a reivindicar su emancipación, luchar por la República y cuestionar el modelo confesional vigente en la sociedad de la Restauración. Ahora bien, si se examina la cuestión desde la óptica del espejo invertido, ese aparente desorden femenino obedecía a un plan firme, coherente y bien trazado. Su caldo de cultivo era la libre conciencia, su proyecto político, derrocar la Monarquía, y su primer objetivo secularizar la sociedad y destruir el poder social, moral, cultural y político de la Iglesia.[18]Por otra parte, estas expectativas se extendieron a otros ámbitos, como el feminismo, en tanto que pensamiento crítico y movimiento social, y contribuyeron a remodelar las identidades colectivas y subjetivas. En consecuencia, la sociedad bienpensante tuvo que hacer frente a una laicidad basada, a partir de la celebración del Congreso Universal de Librepensadores de París en 1889, en dos presupuestos: por un lado, la fe en la razón y la ciencia, y por otro, la acción anticlerical, a los que se sumó un tercero: la emancipación femenina promovida por las asociaciones de mujeres librepensadoras. Estos presupuestos fermentaron en un marco político de izquierdas, teñido, sobre todo, de republicanismo, socialismo y anarquismo, y crecieron al amparo de un encuadre social interclasista y unas pautas culturales dominadas por los discursos y representaciones de las primeras revoluciones liberales, la influencia del organicismo social, el ideario de agnósticos y ateos, los códigos de la masonería y las huellas deístas-espiritualistas de la teosofía, el espiritismo y la teofilantropía, consideradas como el vestigio de una «religión románti­ca» –al fondo Jean Jacques Rousseau, Charles Fourier y Víctor Hugo– o como el fruto de las corrientes irracionalistas ligadas a los neoespiritualismos de fin de siglo.[19]

En estos medios la «cuestión femenina» se medirá, ante todo, en términos acon­fesionales y, en gran medida, utilitarios. No obstante, siguiendo las huellas dejadas por el pensamiento socialista utópico de mediados del siglo XIX, en sus filas surgió el denominado «feminismo de hombres», que otorgaba a las mujeres un papel basado en la excelencia de su función maternal y socializadora, impregnada, en muchos casos, por matices visionarios, proféticos, místicos, no exentos de acción civilizadora, a tono, también, con las paradojas de la modernidad.[20]Un paso más allá acechaba, sin embargo, el peligro de la «mujer libre», autónoma, excesiva, desvinculada de la figura referencial del padre, el marido o el hermano, la mujer soltera o separada, incluso viuda, que con­tradice los papeles de género y el modelo de feminidad hegemónico. Una mujer a la que la ley «concedía» derechos y poderes que no alcanzaban a las casadas, definidas como seres dependientes y en continua minoría de edad. Solteras, separadas y viudas, salvo si disponían de una buena herencia o bienes patrimoniales, debían procurarse su propia subsistencia, lo que las predisponía a desempeñar un repertorio de oficios cada vez más numerosos a medida que transcurrían las dos primeras décadas del siglo XX. Conscientes de su autonomía, secretarias, telefonistas, mecanógrafas, enfermeras, tenedoras de libros, contables, bibliotecarias y funcionarias mostraron abiertamente en público sus habilidades para funcionar con ciertas pautas de libertad. Más aun, decidieron inscribir el signo de la modernidad en su rostro, sus gestos, ropajes, modales y movimientos.[21]Quizá por ello despertaban los resortes del miedo en el imaginario colectivo y, con ellos, la penalización, ante la posibilidad de que se asociaran en los espacios públicos y privados. Esta última opción, centrada en la intimidad, se consideró sumamente peligrosa, avivó las críticas a la «comunidad de las mujeres» y suscitó el escándalo de quienes temían que emergiera el «fantasma de la promiscuidad» y las «relaciones peligrosas».

Críticas que se extendían también –lo personal es político– a las acciones desarro­lladas en la esfera pública, cuyas protagonistas fueron tildadas, en numerosas ocasiones, de «petroleras», «vesubianas», «agitadoras» e «incendiarias». Si además las mujeres constituían familias monomarentales o comunales, otra huella de las culturas utópicas a la vez que un vestigio de la modernidad y del cruce entre el pasado y el futuro, la zozobra crecía. La otredad entonces, más que doblarse, se multiplicaba. Al hecho de ser mujeres y de actuar desde los márgenes, se sumaba el de resultar excesivas por sus planteamientos doctrinarios y por sus formas de vida, por ir a contracorriente y aportar un ethos femenino, emancipador, filantrópico, mediador, secularizador y pacifista al espacio público, que, según Helena Béjar,[22]había sido diseñado como un espacio político pero no moral. Examinadas desde este punto de vista, las representantes del feminismo laicista podían llegar a ser demoledoras, ya que derrochaban valentía –en el imaginario, una virtud masculina– y generosidad –una virtud femenina–. Ambas cualidades, cuando se daban asociadas, suponían una amenaza para los defensores del orden patriarcal. Desde esta perspectiva, las librepensadoras fueron mujeres/otras, que se contemplaban a sí mismas como miembros de una hermandad ideológica, cultural, regida por creencias, ideas, valores y prácticas de vida basados en la sororidad, la solidaridad, las mediaciones y los pactos de ayuda mutua. Más adelante me detendré en estos aspectos.

Ahora quiero examinar la cualidad de «heterodoxas» que conformaba su subje­tividad. Desde la que se considera madre simbólica, pionera y referente de todas ellas, Rosario de Acuña Villanueva (1851-1923), según admitía la autorizada voz de Amalia Carvia (1861-?),[23]hasta una de sus representantes más desconocidas: Soledad Areales Romero (1850-?), maestra de Villa del Río (Córdoba), que firmaba sus escritos con el seudónimo «Una andaluza».

La primera reunía en su persona todos los ingredientes para ser considerada una mujer «peligrosa»: separada, desclasada, laica, republicana, feminista, masona y ecolo­gista avant la lettre. Nacida en una familia noble de la que heredó el título de condesa de Acuña, que nunca utilizaría, tuvo que hacer frente desde niña a una enfermedad de la vista que logró superar gracias a su poderosa voluntad y a su fuerte complexión física. Pero, si en el espacio público destacó por su compromiso ideológico, su curiosidad intelectual, su feminismo y su fama de mujer viajera, –llegó a residir en Italia y conoció el destierro en Portugal, enriqueciéndose, en un sentido iniciático, con estas experiencias–, en el ámbito privado su concepción de la moral entre los sexos, que, a su juicio, debía ser igualitaria, la llevó a romper su matrimonio tras conocer las infidelidades de su marido, y a reco­rrer en libertad nuevos caminos. Con este gesto hizo trizas el conformismo de las muje­res de su tiempo. Su entrada en la masonería en 1886,[24]adoptando el significativo nom­bre de Hipatia, y su adhesión a las filas del librepensamiento hicieron el resto. Rosario de Acuña adquirió, para bien y para mal, un inusitado protagonismo en la época que le tocó vivir; fue un ejemplo a seguir para sus compañeras, el espejo-retrato en el que las preguntas de unas encontraban respuesta en otras, y viceversa:

Su nombre –admitiría Amalia Carvia– fue una bandera bajo la cual nos agrupamos las que oyendo cánticos de alondra mañanera sacudimos nuestro letargo y nos apresuramos a bañar nuestras almas en plena luz. Aquella mujer sublime, que desde niña entregó el corazón al amor a la libertad, fue un genio portentoso y con su pluma, piqueta demoledora del pasado y cincel delicado que esculpía las nuevas almas, creó un ambiente de saludables influencias en el pueblo español, dispuesto a sacudir el yugo de la teocracia. Ya comprenderéis lo que sería la vida de esta propagandista del libre examen; de la que sin tregua ni reposo luchaba contra la opresión del clero y el fanatismo de las beatas.[25]

En estos medios prevaleció su condición de mujer «excesiva», politizada, libre y heterodoxa. Por esta razón fue hostigada por el poder y sufrió varios atentados organi­zados a manos de «elementos descontrolados», de los que salió ilesa.[26]Sin duda padeció un auténtico «calvario», como muchas de sus compañeras, y lo denunció en la prensa:

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