La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada

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Si, por un lado, el gusto –vinculado a la sensibilidad, al agrément– implica una especie de aptitud natural, por otro, en cuanto «buen gusto» –reglado por la bienséance, por la costumbre– exige una iniciación, un aprendizaje, desarrollado por la experiencia del trato con la sociedad polie et mondaine, y por la reflexión y observación de bons modèles.

Piénsese que el gusto ocupa siempre su lugar en el marco de un amplio proceso de aculturación, y que puede asumir o bien un papel receptivo, de sedimentación acumulativa –como depósito y vehículo–, o bien un papel revulsivo, como una nueva toma de conciencia. Sin duda, en el contexto histórico que nos ocupa se potenció, singularmente, la primera de las opciones, aunque las latentes condiciones de posibilidad de la segunda no dejen tampoco de estar presentes.

En resumidas cuentas, el gusto se entiende, en tales coordenadas, como un sentimiento mayoritario que se identifica con la aprobación de un grupo privilegiado, aunque, para justificarlo, se remita con la expresión buen gusto a una especie de modelo ideal. Y será la praxis mundana (a través del contacto reiterado y habitual con la bienséance) la que conforme y moldee –«afine»– dicho gusto, el cual depende, pues, de la práctica y no de un estricto saber adquirido. De ahí que –como hemos venido reiterando– la noción de buen gusto no pueda concebirse al margen de una sociedad, de la que es claro vehículo y consiguiente receptáculo.

Asimismo –tras lo dicho hasta aquí–, podemos puntualizar determinadas observaciones que consideramos no carentes de importancia para mejor comprender el contexto académico en el que nos movemos:

a) En general, en el contexto del clasicismo francés, la insistencia sobre el gusto conlleva, de algún modo, la supeditación del escritor y del artista al horizonte de expectativas del público. No en vano es fácil descubrir una cierta relación de causalidad entre las exigencias del gusto y las del arte de agradar. Con ello, el sometimiento a los modelos y/o a las aspiraciones receptivas del público –del «buen gusto»– se convierte en imperativo.

b) Por otro lado, teniendo en cuenta que el arte y la literatura del clasicismo se ocupan, sobre todo, de lo universal, no es de extrañar que también el gusto correspondiente cristalice necesariamente en torno a tales parámetros. Al fin y al cabo, la sociedad de Luis XIV se contempla –centrada sobre sí misma– como una perfección inigualada. De ahí que el gusto propiciado no haga sino corroborar tal aspiración a la universalidad: le grand goût. Y el gusto clásico concuerda, de este modo, con la idea de una permanencia de los valores que tanto obsesionará a las reales academias. Así, en cuanto que concepto estético, la noción de gusto remite directamente a un sistema axiológico ordenado y cerrado, el cual postula, en el fondo, la invariabilidad de la naturaleza humana, es decir, la fundamentación metafísica de la nueva subjetividad que se auspicia.

c) Dos postulados enmarcan, por lo tanto, la noción de gusto: la existencia de un contexto histórico definido y el desarrollo de una sensibilidad estética. De un lado, una «conciencia situada»; del otro, un mundo de objetos. Y el gusto no puede comprenderse si no es en el seno de una relación de mediación –adecuada y conveniente– entre un sujeto cognoscente y un objeto percibido. No en vano, la modernidad radica en el hecho de que se auspicia claramente el punto de vista de la subjetividad –de la conciencia– como modo constitutivo y fundador. La prioridad se concede, en cualquier caso, al sujeto. Y ésa es la cuestión clave y decisiva de la estética en el marco de la cultura moderna, a pesar de que, en realidad, la compleja y problemática historia del concepto de sujeto no deje de mostrarnos una crítica y zigzagueante evolución.

III. EL DEBATE SOBRE LA SUBJETIVIDAD DEL GUSTO Y LA OBJETIVIDAD DE LAS REGLAS

Hemos hecho hincapié en el origen emotivo del gusto y cómo en su mismo punto de partida anida el concepto de placer, fundado a su vez en una serie de estímulos de orden sensorial que nos fuerzan, de hecho, a reaccionar en virtud de las afinidades que mantenemos con el objeto. En realidad, cuál sea la naturaleza de tal relación (sujeto/objeto) será una de las claves históricas que dilucidar, teniendo en cuenta que, como resultado, el gusto ciertamente moviliza un juicio subjetivo, pero siempre formulado, no conviene relegar esta vertiente, a partir de un contexto socio-cultural, como trasfondo necesario. Por ello sería indebido concebir el gusto como algo meramente ideal, es decir, al margen de sus determinaciones y circunstancias. Por algo, cada época desarrolla su propio gusto. Y, desde ese supuesto, conviene atender al horizonte del clasicismo del siglo XVII, que penetra, a través de la Querelle y sus derivaciones, en el XVIII, toda vez que los propios clásicos no negaron las influencias de los factores exteriores sobre el gusto.

En ese concreto contexto histórico –como hemos dicho– se plantea la polémica entre la délicatesse y la ratio, que efectivamente recorre la segunda mitad del siglo y penetra pujante en el ambiente francés del XVIII (Jean Pierre de Crousaz o Yves Marie André podrían ser dos ejemplos paradigmáticos, aunque no únicos). Pero veamos más detenidamente la estructura de las tendencias existentes: por un lado, la Estética del sentimiento será argumentada y defendida relevantemente, entre otros, por Dominique Bouhours (Des manières de bien penser dans les ouvrages de l’esprit, 1687) y por Du Bos (Réflexions critiques sur la poésie et la peinture, 1719), frente a los planteamientos afines a una Estética cartesiana, desarrollados ampliamente, por ejemplo, por Boileau (Art Poétique, 1674), J. P. Crousaz (Traité du Beau, 1715),[4] Yves Marie André (Essais sur le beau, 1741)[5] o Charles Batteux (Les Beaux Arts réduits à un même principe, 1746).

Para subrayar asimismo algunas consideraciones más en torno al tema del gusto, nos parece apropiado traer a colación una cita de Bouhours, entresacada de la obra indicada:

Le goût est un sentiment naturel qui tient à l’ame, et qui est indépendant de toutes les sciences qu’on peut acquérir; le goût n’est autre chose qu’un certain rapport qui se trouve entre l’esprit et les objets qu’on lui présente; enfin, le bon gout est le premier mouvement, ou, pour ainsi dire, une espèce d’instinct de la droite raison qui l’entraine avec rapidité et qui la conduit plus surement que tous les raisonnements qu’on pourrait faire.[6]

Sin duda, acertadamente, Bouhours subraya tres aspectos que considera esenciales del gusto: a) su autonomía como facultad crítica, al distanciarla –en su modus operandi– del proceso lógico-discursivo; b) su papel claramente transitivo, basado en la relación de mediación sujeto/objeto; c) la originalidad de su procedimiento, que Bouhours plantea como análogo a la intuición (instinct de la droite raison).

La dualidad del gusto que conduce a sentir la belleza y, a la vez, comprender- la instantáneamente, como por intuición y al margen de prolijos razonamientos y aplicación de reglas, será, por supuesto, uno de los puntos capitales de las teorías enfrentadas, que tendrán su clara repercusión en el ámbito, no sólo de la Estética, sino especialmente de la crítica de arte, y en el establecimiento de las reales academias. De hecho, resuena aquí el eco de la diferencia planteada por Pascal entre l’esprit de finesse y l’esprit de géométrie, que, agudamente, preanunciaba y tomaba parte ya en el debate que oponía entre sí la subjetividad del gusto (vía del sentimiento) y la objetividad de las reglas (vía de la razón).

Ahora bien, tal querelle supone no sólo enfrentamientos sino también múltiples intentos de articulación de ambas posiciones. A menudo, se ha acentuado mucho más la dualidad que los esfuerzos coetáneos por explicar el fenómeno del gusto entre la razón y el sentimiento. La dualidad existe, ciertamente. Basta con releer y contrastar, por ejemplo, los textos de Boileau y los de Bouhours, los de Du Bos y los de Batteux o los de Crousaz y André, como casos paradigmáticos entre los siglos XVII y XVIII. Pero también conviene analizar las cuestiones sin pasar por alto los numerosos y complejos matices existentes.

En la sociedad del XVII el concepto de razón se aproxima a una idea general, un modelo de perfección, siempre postulado y vagamente definido, ya que forma parte de un campo semántico flotante. Así, por ejemplo, si la mimesis es el imperativo básico, no se tratará de imitar, sin más e indistintamente, todo lo natural, sino que será necesario desvelar lo que en la naturaleza es esencial, es decir, conforme a razón (lo verosímil más que lo verdadero). La meta del arte será así el descubrimiento (mettre au jour) y no la innovación. (La imitación de la Belle Nature, como se irá acentuando históricamente, a través de la acción de las reales academias de Bellas Artes).

Pero también la razón es una facultad del sujeto (y no sólo un modelo). Y hay que tener en cuenta que los Dictionnaires de la época (tanto el de Richelet como el de l’Académie) dan bon sens y jugement como sinónimos del término raison. Lo cual implica que la razón es una facultad de discriminación que comporta una especie de sentido innato de lo que es justo, recto y adecuado, como si se encuadrara directamente dentro de un sistema de valores ya constituidos.

En consecuencia, cabe puntualizar: a) que la razón clásica es inseparable de un juicio y de un proyecto trazado; b) que tal concepto de razón se interrelaciona asimismo con la noción de bon sense, íntimamente ligada, a su vez, con un contexto social y, por lo tanto, difícilmente extrapolable a un plano abstracto.

 

Por ello, esta raison/bon sens que se deslizará prontamente hacia el ámbito de la crítica apelará constantemente a la superposición de distintos niveles, dada la tenue distancia existente entre lo estético y lo social. De nuevo, pues, la evidente proximidad del je ne sais quoi.

Y otro tanto cabe apuntar –respecto al campo semántico abierto– con relación a la noción de gusto que nos ocupa, nunca ajena tampoco, en la época, al bon sense. Criterio éste aplicado, de hecho, por los clásicos a lo bello. De ahí que dicha noción de bon sense imponga a la creación un cierto carácter convencional (reivindicando para sí la voz de la mayoría y del gusto común). Es decir, que al bon sense se vincula siempre un uso y una determinada conformidad a valores experimentados y conocidos, no ajenos a la bienséance. (Transformándose en una especie de mirada definitiva hacia lo institucional y lo académico).

En el fondo –reconozcámoslo claramente– el gusto funciona como un concepto que sirve de receptáculo y puente entre una perspectiva social y un sentimiento individual. No en vano, el conocido investigador René Bray ha subrayado que para los clásicos «el buen gusto no es sino el bon sense en su función crítica». De este modo, la función del gusto –ya lo hemos dicho– definía un ámbito de acción para el artista, para el público y para la crítica. Como un concepto normativo que era, asigna a la belleza un modelo fundado en la búsqueda de lo ajustado, en la aspiración al equilibrio, consagrando así el triunfo del racionalismo y de la civilidad.

A la aparición de la noción de gusto se le superpone, de inmediato, la de buen gusto, tomándolas como expresiones sinónimas. De ahí que el gusto no pueda reducirse a la sensación que lo provoca, ni identificarse sólo con una especie de instinto. Exige claramente además una facultad, capaz de dirigirlo y desarrollarlo, imponiéndole un orden de valores. Esquemáticamente dicho: el gusto consiste en un sentimiento educado por la razón. Una razón también predeterminada, cuya función consiste en explicitar y justificar el gusto-instinto, para elevarlo y transformarlo en instrumento crítico.

Se entenderá ahora mejor cómo tal proceso –este acento puesto sobre la razón en el seno de la propia formación del gusto– conduce históricamente a la vinculación del gusto con el juicio, de donde se derivarán ciertas consecuencias: a) tener gusto supone juzgar inmediata y acertadamente, sin tener que recurrir a explicaciones; b) tal juicio permite al sujeto captar directamente la naturaleza del objeto; c) es, pues, viable experimentar (sentir como por instinto) la belleza de las obras de arte sin atender a reglas.

Diríase, por tanto, que los clásicos estaban tan preocupados, e incluso más, por dilucidar el modus operandi del gusto que por perfilar, realmente, la esencia de su concepto. La articulación de sentimiento y razón era, sin duda, una clave definitiva. Por ello, a menudo, la razón se entiende como razón intuitiva y no como razón deductiva. El gusto, simultáneamente, se perfila como vía de experiencia estética y de acción crítica, es decir, como estrategia de reciprocidad entre fruición y juicio.

Pero justamente aquí se abre, de hecho, una fundamental dualidad, a la que ya nos hemos remitido, y que afecta directamente a los planteamientos de la crítica.

Si se acepta que el dominio de la fruición (del agrément) y de la belleza escapa a las facultades del entendimiento –dado que el punto de perfección de las obras no puede captarse sino a través de la directa, global e íntima relación existente entre una subjetividad (esprit de finesse, gusto) y una proyección ideal (presupuesto idealista de la estética clásica)–, se entenderá la diferencia con la crítica dogmática vigente en el propio clasicismo, que postula su tarea a partir de una poética explícita y a cuyos minuciosos parámetros y regulaciones es necesario constantemente referirse.

Tal dicotomía queda clara, por ejemplo, en una referencia que en su correspondencia Antoine Gombauld, Chevalier de Méré (Lettres, París, 1682), resalta:

Car je prends garde que ceux qui s’attachen fort aux règles n’ont que bien peu de gout et c’est pourtant le bon goût qui doit faire les bonnes règles pour tout ce qui regarde la bienséance.[7]

Diríase que –como concepto aristocrático y autonormativo– el buen gusto cuenta entre sus funciones con la de establecer los criterios de la bienséance y de l’agrément. Con lo cual, si dicho gusto refleja directa y espontáneamente los presupuestos de la sociedad polie, no se ciñe a reglas, sino que más bien reacciona contra ellas y contra la dominación de los eruditos. Al fin y al cabo, tal sociedad –la de les honnêtes gens– está menos ocupada en doctrinas que en la fruición inmediata (bienséance/agrément). Es así como las exigencias mundanas determinan más bien los criterios estéticos.

Otra cita de Méré puede dilucidar de nuevo tal asunto:

On voit beaucoup plus de bon esprit que de bon gout; et j’en connais qui savent tout et qu’on ne saurait pourtant mettre dans le sentiment de ce qui sied bien. J’en connais aussi dont le raisonnement ne s’étend pas loin et qui ne laissent pas de pénétrer subtilement la bienséance.[8]

Si por «esprit» tenemos en cuenta que el siglo XVII entiende, en general, la actividad intelectual (aunque más específicamente, en el contexto mundano, también reviste la acepción de «ingenio» –bel esprit– como facultad capaz de presentar relaciones originales y agradables entre las cosas), el texto de Méré evidencia el dualismo, tan característico, existente en el marco del pensamiento mundano entre la razón propiamente formal y el sentimiento del gusto.

Es decir, por un lado estarían los conocimientos adquiridos y el discurso lógico, y por otro, las facultades afectivas vinculadas a la intuición y al discernimiento inmediato (bon sense). Es así como el imperativo del gusto se transforma en instrumento de una especie de conocimiento superior, que escapa totalmente a las tareas de la razón lógica. Sólo la prioridad del gusto (esprit de finesse, delicatésse) es capaz de captar las múltiples variaciones y resonancias que anidan en el seno del arte y de la belleza.

De esta manera, la crítica mundana, dejando a un lado todo bagaje doctrinal y el peso de las reglas, se remite totalmente a las impresiones inmediatamente subjetivas, por lo que el objeto estético se hallará así intrínsecamente ligado al placer que comunica y las consideraciones doctrinales no intervendrán para modificar ese juicio inmediato.

En consecuencia, esta aproximación hedonista al arte diferirá radicalmente del dogmatismo de las reglas, de tendencia apriorística. Crítica mundana o impresionista versus crítica dogmática. Ésas son las dos caras de la moneda, que abrirán un largo camino en la historia. Y aunque la herencia horaciana era bien clara y conocida –De gustibus non disputandum est–, hay que reconocer que la sociedad de la época sí que discutió, y mucho, sobre el gusto. Un gusto –buen gusto– que, de alguna manera, catalizó asimismo los conceptos fundamentales de la estética clásica (toda vez que los valores que postula en su campo de acción eran «le clair, le juste et le raisonnable»), pero constituyéndose en concepto crítico autónomo.

El gusto se sitúa en el punto exacto en el que la sensibilidad particular asume una red de exigencias impuesta por el uso y la costumbre. Son algunas de las paradojas del gusto: individual y social, expresivo y normativo. Pero sin dejar de convertirse en vehículo de entente entre el artista/escritor y el público.

En el fondo, hay que reconocer que el gusto, así planteado, queda preso de la propia bienséance y del agrément, es decir, ligado a los prejuicios de la clase aristocrática que lo sostiene y circunscrito a toda una serie de circunstancias particulares. Su función no será la de abrir nuevos campos de exploración, sino la de corroborar un status quo, la de mantener la armonía de las relaciones existentes.

En realidad, la gestación de la teoría del gusto marca una etapa decisiva en la evolución de la estética, abriendo fuertes reajustes respecto a la dominación de las reglas y del culto a los antiguos. Se acentúan las cualidades afectivas y naturales. Se extrapolan al vocabulario crítico las expresiones acuñadas y desarrolladas en los salones. A la omnipotente doctrina aristotélica se enfrenta una preocupación casi exclusiva por lo natural y delicado. El público se presenta como árbitro de la obra, al margen de autoridades exteriores (los antiguos, los doctos). Lo que importa, al fin y al cabo, es el juicio de la Cour et de la Ville, del mundo contextualizado.

Ciertamente, la polémica entre la estética de la délicatesse y los seguidores de la estética cartesiana seguirá abierta y penetrará profundamente en el siglo XVIII, con todos sus dualismos. Pero el tránsito de una estética doctrinal a una estética de la subjetividad, de una estética esencialista a una estética del sentimiento, estaba ya totalmente franqueado, de la mano del gusto. Y frente a estas herencias y estas discusiones adquieren su perfil las reales academias, preocupadas por la docencia y el aprendizaje, por el establecimiento de criterios y supervisiones estimativas, por la teorización, la historia y la investigación en torno a las bellas artes.

El siglo XVII puso los fundamentos de la teoría del gusto, pero será en el XVIII cuando las consideraciones sobre el gusto y sobre la belleza –en relación con él– adquirirán nuevos impulsos. Especialmente será el contexto inglés el que tome la antorcha en este concreto juego de relevos tras las indagaciones en torno al standard of taste, y luego el alemán, con el aporte kantiano, entre el empirismo y el racionalismo. Aunque, en cualquier caso, ya siempre la teoría del gusto estará indisolublemente ligada a los interrogantes estéticos.

[1] El texto básico de Jean Baptiste du Bos Refléxions critiques sur la poésie et sur la peinture (1719) ha sido recientemente traducido, con el mecenazgo y el respaldo de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, al castellano, en la colección «Estética & crítica» del Servei de Publicacions de la Universitat de València, Valencia, 2007. Dicho libro figura en los fondos de la biblioteca histórica de la institución académica.

[2] Se apunta así, a través de Méré, la noción de gusto como aquella facultad que permite «juzgar adecuadamente de cuanto se presenta por un desconocido enigmático sentimiento que funciona más rápidamente e incluso más adecuadamente que cualesquiera reflexiones».

[3] «Existen diferencias entre el gusto que nos aproxima a las cosas y el gusto que nos hace conocer y discernir sus cualidades, sujetándose a reglas. Podemos estimar la comedia sin tener el gusto lo suficientemente fino y delicado como para juzgarla de forma adecuada, y podemos tener el gusto bastante bueno como para juzgar satisfactoriamente la comedia, pero sin estimarla». La Rochefoucauld, cit. supra.

[4] Hemos coordinado la edición crítica de la obra de J. P. de Crousaz Tratado de lo bello, Colección «Estética & crítica», Publicacions de la Universitat de València (PUV), Valencia, 1999.

[5] Igualmente hemos coordinado la edición crítica de la obra de Y. M. André Ensayo sobre lo bello, PUV, Valencia, 2003.

[6] «El gusto es un sentimiento natural que afecta al alma y que es independiente de cuantos conocimientos se puedan adquirir; el gusto consiste en determinada relación que se establece entre el espíritu y los objetos que se le presentan; en fin el buen gusto es el primer movimiento, o por así decirlo, una especie de instinto de la recta razón, que la arrastra con rapidez y que la guía de manera más segura que cualesquiera razonamientos que se puedan llevar a cabo» Bouhours.

[7] «Pues yo suelo notar que aquellos que se conectan estrechamente a las reglas suelen tener poco gusto, siendo así que es precisamente el buen gusto el que debe fundamentar las buenas reglas en relación con todo lo que hace referencia a una correcta adecuación» Méré, cit. supra.

[8] «Abunda más la dimensión intelectual que el buen gusto; conozco a personas que saben de todo y que no obstante son incapaces de participar en el sentimiento de lo que resulta adecuado. Conozco sin embargo a otros que no irían muy lejos en cuestiones de razonamientos y que, a pesar de ello, son capaces de penetrar sutilmente en cuanto corresponde al dominio del gusto» Méré.