Kitabı oku: «La neoinquisición», sayfa 5
Sin advertir la contradicción insalvable en que caen, los pensadores posmodernos creen haber develado la real naturaleza de todas las relaciones sociales, arreglos culturales e instituciones, cuestión exclusivamente reservada para quienes adoptan sus métodos. En esto, como notó el profesor de Oxford Christopher Butler, los posmodernos, que en sus palabras configuran un grupo «internacionalista y progresista de izquierda», siguen a Marx, quien también alegó haber descubierto la verdadera naturaleza opresiva de la sociedad capitalista, invisible para quienes no adhirieran a su metodología148. Más aún, en general los teóricos franceses responsables de haber desarrollado el posmodernismo acá comentado trabajaban, dice Butler, bajo un paradigma marxista149. A diferencia de Marx, sin embargo, que escribía sus errores con claridad, los posmodernos suelen utilizar una jerga incomprensible que rompe con las reglas de la escritura convencional, llegando a una franca charlatanería disfrazada en oscuras palabras y formulaciones. En Fausto, Goethe advertía ya sobre la deshonestidad del lenguaje oscuro y rimbombante:
¡Busca una ganancia honrada!,
¡No seas como el bufón que hace sonar el cascabel!,
El entendimiento y el buen sentido,
con escaso arte, por sí mismos se presentan,
y si os importa en serio decir algo,
¿es acaso necesario perseguir las palabras?
Vuestros discursos, que tan bien adornan
para presentarle a la humanidad monas vestidas de seda
¡son sofocantes como el viento brumoso
que en el otoño susurra por entre las hojas secas!150.
Basta leer un párrafo del texto de Lyotard La condición posmoderna, el que se encuentra lejos de ser inaccesible comparado con otros escritos del mismo tipo, para hacer propia la advertencia de Goethe:
El juego de la ciencia implica, pues, una temporalidad diacrónica, es decir, una memoria y un proyecto. El destinatario actual de un enunciado científico se supone que tiene conocimiento de los enunciados precedentes a propósito de su referente (bibliografía) y solo propone un enunciado sobre ese mismo tema si difiere de los enunciados precedentes. Lo que se ha llamado el «acento» de cada actuación está aquí privilegiado con respecto al «metro», y por lo mismo la función polémica de ese juego. Esta diacronía que supone la memorización, y la investigación del nuevo enunciado designa en principio un proceso acumulativo. El ‘ritmo’ de este, que es la relación del acento con el metro, es variable151.
Si el pasaje recién citado parece enredoso no es porque solo gente muy inteligente y preparada sea capaz de desentrañar el mensaje que contiene, aunque quienes siguen esta corriente pretenden hacerlo ver de esa manera. La verdad es que estas palabras podrían traducirse simplemente como «la investigación científica avanza sobre la base de lo establecido en investigaciones previas», lo que es una obviedad presentada como genialidad por un lenguaje rimbombante y artificialmente enrevesado. Esta obsesión con un lenguaje con aires de superioridad hace que ni siquiera los académicos posmodernos entiendan lo que escriben o lo que leen, pues siguiendo su lógica las mismas reglas de escritura no son más que formas de dominación, tal como alegaban los estudiantes de UCLA en el incidente con el profesor Rust. Se trata, para decirlo claramente, de una filosofía que destruye todo a su paso y acepta cualquier estupidez, lo cual quedó en evidencia en el famoso escándalo de Alan Sokal en 1996. Hastiado de la prevalencia que el posmodernismo había alcanzado en las universidades norteamericanas —el que solo ha empeorado desde entonces—, Sokal, un profesor de física de la Universidad de Nueva York, escribió un paper intencionalmente fraudulento y lo envió a una prestigiosa revista académica de estudios culturales posmodernos para ver si lo publicaban. Su objetivo era testear el rigor académico de las disciplinas influidas por el posmodernismo, que hoy por hoy son todas las humanidades y parte de las ciencias sociales. El paper, lleno de «tonterías» como el mismo Sokal explicó152, y que afirmaba, entre otros absurdos, que las leyes de la gravedad cuántica no eran más que una construcción sociolingüística, fue efectivamente publicado por el emblemático journal Social Text, en cuyo comité editorial se encontraba parte de lo más selecto de la intelectualidad progresista. Vale la pena reproducir la introducción del trabajo publicado para hacerse una idea del irracionalismo y la charlatanería que impregnan las humanidades y parte considerable de las ciencias sociales hoy en día:
Hay muchos científicos y especialmente físicos que […] se aferran al dogma impuesto a la perspectiva intelectual occidental por la larga hegemonía surgida en la Ilustración y que puede resumirse brevemente de la siguiente manera: que existe un mundo externo, cuyas propiedades son independientes de cualquier ser humano individual y de la humanidad como tal. Que estas propiedades están codificadas en leyes físicas ‘eternas’, y que los seres humanos pueden obtener un conocimiento confiable, aunque imperfecto y tentativo, de estas leyes mediante la aplicación de los procedimientos ‘objetivos’ y las restricciones epistemológicas prescritas por el (llamado) método científico153.
Que este tipo de absurdo en que se niega el método científico para hacer física por ser una muestra de hegemonía occidental haya sido aceptado para publicación en una de las revistas académicas más prestigiosas del área revela hasta qué punto la doctrina posmoderna ha corrompido la seriedad intelectual de las humanidades con su idea de que todo son juegos de poder y narrativas. Tiempo después de la publicación, Sokal explicó que había enviado el paper fraudulento porque, siendo el mismo un hombre de izquierda, le preocupaba en ese sector «la proliferación de un tipo particular de pensamiento sin sentido» que negaba «la existencia de realidades objetivas» o que «admite su existencia, pero minimiza su relevancia práctica». Su conclusión final sobre el episodio que lo involucró sería fulminante:
La aceptación por parte de Social Text de mi artículo ejemplifica la arrogancia intelectual de la teoría, es decir, la teoría literaria posmodernista, llevada a su extremo lógico. No es de extrañar que no se molestaran en consultar a un físico. Si todo es discurso y ‘texto’, entonces el conocimiento del mundo real es superfluo; incluso la física se convierte en una rama más de los estudios culturales. Además, si todo es retórica y ‘juegos de lenguaje’, entonces la consistencia lógica interna también es superflua: una pátina de sofisticación teórica sirve igualmente bien. La incomprensibilidad se convierte en una virtud; alusiones, metáforas y juegos de palabras sustituyen la evidencia y la lógica. Mi propio artículo es, en todo caso, un ejemplo extremadamente modesto de este género bien establecido154.
Alguien podría argumentar que lo de Sokal fue hace demasiado tiempo, apenas un accidente que no demuestra el verdadero espíritu de las humanidades y su influencia posmodernista hoy en día. Pero una réplica casi idéntica del escándalo fue realizada hace poco por tres académicos desatando un furioso debate en Estados Unidos que repercutió en todo occidente. Entre 2017 y 2018, los profesores James Lindsay, Helen Pluckrose y Peter Boghossian, hastiados, como Sokal, de la charlatanería ideológica que se ha tomado las universidades, escribieron veinte papers llenos de absurdos y tonterías planteadas en jerga posmoderna y los enviaron a prestigiosas revistas académicas dedicadas a estudios feministas, culturales y de género, entre otras disciplinas abocadas a fomentar la cultura del victimismo que hemos analizado. Al momento de dar a conocer el fraude, siete de sus artículos habían sido aceptados ya para publicación en revistas con peer review y otros siete estaban en proceso de admisión. Se trata de un escándalo mucho mayor al de Sokal y no solo por la cantidad de papers admitidos para publicación, sino por los disparates que estos decían. Uno de los papers, por ejemplo, afirmaba que la «astronomía occidental» era sexista y que los departamentos de física debían incorporar otros métodos como la «astrología feminista» o practicar danza interpretativa para conocer mejor las estrellas:
Existen otros medios superiores a los de las ciencias naturales para extraer conocimientos alternativos sobre las estrellas y la astronomía, incluidas las metodologías de etnografía y otras ciencias sociales, un examen cuidadoso de la intersección de las astrologías existentes de todo el mundo, la incorporación de narrativas mitológicas y el análisis feminista moderno de ellas, danza interpretativa feminista (especialmente con respecto a los movimientos de las estrellas y su significado astrológico), y aplicación directa de discursos feministas y poscoloniales sobre conocimientos alternativos y narrativas culturales155.
Otro de los papers publicados hablaba sobre la cultura de la violación entre los perros de los parques de Portland preguntándose si acaso los perros eran víctimas de opresión; uno sostenía que los hombres que se masturban pensando en una mujer sin su consentimiento eran culpables de violencia sexual, y el más perturbador afirmaba que a los estudiantes blancos debía obligárseles a guardar silencio en la sala e incluso encadenarlos al piso como forma de recompensa por sus privilegios156.
Como ya hemos visto, sería un error pensar que esto se limita a la vida puramente universitaria. Lo cierto es que la doctrina del posmodernismo ha impregnado toda la vida en común. Como ha recordado correctamente un estudiante de doctorado en filosofía de Oxford dedicado a estos temas, «hace veinte años Alan Sokal llamó al posmodernismo ‘una tontería de moda’. Hoy en día, el posmodernismo no es una moda, es nuestra cultura». Una cultura que sumerge a los estudiantes de las universidades de élite en un «culto al odio, la ignorancia y la pseudofilosofía» que «amenaza con fundir todas nuestras tradiciones intelectuales en el mismo torrente de consignas políticas y palabrería vacía»157. Y es que el posmodernismo, como ha explicado el filósofo Stephen Hicks, al constituir una reacción en contra del ideal de la Ilustración y todo lo que lo acompaña, busca desterrar no solo la razón para reemplazarla con pura teoría sobre el poder expresada en jerga ininteligible, sino también el individualismo, el capitalismo y el liberalismo. Así, dice Hicks, «en lugar de la experiencia y la razón» postula «el subjetivismo sociolingüístico», contra la «identidad y la autonomía individual» defiende «las diversas asociaciones de raza, género y clase». Todo lo cual lleva a que «en lugar de ver los intereses humanos como esencialmente armoniosos y tendientes a una interacción mutuamente beneficiosa» solo vea «conflicto y opresión»158.
He ahí, en este irracionalismo y relativismo, el origen intelectual de las políticas identitarias analizadas en el capítulo anterior, las que, como ha sido establecido, responden a una particular forma de marxismo aun cuando no sea del todo fiel a la doctrina clásica de Marx. Lo que buscaron pensadores como los franceses Michel Foucault y Jacques Derrida, por nombrar a dos de los más emblemáticos en esta tradición, fue simplemente demoler la cultura occidental. Pues si todo es narrativa y si no hay forma de reclamar superioridad acudiendo a alguna realidad fuera del sujeto, entonces también el relato histórico de occidente es una forma de autojustificación que no tiene manera de ser defendido objetivamente. Como consecuencia se debe «deconstruir» —para usar el famoso término de Derrida— todo lenguaje, ya que no existe referencia a sistemas independientes de él. Así, la idea de que se puede hacer una reconstrucción objetiva de la historia sobre la base de la evidencia recabada no es más que una falacia. En palabras de Hyden White:
Muchos historiadores continúan tratando sus ‘hechos’ como si fueran ‘dados’ y se niegan a reconocer, a diferencia de la mayoría de los científicos, que no son ‘encontrados’ sino ‘construidos’ por el tipo de preguntas que el investigador hace de los fenómenos frente a él. Esta es la misma noción de objetividad que une a los historiadores en un uso no crítico del marco cronológico para su narrativa159.
Para esta visión, explica Butler, la historia, esa disciplina que al retratar el pasado explica lo que somos en el presente y nos orienta respecto de lo que queremos ser en el futuro, es una especie de mitología y su sobrevivencia depende de si es aceptada en el proceso de discusión, nada más160. Todo se funde en el absoluto relativismo, en la marea de lo que siente el lector que es verdad, pues dado que el acceso al pasado es imposible y los textos en sí no tienen significado o mensaje, este debe deconstruir el texto destrozando cualquier sello que el autor le haya dado. Nada original ni verdadero tienen para decir las obras de Shakespeare, Tolstoi o Cervantes; no hay gigantes de la literatura universal porque no hay ideas perennes que se puedan transmitir como verdades trascendentes. Ni siquiera un estilo puede ser considerado superior a otro, pues la belleza, de nuevo, es una mera construcción social y eventualmente una forma de dominación que establece poder en favor de aquellos que declaran participar de alguna manera de los estándares de belleza que defienden. Lo bueno y lo malo, lo feo y lo lindo, lo excelente y lo decadente, lo cuerdo y lo demente, no son más que conceptos utilizados de manera arbitraria. Hasta el discurso médico es sospechoso, porque pretende afirmar la autoridad política de los doctores sobre sus pacientes a quienes pueden intervenir gracias al poder que les confiere ese discurso. Así, pensaba Foucault, quien fue alguna vez internado en una clínica psiquiátrica tras un intento de suicidio, el poder real no consistía en que se obligue por la fuerza a estos procedimientos sino en lo que denunció como micropoder y «coacciones extrajurídicas»:
Tradicionalmente […] bastaba con estudiar las formas jurídicas que regían lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido […] en realidad me parece que el derecho que diferencia lo permitido y lo prohibido no es de hecho más que un instrumento de poder […] bastante inadecuado y bastante irreal y abstracto. Que en concreto las relaciones de poder son mucho más complejas […] todo lo extrajurídico y todas las coacciones extrajurídicas que pesan sobre los individuos y atraviesan el cuerpo social161.
Según Foucault, «cuando un médico psiquiatra impone a un individuo una internación, un tratamiento, un estatus» ejerce dominación, pues si bien las relaciones de poder efectivamente «son las que los aparatos del Estado ejercen sobre los individuos, asimismo lo son la que el padre de familia ejerce sobre su mujer y sus hijos, el poder ejercido por el médico, el poder ejercido por el notable, el poder que en la fábrica el dueño ejerce sobre sus obreros»162.
Foucault, impedido de exteriorizar su homosexualidad durante buena parte de su vida, llegaría incluso a poner en duda las investigaciones científicas sobre el VIH bajo el argumento de que incrementaban el poder de los médicos. Como consecuencia se burlaría del activismo homosexual que buscaba sexo seguro, lo que él nunca practicó hasta contagiarse la enfermedad de la cual finalmente moriría163. Aun cuando parezca delirante, esto es coherente con la idea de que en el mundo moderno solo hay narrativas creadas bajo el engaño de la Ilustración y que, por tanto, lo sano y lo enfermo no son más que construcciones sociales afirmadas en el liberalismo y el capitalismo, el que, de acuerdo al filósofo francés, extendió las relaciones de poder a través de todo el orden social. «Todo está —dijo analizando la medicalización— profundamente ligado al desarrollo del capitalismo» que no pudo «funcionar con un sistema de poder político en cierta forma indiferente a los individuos» porque necesitaba hacer de todos una función productiva «normalizándolos»164. Así, el Gran Hermano que George Orwell describía en su novela 1984, refiriéndose al totalitarismo marxista, sería, en realidad, el capitalismo que creó una «vigilancia precisa y concreta sobre todos los individuos» que ahora se encuentran siempre observados y controlados por el poder político, cuestión que no ocurría ni en los tiempos del feudalismo165. A Foucault, como es evidente a esta altura y recuerda Roger Scruton, no le interesaban los hechos por lo que en su esfuerzo por demostrar que existía una conexión intrínseca entre la burguesía, la familia, el paternalismo y el autoritarismo los dejó completamente de lado. De ahí, sugiere Scruton, que todo el intento del francés por desentrañar las estructuras ocultas de poder de la sociedad burguesa carezca de credibilidad, siendo más bien una «liturgia de la denuncia»166.
En todo caso no deja de ser ingenioso el giro que Foucault logra dar para condenar el capitalismo y responsabilizarlo, junto a la civilización que le dio vida, de todo tipo de opresiones imaginables. En esa gimnástica intelectual llegaría a decir que el pueblo, para rebelarse en contra de todas estas formas de opresión invisibles, debía aplicar su propia justicia, sin tribunales ni procesos legales, pues los sistemas legales existentes eran una trampa de la burguesía para impedir la venganza de la masa:
En mi opinión, uno no debería comenzar con la corte como una forma particular, y luego preguntar cómo y en qué condiciones podría haber una corte popular; uno debe comenzar con la justicia popular, con actos de justicia por parte de la gente, y luego preguntar qué lugar podría tener un tribunal dentro de esto. Debemos preguntarnos si tales actos de justicia popular pueden o no organizarse en forma de un tribunal. Ahora mi hipótesis no es tanto que el tribunal es la expresión natural de la justicia popular, sino que su función histórica es atraparla, controlarla y estrangularla, volviéndolo a inscribir dentro de las instituciones que son típicas de un estado aparato167.
Y más adelante insistió en que «la justicia popular reconoce en el sistema judicial un aparato estatal, representante de la autoridad pública e instrumento del poder de clase», añadiendo que la justicia popular no necesitaba la farsa de un juez imparcial y las dos partes de un juicio. Y es que, para Foucault, las masas debían decidir ante sí, basadas en sus emociones y percepciones subjetivas, si alguien calificaba como enemigo:
Las masas, cuando perciben que alguien es un enemigo, cuando deciden castigar a este enemigo, o reeducarlo, no confían en una idea universal abstracta de la justicia, sino en su propia experiencia, la de las lesiones que ellos han sufrido, de la forma en que han sido perjudicados, en la que han sido oprimidos; y finalmente, su decisión no es autorizada, es decir, no están respaldados por un aparato estatal que tenga el poder de hacer cumplir sus decisiones, simplemente las llevan a cabo. Por lo tanto, mantengo firmemente la opinión de que la organización de los tribunales, al menos en occidente, es necesariamente ajena a la práctica de la justicia popular168.
Foucault fue aún más explícito argumentando que el rol del Estado era servir a la masa y educarla no para que aceptara instituciones que medien entre esta y sus supuestos agresores, sino para que simplemente decidiera cuando tenía que matar: «Entonces, ¿el trabajo de este aparato estatal es determinar sentencias? No, en absoluto […] es educar a las masas y la voluntad de las masas de tal manera que sean las propias masas quienes vengan a decir: ‘De hecho, no podemos matar a este hombre’ o ‘De hecho, debemos matarlo a él’»169.
Así, probablemente como todos aquellos que han caído bajo el embrujo de Marx, Foucault fue también, según la descripción de Mark Lilla, un personaje fascinado con la violencia y el desborde, lo que en su vida privada se manifestó con abusos de drogas y una obsesión por el sadomasoquismo homosexual170.
La patológica teoría de la opresión de Foucault, hoy nuevamente de moda, fue sepultada por la publicación de Archipiélago Gulag, del Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsyn. En ella relataba su inhumana experiencia en los campos de concentración soviéticos, cuyo régimen era ampliamente admirado por la intelectualidad francesa de la época. Enfrentados a esa atroz realidad, pocos en Francia siguieron tomando en serio la tesis foucultiana de que la violencia invisible de la sociedad capitalista era peor que la visible, lo que llevó a Foucault a una crisis personal171. Este baño de realidad es el que parece haberse perdido hoy, donde tantos grupos privilegiados, partiendo por estudiantes universitarios, declaran ser oprimidos y luchar por su vida en los países con las mejores condiciones de vida en la historia humana. Ellos son herederos de Foucault, quien atacó la idea de «normalidad» afirmando que esta sería nada más que una estrategia de aquellos que se autodefinen dentro de la norma para excluir a otros. En consecuencia, la homofobia, el sexismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de discriminación eran producto del discurso normalizador, pues este terminaba creando subidentidades oprimidas172.
Excedería las pretensiones de este trabajo realizar un análisis más profundo de los diversos pensadores posmodernos, pero así como conocer las ideas centrales de Foucault es necesario para comprender la crisis de identidad occidental que se manifiesta de manera flagrante en la esfera pública en Estados Unidos, corresponde también dedicarle un breve espacio a Derrida, cuya influencia en las universidades de ese país ha sido enorme, especialmente en lo que concierne a la victimología que configuran los estudios culturales, feministas, homosexual y teoría poscolonial173.
Como Foucault, aunque de manera más ácida y con mayor foco, Derrida las emprende contra el lenguaje, específicamente contra lo que denominó «logocentrismo», que es el predominio del logos, esto es, del lenguaje y de la razón que se expresa a través de él creando jerarquías que, en su visión, deben ser desmontadas. En la línea de Foucault, Derrida cree que no es posible conocer la verdad a través del lenguaje, pues este es en sí mismo una estructura creada por quien la utiliza y, por tanto, es imposible pretender acceso a una verdad fuera de él a través de él. Su teoría de la «deconstrucción» afirma que todos los textos son ambiguos y por tanto no existe un solo significado que pueda atribuirse a la palabra escrita, sino tantos como existan lectores. En otras palabras, se abren las puertas a un completo irracionalismo en el sentido de que no se puede reclamar encontrar verdad alguna en un texto, sino múltiples verdades que pueden incluso ser contradictorias. Y es que, para esta visión, las ideas, interpretaciones o sentimientos no son verdaderos o falsos frente a un texto174. El mismo Derrida admite que su ataque es contra la idea de racionalidad y verdad del lenguaje escrito:
La ‘racionalidad’ —tal vez sería necesario abandonar esta palabra, por la razón que aparecerá al final de esta frase— que dirige la escritura así ampliada y radicalizada, ya no surge de un logos e inaugura la destrucción, no la demolición sino la des-sedimentación, la des-construcción de todas las significaciones que tienen su fuente en este logos. En particular la significación de verdad. Todas las determinaciones metafísicas de la verdad, e incluso aquella que nos recuerda Heidegger, por sobre la onto-teología metafísica, son más o menos inmediatamente inseparables de la instancia del logos o de una razón pensada en la descendencia del logos, en cualquier sentido que se lo entienda…175.
En suma, el lenguaje es inherentemente poco confiable porque las palabras tienen significado en la medida en que son referidas a y se diferencian de otras palabras, como, por ejemplo, gordo y flaco, lindo y feo, hombre y mujer, superior e inferior, etc. Ahora bien, ninguno de estos conceptos tiene un vínculo directo con el objeto referido —la gordura, la belleza, la masculinidad y así sucesivamente—. Más bien forman parte de todo un sistema lingüístico que jamás toca el mundo real y, como consecuencia, el significado de lo que hablamos jamás es estable y siempre se encuentra sujeto a cambio, aun cuando usemos las mismas palabras176.
El problema con la tesis de Derrida es que si el lenguaje es inestable, poco confiable, carece de acceso a la verdad y por tanto debe ser deconstruido para desmantelar esa pretensión, entonces ¿por qué no deconstruir la deconstrucción? En otras palabras, si el lenguaje no es fuente de conocimiento sobre las cosas, entonces la teoría de Derrida, que es formulada obviamente utilizando el lenguaje, tampoco puede serlo. Pero nada de eso le importaba a este intelectual, quien simplemente se defendía diciendo que la deconstrucción era una práctica que buscaba poner a toda la tradición filosófica —y científica, literaria, artística, etcétera— bajo sospecha177. Las consecuencias de esa sospecha han sido devastadoras. Pues si Derrida tiene razón y debemos alejarnos del logocentrismo, entonces no podemos reclamar, por ejemplo, que la filosofía liberal con su pretensión generalmente metafísica de que todos los seres humanos poseemos la misma dignidad y, por tanto, merecemos el mismo respeto, es superior al comunismo o al nazismo. Si el lenguaje no nos dice nada definitivamente verdadero, entonces todo el esfuerzo que ha hecho occidente por avanzar moralmente es absurdo y quedamos totalmente a la deriva, sin un norte filosófico que nos oriente. Lilla explica:
Si la deconstrucción arroja dudas sobre todos los principios políticos de la tradición filosófica de occidente —Derrida menciona la propiedad, la intencionalidad, la voluntad, la libertad, la conciencia, el autoconocimiento, el sujeto, el yo, la persona y la comunidad—, ¿es posible emitir juicios sobre política? ¿Puede uno distinguir entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia? ¿O es que esos términos también están contaminados de logocentrismo que debe abandonarse?178.
Las implicancias de la teoría de Derrida son tan devastadoras que él mismo finalmente realizó un giro aceptando que había algo así como una justicia por la que valía la pena luchar aunque, como Foucault, nunca dejó de ser un genuino agresor de todo lo que significaba occidente. Por eso, y el evidente absurdo en que cae toda su teoría, es que, al decir del profesor de Stanford Kenneth Taylor, Derrida es considerado un charlatán y un fraude en amplios círculos de filosofía179. Se trata, sin embargo, de un charlatán antihumanista que ha tenido un impacto gigantesco en el posmodernismo adoptado por las universidades estadounidenses, lo que prueba, según Lilla, la inmadurez prevalente en ese país y su disposición a aceptar «cualquier idea y a cualquier persona» aun a riesgo de socavar los fundamentos liberales de la sociedad en la que viven a manos de doctrinas que niegan la verdad180.